27

Recuperé el conocimiento sobre el suelo de aquel oscuro bosque del Más Allá.

Mundo espiritual o no, sentí frío y comencé a tiritar de forma descontrolada.

Eso hacía que fingirme muerto resultara imposible, así que me senté y me dispuse a evaluar los daños.

No tenía magulladuras o fracturas nuevas, así que no me golpearon mientras estaba inconsciente. El destejido de Madre Invierno ya no estaba en mi bolsillo. Tampoco tenía mi bolsa, mi anillo, ni mi brazalete. Por supuesto, el bastón y la varita también habían desaparecido. Sin embargo, aún podía sentir el pentáculo de plata de mi madre contra el pecho, lo que me sorprendió bastante. Me dolía la mano que Mab me había atravesado con el puñetero abrecartas.

Aparte de eso, me sentía más o menos igual. Yupi.

Miré de reojo a mi alrededor y descubrí que en torno a mí había crecido un anillo de setas venenosas. No eran hongos descomunales con tentáculos, terribles colmillos ni nada de eso, pero me estremecí con un escalofrío. Alcé una mano y la acerqué hacia las setas, tímidamente, liberando al mismo tiempo mis sentidos de mago. Me di contra una pared. Es la mejor forma de describirlo.

Donde comenzaba el anillo, acababa mi habilidad para alcanzar, moverme, y percibir con mis sentidos sobrenaturales.

Atrapado. Requeteyupi.

Solo después de comprender mejor cuál era mi situación, decidí levantarme y enfrentarme a mis captores.

Había cinco, lo que me pareció bastante injusto. Reconocí a la primera en el acto, Aurora, la señora del Verano, vestida con lo que describiría como un traje de batalla, hecho con una especie de malla de plata tan fina y ligera como una tela. Lo llevaba ceñido, desde la garganta hasta las muñecas y tobillos, y brillaba con luz propia en la penumbra del bosque. En su cadera colgaba una espada y sobre su pálido pelo descansaba una guirnalda de hojas vivas. Fijó sus ojos verdes en mí, absolutamente maravillosa, mirándome con expresión triste y a la vez firme.

—Mago —dijo Aurora—. Lamento que tengamos que llegar a esto, pero has estado a punto de interferir. Una vez cumplido tu cometido, no puedo dejar que te sigas entrometiendo.

Hice una mueca de dolor y miré al ogro Grum, situado detrás de ella, enorme, silencioso y con la piel color escarlata, y luego al terrorífico unicornio que aparentemente guardaba el camino a la casa de Madre Invierno.

—¿Qué pretendes hacer conmigo?

—Matarte —dijo Aurora con voz amable—. Siento que sea así. Pero eres demasiado peligroso para seguir vivo.

La contemplé entornando los ojos.

—Ya, ¿y a qué esperas?

—Buena pregunta —dijo la cuarta persona presente, Lloyd Slate, el caballero del Invierno. Aún vestía los pantalones de cuero negro de motero, pero había añadido trocitos de malla y placas metálicas al conjunto. Llevaba una espada atada a la cadera, otra a la espalda y una pistola pesada en el cinturón. Su rostro demacrado y aquella expresión de furia tensa seguían allí también. Parecía nervioso y enfadado.

—Si fuera por mí, te habría degollado en cuanto Grum te dejó sin sentido.

—¿Por qué lo llamas Grum? —dije, mirando con desprecio al ogro—. Ya puedes deshacer el encantamiento, lord mariscal. No hay necesidad.

El rostro del ogro expresó sorpresa.

Observé con asco al oscuro unicornio y escupí: —Tú también, Korrick.

El ogro y el unicornio miraron a Aurora. La reina hada asintió sin apartar los ojos de mí. Entonces la silueta del ogro se difuminó y se retorció, para transformarse en la de Talos, el lord sidhe que conocí en el ático de Aurora, en el hotel Rothchild. Llevaba su pálido pelo recogido en una trenza de combate, y vestía una ajustada cota de malla de un metal negro y brillante que le daba un aspecto enjuto y letal.

Al mismo tiempo el unicornio comenzó a contorsionarse para resurgir como el corpulento Korrick. El centauro también iba vestido con una cota de malla y llevaba armas hechas por las hadas. Golpeó el suelo con una de sus pezuñas, pero no dijo nada.

Aurora caminó en círculo a mí alrededor, frunciendo el ceño: —¿Desde cuándo lo sabes, mago?

Me encogí de hombros.

—Desde hace poco. Comencé a verlo todo claro mientras regresaba de la casa de campo de Madre Invierno. Una vez supe por dónde empezar, no había más que sumar dos y dos.

—No tenemos tiempo para esto —dijo Slate y escupió a un lado.

—Si él lo ha descubierto, quizá lo sepan más —dijo Aurora, paciente—. Debemos saber si nos encontraremos con más oposición. Dime, mago. ¿Cómo ataste cabos?

—Que te den —le espeté.

Aurora se dirigió a la última persona del grupo y preguntó: —¿Se puede razonar con él?

Elaine se mantenía un tanto apartada de los demás, dándoles la espalda.

Mi bolsa estaba en el suelo, a sus pies, al igual que mi varita y mi bastón. Había añadido una capa verde esmeralda a su atuendo, consiguiendo de alguna manera que pareciera algo natural. Miró a Aurora y luego a mí. Y apartó los ojos rápidamente.

—Ya le has dicho que lo vas a matar. No cooperará.

Aurora negó con la cabeza.

—Más sacrificios. Siento presionarte así, mago.

Agitó una mano y una energía invisible me alzó la barbilla, obligándome a mirarla a unos ojos que centelleaban con ondas de colores. Sentí como la fuerza de su mente, su voluntad, superaba mis defensas, atravesándome. Perdí el equilibrio y me tambaleé, tuve que apoyarme indefenso contra la invisible solidez del círculo en el que me había encerrado para no caer. Intenté resistirme, pero era como empujar agua montaña arriba, no tenía nada a qué aferrarme, nada sobre lo que concentrarme. Entró en mí a través de los ojos, como una riada y lo único que podía hacer era sentarme y admirar los colorines.

—Bien —dijo, y su voz me pareció lo más tierno y dulce que había oído nunca—. ¿Qué sabes acerca de la muerte del caballero del Verano?

—Tú estuviste detrás de ello —me escuché decir con voz lenta y pastosa—. Ordenaste su muerte.

—¿Cómo?

—Lloyd Slate. Odia a Maeve. Lo reclutaste para que te ayudara. Elaine lo introdujo en el edificio de Reuel a través del Más Allá. Forcejearon. Por eso había sustancia gelatinosa en las escaleras, y agua en las mangas y perneras de Reuel, justo donde el fuego de Verano se encontró con el hielo de Invierno. Slate lo arrojó por las escaleras y le rompió el cuello.

—¿Y su manto de poder?

—Cambió de recipiente —mascullé—. Lo recuperaste y se lo diste a otra persona.

—¿A quién?

—A la mestiza —dije—. Lily. Le diste el manto y luego la convertiste en piedra. La estatua de tu jardín. Estaba justo frente a mí.

—Muy bien —dijo Aurora, y sentí el dulce halago por todo mi cuerpo.

Luché por recuperar mi autonomía, por escapar de la reluciente prisión de sus ojos verdes.

—¿Qué más?

—Contrastaste a la ghoul. La Tigresa. La enviaste contra mí antes siquiera de que Mab hablara conmigo.

—No conozco a esa ghoul. Te equivocas, mago. Yo no contrato a asesinos.

Continúa.

—Me tendiste una trampa antes de que fuera a hablar contigo.

—¿En qué sentido? —preguntó Aurora.

—Maeve debió de ordenar a Slate que matara a Elaine. Él le hizo creer que lo había intentado, sin conseguirlo, y Elaine le siguió el juego. Tú la ayudaste a fingir las heridas.

—¿Por qué hice eso?

—Para que me preocupara, para que estuviera angustiado y cuando hablara contigo no tuviera la presencia de ánimo de acorralarte con cuestiones.

Por eso me atacaste también, hablándome del monstruo en que me había convertido. Así me mantenías desequilibrado y evitabas que te hiciera las preguntas adecuadas.

—Sí —dijo Aurora—. ¿Y después qué?

—Decidiste quitarme de en medio. Enviaste a Talos, Elaine y Slate a matarme. Y creaste aquel ser en la sección de jardinería.

Slate dio un paso hacia mí.

—Vaya —dijo—. No parecía tan listo.

—Y sin embargo solo se ha servido de su poder de deducción. Además de lo que habrá descubierto gracias a las reinas y las madres. Pero consiguió unir las piezas él solo, nadie le dijo nada. —Ante aquel comentario, apartó los ojos de mí y los centró en Elaine. Yo intentó liberarme, pero no pude.

—Genial —dijo Slate—. Nadie se chivó. ¿Podemos matar ya al gran adivino?

Aurora alzó una mano hacia Slate y me preguntó: —¿Sabes cuál es mi próximo objetivo?

—Sabías que si aprisionabas en un hechizo el manto del caballero del Verano, Madre Invierno me proporcionaría un destejido para liberarlo y restaurar el equilibrio. Esperaste a que me lo diera. Ahora lo llevarás a la Mesa de Piedra, a la batalla. Utilizarás el destejido para liberar a Lily y la matarás sobre la Mesa después de la medianoche. El manto del caballero del Verano permanecerá para siempre en Invierno. Quieres destruir el equilibrio de poder en el reino de las hadas. No sé por qué.

Los ojos de Aurora relampaguearon peligrosamente. Apartó su vista de mí y sentí como si de repente me cayera por un tramo de escaleras hacia arriba.

Recuperé mis sentidos arrancando mi vista de sus ojos y centrándome en el suelo.

—¿Por qué? Debería ser evidente para ti, mago. Especialmente para ti. —Giró envuelta en un destello plateado de malla y caminó inquieta arriba y abajo—. Hay que romper el ciclo. Verano e Invierno persiguiéndose constantemente, hiriendo lo que una sana y sanando lo que la otra hiere.

Nuestra guerra, nuestro combate sin sentido, tiene lugar por la única razón de que siempre ha sido así, y los mortales atrapados entre nosotras, aplastados por la lucha, son como rehenes, como juguetes. —Cogió aire temblando de rabia—. Debe acabar. Y acabará.

Rechiné los dientes, estaba temblando.

—¿Y lo harás sumiendo al mundo natural en el caos?

—Yo no inventé las reglas —dijo Aurora entre dientes. La observé de reojo por un instante y pude ver sus ojos, después deslicé la mirada por el resto de sus facciones. Me obligué a apartar la vista justo a tiempo. Ella seguía hablando con voz baja e impasible—. Lo detesto. Detesto todo lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí, pero debería haberse hecho hace mucho, mago. El retraso es igualmente letal. ¿Cuántos han muerto o se han vuelto locos por las torturas de Maeve y los que son como ella? Tú mismo las has sufrido, te han maltratado, casi te esclavizan. Hago lo que debe hacerse.

Tragué saliva y dije: —Dañas y pones en peligro a los mortales para ayudarlos. Eso no tiene sentido.

—Quizá —dijo Aurora—, pero es el único modo. —Me miró cara a cara y preguntó con frialdad—: ¿Sabe el Consejo Blanco lo que has descubierto?

—Que te den, hada pirada.

Slate ahogó una carcajada disimulándola bajo una tos. Yo sentí más que vi la repentina oleada de ira de Aurora, azuzada por el caballero del Invierno, pero dirigida a mí. Se iluminó de repente con un haz de luz y sentí como el lado de mi cuerpo que estaba más cerca de ella se calentaba. El vello del brazo se me puso de punta. Su voz atronó caliente, violenta y enérgica: —¿Qué has dicho, imbécil?

—No lo saben —dijo Elaine algo tensa. Se interpuso entre Aurora y yo, dándome la espalda—. Me lo dijo antes de ir a ver a las madres. El Consejo desconoce la gravedad de lo que ocurre. Cuando se enteren, ya será demasiado tarde para que hagan nada.

—Genial —dijo Slate—. Es el único cabo suelto entonces. Mátalo y sigamos adelante.

—Joder, Slate —dije—. Utiliza el coco, tío. ¿Qué crees que vas a sacar tú de todo esto?

Slate me dedicó una fría sonrisa.

—El poder del viejo cabrón de Reuel, para empezar. Seré el doble de caballero que ahora y saldaré cuentas con una putita llamada Maeve. —Se relamió—. Después, Aurora y yo decidiremos qué hacer.

Solté una violenta y sonora risotada.

—Espero que eso lo tengas por escrito, palurdo. ¿De verdad crees que dejará que un hombre, y encima mortal, tenga tanto poder sobre ella? —Los ojos de Slate perdieron confianza y seguí presionando—. Piensa un poco. ¿De verdad te lo ha dicho a las claras, sin trucos ni rodeos, o simplemente te lo ha insinuado?

Vi como la sospecha se afianzaba en su mirada, pero Aurora puso una mano sobre su hombro. Los ojos de Slate se nublaron un poco ante su contacto y luego los cerró.

—Tranquilo, mi caballero —murmuró la señora del Verano—. El mago es un embaucador y está desesperado. Diría lo que fuera con tal de salvarse.

Nada ha cambiado entre nosotros.

Apreté los dientes ante aquellas palabras vacías, pero Aurora conocía el punto débil de Slate, hiera cual fuese. Quizá todo aquel tiempo pasado con Maeve le había ablandado, puede que las drogas y los placeres que le proporcionó le hicieran ahora más sugestionable. Quizás Aurora había encontrado una brecha en su psicología. En cualquier caso ya no me iba a escuchar.

Miré alrededor, pero Korrick y Talos me ignoraron. Aurora seguía susurrándole a Slate. Eso me dejaba una única opción, y solo con pensarlo sentía como si me clavaran tornillos en el pecho.

—Elaine —dije—. Es una locura. ¿Por qué lo haces?

No me miró.

—Supervivencia, Harry. Prometí ayudar a Aurora o darle mi vida a cambio de todos los años de protección. Cuando hice la promesa no sabía que tú estarías involucrado. —Guardó silencio durante un momento, después tragó saliva antes de decir, esforzándose por alzar la voz—: No lo sabía.

—Si no detenemos a Aurora, alguien saldrá herido.

—Hay heridos todos los días —contestó Elaine—. ¿Si lo analizas a fondo, acaso importa de quién se trate? ¿Cómo? ¿O por qué?

—Va a morir mucha gente, Elaine.

Eso le llegó, alzó la mirada hacia mí, la ira luchaba por enjugar las lágrimas que asomaban a sus ojos grises.

—Mejor ellos que yo.

La miré de frente, cara a cara.

—¿Y mejor yo que tú, verdad?

Apartó la mirada primero y se volvió a Aurora y Slate.

—Eso parece.

Me crucé de brazos y apoyé la espalda contra mi celda de setas venenosas. Consideré mis opciones, pero eran muy limitadas. Si Aurora me quería muerto, conseguiría su objetivo con bastante facilidad, y a no ser que de repente llegara la caballería por las colinas, no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo.

Llamadme pesimista, pero mi vida está marcada por una notable ausencia de caballería. Jaque mate.

Lo que me dejaba una única salida. Cerré los ojos por un momento, y comencé a buscar en mi interior, a reunir la magia, la fuerza vital que había dentro de mí. Cualquier mago tiene una reserva de poder inherente a él, una energía que surge de su interior y no de aquello que lo rodea. El círculo de Aurora podía impedir que absorbiera la magia del ambiente para dar fuerza a mi hechizo, pero no podía evitar que usara mi propia energía.

Claro que, una vez gastada, me quedaría sin fuerza para respirar, mi corazón dejaría de latir, y mi cerebro de funcionar. Pero bueno, por eso lo llaman hechizo de muerte, ¿no?

Un momento después abrí los ojos y vi que Aurora se había apartado de Slate. El caballero del Invierno me miraba fijamente y sus ojos vacíos de razón resultaban aterradores. A continuación desenvainó la espada.

—Esto es muy desagradable —dijo Aurora—. Adiós, señor Dresden.