18
Nada más en la Tierra era como Ruth lo había imaginado, ni siquiera James. Cuando se conocieron, al día siguiente, al principio lo confundió con otro político. Tenía el recuerdo de unas gafas gruesas de fanático de la tecnología y una barriga, pero se había sometido a cirugía láser dos años antes y ya no estaba gordo.
Tenía buen aspecto, con las mejillas altas y compactas y la barba bien recortada. Al parecer utilizaba el mismo mecanismo para cortarse el pelo castaño en punta. Como mínimo era un indicador de la mentalidad de rata de laboratorio, la eficiencia está por encima de las apariencias. Los dos centímetros y medio de barba y aquel pelo le daban un aire de sensatez, reforzado por un sencillo jersey de color beige. Él había cultivado esa imagen, modesta, inofensiva.
James Hollister se había convertido en un político en todos los sentidos de la palabra. Era el director general de los equipos de nanotecnología y el contacto con el consejo presidencial. Controlaba a treinta y ocho genios de trato difícil, acallaba sus polémicas, hacía respetar la rotación de los equipos, y entre tanto defendía sus intereses por encima de cualquier otro problema al que se enfrentara Leadville sin irritar en exceso a los gerifaltes.
Caminaba por todas aquellas cuerdas flojas con seguridad.
A Ruth le atrajo su porte antes de saber la mayoría de esas cosas. También ella era muy diferente de como se había imaginado a sí misma, más sola, más necesitada; pero la relación padrehija estaba demasiado presente en su cabeza. Hacía muchos meses que se apoyaba en James, acudía a la radio en busca de su orientación y sus elogios.
El mero hecho de recibir un abrazo fue maravilloso. Olía a limpio. Ella debió de quedarse así lo bastante para incomodarlo, luego balbuceó las palabras que había reprimido ante Kendricks.
—¡Ahí fuera hay una guerra! ¿Cómo… qué está pasando?
Sin embargo, James no quería hablar en serio. Otro cambio. Hasta aquel momento toda su relación no habían sido más que hipótesis y grandes ideas. Murmuró frases agradables:
—Vuestro piloto ha estado increíble, hablan de hacerle una placa o algo así. —Se tiró de la oreja, le hizo un gesto para que no dijera nada y se encogió de hombros. Ruth se tragó sus preguntas.
Tal vez los escuchaban.
La soltaron al día siguiente por la mañana con un cuarto de botella lleno de suplementos de calcio y un puñado de aspirinas. La había explorado un ginecólogo, había sido atacada por un dentista que hizo que le sangraran las encías, y un optometrista le había examinado brevemente la vista. Y necesitaban su cama. Acababa de llegar un grupo de soldados con heridas de bala y el peculiar sarpullido subcutáneo causado por las infecciones de los nanos.
El comandante Hernández en persona escoltó a Ruth al salir a la vasta luz nítida del aire libre, junto con James y por lo menos nueve soldados en tres todoterrenos. James parecía conocer bien a Hernández. Le preguntó por alguien llamado Liz, y Ruth se alegró. Pensó que los dos se parecían mucho. Seguros, metódicos.
Era bueno saber que todavía quedaba buena gente.
Sin embargo, resultaba extravagante oírles hablar de trivialidades mientras los todoterrenos traqueteaban hacia el sur por calles de barrios residenciales.
—Ven esta noche a tomar algo —le dijo James—. Y trae a tu mujer. Seguro que puedo ofreceros un poco más de ese zumo si tienes una o dos latas más de sardinas.
—Sabes que si lo encuentro, tendré que confiscarlo —dijo Hernández, y miró atrás, a su guardaespaldas.
—No sea tan duro, comandante.
El optometrista le había dado unas gafas de sol, unas gigantes de aviador que se puso enseguida cuando James la sacó en la silla de ruedas. La luz del sol hacía que le escocieran los ojos, apagaba los colores, quemaba el contorno de las altas cimas blancas de la montaña.
Ruth lo miraba todo.
Los residentes originales habían hecho todo lo posible por ayudar a la masa de refugiados, los habían alojado en salones, cobertizos y garajes, en campamentos, tiendas y remolques de caballos. Estaba claro que los lugareños no eran gente de ciudad. Todo el mundo tenía ropa de abrigo y equipo de acampada y, durante un tiempo, había sido suficiente. La mayoría de la población desplazada acabó en las montañas al este de Leadville, pero Ruth aún veía los resultados de la determinación y generosidad de aquella gente. Terrenos abiertos y jardines seguían llenos de cobertizos improvisados. Sin embargo, vio a muy poca gente. ¿Por qué? Apenas podía haber trabajos, algún lugar adonde ir…
Llegaron a un punto de control, un muro bajo de coches amontonados en la calle, dos ametralladoras y un destacamento de soldados. Luego salieron a una pequeña carretera que constituía la frontera en el sur de Leadville.
James y Hernández enmudecieron. Ruth se encorvó. Ya le habían disparado una vez, y Hernández no había llevado dos todoterrenos adicionales sólo para impresionarla.
Miles de personas trabajaban en la larga ladera que se elevaba fuera de la ciudad, estaban haciendo terrazas. ¿Para construir casas? Ruth no le encontraba sentido. Otros cientos de personas obstruían la carretera, caminaban en ambas direcciones, como un estrambótico peregrinaje, transportaban carretillas y carros a pulso. Ya no quedaban caballos. De hecho no había visto ningún animal, excepto un pájaro, tal vez un halcón, que planeaba muy por encima de sus cabezas.
El todoterreno de delante no paraba de hacer sonar el claxon. Sin embargo, algunas de las cargas pesaban mucho, sus portadores tardaban en retirarlas y los tres vehículos sólo conseguían recorrer quince o veinte kilómetros por hora, en zigzag y frenando. Ruth vio gente con cajas y mochilas, con carros de la compra.
Transportaban heces.
Entonces lo entendió, pero era más fácil girar la cabeza hacia James que enfrentarse a la envidia y la esperanza entumecida de aquellos desconocidos mugrientos.
—¿Qué hacen?
—Aquí el suelo es horrible, sobre todo arriba, fuera del valle. Tierra dura y rocas.
—Pero el lecho del río está… ¿a un kilómetro, kilómetro y medio de aquí?
Él se limitó a asentir. Pasados cien metros salieron de la carretera. Otro punto de control. Luego siguieron una carretera que subía la montaña. Ruth contempló los trabajos en la ladera y se preguntó cómo iban a regar esas terrazas para cultivos que estaban construyendo. Seguro que no iba a ser a mano, cubo a cubo.
El espacio y los recursos dedicados a los laboratorios de nanotecnología eran mejores de lo que se temía. El Instituto Timberline, una pequeña escuela de estudios medioambientales que a menudo utilizaba el campo como aula, era igual de grande que el hotel y parecía un chalet suizo. Sólidas paredes blancas, ventanas altas con marco de madera oscura, vigas pesadas que sobresalían por debajo de un techo lo bastante inclinado para evitar que se acumulara la nieve.
El patio era un revoltijo de caravanas, remolques y cobertizos de aluminio, pero aquel caos parecía innecesario, ya que el edificio de varias plantas podía alojar sin problema a treinta y ocho científicos, sus cincuenta y cuatro familiares, y por lo menos a la mayor parte del destacamento de seguridad, pero los soldados vivían fuera, incluso Hernández. Era una decisión táctica: interponerse entre los científicos y cualquier amenaza potencial. Por toda la ladera había bobinas de cable y trincheras.
Cuando el todoterreno se detuvo, el comandante Hernández le ofreció la mano a Ruth y la ayudó a salir. Había llevado una silla de ruedas plegable que parecía más nueva y mejor acolchada que el armazón pesado y rígido que había estado usando.
—Gracias —dijo ella.
Él sonrió por primera vez antes de volverse hacia sus hombres.
James llevó a Ruth adentro, donde le había conseguido una habitación en la planta baja. Era casi del mismo blanco que su laboratorio a bordo de la EEI. Las vistas daban al caótico patio. Desvió la mirada hacia un rectángulo oscuro que había en la pared adyacente a la ventana, donde había estado colgada durante años una pizarra o un cuadro. El mobiliario era prácticamente inexistente, un colchón en el suelo con dos estanterías de metal a modo de armario. Todo lo demás se había utilizado para hacer leña.
—¿Tienes ganas de hacer una visita? —le dijo James.
—Estoy hecha polvo. Sé que es una tontería. —El aire fresco le había sentado bien, pero su aprensión le había mermado las fuerzas. Ruth lo miró a los ojos y le hizo un gesto para que no dijera nada.
James asintió. Sí.
—Deberías tomar un poco el sol —le dijo—. Tu cuerpo necesita vitamina D.
Ella sólo quería echar un sueñecito, que escucharan su respiración si querían. Pero estaba desesperada por obtener respuestas y no sabía cuándo volvería a tener la oportunidad de estar a solas con él.
—De acuerdo. Sí.
James se fue. ¿A pedir permiso? ¿No se trataba de escabullirse juntos y encontrar un rincón tranquilo? Ruth dio una palmadita en el petate que llevaba en el regazo, con los pocos efectos personales que había recuperado de la Endeavour y la ropa razonablemente limpia de otra persona. Allí no tenía la comodidad que necesitaba.
James volvió con otra silla de ruedas, no tan acolchada como la nueva. No sólo sospechaba que hubiera micrófonos ocultos en la habitación. También sospechaba de la silla. Ella estuvo a punto de gritar. Casi les echa un rapapolvo. Pero James lo vio en su rostro. Abrió los ojos de par en par y extendió las manos como si fuera a atraparla.
Ruth se quedó callada, justo como había hecho con Ulinov.
El patio parecía un lugar peligroso para hablar, repleto de soldados ociosos. Demasiadas cabezas se volvieron para mirar cuando James la llevó por el camino de cemento, inclinado cerca de su oído.
—No sé si un micrófono direccional podría captar nuestras voces aquí —dijo—, ni siquiera si disponen de algo así, pero vamos a hacerlo rápido.
—No te fías de Hernández.
—Creo que daría su vida por protegernos.
—Pero entonces… has cambiado las sillas.
—No sabemos dónde la consiguió ni quién la tuvo antes que él. Además, hay demasiada gente del servicio de inteligencia sin trabajo intentando ser útil.
Pasaron por una caravana Winnebago, un soldado con el torso desnudo se arreglaba una manga, un joven lugarteniente fruncía el ceño ante un tablón de anuncios.
—Confío en él —dijo James—. De verdad. Pero no es realista esperar que oculte información a sus superiores o que no colabore con ellos.
«Según esa lógica yo ni siquiera debería confiar en ti».
—Debes tener cuidado con cómo actúas y lo que dices. Sé que te gusta provocar. No lo hagas aquí.
Ruth fue cortante.
—Hablas como Kendricks.
—¿Te ha ido a ver? Lo iba diciendo. Pensaba que tal vez lo había convencido de que yo te tenía a raya, pero mierda, Ruth, allí arriba no causaste más que problemas, protestabas, siempre discutías. Y durante el último mes cada vez eras peor.
—Mantenerme ahí arriba era una pérdida de tiempo.
—No eres lo único importante.
Cuatro soldados salieron corriendo hacia ellos. James paró la silla y una amarga frustración recorrió los pensamientos de Ruth como un calambre. Se sentía impotente en tantos sentidos, física y mentalmente…
Los hombres esquivaron su silla de ruedas y continuaron su camino.
James volvió a empujar la silla. Ruth deseaba poder verle la cara, pero era como en los viejos tiempos, sólo una voz en el oído. Dijo:
—Mejor no te enfrentes con Kendricks.
—No, no lo haré. Apenas sabía quién era hasta que vino a soltarme el rollo.
—Éste invierno hubo casos de canibalismo en algunas de las minas.
Lo dijo sin cambiar el tono suave de reprimenda, y Ruth agarró la rueda con la mano. Sintió una punzada de dolor como un latigazo. James tropezó. Ruth estiró el cuello y se volvió.
—Sí —dijo él—. No son sólo rumores. Hay pruebas de que ocurrió a gran escala.
Ruth intentó prever adónde se dirigía él. El hábito de analizar era, como siempre, más reconfortante que enfrentarse a sus propias reacciones emocionales.
Los militares y las reservas de la FEMA —la agencia federal que se ocupaba de las emergencias—, las miles de reses arreadas hasta las alturas, los esfuerzos por hurgar en la basura en busca de comida por debajo de la barrera, todo eso debería haber sido suficiente para alimentar a unas setecientas mil personas.
—Guardaron la mayoría de la comida desde el principio —dijo ella.
James empezó a empujarla de nuevo.
—La decisión es comprensible. El consejo quería asegurarse de que quedaran personas vivas en la fase final.
Ruth meneó la cabeza. Era un fenómeno muy humano convertir un miedo en una realidad con acciones que pretendían ser preventivas. Habían creado un problema que podría no haber surgido durante años, si es que surgía. Nunca había existido mucha vida allí arriba, hierbas, arbustos, roedores, pájaros, algunos alces, y al cortar los suministros habían provocado una rebelión. Sin duda había empezado poco a poco, con ladrones y acaparadores.
—¿Cuándo se organizó la oposición? —preguntó ella.
—Ruth, escucha.
El tono de amonestación, de paciencia cansada y paternal, la hizo reflexionar sobre sí misma. No tenía que demostrarle nada a James.
—El consejo estuvo repartiendo algo de comida —explicó—. Era una dieta ínfima, pero suficiente para mantener a la gente a la espera, dependientes, aunque casi nada llegaba a la parte más alta de los cañones.
Ella sabía que algunas de las minas más grandes estaban a más de siete kilómetros al este de Leadville, encajadas entre barrancos y cimas.
James suspiró y emitió un sonido que ella interpretó como el equivalente verbal a encogerse de hombros.
—En realidad, no sé si podrían haber hecho otra cosa, aparte de utilizar helicópteros para llevar suministros tan lejos. Es una situación terrible.
Era criminal, un asesinato, pero Ruth no dijo nada. Tenía razón, y en parte lo habían hecho para proteger los laboratorios.
El camino se bifurcó, y James decidió retroceder hacia el edificio principal y evitar una camioneta con una cubierta de lona.
—Siempre ha habido asaltantes —continuó—, chicos con rifles de caza, nada que pudiera hacer frente a las tropas militares, sobre todo porque el ejército recibía alimento todos los días.
A Ruth le salieron las palabras en un susurro:
—¿Qué hicieron?
—Estamos bajo la ley marcial. Ha sido así desde el principio. No en todas partes había una presencia militar sólida. —Profirió aquel sonido de resignación de nuevo—. El otoño pasado eso cambió. Enviaron un tercio de las tropas aquí, y establecieron guarniciones en puntos clave.
Querían control, orden, y calmaron la situación local deshaciéndose de miles de estómagos hambrientos.
—Salió mal —dijo James—. Las primeras nevadas cayeron pronto, y muchas de aquellas unidades quedaron atrapadas. Se pararon los esfuerzos por buscar comida. La cadena de mando ya era un caos, con diferentes grupos por todo el país, distintas ramas militares… El primer disidente fue la meseta del río White, en diciembre, y el paso Loveland se desentendió en febrero. Declararon la independencia y luego se hicieron con los pueblos y ciudades más próximos por debajo de la barrera.
Ruth cerró los ojos, pero era inútil negarlo, y los abrió enseguida. Las emociones que sentía ahora en su interior eran como aquel sueño de los tornados y su caída.
Él paró la silla junto a dos cobertizos de aluminio, el más cercano camuflado con falsa hiedra. Enfrente había una tienda amplia. Fuera había sentados media docena de soldados, sin hacer nada, sin jugar a las cartas ni lanzarse una pelota, simplemente descansaban allí en el suelo. Un hombre murmuró algo y los demás se volvieron para mirar.
James se arrodilló y señaló la planta superior del instituto, como si estuvieran comentando los laboratorios del interior. Así era su vida ahora, la de los dos. Ella siempre estaría fingiendo.
—No es una guerra —dijo él—. Nadie tiene recursos, y estamos demasiado lejos.
La región que Ruth llamaba Colorado en realidad se extendía por lo que habían sido varios estados del Oeste, a lo largo de la columna vertebral que formaba la línea continental. La separaban de las Montañas Rocosas de Canadá los amplios espacios de Montana, que ascendían hacia el sur, hasta Arizona y Nuevo México antes de caer al desierto. Gran parte de aquella remota línea de islas estaba separada por valles poco profundos que descendían durante decenas de kilómetros, pero Leadville se hallaba en el centro de la mayor masa de zona habitable.
La meseta del río White era una entidad independiente entre Leadville y las alturas de Utah. Ruth no entendía en qué podían cambiar las cosas si habían decidido convertirse en un pequeño reino. Por otra parte, el paso de Loveland se encontraba a sólo sesenta kilómetros al norte.
Por eso habían construido aquel muro en el extremo de la ciudad.
—De momento se dedican sobre todo al hostigamiento —dijo James—, patrullas y grupos de búsqueda de comida que se persiguen unos a otros. Pero en este estado había antes algunas enormes bases militares… a nadie le faltan armas. Los disidentes han armado a los refugiados y les han animado a derrocar al gobierno.
Gus debía de saberlo. Tenía que haberlo oído, vivía para sus transmisiones de radio, pero le había ocultado la verdad. ¿Por qué? ¿Por orden de quién? Ella siempre compartía todo lo que sabía de los laboratorios… y casi seguro que Gus había informado de la indiscreción de Ruth a Leadville…
También le dolía que James asumiera semejantes riesgos por ella.
La voz de James era baja e implacable.
—Por desgracia no se puede amurallar sin más una zona de estas dimensiones, sobre todo porque la gente necesita salir y entrar de las granjas. Las minas más próximas ahora son barracones militares, y han ido acumulando coches, tendiendo cables y apostando armas. Y colgando a gente.
—¡Doctora Hollister! —Un soldado de pelo negro salió agachado de la gran tienda. Uno de los hombres sentados enfrente debía de haber informado a los de dentro. Ruth creyó reconocerlo como parte de su escolta—. Señor, no debería estar tan cerca del perímetro.
James le dedicó una sonrisa.
—La doctora Goldman aún se está adaptando a la altura, necesitaba un poco de aire fresco.
El soldado la miró, luego a uno y otro lado. Era obvio que buscaba a un oficial. Había movido la mano hacia la clavícula como para agarrar la correa de un rifle que colgara de su hombro, aunque sólo iba armado con una pistola en la cadera.
—Volvamos —dijo James.
—¡El sol me hace daño en los ojos! —soltó Ruth demasiado alto, la sangre le hervía.
El hombre los vio irse, con la mano aún en el hombro.
James no se dio prisa.
—Mira, creo que, en parte, Kendricks votó por bajarte porque le vendí la idea de que, al tenerte bajo la autoridad directa del consejo, en vez de escondida bajo el paraguas de la NASA, mejoraría su posición. Por eso es tan importante que no fuerces las cosas. Si la heroína espacial va diciendo por ahí el pésimo trabajo que ha hecho todo el mundo, él sufrirá las consecuencias.
De nuevo, sintió un regusto de amargura en la garganta.
—¿Entonces por qué no me dejaron ahí arriba para siempre?
—No se trataba de ti, Ruth. Nunca se trató de ti.
¿De verdad podía ser que sólo quisieran sus aparatos? Sabía que habían perdido la mayor parte de sus equipos cuando la plaga se disparó dentro del NORAD, fue el caos absoluto…
—Evacuaron la estación espacial por Ulinov —dijo James.
«Basta». Ya había oído suficiente. Ruth cerró los ojos.
—Eso no tiene sentido.
—Mierda. Esperaba que supieras por qué.
—¿Saber qué?
—Tengo contactos, pero no estoy dentro. Sólo oigo cosas. —James detuvo la silla, se inclinó y volvió a hacer la farsa de señalar el edificio—. Se rumorea que le necesitan para negociaciones en el más alto nivel con los rusos, porque los chinos se están movilizando.
Antes de que la plaga afectara a Asia, China había invadido y ocupado gran parte de la zona del Himalaya. Ya tenían un punto de apoyo en el Tibet, por supuesto, y ascendieron por aquella zona como una plaga humana. Entonces dejaron de comunicarse con el mundo.
James se volvió para verla, luego lanzó una mirada hacia atrás.
—La India ha hecho demasiado trabajo para encontrar cómo detener a los nanos para olvidarse de ellos sin más, pero no hay manera de que puedan contener a los chinos solos. A menos que utilicen armas nucleares.
Incluso entonces, en una situación extrema, nadie quería dar ese paso. Nadie podía permitirse contaminar los escasos fragmentos de tierra que quedaban por encima del mar invisible de nanos.
—Dicen que la India ha accedido a un trato de compra a cambio de protección, y los rusos están en apuros. Han sido prácticamente expulsados de las montañas del Cáucaso y Afganistán. —James se levantó y se colocó detrás de la silla. El comandante Hernández se dirigía hacia ellos, sin duda tras el aviso del soldado de pelo negro.
Ruth saludó y sonrió.
—Dicen que aviones norteamericanos van a transportar a los rusos para que puedan frenar a los chinos.