28

Me encaré con Slate. Pensé que ya que me iba a clavar una de sus espadas, lo mejor era ofrecerle un buen blanco para que la muerte fuera rápida. No tenía sentido prolongar aquello. Pero la mirada se me fue detrás de Aurora, mientras me preparaba para liberar el escaso poder que había logrado reunir.

—Lo siento, mago —dijo Aurora.

—Y más que lo vas a sentir —murmuré.

Slate desenvainó su acero, una espada oriental carente de la clase suficiente para ser una catana, y se puso en posición de ataque. La hoja brillaba y parecía muy, muy afilada.

Elaine agarró a Slate por la muñeca y dijo: —Espera.

Aurora miró a Elaine con enfado y desconcierto: —¿Qué estás haciendo?

—Protegerte —dijo Elaine—. Si dejas que Slate lo mate, romperá el círculo que rodea a Dresden.

Aurora miró a Elaine, luego a mí, y de nuevo a Elaine.

—¿Y?

—¡Elaine! —grité.

Me miró con ojos inexpresivos.

—Y estarás indefensa ante su hechizo de muerte. Te arrastrará con él. O te hará desear que lo hubiera hecho.

Aurora alzó la barbilla.

—No es tan fuerte.

—No estés tan segura —dijo Elaine—. Es el mago más fuerte que conozco. Lo bastante como para poner nervioso al Consejo Blanco. ¿Por qué arriesgarse, estando ya tan cerca del final?

—Traicionera hija de puta —dije—. Ojalá te pudras en el Infierno, Elaine.

Aurora me miró con el ceño fruncido y luego hizo un gesto a Slate. Este bajó la espada y la envainó.

—Pero es demasiado peligroso para dejarlo con vida.

—Sí —admitió Elaine.

—¿Qué sugieres?

—Estamos en el Más Allá —dijo Elaine—. Prepara su muerte y márchate.

Cuando vuelvas al mundo mortal, él ya no podrá alcanzarte. Deja que utilice su hechizo de muerte contra Mab, si así lo quiere, o contra su madrastra. Pero no contra ti.

—Pero cuando me marche, mi poder se irá conmigo. Ya no estará atrapado en el círculo. ¿Qué hago entonces?

Elaine me miró con indiferencia.

—Ahógalo —dijo por fin—. Invoca agua y deja que la tierra se lo trague.

Yo impediré que se mueva con uno de mis hechizos. La magia mortal durará aunque yo ya no esté aquí.

Aurora asintió.

—¿Podrás retenerlo?

—Conozco sus defensas —respondió Elaine—. Lo contendré el tiempo necesario.

Aurora me miró en silencio durante un momento.

—Cuánta ira —dijo—. Muy bien Elaine. Hazlo.

No tardó mucho. Elaine siempre fue más hábil que yo, más sutil.

Murmuró algo en el idioma que había elegido para su magia, una variante del egipcio antiguo, añadió un giro de muñeca, unas ondas con los dedos, y sentí su hechizo a mí alrededor como un chaleco de fuerza de cuerpo entero que me paralizaba desde la barbilla a los pies, envolviéndome en una energía silenciosa e invisible. Se ciñó a mi ropa, aplastándola y dificultando que respirara hondo.

Al mismo tiempo, Aurora cerró los ojos y extendió las manos. Después abrió las palmas y las alzó lentamente. Desde el interior del círculo, no pude sentir lo que estaba haciendo, pero mis ojos y mis oídos seguían funcionando.

La tierra burbujeó y noté un repentino olor a huevos podridos. Sentí como el suelo bajo mis pies se movía y se hundía, y luego un súbito glup, glup de agua que comenzaba a cubrir la tierra bajo mis pies. El terreno tardó unos cinco segundos en ablandarse tanto que me encontré hundido en el cálido barro hasta los tobillos. Joder.

—El tiempo mortal se acaba —dijo Aurora, abriendo los ojos—. El día va a terminar. Vamos.

Me echó un último vistazo y se desvaneció en la niebla. Slate la siguió de cerca y Talos a unos pasos, delgado y peligroso con su armadura oscura.

Korrick, el centauro, me dedicó un gesto de desprecio y un resoplido de satisfacción antes de coger una larga y pesada lanza con su enorme puño y seguir a la señora del Verano, golpeando el terreno con paso decidido.

Solo quedaba Elaine. Avanzó hacia mí hasta que estuvo tan cerca que casi podía tocarme. Delgada y hermosa, me miró con calma mientras sacaba una goma de un bolsillo del vaquero y se hacía una coleta.

—¿Por qué, Elaine? —pregunté. Luchaba denodadamente por librarme del hechizo, pero era más fuerte que yo—. ¿Por qué coño la detuviste?

—Eres idiota, Harry —contestó—. Un bobo melodramático. Siempre lo has sido.

Seguí hundiéndome en el lodo, ahora estaba a su misma altura.

—La podía haber vencido.

—Y también podías lanzar el hechizo contra mí. —Miró por encima del hombro. Aurora se había detenido, no era más que una difusa silueta en la niebla y la estaba esperando.

La tierra encharcada me seguía tragando y tuve que alzar la vista para mirar la suave piel bajo su barbilla. Ella me miró y dijo: —Adiós, Harry. —Dio media vuelta y fue al encuentro de Aurora. Pero enseguida se detuvo, y con una pierna flexionada se giró lo suficiente para que pudiera ver su perfil. Dijo en el mismo tono inexpresivo—: Como en los viejos tiempos.

Después, me dejó allí para que muriera.

Es difícil no ponerse histérico en una situación semejante. Es decir, he estado en peligro antes, pero no en esta especie de carrera contra reloj. El problema al que me enfrentaba era sencillo, firme e ineludible. El suelo seguía cediendo y yo me hundía cada vez más en el fango. Bueno, la gente paga dinero para darse baños de barro, pero si no encontraba la forma de escapar, y el lodo ya me llegaba por los muslos, este baño en particular iba a ser letal.

Cerré los ojos e intenté concentrarme. Conseguí tocar el tejido del hechizo con el que Elaine me tenía preso y empujé con la intención de desgarrarlo. Pero no tenía suficiente fuerza. En cuanto el círculo de Aurora se desvaneciera, podría conseguir algo más de potencia, pero me estaba quedando sin tiempo… y aun así, la fuerza bruta no era la solución. Si me limitaba a golpear el hechizo de forma aleatoria, sería como escapar de unos grilletes utilizando dinamita. Destrozaría el hechizo y a mí mismo.

Aun así, esa opción parecía mi única esperanza. Intenté aguantar, mantener la calma y centrarme, esperando a que el círculo de Aurora desapareciera. Y entonces me entró la risa tonta. No me preguntéis por qué, pero bajo la presión del momento, aquello me pareció gracioso. Intenté contenerme, pero me carcajeé y reí mientras el cálido barro comenzaba a subir por la cadera, el estómago y el pecho.

—Como en los viejos tiempos —dije, apretando los dientes—. Sí, igualito que en los viejos tiempos, Elaine. Arpía traicionera desagradecida…

Y entonces lo vi claro. Como en los viejos tiempos.

—… Tramposa, retorcida listilla. Si esto funciona, te compraré un poni.

Combiné la indiferencia de sus palabras con su gélida actitud. Esa no era la Elaine que yo recordaba. Supongo que podría matarme en un ataque de rabia, envenenarme por celos, o poner una bomba en mi coche a causa de algún oscuro y testarudo resentimiento. Pero jamás lo haría así, sin sentir nada.

El barro me cubría ya el pecho y el círculo de Aurora seguía allí. Mi corazón palpitaba desbocado, pero luché por mantener la calma. Comencé a hiperventilar. Seguramente necesitaría cada segundo que pudiese conseguir. El barro me llegaba ya al cuello y superó mi barbilla. Ya no podía resistir más.

Cogí una buena bocanada de aire justo antes de que el lodo me tapara la nariz.

Luego la oscuridad presionó contra mis ojos y quedé flotando en un calor denso y pegajoso, con el único sonido de mi corazón palpitando en mis oídos. Esperé y me empezaron a arder los pulmones. Esperé, sin moverme, el fuego se extendía ya por mi pecho. Me mantuve tan relajado como pude y conté mis latidos.

En algún momento entre setenta y cuatro y setenta y cinco, el círculo de Aurora se desvaneció. Busqué energía, la reuní y le di forma en mi cabeza. No quería precipitarme, aunque era difícil no hacerlo. Me tomé todo el tiempo que pude, sin perder el control, antes de volver a tocar el tejido del hechizo de Elaine.

Tenía razón. Era el mismo amarre que había usado cuando éramos niños, cuando me inmovilizó mientras mi antiguo maestro, Justin DuMorne, se preparaba para esclavizarme. Descubrí cómo vencer aquel amarre siendo un chaval porque Elaine y yo compartíamos la misma impaciencia en cuanto a nuestros estudios de magia. Además de los deberes de clase, también teníamos que seguir una rutina de conjuros y disciplinas mentales. Algunas noches hacíamos los deberes hasta la hora de la cena, y luego nos lanzábamos sobre los asuntos mágicos, trabajando en conjuros y fórmulas hasta que nos dolían los ojos y nos daban las tantas de la madrugada.

Hacia el final, todo aquello se me hizo muy cuesta arriba, cuando lo único que me interesaba era ir a la cama y hacer cosas mucho menos escolares y mucho más hormonales, hasta que otras partes del cuerpo también dolían. Ejem.

En esos casos, nos repartíamos las tareas. Uno trabajaba en el conjuro mientras el otro hacía los deberes, luego lo copiábamos todo y directos a… la cama.

Fui yo quién inventó este amarre. Y era una birria.

Era una birria porque no tenía flexibilidad, sutileza ni clase. Era como un coco de aire endurecido alrededor del objetivo que quedaba atrapado en su interior, punto. Fin de la historia. Como adolescentes, a los dos nos pareció increíblemente efectivo y sencillo. Como hombre desesperado a punto de morir, me di cuenta de que era un conjuro quebradizo, como un diamante, que a pesar de ser la sustancia más dura sobre la tierra, se pudiera romper fácilmente con solo golpearlo en el ángulo adecuado.

Ahora que sabía lo que estaba haciendo, encontré el centro del hechizo justo donde lo localicé años atrás, con los hilos de energía atados en la parte de atrás, igual que un lazo de Navidad. Allí, en el barro y la oscuridad, me centré en el punto más débil del hechizo, reuní mi voluntad y murmuré, con la boca cerrada: —Piticlínpiticlán. —Aunque me salió algo así como «Fumhfummfan», pero eso en la práctica daba igual. Veía el hechizo con claridad en mi cabeza. Una chispa de energía arañó el amarre y sentí como se aflojaba.

El corazón se aceleró de la emoción y volví a tocar el hechizo. Al tercer intento, el amarre se deshizo, y pude flexionar brazos y piernas, libres por fin de ataduras.

Lo había conseguido. Me había liberado.

Aunque estaba casi ahogado en aquellas arenas movedizas.

El tiempo seguía corriendo en mi contra y comencé a marearme mientras mis pulmones luchaban contra mi voluntad por liberar el escaso aire que contenían y aspirar una buena bocanada del cálido y purificador barro. Busqué más energía, la reuní, y esperé no haberme dado la vuelta sin querer. Empujé las manos hacia los pies justo cuando mis pulmones me obligaron a exhalar y grité: —¡Forzare!

Una fuerza pura me golpeó los pies, hiriéndome una pierna al pasar. A pesar de la magia, uno nunca puede obviar las leyes de la física y mi acción de ejercer fuerza contra la tierra tuvo una respuesta similar en sentido contrario. La tierra me empujó hacia fuera y salí despedido, volando en una nube de barro y agua. Vi la niebla de refilón, el monótono suelo, luego un árbol y después sentí un terrible impacto.

Solo cuando por fin conseguí escupir el barro que me llenaba la boca y volví a llenar los pulmones de aire, tuve la presencia de ánimo de limpiarme los ojos y echar un vistazo. Me encontraba a seis metros del suelo, colgando de las ramas de uno de aquellos árboles esqueléticos. Veía mis brazos y piernas suspendidos debajo de mí, y los vaqueros me apretaban en la cintura. Intenté averiguar cómo me había quedado enganchado así, pero fue imposible. Pude alcanzar con una mano y un pie ramas diferentes, pero solo conseguí balancearme, no soltarme.

—Vences a una reina hada —dije entre jadeos—. Sobrevives a tu propia ejecución. Te libras de una muerte segura. Y te quedas colgado de un puñetero árbol. —Lo intenté una vez más, pero sin éxito. Una bota cubierta de barro cayó al suelo con un sonoro plop—. Dios, espero que no me vea nadie así.

Un sonido de pisadas se acercó en la niebla.

Me froté la ceja derecha con la palma de la mano. Hay días que es mejor no levantarse de la cama.

Crucé los brazos y los apreté contra el pecho cuando una figura alta y envuelta en una capa emergió de la niebla a mis pies. El oscuro ropaje se arremolinaba en torno a la figura que escondía su rostro bajo una gran capucha y sostenía con una mano enguantada un bastón de madera.

El guardián de la puerta miró hacia arriba y se quedó inmóvil por un momento. Después alzó su otra mano hacia la capucha y escuché un sonido apagado, ahogado.

—Hola —dije. El rey de las ocurrencias, ese soy yo.

Me pareció que el guardián de la puerta intentaba ahogar una enorme carcajada cuando respondió: —Saludos, mago Dresden. ¿Interrumpo algo?

La otra bota se escurrió y cayó también al suelo. Contemplé mis calcetines colganderos y manchados de barro con los labios fruncidos.

—Nada importante.

—Me alegro —dijo. Dio unos pasos mientras me observaba y luego dijo—: Hay una rama rota enganchada en tu cinturón. Pon el pie derecho sobre la rama de abajo, la mano izquierda en la de arriba y luego desabróchate el cinturón. Deberías bajar sin problemas.

Hice lo que me indicó y descendí del árbol, todo cubierto de barro.

—Gracias —dije, aunque pensé que le habría estado mucho más agradecido si se hubiese presentado cinco minutos antes—. ¿Qué haces por aquí?

—Buscarte —me contestó.

—¿Has estado observando?

Negó con la cabeza.

—Más bien escuchando. Pero te he seguido de cerca. Y las cosas están empeorando en Chicago.

—Estrellas y piedras —murmuré y recogí mis botas—. No tengo tiempo para charlar.

El guardián de la puerta posó una de sus manos enguantadas sobre mi brazo.

—Te equivocas —dijo—. Mi visión es limitada, pero sé que has cumplido tu compromiso con la reina del Invierno. Respetará su parte del trato, permitirnos el paso por su territorio. En lo que respecta al Consejo, con eso basta. Estás a salvo.

Dudé.

—Mago Dresden, ya no tienes que seguir con este asunto. Puedes desentenderte de todo, ahora mismo. Has pasado la Prueba.

A una parte de mí, la dolorida, cansada, medio asfixiada y cubierta de barro le gustó la idea. Se acabó. Te vas a casa. Te das otra ducha. Un buen plato de comida caliente. Y a dormir.

Total, aquello era imposible. Mago o no, yo no era más que un fulano cansado, magullado y desecho. Las hadas tenían demasiado poder, conocían demasiados trucos para enfrentarme a ellas en un buen día y no digamos en un momento como aquel. Ahora sabía lo que se proponía Aurora, y, joder, se estaba preparando para cargar contra el corazón del campo de batalla. Un campo de batalla al que, por otra parte, no tenía ni idea de cómo llegar, y donde no creo que lograra sobrevivir si lo encontraba. La Mesa de Piedra había permanecido oculta en algún extraño recoveco del Más Allá y era algo completamente nuevo para mí. No sabía cómo dar con ella.

Imposible. Doloroso. Demasiado peligroso. Podía volver a casa, dormir un poco, y desear que la próxima vez que me viera en las mismas, la cosa saliera mejor.

Me vino a la mente el rostro de Meryl, feo, cansado y decidido. También vi la estatua de Lily. Y a Elaine, atrapada en una difícil situación, pero luchando a su manera a pesar de que todo lo tenía en contra. Cogí el destejido de Madre Invierno con el único deseo de usarlo en mi propio interés, para ayudar a Susan. Ahora su uso iba a ser muy distinto, y a pesar de que ansiaba olvidarlo todo e irme a casa, si lo hacía, tendría parte de responsabilidad en lo que se hiciera con él.

Negué con la cabeza y miré a mi alrededor hasta que vi la bolsa, las joyas, el bastón y la varita tirados en el suelo a varios metros del lodazal que Aurora había creado. Lo recogí todo.

—No —dije—. Esto no ha terminado.

—¿No? —preguntó el guardián de la puerta sorprendido—. ¿Por qué no?

—Porque soy un idiota —suspiré—. Y hay gente en peligro.

—Mago, nadie espera que detengas una guerra entre las cortes sidhe. El Consejo nunca asignaría semejante misión a una sola persona.

—Que les den a las cortes sidhe —dije—. Y que le den al Consejo también. Hay personas que conozco en peligro, y en parte es por mi culpa. Me quedo.

—¿Estás seguro? —dijo el guardián de la puerta—. ¿No prefieres dejarlo todo ahora?

Estaba teniendo problemas para cerrar el brazalete con los dedos cubiertos de barro reseco.

—No.

El guardián de la puerta me contempló en silencio durante un momento y luego dijo: —Entonces no votaré contra ti.

Sentí un ligero escalofrío.

—¿Si no lo habrías hecho?

—Si te hubieses marchado te habría matado yo mismo.

Lo miré sorprendido por un momento y luego pregunté: —¿Por qué?

Su voz sonó suave y firme, aunque amable.

—Porque votar contra ti habría tenido el mismo efecto. Y soy partidario de asumir las responsabilidades al completo en lugar de esconderme tras el protocolo del Consejo.

Abroché el brazalete y me puse las botas.

—Pues gracias por no matarme, entonces. Ahora si me perdonas, tengo que irme.

—Sí —dijo el guardián de la puerta. Extendió la mano y me ofreció la bolsita de terciopelo que sostenía—. Llévate esto. Quizá te sea útil.

Lo miré extrañado y cogí la bolsita. Dentro había un tarro lleno de una especie de gel marrón y un fragmento de piedra de color gris con un hermoso hilo plateado.

—¿Qué es esto?

—Un ungüento para los ojos —dijo. Su voz era ahora más seca—. Resulta menos inquietante que utilizar la Vista para distinguir qué se esconde tras los velos y los hechizos de las sidhe.

Alcé las cejas. Trocitos de barro marrón se me metieron en los ojos y me obligaron a pestañear.

—Vale, ¿y la piedra?

—Es un pedazo de la Mesa de Piedra —dijo—. Te mostrará el camino para llegar hasta ella.

Pestañeé un poco más, esta vez de sorpresa.

—¿Me estás ayudando?

—De ser así, estaría interfiriendo en la prueba —me corrigió—. Por lo que respecta a todos los demás, solo me preocupo de que la prueba prosiga hasta su conclusión.

Fruncí el ceño.

—Si solo me hubieses dado la piedra, quizá —dije—. Pero el ungüento es otra cosa. Estás interfiriendo. El Consejo se va a cabrear.

El guardián de la puerta suspiró.

—Mago Dresden, te voy a decir algo que no he dicho nunca antes y no pienso volver a repetir. —Se inclinó hacia mí y pude ver las sombras de sus rasgos, angulosos y difusos dentro de la capucha. Un ojo oscuro brilló con ironía al ofrecerme su mano y susurrar—: Lo que el Consejo no sabe, no puede hacerle daño.

Me sorprendí a mi mismo sonriendo. Estreché su mano.

Asintió.

—Rápido. El Consejo no se inmiscuye en los asuntos internos de las sidhe, pero haremos lo que podamos. —Extendió su bastón y dibujó un círculo en el aire con él. Con apenas una débil turbulencia, abrió el tejido entre el Más Allá y el mundo mortal, como si su bastón hubiese trazado un círculo de Chicago al que saltar, y justo en mi calle, para ser exactos—. Que la suerte y Alá te acompañen.

Asentí animado. Después di media vuelta y franqueé el portal, pasando de aquella oscura zona pantanosa del reino de las hadas al lugar donde suelo aparcar el coche frente a casa. El aire caliente del verano me golpeó en la cara, tenso, tórrido y crepitante. La lluvia caía con fuerza y el pavimento retumbaba con cada trueno. El sol se estaba poniendo, cediendo terreno a la oscuridad.

Ignoré todo aquello y caminé hacia mi apartamento. El barro, sustancia del Más Allá, se convirtió en un moco viscoso que comenzó a evaporarse al momento, ayudado por la potente y purificadora lluvia.

Tenía que hacer varias llamadas y quería ponerme ropa limpia. Mi sentido de la moda es bastante limitado, pero aun así tuve que hacerme la pregunta: ¿Qué se pone uno para ir a la guerra?