10

No estaba tan cansado como para no soñar. Era evidente que mi subconsciente, al que por cierto conocí un día y resultó ser un poco gilipollas, se traía algo entre manos, porque el sueño era una variación del tema que había ocupado casi todas mis noches desde que vi a Susan por última vez.

Todo comenzaba con un beso.

Susan tiene una boca preciosa. Con unos labios ni demasiado finos ni demasiado gruesos. Siempre suaves, siempre cálidos. Cuando me besaba, era como si el mundo se esfumase. Nada importaba, solo el roce de sus labios con los míos. Besé a la Susan de mi sueño y se apretó contra mí con un suave gemido, todo su cuerpo dispuesto, anhelante. Alzó las manos y sus dedos recorrieron mi pecho arañándome ligeramente con las uñas.

Me aparté después de un momento, mis párpados pesaban tanto que me costaba mantener los ojos abiertos. Mis labios temblaban y sentí un hormigueo que me incitó a besarla otra vez para que cesara. Ella me miró con sus oscuros ojos en llamas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, sedosa y larga que le caía entre los omóplatos. Su maravilloso rostro aguileño se inclinó un poco hacia mí.

—¿Estás bien? —le pregunté como siempre. Y como siempre, ella me sonrió con tristeza sin decir palabra. Me mordí el labio—. Sigo buscando. No me he rendido.

Movió la cabeza y se apartó de mí. Tuve la presencia de ánimo de mirar a mi alrededor. Esta vez estábamos en un callejón oscuro y el potente sonido de la música de una discoteca cercana hacía vibrar la pared. Susan llevaba unas medias oscuras, una blusa sin mangas y sobre los hombros, mi guardapolvos de cuero negro que casi le rozaba los pies. Me miró fijamente y después se volvió hacia la entrada de la discoteca.

—Espera —le dije.

Se acercó a la puerta, se giró y extendió una mano hacia mí. La puerta se abrió y una tenue luz de color rojo la iluminó, provocando un efecto extraño sobre las sombras de su rostro. Sus ojos se hicieron más grandes.

No, no era eso. El negro de sus pupilas se expandió hasta ocuparlo todo, hasta que no hubo más que oscuridad donde debían haber estado sus ojos. Eran ojos de vampiro, enormes e inhumanos.

—No puedo —dije—. No podemos entrar ahí, Susan.

Sus rasgos reflejaron frustración y enfado. Volvió a ofrecerme su mano, con más apremio.

De la oscuridad de la puerta surgieron manos delgadas, pálidas, andróginas. Se deslizaron sobre Susan con suavidad, acariciándola. Después comenzaron a tirar de su ropa, de su pelo. Sus ojos se cerraron un momento, su cuerpo se puso tenso antes de vencerse lentamente hacia la puerta.

Sentí una punzada de deseo, repentina, inoportuna y afilada como la hoja de un bisturí. Una oleada de lujuria, la simple y casi violenta necesidad de tocar, de que me tocaran, fluyó por todo mi cuerpo y de repente fui incapaz de pensar.

—No —dije, y entré tras ella.

Sentí como me cogía de la mano. Sentí como se apretaba contra mí con otro gemido y sus labios, su boca, devoraron la mía con besos voraces, besos que devolví con pasión conforme mis dudas iban esfumándose. Noté que me estaba envenenando cuando un repentino y narcótico entumecimiento inundó mi boca y luego el resto de mi cuerpo. No me importó. La besé, le arranqué la ropa y ella me la arrancó a mí. Las manos nos ayudaban, pero ya no les prestaba ninguna atención. Era una sensación de fondo sin importancia en comparación con la boca de Susan, sus manos, su piel de terciopelo bajo mis dedos.

No había amor, solo deseo animal, carnal. La empujé contra la pared en la tenue luz roja, y ella se enroscó alrededor de mi cuerpo, frenética, su cuerpo pidiéndome más. Entré en ella con una repentina sensación de seda y miel, y tuve que esforzarme para mantener el control echando la cabeza para atrás.

Entonces ella se estremeció y como siempre, me atacó. Su boca se cerró sobre mi garganta con un fogonazo de calor y agonía que se fundieron en un entumecimiento tan delicioso como el de sus besos, pero más completo. Un placer lánguido se apoderó de mí y sentí como mi cuerpo reaccionaba, perdiendo el control por completo, y arremetiendo contra ella, una y otra vez.

Poco a poco el movimiento cesó cuando un éxtasis convulso y perfecto se extendió por todo mi ser. Empecé a perder el control de mis extremidades, como si mis músculos se hubiesen convertido en gelatina. Lentamente caí al suelo. Susan siguió sobre mí, con su boca caliente y hambrienta en mi garganta, su cuerpo, sus caderas moviéndose, marcando el ritmo.

El placer del veneno fundió mis pensamientos que se deslizaron fuera de mí y comenzaron a flotar alrededor. Dirigí la vista hacia abajo, donde estaba mi cuerpo, bajo el de Susan, pálido, sobre el suelo, con los ojos vacíos. Vi el cambio que se producía en ella. Vi su cuerpo retorcerse y arquear la espalda, vi como su piel se abría y se desgarraba. Vi algo tenebroso y horrible abrirse paso desde su interior, sus ojos eran enormes y oscuros, y su piel negra y resbaladiza. Y tenía sangre, mi sangre alrededor de la boca.

La criatura se quedó paralizada por la sorpresa al reparar en mi cadáver.

Y cuando empezaba a alejarme flotando, vi como echó la cabeza hacia atrás, su cuerpo flexible y sinuoso como el de una serpiente, y dejó escapar un gemido inhumano, estridente, lleno de furia, dolor y angustia.

Me desperté del sueño con un grito ahogado, la piel bañada en sudor frío, los músculos rígidos y doloridos.

Recuperé el aliento tras unos segundos mientras miraba a mi alrededor.

En mis labios sentía el hormigueo de los besos recordados, en mi piel el roce de las caricias soñadas.

Me obligué a incorporarme con un quejido y fui dando tumbos hasta la ducha. A veces me alegro de haber desconectado la caldera. Lo hice para evitar accidentes de orden mágico. Convierte el lavarse en invierno en una verdadera tortura, pero a veces no hay nada mejor que una ducha bien fría.

Me desnudé y permanecí un buen rato bajo el chorro de agua, temblando. Aunque no necesariamente de frío. La tiritona se debía a muchas cosas. Primero a una simple y desenfrenada lascivia. La ducha apagó ese fuego en cuestión de segundos. No os hagáis una idea equivocada, yo no tenía ninguna obsesión con el sexo y la muerte.

Pero estaba acostumbrado a liberar ciertas tensiones con Susan y su ausencia había cortado eso de raíz, excepto en algunos sueños, cuando mis hormonas se apoderaban de mis pensamientos como si quisieran recuperar el tiempo perdido.

Segundo, temblaba de miedo. Mis pesadillas podrían tener algo de desahogo lujurioso, pero también eran un aviso. La maldición de Susan podía matarme y destruirla. Eso no lo debía olvidar.

Y tercero, temblaba de culpa. Si no la hubiese fallado, probablemente no estaría en este lío. Se había marchado y no tenía ni la menor idea de dónde podía estar. Quizá no me esforzaba lo suficiente.

Agité la cabeza bajo el agua y alejé esos pensamientos echándome una tonelada de jabón y todo el champú que quedaba en la botella. Me froté la barba, después cogí la cuchilla y estuve unos minutos afeitándome con mucho cuidado. El suelo de la ducha comenzó a cubrirse con pequeños fragmentos de pelo oscuro y fuerte, y noté un cosquilleo en la cara al sentir el contacto del aire por primera vez en varios meses. Pero era agradable, y mientras proseguía con el aseo, mis ideas se fueron aclarando.

Saqué ropa limpia del armario, pasé al cuarto de estar y aparté la alfombra que ocultaba la trampilla que daba al sótano. Abrí la puerta, encendí una vela y bajé por la escalerilla a mi laboratorio.

Mi laboratorio, a diferencia del caos del piso de arriba, parecía el despacho de un militar maniático del orden. En medio de la habitación había una mesa larga, situada entre otras dos, cada una apoyada contra una pared para dejar un estrecho pasillo entre ellas. En las estanterías de acero blanco que cubrían las paredes descansaban los recipientes donde guardaba los componentes mágicos que usaba en mis investigaciones. Había una gran variedad de tarros, botellas, cajas y botes de plástico, casi todos con etiquetas donde figuraba su contenido, cuánto quedaba y cuándo lo había comprado. Las mesas estaban limpias salvo por una pila de hojas, una jarrita con lapiceros y bolígrafos, y un montón de velas. Encendí unas cuantas, me dirigí al otro extremo del laboratorio y comprobé que nada atravesaba el círculo de invocaciones de cobre que había en el suelo. Uno nunca sabe cuándo va necesitar un círculo mágico.

Una zona del laboratorio conservaba el desorden existente antes de que el año pasado decidiera convertir el apartamento en mi residencia fija. Había una vieja repisa de madera que no había reparado ni cambiado. Al final de la repisa, se agrupaban varios candelabros cubiertos con diferentes tonos de cera derretida. Y entre ellos se apilaban artículos, algunas novelas de amor en edición bolsillo, varios catálogos de Victoria’s Secret, un jirón perteneciente a un pañuelo de seda rojo que en forma de lazo llevó una joven desnuda llamada Justine, un brazalete de unas esposas rotas y un viejo y reluciente cráneo humano.

—Bob, despierta —dije, mientras encendía las velas—. Necesito que me eches una mano.

Unas luces turbias de color naranja encendieron las oscuras órbitas de la calavera. El cráneo tembló un poco en su repisa y luego abrió la boca llena de dientes en algo parecido a un bostezo.

—¿Y? ¿Tenía razón el chico? ¿Estaba ocurriendo algo extraño?

—Lluvia de sapos —contesté.

—¿De sapos de verdad?

—Sí.

—¡Oh, oh! —dijo Bob, la Calavera. Bob en realidad no era una calavera. La calavera no era más que un recipiente para el espíritu de intelecto que vivía dentro y me ayudaba a estar al tanto de las leyes en constante evolución de la metafísica que gobierna el uso de la magia. Pero «Bob, la Calavera» es mucho más corto que «Bob, espíritu de intelecto y auxiliar de laboratorio».

Asentí mientras preparaba el quemador de Bunsen y las cubetas de precipitación.

—Eso mismo dije yo. Oye, Bob, tengo un pequeño problema y…

—Harry, no lo conseguirás. No hay cura para el vampirismo. A mí también me gusta Susan, pero es imposible. ¿Crees que eres el primero en buscar un remedio?

—Yo desde luego no lo había intentado antes —contesté—. Y he tenido un par de ideas que me gustaría probar.

—¡Sí, mi capitán Ahab, ar, ar, ar, ar! ¡Cogeremos al demonio blanco, señor!

—Desde luego que sí. Pero antes tenemos que hacer otra cosa.

Las luces en las cuencas de Bob ganaron intensidad.

—¿Algo diferente de esa investigación absurda y descabellada sobre los vampiros? Ya me parece interesante. ¿Tiene algo que ver con la lluvia de sapos?

Fruncí los labios, saqué una hoja de papel y un lapicero y comencé a apuntar cosas. A veces eso me ayuda a aclarar las ideas.

—Quizá. Se trata de un asesinato.

—Vale. ¿Quién es el difunto?

—Un artista. Ronald Reuel.

Los ojos de Bob se redujeron hasta parecer dos puntos.

—Ah. ¿Quién quiere que encuentres al asesino?

—Aún no sabemos con seguridad si murió asesinado. La poli dice que fue un accidente.

—Pero tú no estás de acuerdo.

Negué con la cabeza.

—No lo sé, pero Mab dice que fue un asesinato. Quiere que encuentre al culpable para demostrar que ella es inocente.

Bob se quedó mudo de asombro, y durante casi un minuto, el único ruido que se escuchó fue el roce de mi lapicero al garabatear sobre el papel.

Finalmente me espetó: —¿Mab? ¿El hada Mab, Harry?

—Sí.

—¿La reina del Aire y la Oscuridad? ¿Esa Mab?

—Sí —contesté molesto.

—¿Y es tu cliente?

—Sí, Bob.

—Ahora es cuando te pregunto que por qué no te dedicas a algo más seguro y aburrido. Como por ejemplo poner supositorios a gorilas rabiosos.

—Vivo para estos retos —le dije.

—O no, como quizá sea este el caso —dijo Bob vehemente—. Harry, si no te lo he dicho mil veces no te lo he dicho ninguna. No te mezcles con las sidhe.

Siempre es más complicado de lo que parece en un principio.

—Gracias por el consejo, calavera. Pero no tuve elección. Lea le vendió mi deuda.

—Entonces debiste ofrecerle otra cosa a cambio de tu libertad —dijo Bob—. No sé, algún bebé robado o algo así y…

—¿Un bebé robado? Ya tengo suficientes problemas.

—Claro, como eres un tío tan legal y honrado…

Me presioné el puente de la nariz con el pulgar. Esta iba a ser una de esas conversaciones que acababan dándome dolor de cabeza. Ya empezaba a notarlo.

—Oye, Bob, ¿por qué no nos concentramos en el asunto que nos ocupa?

Tenemos poco tiempo, así que a trabajar. Necesito saber por qué querría matar nadie a Reuel.

—Jolín, Harry —respondió Bob—. ¿Quizá porque era el caballero del Verano?

El lapicero se cayó de mis dedos y rodó por la mesa.

Uau —dije—. ¿Estás seguro?

—¿Tú qué crees? —me espetó Bob con cierta ironía en sus palabras.

Hum —dije—. Pues esto se pone feo. Significa que…

—Significa que el acuerdo con la sidhe es más complicado de lo que parecía. Caray, si al menos alguien te hubiera avisado de que no fueras tan idiota como para hacer tratos con hadas…

Miré a la calavera con fastidio y recuperé el lapicero.

—¿En qué situación me deja eso?

—En una muy mala —respondió Bob—. Los caballeros reciben su poder de las cortes sidhe. Son tíos duros.

—No sé mucho de ellos —confesé—. Son como los representantes de las hadas ¿no?

—Ni se te ocurra decirles eso a la cara, Harry. Les gusta tanto como a ti que te llamen simio.

—Pues dime a qué me enfrento.

Los ojos de Bob se estrecharon hasta casi desaparecer, y recobraron su brillo cuando comenzó a hablar de nuevo instantes después.

—El caballero sidhe es un mortal —dijo Bob—. Un campeón de una de las dos cortes sidhe. Sus poderes se los otorga su corte y es el único al que se le permite actuar en asuntos que no estén directamente relacionados con las sidhe.

—¿Y eso significa?

—Significa que si una de las reinas quiere matar a alguien de fuera, su caballero lo hará por ella.

Fruncí el ceño.

—Espera un momento. ¿Te refieres a que las reinas no pueden acabar personalmente con alguien que no sea de su corte?

—No, a no ser que el objetivo sea tan imbécil como para pactar con un hada sin ni siquiera intentar cambiar un bebé…

—Corta el rollo, Bob. ¿Me tengo o no me tengo que preocupar de que me maten?

—Claro que sí —dijo Bob con tono alegre—. Solo que la reina no puede poner fin a tu vida personalmente. Aunque te pueden engañar para que camines sobre arenas movedizas y contemplar después como te ahogas, o convertirte en un ciervo y mandar a sus sabuesos a por ti, o dormirte con un hechizo que dure cien años, ese tipo de cosas.

—Ya, era demasiado bonito para ser cierto. Pero lo que quiero decir es que si Reuel era el caballero del Verano, Mab no pudo matarlo, ¿no? Entonces, ¿por qué está bajo sospecha?

—Porque podría haber ordenado que alguien más lo hiciera. Y Harry, lo más seguro es que a las sidhe no les preocupe la muerte de Reuel. Los caballeros son de usar y tirar, como los pañuelos de papel. Supongo que la tensión es por alguna otra cosa. Lo único que realmente les importa…

—El poder —me aventuré.

—¿Ves como sabes usar el cerebro cuando quieres?

Negué con la cabeza.

—Mab dijo que le habían robado algo, y que ya descubriría qué era —murmuré—. Supongo que se refería a eso. ¿De cuánto poder estamos hablando?

—Un caballero sidhe no es ningún pardillo, Harry —dijo Bob con gravedad.

—Estamos hablando de un montón de magia en paradero desconocido.

Un robo de poder. —Di golpecitos con el lápiz sobre la mesa—. ¿De dónde procede ese poder?

—De las reinas.

Torcí el gesto.

—Dime si me equivoco. Si procede de las reinas es que forma parte de ellas, ¿no? Si un caballero muere, el poder debería volver a su reina como si fuera una cinta elástica.

—Exacto.

—Pero en esta ocasión no ha ocurrido así. Así que a la reina del Verano le falta mucho poder. Está debilitada.

—Si todo lo que me has contado es cierto, así es —dijo Bob.

—Ya no hay equilibrio entre Verano e Invierno. Bueno, eso explicaría la lluvia de sapos. Es un pulso de fuerzas muy potente, ¿verdad?

«Bob puso las luces de sus ojos en blanco».

—¿El cambio de estación? Claro, Harry. Las sidhe están más cerca del mundo mortal que cualquier otro ser del Más Allá. Verano tenía hasta ahora una ligera ventaja, pero parece que la ha perdido.

—Y yo que creía que el calentamiento global se debía a los pedos de las vacas. —Moví la cabeza de lado a lado—. Bueno, así que Titania pierde un poco de fuelle y naturalmente todas las sospechas recaen sobre su archienemiga, Mab.

—Sí, es justo lo que haría una archienemiga, ¿no crees?

—Supongo. —Fruncí el ceño al mirar mis notas—. Bob, ¿qué pasa si el desequilibrio entre las dos cortes continúa?

—Nada bueno —dijo Bob—. Trastocará la meteorología, provocará comportamientos aberrantes en plantas y animales, y antes o después, las cortes sidhe se declararán la guerra.

—¿Por qué?

—Porque, Harry, cuando se destruye el equilibrio, lo único que las reinas pueden hacer es acabar con todo y dejar que la naturaleza restablezca el orden por sí misma.

—¿Y eso en qué me afecta? —pregunté.

—Depende de quién lleve la voz cantante cuando todo termine —contestó Bob—. La guerra podría dar paso a la siguiente glaciación o a una época de crecimiento desmedido.

—Eso último no suena tan mal.

—No, si eres el virus Ébola. Ya verás que de amigos te salen.

—Oh, entonces es malo.

—Sí —dijo Bob—. Aunque no olvides que esto es solo la teoría. Yo jamás lo he visto. No soy tan viejo. Pero es algo que las reinas prefieren evitar si es posible.

—Lo que explica el interés de Mab en este caso, si es que es inocente.

—Y aunque no lo fuera —me corrigió Bob—. ¿Acaso te dijo que era inocente?

Pensé en ello durante un momento.

—No —admití por fin—. En realidad no habló claro.

—Entonces es posible que sí lo hiciera. O en este caso, que lo mandara hacer.

—Sí —contesté—. De modo que para averiguar si fue una de las reinas, tenemos que encontrar a su matón. ¿Qué haría falta para matar a un caballero?

—Con tirarlo por las escaleras no bastaría. Ni aunque cayera rodando varios pisos. Quizá si se subiera contigo en el ascensor…

—Muy gracioso. —Fruncí el ceño mientras aporreaba la mesa con el lápiz—. Si para quitar a Reuel de en medio se necesitaba un toque extra…, ¿quién podría tener esa capacidad?

—Alguien normal podría hacerlo, pero tendría que hacer saltar edificios por los aires y dejar tras de sí cráteres humeantes, o algo parecido. Pero ¿matarlo y que parezca un accidente? Quizá otro caballero. Dentro de las cortes sidhe, podría ser el caballero del Invierno o una de las reinas.

—¿Y un mago?

—Eso no hace falta ni decirlo. Pero tendría que ser un mago muy fuerte, muy bien preparado y con bastante proyección. Aun así, sería mucho más fácil hacer saltar el edificio por los aires que simular un accidente.

—Últimamente los magos se han mantenido ocultos y a la expectativa. Y son demasiados para considerarlos a todos sospechosos. Vamos a suponer que esto es un asunto entre hadas. Así nos quedamos tan solo con tres posibles culpables.

—¿Tres?

—Los tres que podrían haberlo hecho. La reina del Verano, la del Invierno, y el caballero del Invierno. Uno, dos, tres.

—Harry, dije que podría ser cualquiera de las reinas.

Miré a la calavera sorprendido.

—¿Hay más de dos?

—Sí, técnicamente hay tres.

—¿Tres?

—En cada corte.

—¿Tres reinas en cada corte? ¿Seis? Eso es absurdo.

—No si lo piensas bien. Cada corte tiene tres reinas: La reina que fue, la reina que es, y la reina que será.

—Genial. ¿Y a cuál de ellas sirve el caballero?

—A las tres. Es una cosa grupal. Tiene diferentes obligaciones con cada una de ellas.

Sentí como el dolor de cabeza comenzaba en la nuca y subía hacía la coronilla.

—Vale, Bob. Háblame de esas reinas.

—¿De cuáles? ¿De las que son, las que fueron, o de las que serán?

Me quedé mirando a la calavera durante un segundo mientras el dolor de cabeza se asentaba confortablemente.

—Tiene que haber una forma más sencilla de decir eso.

—Típico de ti. Incapaz de robar un bebé, y encima le cuesta hasta farfullar tres…

—Eh, —protesté— mi vida sexual no tiene nada que ver con…

—Farfullar, Harry. Farfu… bah, no sé ni por qué me molesto. La reina es simplemente la reina. Reina Titania. Reina Mab. La reina que fue se llama «madre». A la reina que será se la conoce como la «señora». Ahora mismo, la señora del Invierno es Maeve. La señora del Verano, Aurora.

—Señora, reina; madre, vale. —Cogí el lápiz y lo apunté todo, incluyendo los nombres, para ayudarme a tener las cosas claras—. Así que hay seis sospechosos.

—Además del caballero del Invierno —me corrigió Bob—. En teoría.

—Vale —dije—. Siete. —Escribí los títulos. Después di varios golpecitos sobre el cuaderno pensativamente y añadí—: Ocho.

—¿Ocho? —preguntó Bob.

Respiré hondo y dije: —Elaine está viva. Investiga el mismo caso para Verano.

Uau —dijo Bob—. Uau. Y mira que te lo dije.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—¿Crees que se lo pudo cargar ella?

—No —contesté—. Pero tampoco imaginé nunca que Justin y ella se volverían contra mí. Solo necesito saber si cuenta con los medios necesarios para hacerlo. Es decir, si crees que a mí me resultaría difícil, quizá ella tampoco fuera capaz de matarlo. Yo siempre fui mucho más fuerte.

—Sí —dijo Bob—, pero ella era mejor que tú. Tenía cualidades de las que tú carecías. Gracia. Estilo. Elegancia. Pechos.

Puse los ojos en blanco.

—Por eso la dejaré en la lista hasta que encuentre alguna razón para borrarla.

—Qué cínico y frío por tu parte, Harry. Casi me siento orgulloso de ti.

Me volví hacia el sobre que me dio Mab y hojeé los recortes de periódico que había dentro.

—¿Tienes idea de quién es el caballero del Invierno?

—No, lo siento —dijo Bob—. Mis contactos en Invierno son un tanto superficiales.

—Muy bien. —Suspiré y cogí el cuaderno—. Ya sé lo que tengo que hacer.

—Me da miedo preguntar —dijo Bob con frialdad.

—Que te den. Tengo que averiguar más sobre Reuel. Con quién se relacionaba. Quizás alguien viera algo. Si la policía supuso que era un accidente, dudo que investigaran gran cosa.

Bob asintió, consiguiendo de alguna manera parecer pensativo.

—Entonces, ¿vas a poner un anuncio en el periódico o qué?

Recorrí el laboratorio apagando las velas.

—Pensaba más bien en un allanamiento de morada. Luego iré a su funeral, a ver quién aparece.

—Vaya. ¿Cuándo sea mayor podré hacer cosas divertidas como tú?

Resoplé y me dirigí hacia la escalerilla llevándome la última vela conmigo.

—¿Harry? —dijo Bob, antes de que saliera.

Me detuve y me volví a mirarlo.

—Aunque no me hagas caso te lo tengo que decir: ten cuidado. —Si no lo conociera mejor habría dicho que Bob, la Calavera estaba temblando—. Con las mujeres siempre haces el idiota y no tienes ni idea de lo que Mab es capaz.

Lo miré durante un momento, sus ojos naranjas eran la única luz en la penumbra de mi impoluto laboratorio, y sentí un escalofrío.

Después subí pesadamente por la escalerilla y salí a la calle en busca de problemas.