4
Me apoyé contra la puerta con los ojos cerrados, intentado pensar. Estaba asustado. Pero no era una sensación estimulante como cuando sientes el subidón de adrenalina, no, aquel era un miedo distinto, del tipo «espera a que salgan los resultados del test». Un temor racional, de los que se ponen cómodos en el salón de tus pensamientos y permanecen allí, tomándose una bebida bien fresquita.
Ahora trabajaba para la reina de las hadas malditas, bueno para la reina del Invierno o de las hadas Unseelie, que viene a ser más o menos lo mismo. Las hadas Unseelie no eran todas crueles y malvadas, al igual que las hadas Seelie, las hadas del Verano, tampoco eran todo bondad y sabiduría. Se parecían a la estación que les daba nombre, frías, hermosas, despiadadas y totalmente carentes de escrúpulos. Solo un idiota se asociaría con una de ellas.
Tampoco es que Mab me hubiese dado otra opción, aunque técnicamente sí me dejó elegir. Podría haber rechazado su propuesta y aceptar las consecuencias.
Me mordí el labio. Con un trabajo como el mío, nunca sentí la necesidad de contratar un buen plan de pensiones. Los magos pueden vivir muchos años, muchos, siempre y cuando se pasen el mayor tiempo posible encerrados en casa. Lo que no era normal era andar siempre metido en líos, como hacía yo.
Fui listo en un par de ocasiones, tuve suerte en otras tantas, y hasta el momento había conseguido mantenerme a flote, pero antes o después acabaría perdiendo la partida. Era así de sencillo y lo sabía.
Miedo. Quizá por eso acepté el trato de Mab. La vida de Susan había cambiado drásticamente por mi culpa. Quería ayudarla antes de que todo se fuera al garete.
Sin embargo, una vocecilla en mi cabeza me decía que esa actitud era demasiado noble para alguien que se arrugaba en cuanto le daban un empujoncito. La voz me dijo que dejara de engañarme. Cierta parte de mí, la que suele desconfiar y no creer en casi nada, sugirió que simplemente había tenido miedo de decirle que no a un ser que probablemente me habría hecho desear la muerte si lo contrariaba.
En cualquier caso ya era tarde para hacerse preguntas. Para mal o para bien, había cerrado un trato. Si no quería que aquello acabara en tragedia, más me valía idear la forma de salir airoso, sin involucrarme demasiado en los asuntos de las hadas. Y aceptar el caso de Ronald Reuel no me involucraba necesariamente, de eso estaba seguro. Mab no me lo habría ofrecido si no creyera que con él me enredaba más en su tela de araña. Y puede que estuviera atrapado en un sentido metafísico, pero eso no significaba que tuviera que dar un brinco cada vez que ella dijera «salta». Ya se me ocurriría algo. Además, tenía otros asuntos de los que ocuparme.
No tenía mucho tiempo antes de la reunión del Consejo de aquella tarde, así que recogí mis cosas y me preparé para salir. Me detuve ante la puerta con la molesta sensación de que se me olvidaba algo. Mis ojos se posaron sobre la pila de facturas sin pagar y entonces lo recordé.
Dinero. Había ido allí para conseguir un caso. Ganar dinero. Pagar las facturas. Estaba de deudas hasta el cuello y no habíamos hablado de dinero, de hecho, no le había sacado ni un centavo.
Me llamé de todo y cerré la puerta tras de mí. Era lógico pensar que, ya que era mi alma lo que estaba en juego, podría haber conseguido al menos cincuenta pavos la hora, gastos aparte.
Salí del edificio dispuesto a entrar en acción. El tráfico en Chicago suele ser tan horrible como en cualquier otra gran ciudad estadounidense, pero aquella tarde estaba todavía peor. Atrapado en el atasco, el Escarabajo se convirtió en un horno, y yo me encontré sudando y deseando ser un mago algo más mediocre para que al menos me sobreviviera el aire acondicionado. Ese es uno de los inconvenientes de la magia. La tecnología no lleva muy bien que haya mucha magia flotando alrededor. Cualquier cosa fabricada más o menos después de la Segunda Guerra Mundial tiene cierta tendencia a estropearse ante la presencia de un mago. Generalmente ocurre con aparatos que tengan microcircuitos, componentes eléctricos y toda esa clase de parafernalia, pero incluso otras máquinas más sencillas, como el aire acondicionado de mi Escarabajo, también acaban sucumbiendo.
Con la hora pegada, llegué a mi apartamento y rebusqué entre aquel desastre lo que debía llevar a la reunión. No lo encontré todo y tampoco tenía tiempo de darme una ducha. La nevera estaba vacía y lo único que había para comer era una barrita de chocolate medio desenvuelta que había empezado a comer y que no había terminado. Me la metí en el bolsillo, y salí de allí para acudir a la reunión del Consejo Blanco de la Brujería.
Donde seguro iba a causar sensación gracias a mi atuendo, higiene y encanto personal.
Entré en el aparcamiento que está frente al McCormick Place Complex, uno de los centros de convenciones más grandes de la ciudad. Para aquella ocasión, el Consejo Blanco había reservado uno de los edificios pequeños. El sol estaba ya bajo, haciéndose cada vez más grande y más rojo a medida que caía hacia el horizonte.
Aparqué el Escarabajo en la última planta, supuestamente la más fresca del garaje, salí del coche y me coloqué delante para abrir el capó. Me estaba cambiando de ropa cuando escuché los chirridos y traqueteos de un motor que se acercaba. Una camioneta pick-up Ford del treinta y siete con guardabarros redondeados y listones de madera en la parte de atrás aparcó en el espacio vacío que había a mi lado. Aquella tartana no solo no estaba oxidada, sino que brillaba como si le acabaran de dar cera. Sujeta en un compartimento de la parte posterior, había una vieja escopeta y en el compartimento de abajo, asomaba un bastón de mago bastante desgastado. La camioneta se detuvo con la pesadez de un dinosaurio, se oyó un crujido y un momento después el motor se apagó.
El conductor, un hombre bajo y robusto, vestido con una camiseta blanca y un mono vaquero, abrió la puerta y saltó del vehículo con la diligencia de un hombre ocupado. Estaba prácticamente calvo salvo por algunos mechones de pelo liso y blanco y una barba cana y tiesa que le cubría la boca y la mandíbula inferior. Cerró la puerta de golpe sin importarle si lo hacía con demasiada fuerza, sonrió y su voz resonó en todo el garaje.
—¡Hoss! Me alegro de verte.
—Ebenezar —contesté en un tono algo más bajo. Respondí a su sonrisa con otra y me acerqué para estrechar la mano que me ofrecía.
La apreté con energía, más que nada en defensa propia. Ebenezar tenía una fuerza capaz de aplastar una lata de espinacas.
—Le aconsejo que oculte la escopeta. La policía de Chicago no ve con buenos ojos a la gente que va armada.
Ebenezar resopló y dijo: —Soy demasiado viejo para preocuparme por esas tonterías.
—¿Qué hace tan lejos de Misuri, señor? Creía que no venía a las reuniones del Consejo.
Dejó escapar una risotada.
—La última vez que falté, me endosaron a un aprendiz adolescente y un tanto inútil. Ahora no me pierdo ninguna, no vaya a ser que me obliguen a vivir de nuevo con él.
Reí.
—Vamos, no fue para tanto, hombre.
Gruñó.
—Me quemaste el granero, Hoss. Y no volví a ver al gato. Se largó y no regresó después de lo que hiciste con la colada.
Sonreí. Por aquel entonces yo era un huérfano de dieciséis años bastante idiota que había matado a su profesor en lo que podríamos considerar un duelo de magia. Tuve suerte porque podría haber sido yo el que muriese carbonizado en lugar del viejo Justin. El Consejo se rige por Las Siete Leyes de la Magia, la primera de las cuales es «no matarás». Cuando alguien la incumple, lo ejecutan, sin más.
Pero algunos magos consideraron que merecía una segunda oportunidad y además existía un precedente en el uso de la magia letal en casos de defensa propia contra las artes oscuras. Así que me dejaron vivir bajo vigilancia y con la terrible condición de que si cometía cualquier otra infracción, me someterían a juicio sumarísimo. Pero como tenía dieciséis años, legalmente era menor, lo que significaba que tenía que ir a un lugar donde el Consejo pudiera controlarme y donde aprendiera a dominar mis poderes.
Hasta donde todos recordaban, Ebenezar McCoy había vivido siempre en Hog Hollow, Misuri, es decir, desde hacía más o menos doscientos años.
Después de mi juicio, el Consejo me envió a su granja y le encargaron que completara mi educación. Para Ebenezar educación significaba trabajar en la granja durante el día, estudiar por la tarde y dormir durante toda la noche.
No aprendí mucha magia, pero me enseñó otras cosas más importantes.
A ser más paciente, a crear algo de la nada, a valorar las cosas que se consiguen trabajando, y a disfrutar de toda la paz que puede tolerar un adolescente.
Aquello me vino bien y Ebenezar me ofreció el respeto y la distancia que necesitaba. Siempre le estaré agradecido.
Ebenezar pasó por delante de mí frunciendo el ceño y observando de reojo el Escarabajo. Seguí su mirada y me di cuenta de que parecía que lo hubieran golpeado con piedras ensangrentadas. La sangre de sapo se había secado y ahora era de color marrón caramelo, salvo en la zona del parabrisas que ya había limpiado. Ebenezar me miró, arqueando las cejas.
—Lluvia de sapos —le expliqué.
—Vaya. —Se acarició la barbilla, me miró de arriba abajo y reparó en el trapo que había enrollado alrededor de la mano herida—. ¿Y eso?
—Un accidente en el despacho. He tenido un mal día.
—Ya. Oye, no tienes muy buen aspecto, Hoss. —Alzó la vista y su expresión parecía tranquila pero preocupada. Evité mirarle a los ojos. Ya nos vimos el alma en una ocasión, hacía años, y tenía miedo de que volviera a suceder. No quería descubrir que le había decepcionado—. Me han dicho que últimamente te has metido en algún que otro lío.
—En alguno, sí —admití.
—¿Estás bien?
—Sobreviviré.
—Ajá. Según parece el Consejo de Veteranos está muy molesto —dijo—. Quizá tengas problemas, Hoss.
—Ya. Era de esperar.
Suspiró y negó con la cabeza mientras me examinaba atentamente con la nariz arrugada.
—Desde luego no encarnas el ideal del joven mago. Y con eso puesto no vas a causar muy buena impresión.
Lo miré molesto, a la defensiva, y me coloqué la estola de seda azul por encima de la cabeza.
—Eh, se supone que tengo que llevar el uniforme ceremonial. Como todos los demás.
Ebenezar me lanzó una mirada llena de ironía y se acercó” a su camioneta. Cogió una maleta de la parte de atrás y sacó una lujosa túnica oscura que dobló sobre su brazo.
—Verás, no creo que lo que ellos tienen en mente sea una bata de franela y estampado de cuadros escoceses.
Me até el cinturón de mi vieja bata e intenté que pareciera que la estola formaba parte del conjunto.
—El gato confundió mi túnica con su cajón de arena. Ya le dije que había tenido un mal día, señor.
Refunfuñó y sacó su viejo y retorcido bastón de mago del compartimento de las armas. Después cogió su estola color carmesí y la dejó encima de la túnica.
—Hace demasiado calor para ponerme esto aquí. Ya me vestiré luego. —Alzó la vista, sus ojos de un azul pálido brillaron al echar un vistazo al aparcamiento.
Incliné la cabeza y con cierta inquietud le dije: —Vamos con retraso, ¿no deberíamos ir subiendo?
—Enseguida. Hay alguien interesado en hablar antes de que se cierre el círculo. —Apartó la mirada y me dijo en un susurro—: El Consejo de Veteranos.
Respiré hondo.
—¿Por qué quieren hablar con nosotros?
—Con nosotros no, contigo. Porque yo se lo he pedido, hombre. Todo el mundo está asustado. Si el Consejo de Veteranos decide que la votación sea abierta, puedes tener problemas. Por eso quiero que algunos tengan la oportunidad de conocerte antes de que decidan algo que te pueda perjudicar.
Ebenezar se apoyó contra su camioneta y cruzó los brazos sobre el estómago, bajó la cabeza y entornó los ojos, cerrándolos casi por completo. No dijo nada más. No mostró señal alguna de tensión. Desde su cuello de toro y sus fuertes hombros, a la firmeza de sus manos endurecidas por el trabajo, todo en él parecía reflejar tranquilidad. Sin embargo, la sentí, aquella tensión estaba en él, latente en alguna parte.
—¿Vas a dar la cara por mí, verdad? —le pregunté en voz baja.
Se encogió de hombros.
—Un poco, sí.
Sentí la furia arder en mi estómago y apreté los dientes, pero me esforcé para que no se me crispara la voz. Ebenezar había sido más que mi profesor.
Fue mi mentor cuando no tenía a quién recurrir. Me ayudó cuando muchos otros querían patearme aprovechando mi debilidad, o para ser más preciso, cuando querían decapitarme aprovechando mi debilidad. Le debía la vida en más de un sentido.
No podía perder los nervios, no estaría bien, daba igual lo dolido o cansado que me sintiera. Además, el viejo probablemente me daría una buena tunda. Así que logré reducir la agresividad de mi pregunta a un comedido: —¿Qué coño cree que está haciendo, señor? Ya no soy ningún aprendiz.
Puedo cuidar de mí mismo.
Se percató de mi enfado. Está claro que lo mío no es ocultar las emociones. Me miró y me dijo: —Intento ayudarte, chico.
—Ya tengo toda la ayuda que puedo soportar —le contesté—. Hay vampiros respirándome en la nuca, sapos que caen del cielo, me van a desahuciar de todas partes, llego tarde a la reunión del Consejo y no pienso quedarme aquí a lamerle el culo a unos miembros del Consejo de Veteranos para que cambien su voto.
Ebenezar tensó la mandíbula y golpeó su bastón contra el suelo para enfatizar sus palabras.
—Harry, esto no es ningún juego. Los centinelas y el merlín te la tienen jurada. Y van a mover ficha. Sin el apoyo del Consejo de Veteranos estás vendido, Hoss.
Negué con la cabeza y pensé en la mirada glacial de Mab.
—No creo que mi situación pueda empeorar mucho más. —Por supuesto que sí. Te pueden convertir en un chivo expiatorio.
—Puede que sí o puede que no. En cualquier caso no voy a empezar a hacerle la pelota ahora al Consejo, ya sea de veteranos o no veteranos.
—Harry, no estoy diciendo que te pongas de rodillas y supliques, pero si al menos…
Puse los ojos en blanco.
—¿Qué? ¿Qué les hiciera un par de favores? ¿Quieres que venda mi voto a uno de los dos bloques? Que los jodan, hablando en plata. Ya tengo suficientes problemas sin… —Me detuve en seco, y lo contemplé con desconfianza—. Jamás pensé que llegaría el día en que me aconsejases involucrarme en la política del Consejo. Ebenezar parecía sorprendido. —¿Qué?
—Sí. De hecho, la última vez que te oí hablar del Consejo dijiste que si esa panda de vagos redomados que se revuelcan en la miseria y solo dicen gilipolleces se convirtieran en almejas, tú estarías encantado.
—Yo no dije eso.
—Desde luego que sí.
El rostro de Ebenezar se puso rojo.
—Oye, deberías…
—Ni te molestes —lo interrumpí—. Venga, pégame de una vez o haz lo que tengas que hacer, pero te advierto que las amenazas ya no me afectan como antes.
Ebenezar resopló y volvió a golpear con su bastón el suelo de hormigón antes de dar media vuelta y alejarse unos cuantos pasos. Se quedó inmóvil un minuto, murmurando algo entre dientes, o al menos eso me pareció. Después, solo escuché una risa ahogada.
Lo miré desconcertado.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Y ahora de qué te ríes?
Ebenezar se dio la vuelta, señalando un espacio vacío en mitad de una fila y dijo: —Ahí lo tienes, ¿satisfecho?
No llegué a sentir ni el más ligero murmullo de energía, ni una brisa de magia. No sé qué velo utilizaron, pero desde luego estaba fuera de mí alcance.
En lo que respecta a la magia, yo no soy ningún genio. Tengo mis momentos de inspiración, pero en general salgo del paso infundiendo una gran energía en mis conjuros, tanta que a veces se desborda. En términos de magia, soy como un matón bastante cachas, pero poco sutil.
El velo era bueno, casi perfecto, totalmente silencioso. Yo no habría hecho nada igual en años. Cuando cayó, me quedé mudo de asombro al ver aparecer ante mí a dos personas cuya presencia no había detectado.
La primera era una mujer que superaba el uno ochenta de estatura.
Llevaba el pelo gris recogido en la nuca con una redecilla. Iba vestida para la ocasión con una túnica de seda negra, del mismo color que su piel, y una estola morada que hacía juego con las piedras que adornaban su cuello. Las cejas eran también oscuras, y mantenía una de ellas arqueada mientras miraba primero a Ebenezar y luego a mí, con expresión sería. Cuando habló, su voz sonó grave y profunda, como de contralto.
—¿«Vagos redomados que se revuelcan en la miseria»?
—Matty… —Comenzó Ebenezar, con la risa aún sazonando sus palabras—. Ya sabes cómo me pongo cuando hablo de los politiqueos del Consejo.
—No me vengas con «Matty…» Ebenezar McCoy —le espetó. Apartó la mirada de mi mentor y se fijó en mí—. Mago Dresden, su falta de respeto hacia el Consejo Blanco no me hace ninguna gracia.
Subí la barbilla y la miré de soslayo sin encontrarme con sus ojos. Es un truco difícil, pero se consigue si se tiene la motivación adecuada.
—Pues qué coincidencia porque a mí tampoco me hace gracia que me espíen.
Un destello iluminó los ojos de la mujer negra, pero Ebenezar nos interrumpió antes de que se caldearan los ánimos.
—Harry Dresden —dijo sin más—, esta es Martha Liberty.
Ella lo miró y luego apostilló crítica: —Es arrogante, Ebenezar. Peligroso.
La interrumpí.
—Como cualquier mago que se precie.
Martha prosiguió como si no me hubiera oído.
—Es obsesivo, irascible y está amargado.
Ebenezar salió en mi defensa.
—Y creo que razones no le faltan. De eso os habéis encargado tú y el resto del Consejo de Veteranos.
Martha negó con la cabeza.
—Ya sabes lo que estaba destinado a ser. Es demasiado arriesgado.
Chasqueé los dedos dos veces y me apunté al pecho con el pulgar.
—Un momento, señora. Ahí él tiene toda la razón.
Sus ojos se fijaron de nuevo en mí.
—Pero mírale, Ebenezar. Está hecho un desastre. Y no olvides toda la destrucción que provocó.
Ebenezar se acercó a Martha con dos pasos rápidos y enérgicos.
—Porque se enfrentó a la Corte Roja cuando iban a matar a una mujer.
No, Matty. Hoss no es el culpable de lo que está ocurriendo. Los culpables son ellos. He leído su informe. Alguien tenía que pararles los pies y él lo hizo.
Martha cruzó los brazos, fuertes y oscuros sobre el pecho.
—El merlín dice que…
—Ya sé lo que dice —masculló Ebenezar—. No necesito ni oírselo decir.
Y como de costumbre, una parte es cierta y otra no, pero él es un pusilánime, se mire por donde se mire.
Martha lo contempló con reprobación durante un largo y silencioso momento. Luego se fijó en mí y me preguntó: —¿Se acuerda usted de mí, señor Dresden?
Negué con la cabeza.
—Estuve encapuchado durante todo el juicio y me perdí la reunión que convocó el centinela Morgan hace un par de años. Me estaban sacando una bala de la cadera.
—Lo sé. Hoy es la primera vez que nos vemos las caras. —Se acercó a mí, moviendo su bastón fino de madera rojiza y oscura con el que golpeaba el suelo a cada paso. Me mantuve en mi sitio, firme, pero no buscó mis ojos. Se limitó a estudiar mis rasgos durante un momento y luego dijo en voz baja—: Tiene los ojos de su madre.
Un viejo dolor me sacudió las entrañas y lo único que conseguí decir con un hilo de voz fue: —No llegué a conocerla.
—Sí, lo sé. —Alzó una mano, pesada y ancha, y la pasó por encima de mi cabeza, de un lado a otro, como si quisiera peinarme sin tocarme el pelo.
Después me examinó con atención y sus ojos se detuvieron en mi mano vendada.
—Estás herido. Sufres mucho.
—No es para tanto. En un par de días se me habrá curado.
—No hablo de la mano, niño. —Cerró los ojos e inclinó la cabeza. Sus palabras sonaron pesadas y lentas, como si sus labios se negaran a moverse para dejarlas escapar—. Muy bien, Ebenezar. Te apoyaré.
Entonces se apartó de mí y volvió junto a la segunda persona con la que había aparecido. Casi me había olvidado de él, y al mirarlo ahora comprendí por qué. Todo en él emanaba calma. La sentía a su alrededor, era algo fácil de detectar aunque difícil de definir. Sus rasgos, su postura, todo su ser se fundía con un trasfondo dominado por aquella serenidad, paciente y silenciosa, como una piedra bajo el sol y la luna.
No era alto, mediría entre uno setenta y cinco y uno ochenta. Llevaba el pelo oscuro recogido en una larga trenza. El tiempo había marcado sus rasgos y su piel morena, cálida y desgastada, parecía cuero curtido bajo un sol escarlata.
Sus ojos, enmarcados en unas cejas plateadas, eran oscuros, inescrutables, intensos. Unas plumas de águila adornaban su trenza, un collar de trozos de hueso rodeaba su garganta y llevaba un brazalete de cuentas alrededor del antebrazo que sobresalía de su túnica negra. En su mano arrugada sostenía un bastón sencillo y liso.
—Mira —dijo Ebenezar—, te presento a Escucha el Viento. Pero a mí ese nombre siempre me ha parecido demasiado largo, hasta para un verdadero brujo de Illinois. Yo lo llamo Indio Joe.
—Ho… —Juro que mi intención no era hacer el famoso saludo indio de las películas, pero justo cuando iba a decir mi nombre sentí que algo me arañaba un pie y el sobresalto me impidió acabar la frase. Dejé escapar un grito y de un brinco me alejé de la bola de pelo que se movía a mi lado sin pararme a pensar qué podía ser. Como ya he dicho, llevaba un día bastante malo.
Tropecé con mi bastón y me caí. Giré para colocarme bocarriba, puse la cabeza entre las piernas, y saqué un pie para darle una patada a aquella cosa peluda que venía a por mí.
No tenía que haberme molestado. Una zarigüeya, bastante joven según parecía, me chillaba, mientras se sostenía en pie sobre las patas traseras. Su suave pelaje gris estaba de punta y revuelto, como si perteneciera a un animal mayor. La zarigüeya me lanzó una mirada de indignación, o al menos eso me pareció, con unos ojos que brillaban desde la máscara oscura que los rodeaba.
Luego corrió a los pies del Indio Joe y con gran agilidad escaló por su bastón de madera. Siguió subiendo por su brazo hasta instalarse en el hombro, sin dejar de chillar y bufar.
—Hum —conseguí decir—, soy Hoss, ¿qué tal?
La zarigüeya lanzó otro grito y el Indio Joe inclinó la cabeza a un lado y luego asintió.
—Bien. Pero Pequeño Hermano está enfadado contigo. Considera que alguien con tanta comida debería compartirla.
Fruncí el ceño y entonces recordé la barrita de chocolate medio comida que llevaba en el bolsillo.
—Oh, vale. —La saqué, la partí en dos y le ofrecí un trozo a la zarigüeya—. ¿Estamos en paz?
Pequeño Hermano emitió un gritito de complacencia y bajó como una exhalación por el brazo y el bastón del Indio Joe hasta mi mano. Cogió el dulce y se apartó unos metros para comérselo.
Cuando alcé la vista, el Indio Joe estaba junto a mí con la mano extendida.
—Pequeño Hermano te da las gracias. Le has caído bien. ¿Cómo estás, mago Dresden?
Le cogí la mano y me levanté.
—Gracias, Escucha el Viento.
Ebenezar me corrigió: —Indio Joe.
El Indio Joe me guiñó un ojo con semblante serio.
—Es evidente que este paleto ignorante no lee. Si lo hiciera, sabría que ya no me puede llamar así. Ahora soy el Nativo Americano Joe.
No estaba seguro de que fuera una broma, pero me reí. El Indio Joe asintió, sus ojos oscuros brillaban. Luego murmuró: —La que conociste como Tera West te manda saludos.
Lo miré perplejo.
El Indio Joe se volvió a Ebenezar y asintió, después caminó lentamente hasta donde estaba Martha.
Ebenezar dejó escapar un gruñido de satisfacción: —Genial. Bueno, ¿dónde está el ruso? No tenemos todo el día.
La expresión de Martha se hizo distante. El rostro del Indio Joe no cambió, pero volvió los ojos a la mujer que estaba junto a él. Nadie habló, y el silencio se hizo tan denso que resultaba difícil respirar.
El rostro de Ebenezar perdió color y de repente tuvo que apoyarse en su bastón.
—Simon —susurró—. ¡Oh no!
Me acerqué a Ebenezar.
—¿Qué ha pasado?
Martha movió la cabeza.
—Simon Pietrovich. Miembro del Consejo de Veteranos. Nuestro experto en vampiros. Lo mataron hace menos de dos días. Acabaron con todo el complejo de Arcángel. No hubo supervivientes, lo siento Ebenezar.
Ebenezar movió la cabeza lentamente. Su voz sonó bastante más débil de lo habitual.
—Estuve en su torre. Era una fortaleza. ¿Cómo consiguieron matarlo?
—Los centinelas dijeron que no estaban seguros, pero parecía como si alguien hubiese franqueado la entrada a los asesinos. Aunque ellos también pagaron un alto precio. Descubrieron los restos de al menos media docena de nobles de la Corte Roja. Muchos de ellos eran guerreros. Pero mataron a Simon y a los demás.
—¿Qué los dejaron pasar? —Ebenezar murmuró—. ¿Traición? Pero si eso fuera cierto, tendría que ser alguien que conociese bien la fortificación.
Martha me miró, y luego a Ebenezar. Algo se dijeron con aquella mirada, pero no pude entender qué.
—No —dijo Ebenezar—. Eso es de locos.
—De maestro a aprendiz. Eso es lo que dirán los centinelas.
—Eso es una gilipollez. El Consejo de Veteranos jamás lo aprobaría.
—Eben —dijo Martha dulcemente—. Joseph y yo somos los únicos votos que tienes ahora. Simon ya no está.
Ebenezar sacó un pañuelo del bolsillo de su mono y se lo pasó por la coronilla.
—¡Maldita sea! —murmuró—. Maldita mala suerte.
Miré a Ebenezar y luego a Martha.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué significa eso?
Y Martha me contestó: —Significa, mago Dresden, que el merlín y los otros miembros del Consejo van a presentar alegaciones contra ti. Te acusarán de provocar la guerra con la Corte Roja y te harán responsable de un considerable número de muertes. Y como Joseph y yo ya no contamos con el apoyo de Simon en el Consejo de Veteranos, no podremos evitar que el merlín celebre una votación abierta.
El Indio Joe asintió, sus dedos descansaban ausentes sobre el lomo de Pequeño Hermano.
—En el Consejo son muchos los que tienen miedo, Hoss Dresden. Tus enemigos aprovecharán esta oportunidad para atacarte. El temor hará que voten en tu contra.
Clavé los ojos en Ebenezar. Mi viejo mentor me miró largamente, en sus ojos distinguí un poso de incertidumbre.
—Estupendo —susurré—. Estoy en un buen lío.