31
Un furioso zumbido se elevó por encima del caos musical de la batalla que se libraba ante nosotros, y ganó potencia conforme avanzamos. Vi a otro grupo de soldados trasgos agachados en una desigual formación cuadrada. Los trasgos de la parte exterior intentaban detener con sus escudos las flechas que cruzaban la niebla silbando por encima del agua, mientras que los que estaban en el interior blandían sus lanzas contra la fuente de aquel zumbido, unos cincuenta abejorros tan grandes como los bancos de un parque que los atacaban desde el aire. Vi a una docena de trasgos tirados en el suelo, convulsionando por efecto del veneno o simplemente muertos, con flechas de plumas verdes y blancas saliéndoles por la garganta y los ojos.
Una docena de aquellos abejorros descomunales se apartaron de los duendes y se volvieron hacia nosotros, con las alas cantando como si fueran sierras de cinta.
—¡Madre mía! —exclamó Fix.
Billy, el hombre lobo, dejó escapar un sorprendido: —¿Guau?
—¡Detrás de mí! —grité y lo arrojé todo al suelo excepto el bastón y la varita. Los abejorros me vieron y se dirigieron hacia mí con sus enormes alas removiendo el aire y creando remolinos de niebla a ras del suelo como si fueran helicópteros.
Alcé mi bastón delante de mí, reuní energía y la canalicé hacia él.
Endurecí mi voluntad y la convertí en un escudo que proyecté a través del bastón, centrándome en crear una pared de fuerza bruta que repeliese a los abejorros. Contuve mi ataque hasta que estuvieron tan cerca que pude distinguir los miles de círculos de sus ojos compuestos, luego moví el bastón de derecha a izquierda y grité: —¡Forzare!
Una cortina de deslumbrante energía roja se alzó ante mí y se interpuso en su camino como un parabrisas gigantesco. Los abejorros rebotaron contra él con un ruido sordo de impacto. Algunos cayeron al suelo tras el choque, aturdidos, pero dos o tres lograron virar en el último segundo y dieron la vuelta para emprender un nuevo ataque.
Alcé mi varita mágica y apunté al abejorro más cercano. Reuní más voluntad y grité: —¡Fuego!
Un haz de luz rojo carmesí con el corazón blanco salió despedido del extremo de mi varita y se abrió camino hasta el gigantesco abejorro. El fuego prendió en sus alas que se quemaron al momento. El abejón comenzó a caer. El movimiento del solitario fragmento de un ala hizo que describiera una espiral hasta chocar contra la tierra junto a la orilla del río. Los otros dos se retiraron y sus compañeros que estaban luchando contra los duendes hicieron lo mismo. El tono verde se disipó de la niebla y la orilla del río, y el azul ganó intensidad.
Los trasgos dieron un ronco y furioso grito de alegría.
Eché un vistazo a mi alrededor y encontré a Fix y Meryl mirándome con los ojos como platos. Fix tragó saliva y vi que sus labios se movían para decir: —Uau.
Casi me desespero de la frustración.
—¡Vamos! —grité y comencé a correr hacia el agua, empujando y tirando de ellos para que se movieran—. ¡Venga, venga, venga!
Estábamos a unos tres metros de la orilla cuando escuché unas pisadas que se acercaban al río desde el otro lado. Alcé la vista y distinguí a varios caballos navegando entre la niebla. No eran caballos voladores, sino sementales de hada de largas patas, pelo y crines doradas y verdes que saltaban desde la orilla opuesta del río, llevando consigo a sus jinetes.
Sobre el primer caballo, el que llegó antes a nuestro lado del río, estaba el caballero del Invierno. Lloyd Slate iba manchado de sangre de diferentes colores. Sostenía una espada en una mano, las riendas de su montura en la otra, y reía. Nada más posarse sobre el suelo, los trasgos cercanos se prepararon para cargar contra él.
Slate se volvió hacia ellos blandiendo su espada y reuniendo en torno a ella un remolino de aire helado que perló su acero de escarcha. Hizo chocar su espada con la del primer trasgo y esta se rompió por la fuerza del impacto. Slate giró los hombros e hizo saltar a su caballo varios metros hacia un lado. A sus espaldas, la cabeza del trasgo se desprendió de su cuello con un chorro de sangre verde instantes antes de que el cuerpo desapareciera también bajo la niebla que cubría suelo. Los demás duendes cedieron terreno y Slate hizo girar su montura para enfrentarse a mí.
—¡Mago! —gritó entre risas—. ¡Sigues vivo!
Más caballos cruzaron el río, guerreros sidhe del Verano que se iban agrupando detrás de Slate, vestidos con cotas de malla y yelmos de todos los colores de las flores silvestres. Entre ellos estaba Talos, con su malla oscura también cubierta de sangre, y su espada manchada con tantos colores que parecía que hubiese degollado un arco iris. Aurora también estaba entre ellos, con su reluciente vestido de batalla. Unos segundos después escuchamos un estruendo de pezuñas enormes, un rugido de esfuerzo, y Korrick se posó en nuestro lado del río, hundiendo las patas en la tierra.
Atada a los hombros del centauro, hombros humanos y equinos al mismo tiempo, estaba la estatua de piedra de una Lily arrodillada, ahora el caballero del Verano.
Aurora detuvo a su caballo y sus ojos me miraron con asombro. Su montura debió de percibir su inquietud porque se elevó un poco sobre sus cuartos traseros y bailó nervioso a derecha e izquierda. La señora del Verano alzó una mano y una vez más el rugido de la batalla cesó abruptamente.
—Tú —dijo casi en un susurro.
—Dame el destejido y deja a la chica, Aurora. Todo ha terminado.
Los ojos de la señora del Verano relucieron con un verde demasiado brillante. Alzó la vista a las estrellas, luego me observó con aquella profunda tensión en la mirada y entonces lo comprendí todo. Ya era bastante malo que fuera una sidhe, ajena a los mortales. Y más aún que además fuera una de las reinas de las hadas, cuyo comportamiento respondía a motivaciones que yo no podía comprender y estaba regido por unas normas que apenas comenzaba a intuir.
Es que además estaba loca. Más zumbada que un nido de abejorros.
—Ha llegado la hora, mago —susurró—. El renacimiento del Invierno y el final de un ciclo sin sentido. ¡Se acabó!
—Mab lo sabe todo, Aurora —dije—. Y Titania pronto se enterará. No tiene sentido seguir con esto. No te lo permitirán.
Aurora echó la cabeza hacia atrás con una carcajada que sonó dolorosamente dulce. Sentí un escalofrío y tuve que apartarla de mis pensamientos con la fuerza de mi voluntad. A los licántropos y los mestizos no les fue tan bien. Los lobos se encorvaron, llorando y aullando asustados, y Fix y Meryl cayeron de rodillas, tapándose los oídos.
—No pueden detenerme, mago —dijo Aurora con aquella risa loca resonando en cada palabra—. Ni tú tampoco. —Sus ojos ardían de furia cuando me señaló con el dedo—. Korrick, conmigo. Los demás, matad a Harry Dresden.
Matadlos a todos.
Dio media vuelta y comenzó a correr río abajo, atravesando la niebla azul. Se marchó envuelta en un halo de luz dorada de unos seis metros, seguida por el centauro y dejando que el rugido de la batalla, los cuernos y los tambores, los gritos y los aullidos, la música y el terror nos golpearan como un mazazo. Los guerreros sidhe, un puñado al menos, fijaron sus miradas en mí al tiempo que desenvainaban sus espadas o alzaban sus largas lanzas. Talos, con aquella armadura a prueba de hechizos que le había permitido adoptar la forma de un ogro, agitó los colores que cubrían su acero y me miró con mortal intensidad felina. Slate soltó otra carcajada arrogante mientras hacía girar la espada en su mano.
En torno a mí escuché como los lobos se preparaban para el ataque al tiempo que los rugidos en sus gargantas crecían en intensidad. Meryl se puso de nuevo en pie, con un hilo de sangre saliendo de sus oídos. Asió el hacha con una de sus enormes manos y el machete con la otra. Fix, con los oídos también sangrando y el rostro pálido, pero decidido, abrió su caja de herramientas con manos temblorosas y sacó una antigua y grasienta llave inglesa.
Yo agarré con fuerza mi bastón y mi varita mágica e hinqué los pies en la tierra. Invoqué mi poder, alcé el bastón y lo golpeé contra el suelo. La energía recorrió el bastón soltando chispas e hizo retumbar la tierra como si fuera un trueno, asustando a las monturas de los caballeros sidhe.
Slate me apuntó con su espada y lanzó un grito, haciendo que su aterrado caballo se elevara sobre sus patas traseras y luego se lanzara en un ataque frontal contra mí. Los guerreros de la corte de Verano lo siguieron. La luz de las estrellas y la luna se reflejaba en sus espadas y armaduras, y sus caballos relinchaban galopando hacia nosotros como una oleada mortal de colores.
Los lobos aullaron con todas sus fuerzas, extraños y salvajes. Meryl rugió enloquecida y valiente, e incluso Fix dejó escapar un chillido de ataque.
El ruido era ensordecedor así que nadie pudo escuchar mi particular grito de guerra. Aunque tenía que intentarlo, qué coño.
—¡No creo en las hadas!