9
Elaine me miró asustada y con sus labios dibujó una palabra: —¿Consejo?
Asentí y señalé mi bastón de mago que había dejado en la esquina donde también guardaba un bastón espada. Elaine lo cogió sin pronunciar palabra y me lo lanzó. Después se dirigió sin hacer ruido hasta la puerta de mi habitación y desapareció en su interior.
La puerta retumbó otra vez.
—Dresden —gruñó Morgan—. Sé que estás ahí. Abre la puerta ahora mismo o…
La abrí de golpe antes de pudiera acabar la frase.
—¿O soplarás y soplarás y etcétera?
Morgan me miró con furia, tan alto, amargado y terco como siempre.
Había cambiado la túnica y la capa por unos pantalones oscuros, una camisa de seda gris y una chaqueta. Llevaba una bolsa de golf al hombro, y entre los palos casi pasaba inadvertido el mango de una espada. Se inclinó hacia delante, dirigiendo la mirada por encima de mí, hacia el interior de mi apartamento.
—Dresden. ¿Interrumpo algo?
—Bueno, me disponía a pasar la velada con una peli porno y un bote de aceite corporal, pero solo tengo para uno.
El rostro de Morgan se retorció en una mueca de repulsión y sentí una oleada de absurda satisfacción.
—Me das asco, Dresden.
—Ya, soy malo. Soy malo, malo, malo, malo, malísimo. Y ahora que ya lo hemos dejado claro, adiós, Morgan.
Me dispuse a darle con la puerta en las narices, pero lo evitó con la palma de la mano. Morgan era mucho más fuerte que yo así que la puerta permaneció abierta.
—No he terminado, Dresden.
—Yo sí. He tenido un día horrible. Si quieres decir algo, hazlo ya.
Los labios de Morgan esbozaron una dura sonrisa.
—Normalmente aprecio a la gente que va directa al grano. Aunque no es este el caso.
—Vaya, no me aprecias. Esta noche seguro que no pego ojo.
Morgan golpeó con el pulgar la correa de su bolsa de golf.
—Quiero saber, Dresden, por qué Mab decidió acudir a ti. Lo único que podía mantener tu estatus en el Consejo era algo así y resulta que te llega como caído del cielo.
—Por mi rectitud moral —dije—, además de mi supercochazo y mi impresionante pisito de soltero.
Morgan me miró inexpresivo.
—Te crees muy gracioso.
—Oh, sé que soy gracioso. Solo me río yo, pero soy gracioso.
Morgan negó con la cabeza.
—¿Sabes lo que pienso, Dresden?
—¿Ah, pero piensas? —Morgan no sonrió. Como dije antes, nadie me ríe las gracias.
—Pienso que lo has planeado todo. Creo que tienes un pacto con los vampiros y la Corte de Invierno. Creo que todo forma parte de una gran estrategia.
Me quedé mirándole, intentando no reír. De verdad que lo intenté.
Bueno, quizá debería haberme esforzado más.
La carcajada debió de molestar a Morgan. Cerró el puño y me lanzó un golpe directo al estómago que me dejó sin respiración y prácticamente de rodillas.
—No —dijo—. De esta no te vas a librar con unas risas, traidor. —Entró en mi apartamento. El umbral no le hizo ni pestañear. Las protecciones que tenía lo atraparon quince centímetros después, pero no estaban diseñadas para impedir el paso a los seres humanos. Morgan gruñó, pronunció una palabra extraña en un idioma gutural, quizás alemán antiguo, y agitó una mano delante de él. El aire silbó y chasqueó con electricidad estática, y de las yemas de sus dedos salieron chispas. Movió los dedos con rapidez y siguió avanzando.
Echó una ojeada al apartamento y volvió a negar con la cabeza.
—Dresden, quizá no seas mala persona, en el fondo. Pero estás atrapado.
Si no trabajas para la Corte Roja, entonces estoy seguro de que te están utilizando. En cualquier caso el Consejo corre el mismo peligro. Y lo mejor para atajar el problema es quitarte de en medio.
Me esforcé por coger aire y finalmente conseguí preguntar: —¿De qué coño estás hablando?
—Susan Rodríguez —dijo Morgan—. Tu amante, la vampira.
La furia hizo que viera lucecitas brillantes ante mí.
—No es una vampira —gruñí.
—La convirtieron en uno de ellos, Dresden. No hay vuelta atrás. Es así de simple.
—Eso no es cierto, no es una vampira.
Morgan se encogió de hombros.
—Eso es lo que dirías si estuvieras enganchado a su veneno. Dirías o harías lo que fuera para conseguirlo.
Alcé la vista, enseñando los dientes.
—Fuera de mi casa.
Se acercó a la chimenea y cogió una tarjeta de felicitación llena de polvo que estaba sobre la repisa. La leyó y resopló con suficiencia. Después se fijó en una foto de Susan.
—Guapa —dijo—. Aunque tampoco es nada del otro mundo. Seguro que estaba compinchada con ellos desde el día que te conoció.
Apreté con fuerza los puños.
—Cállate la boca —dije—. No hables de ella. No tienes ni idea.
—Eres idiota, Dresden. Un pobre idiota. ¿De verdad crees que una mujer normal querría tener algo que ver contigo o con tu vida? Es evidente que te utilizó. Era una de sus putas.
Con media vuelta llegué hasta la esquina, solté mi bastón de mago y cogí el bastón espada. Desenvainé la hoja con un sonido metálico y me planté ante Morgan. Él lo había visto venir y ya había sacado su espada plateada de centinela de la bolsa de golf.
Cada dolorido, exhausto y cabreado hueso de mi cuerpo quería atravesarlo. No soy un tío musculoso, pero tampoco lento, y tengo las piernas y los brazos muy largos. Mi estocada es rápida y no necesito estar cerca del contrincante para alcanzarlo. Morgan era un soldado con experiencia, pero en las distancias cortas la diferencia radica en los reflejos. Y eso beneficiaba al tío cuya espada pesaba gramos y no kilos.
En ese momento tuve la certeza de que podía matarlo. Quizá él también se me llevara por delante pero sabía que podía hacerlo. Y quería, me moría de ganas. No con mi lado más racional, sino con la zona de mi cerebro que piensa las cosas después de haberlas hecho. Mi mal genio estaba sediento de sangre, y quería saciar mi sed con Morgan.
Pero un pensamiento se abrió paso entre la testosterona para aguarme la fiesta. Me paré en seco. Temblaba y tenía los nudillos blanquecinos de agarrar con fuerza la espada. Me enderecé y dije mucho más tranquilo: —Éste es el tercero.
Morgan parecía sorprendido y se quedó mirándome con el arma todavía extendida hacia mí.
—¿De qué hablas, Dresden?
—El tercer plan. El as en la manga del merlín. Te ha enviado aquí para que luchemos. La puerta todavía está abierta. Hay otro centinela fuera, escuchando, ¿verdad? Un testigo, para que luego no tengas problemas. Después entregas mi cuerpo a los vampiros y asunto concluido ¿no?
Me miró con los ojos muy abiertos. Se trastabilló con la primera palabra.
—No sé de qué hablas.
Recogí del suelo la otra parte del bastón y envainé la espada.
—Claro que no. Largo, Morgan. A no ser que prefieras matar a un hombre desarmado que no ofrece resistencia.
Morgan me observó durante un momento. Luego metió la espada en la bolsa de golf, se la colgó del hombro y se encaminó hacia la puerta.
Casi había salido cuando escuchamos un ruido procedente de mi dormitorio. Me volví hacia la puerta.
Morgan se detuvo. Me miró y luego fijó la vista en el dormitorio. Vi algo en sus ojos que no me gustó.
—Dresden, ¿no será la mujer vampiro?
—No es nadie —contesté—. Largo.
—Eso habrá que verlo —dijo Morgan. Dio media vuelta y se dirigió hacia mi dormitorio con una mano en el puño de la espada.
—Tú y los que te apoyan tendréis pronto vuestro merecido. Lo estoy deseando.
Mi corazón comenzó a acelerarse otra vez. Si Morgan encontraba a Elaine, podían pasar un millón de cosas y ninguna buena. No había mucho que yo pudiera hacer. No podía avisarla y no se me ocurría cómo conseguir que Morgan saliera de mi apartamento.
Se asomó a la puerta, echó un vistazo, pero de repente soltó un grito ronco y se apartó de un salto. Al mismo tiempo, escuché un maullido arisco y Mister, mi gato bobtail gris, salió corriendo de la habitación. Pasó por entre las piernas de Morgan, cruzó la puerta de entrada, subió las escaleras y desapareció en la noche de verano.
—Caray, Morgan —dije—, puede que mi gato sea un peligroso elemento subversivo. Creo que deberías interrogarlo.
Morgan se enderezó, tenía la cara un poco roja. Tosió y luego se dirigió muy digno hacia la puerta.
—Los miembros del Consejo de Veteranos me han pedido que te diga que estarán al tanto de lo que hagas, aunque no interferirán ni te ayudarán de ninguna manera. —Sacó una tarjeta de visita del bolsillo de su chaqueta y la tiró al suelo—. Ahí tienes su número de teléfono. Llámalos cuando hayas fallado.
—Cierra bien la puerta al salir, últimamente se me cuela toda clase de gentuza —respondí.
Morgan me lanzó una mirada de desprecio mientras salía. Cerró la puerta de un portazo y escuché sus pisadas retumbar al subir las escaleras.
Empecé a temblar medio minuto después de que se hubiera marchado, era una reacción al estrés. Menos mal que no lo había hecho delante de él. Me di la vuelta, me apoyé contra la puerta con los ojos cerrados y crucé los brazos sobre el pecho.
Pasaron uno o dos minutos antes de que escuchara como Elaine salía sigilosamente de mi dormitorio. La madera de la chimenea chasqueaba y crepitaba.
—¿Se han ido? —preguntó Elaine, en voz baja.
—Sí. Aunque supongo que vigilarán el apartamento.
Sentí su mano sobre mi hombro.
—Estás temblando, Harry.
—Se me pasará.
—Podrías haberlo matado —dijo Elaine—. Cuando desenvainaste la espada.
—Sí.
—¿Crees de verdad que todo era una trampa?
Levanté la vista. Parecía preocupada.
—Sí —contesté.
—Dios, Harry. —Negó con la cabeza—. Pues vaya paranoia. ¿Y quieres que me presente ante esa gente?
Puse mi mano sobre la suya.
—No ante todos —dije—. No todos los del Consejo son así.
Me miró a los ojos por un momento. Después, con cuidado, apartó su mano de la mía.
—No, no me mostraré vulnerable ante hombres como ese. Nunca más.
—Elaine —protesté.
Volvió a negar con la cabeza.
—Me marcho, Harry. —Se apartó el pelo de la cara—. ¿Les vas a hablar de mí?
Cogí aire. Si los centinelas descubrían que Elaine seguía viva y se ocultaba de ellos, habría una caza de brujas. Los centinelas no eran famosos por su tolerancia y comprensión. Morgan era el ejemplo perfecto. Cualquiera que la ayudase a esconderse, recibiría el mismo trato. ¿Pero no tenía yo bastantes problemas ya?
—No —contesté—. Claro que no.
Elaine me ofreció una sonrisa tensa.
—Gracias, Harry. —Alzó su bastón sosteniéndolo con ambas manos—. ¿Me abres la puerta?
—Estarán fuera, vigilando.
—Utilizaré un velo. No me verán.
—Son buenos.
Se encogió de hombros y dijo sin mucho entusiasmo: —Yo soy mejor. Son años de experiencia.
Incliné la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer con las hadas?
—No lo sé —contestó—. Ya hablaremos.
—¿Dónde te puedo encontrar?
Señaló la puerta con la cabeza. La abrí. Salió detrás de mí y me volvió a besar en la mejilla, sus labios eran cálidos.
—Tú eres el que tiene un despacho y un contestador. Ya te buscaré yo. —Entonces traspasó el umbral murmurando algo en voz baja. Se produjo un repentino fogonazo de luz plateada a su alrededor que me obligó a cerrar los ojos. Cuando los volví a abrir ya no estaba.
Dejé la puerta abierta durante un momento, e hice bien porque Mister apareció bajando las escaleras un segundo después. Me miró y lanzó un maullido lastimero. Entró sigiloso en el apartamento y se frotó contra mis piernas ronroneando como un motor diesel. Trece kilos de gato, más o menos.
Supongo que uno de sus padres tuvo que ser un tigre de dientes de sable por lo menos.
—Muy oportuno, por cierto —le dije. Después cerré la puerta y eché el cerrojo.
Me quedé de pie en la penumbra de la habitación solo iluminada por el fuego de la chimenea. Aún sentía un cosquilleo en la mejilla que Elaine había besado. Su perfume todavía flotaba en el aire y con él volvieron a la memoria una batería de recuerdos casi tangibles, una oleada de cosas que creía haber olvidado. Me sentí viejo, cansado y muy solo.
Caminé hacia la repisa de la chimenea y coloqué en su sitio la tarjeta que Susan me había enviado las Navidades pasadas. Contemplé la foto junto a la tarjeta. Aquel fin de semana estuvimos en un parque y ella llevaba una camiseta azul sin mangas y unos pantalones cortos. Sus dientes resultaban increíblemente blancos en contraste con su oscura piel bronceada y su pelo negro como el carbón. Le hice aquella foto cuando estaba riendo y sus ojos brillaban.
Negué con la cabeza.
—Estoy cansado, Mister —dije—. Estoy ridículamente cansado.
Mister maulló.
—Bueno, ahora lo más inteligente sería descansar un poco, pero ¿qué sé yo? Aquí estoy, hablándole a mi gato. —Me rasqué la barba y tomé una decisión—. Solo un sueñecito en el sofá, luego a trabajar.
Recuerdo que me senté en el sofá y después hubo un agradable fundido en negro.
Y me vino muy bien, porque los días siguientes iban a ser complicados.