20

—¡Murphy! —grité—. ¡Sal de aquí!

El monstruo planta… no, un momento. No puedo referirme a aquella cosa como «monstruo planta». Podría resultar cómico. Es difícil improvisar un nombre chulo para un monstruo en semejante momento, pero utilicé uno que le oí a Bob en cierta ocasión.

El clorofobio me elevó y me zarandeó como si fuera una maraca. Me concentré en el brazalete escudo y encaucé mi voluntad, espoleada por el pánico, hacia él. Sentí un cosquilleo en la piel cuando se formó el escudo a mi alrededor adoptando la forma de una esfera. Y qué a tiempo, porque acto seguido el clorofobio me arrojó contra uno de los postes de la valla. Sin el escudo, me habría roto la espalda. Choqué contra el poste sintiendo como la energía del escudo se tensaba en torno a mí, distribuyendo la fuerza del golpe por todo mi cuerpo en lugar de dejar que se concentrase únicamente sobre el punto de impacto. El escudo transformó una parte de la energía cinética de la colisión en luz y calor, mientras el resto la sentí como una presión brusca. El resultado fue que me pareció estar dentro de un traje elástico, sobrecalentado y tres tallas menor. Me quedé sin aire en los pulmones y me vi envuelto en un fogonazo de luz blanquiazul.

Después, simplemente caí contra el hormigón. El escudo liberó un destello más débil cuando golpeé el suelo. Me levanté y comencé a correr, huyendo del clorofobio, pero este me siguió, apartando con su brazo enramado una repisa llena de tomateras. Corrí hacia la valla, al otro extremo de la sección, pero el enorme puño del clorofobio me alcanzó de nuevo.

Alcé mi escudo para protegerme, pero el impacto me lanzó a varios metros de distancia a lo largo de la alambrada, haciéndome chocar contra un juego de estantes de acero que sostenían cientos de bolsas de veinte kilos de mantillo, tierra y fertilizante. Permanecí allí tirado y confuso durante un segundo, mirando una pancarta desplegada sobre el pasillo vacío que decía con enormes letras rojas: «Herbicida a solo 2,99». Me agarré a la pancarta y me levanté a tiempo de esquivar otro nuevo puñetazo del clorofobio dirigido a mi cabeza.

En lugar de alcanzarme, destrozó las repisas produciendo un crujido de metal retorcido. La criatura gritó de dolor mientras a su alrededor se formaba una humareda abrasadora. El clorobofio apartó el puño y volvió a chillar mientras sus ojos brillaban con intensidad, llenos de furia.

—Acero —murmuré—. Así que eres otra de esas criaturas de la familia de las hadas. —Alcé la vista hacia los enormes estantes mientras corría junto a ellos, y unos segundos después escuché como el clorofobio se daba la vuelta y retomaba la persecución. Mientras corría, concentré algo de energía y dejé que el escudo físico cayera, con lo que ya solo estaba protegido contra la niebla mental. Iba a necesitar toda la fuerza que pudiera reunir si pretendía que mi improvisado y desesperado plan tuviera éxito. Si no funcionaba, el escudo tampoco me protegería durante mucho más tiempo. Antes o después, el clorofobio acabaría resquebrajando mis defensas y convirtiéndome en abono.

Le llevaba algo de ventaja, pero comenzó a recuperar terreno y lo tenía cada vez más cerca. Cuando llegué al final de la fila, al final de los estantes de acero, me di la vuelta para enfrentarme a él.

Madre mía, aquella cosa era enorme. Más que Grum. Podía ver a través de él en algunas zonas, donde las ramas retorcidas, las hojas y la tierra no formaban una masa muy densa, pero eso no le restaba fuerza ni peligrosidad.

Si aquello no funcionaba, no iba a vivir para lamentarlo.

La magia, en general, requiere bastante tiempo porque tienes que dibujar círculos, reunir energía y alinear fuerzas. La magia rápida y chapucera, la evocación, procede directamente de la voluntad del mago que la libera sin ejercer apenas control sobre su potencia o dirección. Es difícil y peligrosa. A mí se me da fatal. Solo conozco un par de evocaciones que puedo hacer con relativa seguridad, y aun así necesito un foco, como un brazalete escudo o una varita, para controlarlas como Dios manda.

Sin embargo, las burradas a la desesperada que solo requieren mucha energía y poca maña se me dan bastante mejor.

Alcé los brazos y una súbita bocanada de aire revolvió la niebla. Las pisadas del clorofobio resonaban cada vez más cerca. Cerré los ojos y liberé más energía buscando el viento.

Vento —murmuré, sintiendo como se agitaban las energías. El clorofobio volvió a bramar, haciéndome estremecer de miedo. El viento ganó intensidad—. ¡Vento! ¡Vento, ventas servitas!

Energía y magia salieron de mis brazos extendidos y restallaron como un látigo en la noche. El viento aumentó con un súbito rugido, y un estridente ciclón que nació como un remolino ante mis ojos y se dirigió después hacia los pesados estantes de metal.

A solo unos metros el clorofobio volvió a gritar, medio asfixiado en el vendaval que yo había creado.

Las enormes y pesadas repisas que sostenían toneladas de materiales chirriaron en protesta y luego cayeron sobre el clorofobio con un estrépito ensordecedor que me perforó los tímpanos e hizo retumbar el suelo de hormigón.

El clorofobio era fuerte, pero no tanto. Se derrumbó como un arbusto envestido por un buldózer, y chilló mientras los estantes de acero lo aplastaban y lo quemaban, perforándolo. Un humo verduzco se alzó de aquel amasijo y el clorofobio siguió gritando y revolviéndose bajo las repisas, haciendo que estas también se movieran y agitaran.

Tras el esfuerzo del conjuro, me sentí de repente exhausto y miré con ira los estantes caídos.

—Tocado —dije, intentando recuperar el aliento—, pero no hundido. Mierda. —Observé las repisas durante un momento y decidí que seguramente mantendrían ocupado al clorofobio unos minutos más. Sacudí la cabeza y me dirigí hacia la puerta por la que entré. Esperaba que Grum no hubiera retorcido el pestillo tanto como para no dejarme salir.

Pero sí lo había hecho. Ahora el cerrojo no era más que un amasijo de metal con afilados surcos, semejantes a una tenaza para cortar alambre. Nota mental: las garras de Grum están hechas a prueba de acero. Miré hacia arriba y decidí arriesgarme a escalar la valla y después pasar por encima del alambre de espino.

Estaba trepando, a medio camino de la parte superior cuando Murphy salió de la niebla en el otro lado, apuntándome con el arma.

—Eh, eh, Murph —dije. Le mostré las manos vacías y me solté de la valla—. Soy yo.

Murphy bajó el arma y suspiró aliviada.

—Dios santo Harry. ¿Qué haces?

—Participar en un combate de Pressing Catch. He ganado. —A mis espaldas, el clorofobio volvió a gritar y los estantes chirriaron al moverse. Tragué saliva y miré hacia atrás—. Pero la revancha no parece muy prometedora. ¿Dónde has estado?

Puso los ojos en blanco.

—De compras.

—¿Dónde están Grum y la ghoul?

—No lo sé. El rastro de sangre de la Tigresa se dirigía a la salida, pero alguien me disparó cuando intenté seguirlo. Y al ogro no lo he visto. —Miró atónita el cerrojo de la puerta—. Joder, parece que te ha encerrado, ¿no?

—Más o menos. ¿Te han disparado?

—No, ¿por qué?

—Cojeas.

Murphy torció el gesto.

—Sí, alguno de esos cabrones debió de tirar por el suelo unas bolitas azules. Me resbalé con una y me caí. Me he hecho daño en la rodilla.

—¡Oh! —dije—. Hum.

Me miró incrédula.

—¿Fuiste tú?

—Bueno, fue una idea que surgió en el momento.

—Harry, fue una idea que copiaste de los dibujos animados.

—Mátame luego. Pero ahora ayúdame a salir de aquí. —Fijé la vista en el alambre de espino—. A lo mejor si consigues un rastrillo podrías tirar del alambre hacia arriba mientras yo paso por debajo.

—Estamos al lado de la sección de bricolaje, espabilado —dijo Murphy.

Entró de nuevo en la niebla y salió medio minuto después con unas tenazas rusas. Cortó una abertura en la valla de alambre y salí por ella mientras el clorofobio se retorcía, todavía atrapado.

—Adora mismo te daría un beso —le dije.

Murphy sonrió.

—Hueles a estiércol, Harry. —La sonrisa se desvaneció—. ¿Y ahora qué?

Los movimientos del monstruo volcaron unos cuantos estantes más pequeños, y yo miré a mi alrededor nervioso.

—Lo primero es salir de aquí. Esa cosa de momento está fuera de juego, pero no tardará en liberarse.

—¿Qué es?

—Un clorofobio —contesté.

—¿Un qué?

—Un monstruo planta.

—Oh, vale.

—Tenemos que salir.

Murphy negó con la cabeza.

—Quien estuviera cubriendo la salida principal probablemente también pueda ver las otras puertas. Una silueta en un umbral es un objetivo fácil. Como una diana.

—¿Cómo coño pudieron verte a través de la niebla?

—¿No pretenderás que nos pongamos a hablar de eso ahora? El caso es que ven, y eso significa que no podemos salir por la puerta principal.

—Sí —dije—. Tienes razón. Las salidas principales están cubiertas, esa cosa está en la sección de jardinería y te apuesto lo que quieras a que el ogro Grum vigila la zona de atrás.

—El ogro, vale. ¿Cuál es su fuerte?

—Las balas rebotan en él y la magia le resbala como a un pato el agua. Es fuerte, bastante rápido y más listo de lo que parece.

Murph maldijo en voz baja.

—¿No puedes hacer que salte por los aires?

Negué con la cabeza.

—Ya lo intenté y le hizo el mismo efecto que un escupitajo.

—No parece que tengamos muchas posibilidades de salir de esta.

—Y aunque lo logremos, Grum o esa planta enorme podrían alcanzarnos, así que tenemos que motorizarnos.

—Habrá que enfrentarse a alguno de ellos.

—Lo sé —dije, y comencé a caminar hacia la tienda.

—¿Adónde vas? —preguntó Murphy.

—Tengo un plan.

Me siguió corriendo.

—Espero que sea mejor que el de las bolitas.

Solté un gruñido por respuesta. Tampoco tenía por qué darle la razón.

Los dos sabíamos que si aquel plan no era mejor que el último, el cerdito Porky diría eso de: «Eso es todo, amigos».