7

El resto de la reunión del Consejo fue bastante aburrida, al menos para mí.

Una vez terminada la sesión, el merlín ordenó a los magos que se dispersaran inmediatamente de acuerdo a lo planeado y siguiendo rutas seguras. También distribuyó entre todos una lista con los centinelas más cercanos a los que llamar en caso de necesidad, y nos aconsejó que contactáramos con ellos cada pocos días, como medida de precaución.

Después, una vieja centinela de pelo gris expuso la teoría de un par de remedios recientemente desarrollados, que al parecer funcionaban especialmente bien contra los vampiros. Los representantes de los aliados del Consejo Blanco, hermandades secretas de ocultismo en su mayoría, pronunciaron varios discursos en los que manifestaron el apoyo de sus grupos al Consejo en aquella guerra.

Hacia el final de la reunión, aparecieron todos los centinelas para escoltar a los magos durante un primer trecho de su camino de vuelta a casa. El Consejo de Veteranos, supuse, se quedaría unos días más en la ciudad para comprobar si moría intentando demostrar que era uno de los buenos. A veces tengo la sensación de que nadie me aprecia.

Esperé de pie unos tres segundos a que el merlín dijera: —Se suspende la sesión. —Y se encaminó hacia la puerta. Ebenezar intentó atraer mi atención, pero no me apetecía hablar con nadie. Abrí las puertas de golpe, con más fuerza de la que era necesaria, fui hasta donde tenía aparcado el Escarabajo azul y me alejé de allí con toda la velocidad que proporciona un viejo motor de cuatro cilindros. Cuidado, mago cabreado, abran paso.

Mi cerebro parecía una mezcla de cereal rancio, granos de café y pizza fría. Mis pensamientos se movían con dificultad y en torno a una sola idea, la de que iba a morir jugando a los detectives para la reina Mab. Si la cosa se ponía fea, puede que incluso me llevara por delante a un par de ciudadanos inocentes.

Me enfadé conmigo mismo.

—¡Deja ya de lloriquear, Harry! —dije con voz alta y firme—. Estás cansado, ¿y qué? Estás herido, ¿y qué? Hueles como si ya estuvieras muerto, ¿y qué? Eres un mago. Tienes un trabajo que hacer. Esta guerra es, en gran parte, culpa tuya, y si no te espabilas, habrá todavía más víctimas. Así que pon cara de póquer, esa cabeza bien alta. Y mueve el culo.

Asentí con un gesto ante mi propio consejo y miré a mi derecha. El sobre que me había entregado Mab se encontraba en el asiento del acompañante.

Tenía un nombre, una dirección y un asesinato. Debía encontrar el rastro del asesino y eso significaba que necesitaba información, y quien más información maneja unos días después de un crimen es la policía de Chicago.

Me dirigí a la casa de Murphy.

La inspectora Karrin Murphy era la responsable del grupo de Investigaciones Especiales de la policía de Chicago. El grupo de Investigaciones Especiales o IE era la respuesta de la ciudad a todo lo raro en general. Ellos investigaban los delitos extraños, los que no encajaban exactamente en los otros grupos del departamento. Los del IE se ocupaban de cosas como los avisos de cocodrilos en las alcantarillas o el saqueo de tumbas en alguno de los numerosos cementerios de la ciudad. Un chollo. También tenían que lidiar con asuntos más sobrenaturales, esos de los que nadie habla en los informes oficiales, pero que ocurren de todas formas. Troles, vampiros, brujos invocadores de demonios, y cosas por el estilo. El ayuntamiento creó el grupo de Investigaciones Especiales para garantizar que los informes fueran normales y creíbles, y no se hiciera mención en ellos de absurdas fantasías carentes de sentido. Era un trabajo ingrato y los jefes del grupo de IE solían perder los papeles más o menos al mes, incapaces de afrontar la realidad de lo que veían.

Poco después los largaban del Departamento.

Eso no ocurrió con Murphy. Ella seguía en el puesto. Se tomaba su trabajo en serio y a menudo requería los servicios del único mago profesional de Chicago (adivinad quién) para echarle una mano en los casos más difíciles.

Murphy y yo hemos visto de todo juntos. Somos amigos. Podía contar con ella.

Murphy vive en Bucktown, cerca de otros polis, en una casa pequeña, pero suya. La heredó de su abuela y está rodeada por un cuidado césped.

Cuando aparqué el Escarabajo ya había oscurecido, aunque todavía no era medianoche. Sabía que estaría en casa, pero no estaba seguro de si se habría acostado ya. Me preocupé de hacer ruido para que no creyera que era un merodeador o algo así. Cerré la puerta del coche de un portazo y caminé con paso firme hasta su puerta, luego llamé con decisión.

Un momento después, las cortinas de las ventanas enrejadas que estaban junto a la puerta se movieron. Oí como quitaba un cerrojo, luego otro, y luego la cadena de la puerta. Me fijé mientras esperaba, que la puerta era de acero reforzado, como la mía. Aunque dudo mucho de que a ella la visitaran tantos demonios o asesinos como a mí.

Murphy entreabrió la puerta y me miró. Desde luego, nadie diría que aquella era la jefa de los «cazamonstruos» de Chicago. Sus brillantes ojos azules parecían cansados, pesados, y estaban enmarcados por bolsas oscuras. Medía uno cincuenta e iba descalza. Llevaba el pelo rubio más largo por delante que por detrás y el flequillo le caía sobre los ojos. Vestía un albornoz de color melocotón que casi le llegaba hasta los pies.

En la mano derecha sostenía una automática y un pequeño crucifijo oscilaba en una cadena que llevaba atada alrededor de la cintura. Me miró.

—Hola, Murph —dije. Contemplé la pistola y el símbolo sagrado, y bajé la voz—. Siento presentarme a estas horas, pero necesito tu ayuda.

Murphy me observó en silencio durante más de un minuto, luego dijo: —Espera aquí. —Cerró la puerta, volvió un poco después, y la abrió de nuevo, esta vez por completo. Después, con la pistola todavía en la mano, se apartó del quicio de la puerta y se quedó mirándome.

Hum —dije—, Murph, ¿estás bien?

Asintió.

—Vale —continué—, ¿puedo pasar?

—Lo sabremos en un minuto —me contestó.

Entonces lo entendí. Murphy no me iba a invitar a pasar. Son muchos los monstruos que viven en las sombras y que no pueden traspasar el umbral de una casa si no se les invita primero. Murphy tuvo que vérselas con uno el año pasado y casi la mata. El monstruo en cuestión llevaba mi cara cuando la atacó.

No me extraña que no pareciera muy entusiasmada de verme.

—Murph —dije—, tranquila, soy yo. Por Dios, no conozco a ningún bicho que se hiciera pasar por mí con esto puesto. Hasta los espíritus demoníacos de las regiones más profundas del Infierno tienen mejor gusto.

Atravesé el umbral, y al hacerlo algo me empujó hacia atrás, una especie de energía intangible e invisible. Ralentizó mi avance un poco, y tuve que esforzarme para continuar. Así funcionan los umbrales. Es una especie de campo de energía que rodea todos los hogares y repele a las fuerzas mágicas que no son bienvenidas. Algunos lugares tienen más umbral que otros. Mi casa, por ejemplo, no tiene un umbral muy potente. Es un apartamento de soltero, y sea cual sea la energía doméstica responsable de su existencia, no parece que se asiente con la misma fuerza en pisos de alquiler y con un solo inquilino. La casa de Murphy estaba rodeada por un campo muy potente. Tenía vida propia, tenía historia. Era un hogar, no un sitio donde vivir.

Crucé el umbral sin invitación previa, y al hacerlo, dejé mucho de mi poder al otro lado de la puerta. Tendría que esforzarme bastante para conseguir que el más simple de los conjuros funcionara allí dentro. Di un paso al frente y extendí los brazos.

—¿He pasado la prueba?

Murphy no dijo nada. Cruzó la habitación, guardó el revólver de nuevo en su funda y lo dejó sobre una mesita.

La casa de Murphy era… yo diría que coqueta. El cuarto de estar estaba decorado en tonos amarillos y verdes claros. Y había volantes. Las cortinas tenían volantes, el sofá tenía todavía más volantes además de esas cosas de ganchillo (¿se llaman tapetes, no?) que cubrían los brazos de los dos sillones reclinables, el sofá, la mesita de té, y cualquier otra superficie capaz de soportar el peso de aquellos bordados con lacitos. Parecían antiguos, pero eran bonitos y estaban bien cuidados. Seguro que los compró la abuela de Murphy.

La aportación de Murphy a la decoración se limitaba al kit de limpieza de la pistola, que estaba al final de la mesa, junto a la funda de su automática, y una placa de madera sobre la chimenea que sostenía un par de espadas japonesas, una larga y otra corta, entrecruzadas. Ahí estaba la Murphy que conocía y quería. Con las armas bien a mano por si las moscas. Junto a las espadas había una hilera de fotos enmarcadas, quizá de su familia. Un grueso álbum de fotos con las cubiertas de piel estaba abierto sobre la mesita de té, junto a un bote de pastillas y un decantador con un líquido en su interior… ¿ginebra? El decantador estaba medio lleno, el vaso junto a él completamente vacío.

Observé cómo se acomodaba en la esquina del sofá dentro de aquel enorme albornoz, con expresión ausente. No me miró. Por un momento me preocupé. Murphy no parecía Murphy. Jamás perdía la oportunidad de intercambiar unas bromas conmigo. Nunca la había visto tan silenciosa y reflexiva.

Mierda, justo cuando necesitaba ayuda eficaz y resolutiva. Algo le ocurría a Murphy, y yo no tenía tiempo para jugar a psicólogo de todo a cien.

Necesitaba toda la información que me pudiera proporcionar. Y también necesitaba ayudarla a superar aquello que la había dejado en aquel estado.

Estaba seguro de que no conseguiría ninguna de las dos cosas si no le hacía hablar.

—Me gusta tu casa, Murph —le dije—. Es la primera vez que la veo por dentro.

Hizo un gesto sutil que me pareció un intento de encogerse de hombros.

Fruncí el ceño: —Oye, si no te apetece hablar podríamos jugar a las adivinanzas. Yo primero. —Alcé una mano con los dedos separados. Murphy no dijo nada, así que le soplé su frase—. Tres palabras. —Me coloqué la mano detrás de la oreja—. Suena algo así como… ¿qué te pasa?

Murphy movió la cabeza y vi como sus ojos se dirigían al álbum de fotos.

Me incliné hacia delante y me acerqué el álbum. Estaba abierto en una página llena de fotos de boda. La mujer que aparecía en ellas debía de ser Murphy hace años. Ya no tenía el pelo tan brillante, ni esa delgadez casi adolescente que se notaba sobre todo en el cuello y la cintura. Llevaba un traje de novia de color blanco y estaba junto a un hombre vestido de esmoquin que seguramente tendría unos diez años más que ella. En otras fotos se la veía metiéndole un trozo de tarta en la boca o bebiendo con los brazos entrelazados, lo habitual en estos casos. En otra foto, él la sostenía en brazos junto al coche y ella reía feliz.

—¿Tu primer marido? —pregunté.

Mi pregunta la sacó de su ensimismamiento. Me miró durante un segundo. Luego asintió.

—Eras una cría. ¿Cuántos años tenías, dieciocho?

Negó con la cabeza.

—¿Diecisiete?

Asintió de nuevo. Al menos estaba consiguiendo algunas respuestas.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

Silencio.

Fruncí el ceño.

—Murph, a mí estas cosas no se me dan especialmente bien. Pero si te sientes culpable por algo, quizá estés siendo demasiado dura contigo misma.

Sin decir una palabra, se inclinó hacia delante, cogió el álbum y lo apartó a un lado para mostrarme una copia del Tribune. Estaba doblado por la página de las necrológicas. Lo levantó y me lo ofreció.

Leí la primera esquela en voz alta.

—«Gregory Taggart, de cuarenta y tres años, murió anoche tras una larga lucha contra el cáncer…» —Me detuve, miré la fotografía del difunto y luego el álbum de Murphy. Era el mismo hombre, unos años arriba o abajo. Me estremecí y bajé el papel—. ¡Oh Dios Murph! Lo siento, lo siento mucho.

Pestañeó varias veces. Su voz sonó débil pero calmada.

—Ni siquiera me dijo que estaba enfermo.

Hablando de sorpresas desagradables.

—Murph, venga… ya verás como todo sale bien. Sé lo que duele, cómo te debes de sentir…

—¿Ah sí? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Sabes cómo me siento?

¿También perdiste a tu primer amor?

Me senté en silencio durante un minuto antes de hablar.

—Sí.

—¿Cómo se llamaba?

Me dolía pensar en su nombre, aunque mucho menos que pronunciarlo.

Pero si así lograba llegar hasta Murphy, merecía la pena.

—Elaine. Los dos éramos… huérfanos. Nos adoptó el misino hombre cuando teníamos diez años.

Murphy pareció sorprendida y me miró.

—¿Era tu hermana?

—No tengo parientes. A los dos nos adoptó el mismo hombre, eso es todo. Vivimos juntos, nos hacíamos de rabiar continuamente, entramos juntos en la pubertad. Saca tus conclusiones.

Asintió.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?

—Oh, hasta los dieciséis.

—¿Qué pasó? ¿Cómo…?

Me encogí de hombros.

—Mi padre adoptivo intentó introducirme en la magia negra. Sacrificio humano.

Murphy frunció el ceño.

—¿Era mago?

Asentí.

—Y de los potentes. Ella también.

—¿Y no intentó convencer también a Elaine?

—Lo hizo —contesté—. Ella lo ayudó.

—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja.

Intenté mantener la voz neutra y tranquila, pero no estaba seguro de conseguirlo.

—Me escapé. El envió un demonio en mi busca. Lo vencí, y regresé para salvar a Elaine. Ella me lanzó un conjuro de amarre cuando no miraba y él me lanzó otro para entrar en mi cabeza y obligarme a hacer lo que él quisiera. Me liberé del conjuro de Elaine y me enfrenté a Justin. Tuve suerte. El perdió. Todo se quemó.

Murphy tragó saliva.

—¿Qué le pasó a Elaine?

—Se quemó —dije en voz baja. Sentía la garganta tensa—. Está muerta.

—¡Dios, Harry! —Murphy guardó silencio durante un momento—. Greg me dejó. Intentamos arreglarlo varias veces, pero siempre acabábamos pelándonos. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Joder, al menos me tendría que haber despedido de él.

Dejé el papel sobre la mesa y cerré el álbum evitando mirar a Murphy. Sé que ella no querría que la viera llorar. Inspiró de forma entrecortada.

—Lo siento, Harry —dijo—. Siento haberme desahogado contigo. No debería. No sé por qué me pasa esto ahora.

Miré la botella y las pastillas que había sobre la mesa.

—Tranquila. Todos tenemos días malos.

—Yo no me lo puedo permitir. —Se acurrucó un poco dentro de su albornoz y dijo—: Lo siento, Harry. Lo de la pistola, quiero decir. —Su voz sonaba pesada y arrastraba las palabras—. Tenía que asegurarme de que eras tú.

—Lo entiendo —contesté.

Me miró y algo parecido a la gratitud apareció en sus ojos. Se levantó del sofá de repente, salió de la habitación y desapareció por el pasillo.

—Deja que me ponga algo encima —dijo, mirando por encima del hombro.

—Sí, claro —le contesté, un tanto extrañado. Me incliné hacia la mesa y cogí el bote que se ocultaba tras la bebida junto al vaso vacío. Era Valium.

Normal que la dicción de Murphy dejara que desear. Valium y ginebra. Caray.

Todavía sostenía el bote de pastillas en mi mano cuando volvió a entrar, vestida con unos pantalones cortos y anchos y una camiseta. Se había peinado un poco y se había lavado la cara con agua para que no se notara que había estado llorando. Se detuvo en seco y me miró. No dije nada. Ella se mordió el labio.

—Murph —dije al fin—, ¿estás bien? ¿Hay algo…? O sea, ¿necesitas…?

—Tranquilo, Dresden —me interrumpió, cruzando los brazos—. No soy de las que se suicidan.

—Eso me parece muy bien, pero mezclar alcohol con pastillas es una buena forma de palmarla.

Se acercó a mí, me quitó el bote de las manos y cogió la botella de alcohol.

—No es asunto tuyo —dijo. Entró en la cocina, dejó allí las cosas y volvió al cuarto de estar—. Estoy bien. Estaré bien.

—Murph, nunca te había visto beber antes. ¿Y el Valium? Oye, todo esto no me gusta nada.

—Dresden, si has venido aquí a echarme un sermón ya te estás largando.

Me pasé los dedos por el pelo despeinado.

—Karrin, te juro que no os eso. Sólo intento comprenderte.

Apartó la mirada de mí durante un momento mientras se frotaba un pie contra la pantorrilla. Entonces me sorprendió ver lo pequeña que parecía. Y tan frágil… Sus ojos no solo estaban cansados, ahora lo veía claro. Algo la estaba atormentando. Me acerqué a ella y puse una mano sobre su hombro. Sentí el calor de su piel bajo la camiseta de algodón.

—Cuéntamelo, Murph. Por favor.

Con un gesto apartó su hombro de mi mano.

—No es nada grave. Solo lo tomo para dormir.

—¿Qué quieres decir?

Cogió aire.

—Quiero decir que no puedo dormir sin ayuda. El alcohol no me sirve.

Las pastillas tampoco. Si no los mezclo no consigo descansar.

—Sigo sin entender. ¿Por qué no puedes dormir? ¿Es por Greg?

Murphy negó con la cabeza, después se acercó al sofá, lejos de mí y se acurrucó en una esquina, apretando las rodillas contra el pecho.

—Tengo pesadillas. Terrores nocturnos, lo llaman los médicos. Dicen que son cosas distintas.

Sentí un espasmo en la mejilla debido a la tensión.

—¿Y no puedes dormir?

Movió la cabeza.

—Me despierto chillando. —Vi como apretaba los puños—. Joder, Dresden. Y no entiendo por qué. Las pesadillas no deberían afectarme tanto. No debería desmoronarme así al oír hablar de un hombre con del que hace años que no tengo ninguna relación. No sé qué coño me pasa.

Cerré los ojos.

—Sueñas con lo que ocurrió el año pasado, ¿verdad? ¿Con lo que te hizo Kravos?

Se estremeció al oír aquel nombre y asintió.

—Durante un tiempo no podía pensar en otra cosa. Quería descubrir en qué me había equivocado. Por qué consiguió llegar hasta mí.

Sentí pena por ella.

—Murph, tu no podías hacer nada.

—¿Y crees que no lo sé? —me preguntó en voz baja—. Era imposible saber que no eras tú. Y de haberlo sabido, tampoco lo habría podido detener.

No habría podido hacer nada para defenderme. Ni para luchar contra lo que me estaba haciendo cuando por fin entró en mi cabeza. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las enjugó parpadeando con fuerza, luego tensó la mandíbula—. No había nada que yo pudiera hacer. Eso es lo que me asusta, Harry. Por eso tengo miedo.

—Murph, está muerto. Está muerto y no volverá. Nosotros vimos como lo enterraban.

Murphy parecía furiosa.

—Eso ya lo sé. Lo sé, Harry. Sé que está muerto, sé que no puede hacerme daño. Sé que no volverá a acercarse a mí jamás. —Alzó la vista durante un momento, buscando mis ojos. Los suyos estaban inundados de lágrimas.

»Pero sigo soñando con él. Sé todo eso, pero da igual.

Dios. Pobre Murphy. Había recibido un mazazo emocional justo antes de que yo llegara para salvarla. Lo que la atacó era un espíritu, y la había destrozado por dentro sin dejar ni una sola marca sobre su piel. En cierto sentido, fue como una violación. Se sintió completamente indefensa ante algo que la usó para pasárselo bien. No me extraña que tuviera secuelas. Añade a su estado una noticia triste y es como si tiraras una colilla encendida a un montón de leña empapada en gasolina.

—Harry —prosiguió, su tono seguía siendo tranquilo, suave—, tú me conoces. Joder, no soy ninguna llorona. Eso es algo que me revienta. Pero lo que me hizo aquella cosa, lo que me obligó a ver, me dejó huella. —Me miró y el dolor que sentía pareció acumularse en las líneas de sus ojos que amenazaban con llorar otra vez—. No lo supero. Intento olvidarlo, pero no puedo. Y me está devorando por dentro.

Se dio media vuelta y cogió bruscamente una caja de pañuelos. Yo me acerqué a la chimenea y estudié las espadas de la pared para que no sintiera que la estaba observando.

Tras un momento, volvió a hablar y su voz sonó diferente, más dueña de sí.

—¿Qué haces aquí tan tarde?

Me di la vuelta.

—Necesito un favor. Información. —Le pasé el sobre que me había dado Mab. Murphy lo abrió, contempló las imágenes y frunció el ceño.

—Estas fotos son del informe sobre la muerte de Ronald Reuel. ¿De dónde las has sacado?

—¿Yo? De ninguna parte —contesté—. Me las ha dado un cliente. No sé cómo las consiguió ella.

Se frotó los ojos y preguntó: —¿Qué quiere de ti?

—Que descubra a la persona que lo mató.

Murphy sacudió la cabeza.

—Se supone que la muerte fue accidental.

—A mí me han dicho que no.

—¿Quién?

Suspiré.

—Un hada mágica.

Me lanzó una mirada llena de escepticismo que se diluyó en un gesto de preocupación.

—Dios, lo dices en serio ¿verdad?

—Sí.

Murphy negó con la cabeza y una sonrisa cansada asomó a las comisuras de sus labios.

—¿En qué te puedo ayudar?

—Me gustaría ver el informe de la muerte de Ronald Reuel. No puedo estudiar la escena del crimen, pero quizá la policía cogió algo sin saber que era una pista. Por lo menos, sabría por dónde empezar.

Murphy asintió sin mirarme.

—Muy bien. Con una condición.

—Claro, ¿cuál?

—Si se trata de un asesinato, tengo que participar.

—Murph —protesté—, venga. No quiero involucrarte en algo que…

—Joder, Harry —me espetó—, si alguien está matando gente en Chicago, se las tiene que ver conmigo. Es mi trabajo. Lo que me está pasando no cambia nada.

—Tu trabajo es detener a la gentuza —dije—, pero este quizá no sea gentuza. Puede que ni siquiera sea humano. Creo que sería mucho más seguro que…

—A la mierda la seguridad —murmuró Murphy—. Mi trabajo, Harry. Si descubres que ha sido un asesinato, nos ocuparemos del caso los dos.

Dudé, intentando que no notara mi frustración. No quería que Murphy tuviera nada que ver con Mab y compañía. Últimamente había sufrido mucho.

Las hadas saben cómo meterse en la vida de la gente y yo no quería que Murphy se expusiera a algo así, sobre todo ahora que estaba especialmente vulnerable.

Pero al mismo tiempo, no podía mentirle. No podía hacerle eso.

Resumiendo, Murphy aún no se había recuperado. Tenía miedo, y si no se obligaba a sí misma a enfrentarse a ese miedo, quizás acabase engulléndola por completo. Ella lo sabía. A pesar de lo aterrorizada que estaba, sabía que tenía que seguir adelante o jamás se repondría.

Aunque quisiera protegerla, sobre todo ahora, quizá no fuera eso lo que más le convenía. No a largo plazo. En cierto sentido, su vida estaba en juego.

—Vale —dije con tranquilidad.

Ella asintió y se levantó.

—Quédate. Voy a encender el ordenador a ver qué puedo averiguar.

—Podemos dejarlo para más tarde, si quieres.

Negó con la cabeza.

—Ya me he tomado el Valium. Si espero más, estaré demasiado grogui para pensar con claridad. Siéntate. Sírvete una copa, e intenta no hacer saltar nada por los aires. —Salió de la habitación sin hacer apenas ruido.

Me senté en uno de los sillones, estiré las piernas, dejé caer la cabeza hacia delante y me quedé dormido. Había sido un día muy largo y todo indicaba que aún no había terminado. Me desperté cuando Murphy entró de nuevo en la habitación. Tenía los párpados pesados y en una mano sostenía una carpeta de papel manila.

—Vale —dijo— esto es todo lo que he podido imprimir. Las fotos no son todo lo nítidas que deberían, pero tienen un pase.

Me incorporé, cogí la carpeta que me ofrecía y la abrí. Murphy se acomodó en el otro sillón, frente a mí, sentándose sobre las piernas dobladas.

Empecé a echarle un vistazo a todos los detalles del informe, aunque me sentía más espeso que una porción de gelatina con gachas por encima.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —me preguntó.

—El hada —respondí—. Me lo hizo con un abrecartas.

—No tiene buena pinta. Y la venda tampoco está bien. ¿No has ido al médico?

Negué con la cabeza.

—No tengo tiempo.

—Harry, eres idiota. —Se levantó, entró en la cocina y volvió con un botiquín. Decidí no discutir con ella. Acercó una silla de la cocina y colocó mi mano sobre su regazo.

—Intento leer, Murph.

—Está sangrando. Esta clase de heridas no se cierran nunca si no llevas un buen vendaje.

—Ya, intenté explicárselo a unos tíos, pero me obligaron a quitarme la venda de todas formas.

—¿Quién?

—Es una historia muy larga. ¿Así que el guardia de seguridad del edificio no vio entrar a nadie?

Me quitó el vendaje con movimientos rápidos. Me dolía. Cogió la botella de desinfectante.

—Las cámaras tampoco grabaron nada, y no hay interferencias que indiquen que alguien usó magia. Lo he comprobado.

Silbé.

—No está mal, Murph.

—Sí, a veces utilizo la cabeza en lugar de la pistola. Esto te va a doler.

Me roció la mano generosamente con desinfectante. Escocía.

—¡Ay!

—Quejica.

—¿No había otra forma de entrar o salir del edificio?

—No, a no ser que el asesino volase y atravesara las paredes. Las otras puertas son todas salidas de incendios con alarmas que se disparan si alguien las abre.

Seguí ojeando el informe.

—Aquí pone: «Cuello roto debido a una caída». Encontraron el cuerpo al pie de las escaleras.

—Sí. —Murphy usó una servilleta de papel para limpiarme los lados de la mano y luego volvió a echar más desinfectante. Esta vez dolió un poco menos—. Presentaba lesiones que concuerdan con la caída, y era un hombre mayor. Además, al no ver entrar ni salir a nadie de un edificio con un sistema de seguridad tan completo pues…

—… Nadie buscó al asesino —concluí—. Ni se informó de nada que pudiera indicar su existencia. O espera, quizá sí. Aquí dice que el primer agente en llegar al lugar encontró «una sustancia pegajosa y resbaladiza» en el rellano superior al lugar donde se halló el cuerpo de Reuel.

—Pero ninguno de los detectives que después estudiaron la escena del crimen dice haber visto tal cosa —apostilló Murphy. Presionó con dos trozos de algodón la herida desde ambos lados de la mano y luego comenzó a enrollar la venda para mantener el algodón en su sitio—. El primer agente era un novato.

Quizá pensaron que estaba viendo un asesinato donde no lo había para poder participar en la investigación.

Arrugué el ceño mientras le daba la vuelta a las hojas y las fotografías.

—¿Ves esto? Las mangas del abrigo de Reuel están mojadas. Se aprecia por la decoloración.

Le echó un vistazo y añadió: —Quizá. Aunque eso no se menciona en el informe.

—Sustancia pegajosa y resbaladiza. Podría ser ectoplasma.

—¿Te aprieta mucho? ¿Ecto qué?

Flexioné los dedos un poco para comprobar el vendaje.

—No, está bien. Ectoplasma. Materia del Más Allá.

—Te refieres al mundo espiritual, ¿verdad? ¿Al reino de las hadas?

—Entre otras cosas.

—¿Y toda la materia de allí es así?

—Se convierte en sustancia mucosa cuando no hay ninguna magia que le dé vida. Cuando hay magia de por medio, no notas ninguna diferencia. Como cuando Kravos creó un cuerpo que se parecía al mío y vino a por ti.

Murphy se estremeció y comenzó a recoger lo que había sacado del botiquín.

—Así que cuando aquello que convierte al «ectomoco» en materia sólida desaparece, vuelve a ser…

—Baba —dije—. Es resbaladizo, de color claro, y se evapora en unos minutos.

—Así que algo del Más Allá podría haber matado a Reuel —concluyó Murphy.

—Sí —dije—. O alguien podría haber abierto un portal para acceder al edificio. Siempre se deja algún rastro cuando abres un portal, generalmente polvo del Más Allá. Así que el asesino podría haber abierto un portal para entrar, y luego salir de allí de la misma manera.

—Eh, espera. Creía que en el mundo de las hadas solo había monstruos.

¿Las personas pueden entrar en el Más Allá?

—Si sabes la magia necesaria, sí. Aunque está lleno de peligros. Uno no se va por allí de paseo los domingos.

—¡Dios santo! —murmuró Murphy—. Así que alguien…

—O algo —la interrumpí.

—O algo podría haber entrado y salido del edificio. Tranquilamente. Sin vérselas con los cerrojos, los guardias y las cámaras. Eso sí que da miedo.

—Sí, es posible. Entra, empuja al abuelo por las escaleras y vuelve a salir.

—Dios. Pobre hombre.

—No creo que se tratase de ningún viejo desamparado, Murph. Reuel tenía tratos con hadas. Dudo que sus manos estuvieran limpias.

Asintió.

—Vale. ¿Tenía algún enemigo sobrenatural?

Alcé la foto del cadáver.

—Parece que sí.

Murphy movió la cabeza. Se tambaleó un poco, luego se sentó junto a mí y apoyó la cabeza contra la esquina del sofá.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Ahora toca salir a investigar. A patear las calles.

—No tienes muy buena pinta. Descansa un poco antes. Dúchate, come algo, córtate el pelo.

Me froté los ojos con la mano buena.

—Sí —contesté.

—Y avísame si te enteras de algo.

—Murph, si al final resulta que este es un asunto del Más Allá, creo que está fuera de tu… —casi dije «alcance»— jurisdicción.

Se encogió de hombros.

—Si esa cosa viene a mi ciudad y ataca a la gente, me siento responsable porque mi trabajo es proteger. Además, quiero que pague por lo que ha hecho.

Cerró los ojos.

—Igual que tú. Y me lo has prometido.

Ahí me había pillado.

—Sí, vale Murphy. Cuando sepa algo, te llamo.

—Muy bien —dijo. Se acurrucó en la esquina del sofá con los ojos medio cerrados. Echó la cabeza para atrás, dejando ver las líneas del cuello. Después de un momento preguntó—: ¿Sabes algo de Susan?

Negué con la cabeza.

—No.

—Pero sus artículos se siguen publicando en el Arcane. Así que estará bien.

Asentí.

—Supongo.

—¿Has dado con algo que la pueda ayudar?

Suspiré y moví la cabeza.

—No, todavía no. Es como darse de cabezazos contra la pared.

Sonrió a medias.

—Con la cabeza tan dura que tienes, la pared se romperá primero. Eres el hombre más testarudo que conozco.

—Qué cosas tan bonitas me dices, Murph.

Murphy asintió.

—Eres un buen tío, Harry. Si alguien la puede ayudar, ese eres tú.

Bajé la mirada para que no viera las lágrimas que me nublaban ya la vista y comencé a recoger las hojas del informe.

—Gracias Murph. Eso significa mucho para mí.

No respondió. Alcé la vista y descubrí que tenía la boca ligeramente abierta, su cuerpo estaba totalmente relajado y su mejilla descansaba sobre uno de los brazos del sofá.

—¿Murph? —pregunté. No se movió. Me levanté y dejé el informe sobre la silla. Encontré una manta y se la eché por encima. Después remetí bien los bordes a su alrededor. De su garganta se escapó un quejido suave y frotó la mejilla contra el sofá.

—Que descanses, Murph —le dije. Luego me encaminé hacia la salida.

Cerré bien la puerta, me subí a mi Escarabajo y conduje hasta casa.

Me dolía todo el cuerpo. No era un dolor muscular, sino más bien consecuencia del puro agotamiento. Sentía la mano herida como un nudo pulsante de músculos retorcidos a los que habían rociado con gasolina y luego habían prendido fuego.

Pero lo peor iba por dentro. La pobre Murphy estaba destrozada. Era evidente que sentía pánico al pensar en las cosas a las que tendría que enfrentarse, pero no por eso iba a dejar de hacerlo. Eso era valor, más del que yo tenía. Al menos yo estaba seguro de que podría defenderme si me atacaba algún monstruo. Murphy no contaba con esa certeza.

Murphy era mi amiga. Incluso me salvó la vida en alguna ocasión.

Hemos luchado mano a mano. Y ahora necesitaba mi ayuda de nuevo. Entendía perfectamente que debía enfrentarse a su miedo, y que para eso me necesitaba a mí, pero aquello no me gustaba nada.

En su estado era muy vulnerable a cualquier ataque como el de Kravos del año pasado. Y si la alcanzaban antes de recuperarse del todo, puede que no solo la hirieran, sino que la destrozaran por completo.

No estaba seguro de poder vivir con eso sobre mi conciencia.

—Mierda —murmuré—. Que Dios me ayude, Murph. Voy a asegurarme de que sales bien de esta.

Intenté olvidarme de mi preocupación por Murphy. La mejor forma de protegerla era centrándome en el caso, poniéndome manos a la obra. Pero tenía el cerebro hecho gaseosa. Lo único que iba a conseguir a ese paso era que me pusieran una camisa de fuerza y me encerraran en una habitación con las paredes acolchadas.

Quería comer. Dormir. Ducharme. Si no me tomaba un tiempo para descansar un poco, podría darme de bruces con alguno de los malos y no darme cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

Conduje hasta mi apartamento que está en el sótano de un edificio de más de un siglo donde todas las viviendas son de alquiler. Aparqué el Escarabajo fuera y saqué la varita y el bastón para llevarlos a casa. El apartamento no estaba muy lejos de donde había aparcado, pero ya me habían abordado en el camino antes. Los vampiros a veces son bastante maleducados.

Bajé a saltos las escaleras que llevan a mi apartamento, abrí la puerta y murmuré la frase que desactiva las protecciones durante el tiempo suficiente para poder pasar. Entré y mi instinto me dijo a gritos que había alguien más.

Y en efecto allí estaba ella, de pie junto a mi fría chimenea. Una mujer delgada, todo curvas sinuosas y seguridad en sí misma. Llevaba unos pantalones vaqueros azules que cubrían sus largas piernas, y una sencilla camiseta roja de algodón. De su cuello colgaba un pentáculo de plata que descansaba sobre la curva de sus pequeños pechos y brillaba al reflejar la luz de mi varita mágica. Su piel estaba pálida, como el interior de la corteza de un roble, la parte viva del árbol. Su pelo castaño claro tenía un brillo dorado, como el trigo maduro, y sus ojos eran grises como las nubes de tormenta. Su fina boca se tensó primero formando una sonrisa y después un gesto de inquietud.

Levantó sus elegantes manos de dedos larguísimos para mostrarme las palmas vacías.

—He preferido esperarte dentro —murmuró—. Espero que no te importe. Deberías cambiar tus contraseñas con más frecuencia.

Bajé la varita, demasiado sorprendido para hablar y con el corazón latiendo desaforadamente en el pecho. Dejó caer las manos y se acercó a mí. Se puso de puntillas, pero era bastante alta así que no tuvo que estirarse mucho para besarme en la mejilla. Olía a flores silvestres y tardes de verano bañadas por el sol. Se apartó de mí lo suficiente para fijarse en mi cara, y en mis ojos, su expresión era dulce y preocupada.

—Hola, Harry.

Contesté con un hilo de voz, luchando por salir de mi asombro: —Hola, Elaine.