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Llovieron sapos el día que el Consejo Blanco llegó a la ciudad.

Me bajé del Escarabajo azul, mi viejo y destartalado Volkswagen, y entorné los ojos ante un sol de pleno verano. El parque Lake Meadow se encuentra al sur del centro de la ciudad, a un buen trecho del lago Michigan.

Incluso en días tan calurosos como los que teníamos últimamente, el parque solía estar lleno de gente. Hoy se encontraba vacío, salvo por una anciana con un abrigo largo que avanzaba a trompicones empujando un carrito de supermercado. Aún no era mediodía y ya me estaba asando con la camiseta y el chándal que llevaba puesto.

Eché un vistazo al parque durante unos momentos, me adentré un par de pasos en el césped y sentí que algo húmedo y blando me golpeaba en la cabeza.

Di un respingo y me toqué el pelo. Algo pequeño cayó ante mis ojos y aterrizó a mis pies. Un sapo. No era grande, como suelen ser los sapos, de hecho habría cabido fácilmente en la palma de mi mano. Se tambaleó un poco al tocar tierra, después dejó escapar un apagado ¡croac! y se alejó saltando torpemente.

Miré a mi alrededor y vi más sapos en el suelo. Muchos. Su canto se oía cada vez más alto a medida que me adentraba en el parque. Incluso vi a más anfibios caer del cielo, como si el Todopoderoso los hubiese lanzado por un tobogán. Había sapos saltando por todas partes. No es que alfombraran el suelo, pero era imposible no verlos. Cada poco tiempo, se oía el impacto de otro sapo al aterrizar. Su canto sonaba vagamente como el murmullo de gente en una habitación abarrotada.

—¿Raro, eh? —dijo alguien con cierta inquietud. Alcé la vista y vi a un hombre bajo, de hombros anchos y caminar decidido que se acercaba a mí.

Billy, el hombre lobo, vestía con chándal y una camiseta oscura. Uno o dos años atrás, el conjunto habría disimulado los quince o veinte kilos que le sobraban.

Ahora ocultaba la musculatura que había sustituido a toda aquella grasa. Me ofreció la mano, sonriendo.

—¿Qué te había dicho, eh?

—Billy —contesté. Me estrujó la mano. O quizá es que ahora era así de fuerte—. ¿Qué tal la vida de hombre lobo?

—Cada vez más interesante —respondió—. Últimamente nos topamos con cosas bastante extrañas en nuestras patrullas. Como esto. —Señaló el parque. Otro sapo cayó del cielo a unos centímetros de distancia—. Por eso hemos llamado al mago.

Patrullas. Vigilantes sagrados, Batman.

—¿No ha aparecido nadie por aquí?

—No, salvo unos meteorólogos de la universidad. Dijeron que había tornados o no sé qué en Luisiana, y que las tormentas debían de haber traído los sapos hasta aquí.

Resoplé.

—Si dijeran que es un fenómeno mágico resultaría más creíble.

Billy sonrió.

—No te preocupes. Ya saldrá alguien diciendo que es un timo.

—Ya. —Volví a mi Escarabajo y levanté el capó para rebuscar en el compartimento delantero. Regresé con una mochila de nailon de donde saqué un par de pequeños sacos de tela. Le lancé uno a Billy.

—Pilla un par de sapos, anda.

Cogió el saco y frunció el ceño.

—¿Para qué?

—Para saber si son reales.

Billy arqueó las cejas.

—¿Crees que no lo son?

Le miré guiñando los ojos.

—Venga Billy, haz lo que te digo. No he pegado ojo, no recuerdo cuándo fue la última vez que comí caliente, y tengo mucho que hacer antes de que anochezca.

—Pero ¿por qué no iban a ser reales? A mí me lo parecen.

Resoplé con fuerza e intenté controlar mi mal genio que últimamente no hacía más que empeorar.

—Pueden parecer reales a la vista y al tacto, pero quizá sean construcciones hechas con materia del Más Allá y animadas por la magia. Al menos eso espero.

—¿Por qué?

—Porque eso significaría que es un truco de algún hada que se aburre. A veces hacen estas cosas.

—Vale, pero ¿y si son reales?

—Si son reales quiere decir que tenemos un problema.

—¿Qué clase de problema?

—De los gordos. Fracturas en el tejido de la realidad.

—¿Y eso es malo?

Le miré a los ojos.

—Sí, Billy, es malo. Implica que se está cociendo algo grande.

—Pero ¿y si…?

Entonces estallé.

—No tengo tiempo ni ganas de dar clase hoy. No preguntes.

Billy levantó una mano con gesto conciliador.

—Vale, tío, vale.

Se colocó a mi lado y comenzó a recoger sapos mientras avanzábamos por el parque.

—Bueno, ejem, me alegro de verte, Harry. Los chicos y yo nos preguntábamos si te gustaría venir este fin de semana y hacer un poco de vida social.

Recogí un sapo y lo miré indeciso.

—¿Para hacer qué?

Me sonrió.

—Para jugar a los Arcanos, tío. La campaña está muy divertida.

Juegos de rol. Dejé escapar una especie de gruñido. Una anciana con un carrito pasó junto a nosotros, las ruedas chirriaban y giraban con dificultad.

—De verdad, es genial —insistió—. Vamos a asaltar la fortaleza de lord Malocchio, pero tenemos que hacerlo de noche y disfrazados para que el Consejo de la Verdad no sepa qué vigilantes están involucrados. Hay conjuros, demonios, dragones, de todo. ¿Qué me dices?

—Se parece demasiado al trabajo.

Billy suspiró.

—Harry, oye, ya sé que la guerra con los vampiros te tiene un poco estresado, y gruñón. Pero últimamente pasas demasiado tiempo en tu sótano.

—¿De qué guerra hablas?

Billy puso los ojos en blanco.

—La gente habla, Harry. Sé que la Corte Roja de los vampiros declaró la guerra a los magos después de que quemaras la casa de Bianca el otoño pasado.

Sé que desde entonces han intentando matarte en un par de ocasiones. Sé incluso que los magos del Consejo Blanco pronto vendrán a Chicago para decidir qué hacer.

Exclamé furioso: —¿Qué Consejo Blanco?

Suspiró.

—No es un buen momento para que te conviertas en un ermitaño, Harry.

Vamos, mírate. ¿Cuándo fue la última vez que te afeitaste? ¿Te duchaste? ¿Te cortaste el pelo? ¿O pusiste una lavadora?

Me rasqué la incipiente barba que me cubría parte de la cara.

—Sí que salgo. He salido muchas veces.

Billy cogió otro sapo.

—Ya, ¿cuándo?

—Fui contigo y los Alphas a ver un partido de rugbi.

Resopló.

—Sí. En enero, Dresden. Estamos en junio.

Billy me miró y frunció el ceño.

—Estamos preocupados por ti. Sí, ya sé que has estado trabajando en un proyecto personal, o algo así, pero este tío sucio y dejado no eres tú.

Me incliné y cogí otro sapo.

—No sabes de lo que hablas.

—Sé más de lo que crees —contestó—. Es por Susan, ¿no? Algo le sucedió el pasado otoño y ahora intentas solucionarlo. Quizás algo que tiene que ver con los vampiros. Por eso se marchó de la ciudad.

Cerré los ojos e intenté no reventar el sapo que sostenía en la mano.

—Cambiemos de tema.

Billy se plantó delante de mí, apuntándome con su barbilla.

—No, Harry. ¡Joder! Has desaparecido de la faz de la tierra, ya casi no pasas por tu despacho, no coges el teléfono, ni siquiera abres cuando llaman a la puerta. Somos tus amigos y nos preocupas.

—Estoy bien —dije.

—Mientes fatal. Se dice por ahí que los rojos están trayendo a su gente a Chicago. Incluso que ofrecen la entrada en la hermandad de los vampiros a cualquiera de sus seguidores que acabe contigo.

—Tonterías —murmuré. Me estaba empezando a doler la cabeza.

—No es un buen momento para que te aísles. Ni siquiera durante el día.

—No necesito niñeras, Billy.

—Harry, te conozco mejor que muchos. Sé que puedes hacer cosas que otros ni sueñan, pero eso no te convierte en un supermán. Todos necesitamos ayuda de vez en cuando.

—Yo no. No ahora. —Metí el sapo en el saco y cogí otro—. No tengo tiempo para eso.

—Oh, lo que me recuerda… —Billy sacó un pedazo de papel doblado del bolsillo del pantalón y lo leyó—. Tienes una cita con un cliente a las tres.

Parpadeé atónito.

—¿Qué?

—Me pasé por tu despacho y cogí algunos mensajes. Una tal señora Sommerset está intentando localizarte, así que la llamé y fijé una cita en tu nombre.

Noté como mi mal genio se encendía otra vez.

—¿Qué has hecho qué?

De repente parecía molesto.

—Además leí tu correo. El casero te ha dejado un aviso de desahucio. Si no le pagas en una semana, te larga de allí.

—¿Qué coño te da derecho a entrar en mi despacho y andar entre mis cosas, Billy? ¿O llamar a mis clientes?

Dio un paso hacia mí bastante enfadado. Tuve que concentrarme en su nariz para no mirarle a los ojos.

—No te des esos aires conmigo, Harry. Soy amigo tuyo, ¡joder! Llevas mucho tiempo escondiéndote en tu apartamento. Deberías agradecerme que te ayude a salvar tu negocio.

—Tienes razón, es mi negocio —le espeté. Por el rabillo del ojo vi avanzar a la mujer del carrito. Las ruedas rechinaron mientras pasaba por detrás de mí—. Mío. Es decir, que no es tuyo.

Sacó un poco la mandíbula.

—Genial. ¿Y por qué no te arrastras hasta tu cueva y esperas a que también te echen de allí? —Extendió los brazos—. ¡Por Dios santo! No hace falta ser mago para saber cuándo alguien se está hundiendo. Sufres y necesitas ayuda.

Le clavé el índice en el pecho.

—No, Billy. No necesito más ayuda. No necesito hacer de niñera de un puñado de mocosos que creen que porque han aprendido un par de trucos, están listos para convertirse en un Llanero Solitario con colmillos y cola. No necesito preocuparme de los vampiros que van a por la gente que quiero porque no me pueden coger a mí. No necesito analizar a toro pasado lo que he hecho, preguntándome quién más saldrá herido por mi culpa. —Me agaché, cogí otro sapo, y arrebaté el saco de manos de Billy al incorporarme—. No te necesito.

Naturalmente, el ataque se produjo en ese mismo momento.

No fue muy sutil para tratarse de un intento de asesinato. Se escuchó el rugido de un motor y vi como una camioneta negra pick-up se subía al bordillo de la acera y entraba en el parque, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Avanzó con dificultad y giró bruscamente hacia un lado, dejando las marcas de los neumáticos sobre el césped seco. En la parte de atrás, dos hombres se agarraban a una de las barras metálicas de la camioneta. Iban vestidos completamente de negro, con gafas de sol negras sobre pasamontañas también negros. Hasta las armas hacían juego, subfusiles automáticos Uzi, en su versión mini.

—¡Atrás! —grité. Con la mano derecha agarré a Billy y lo empujé detrás de mí. Con la izquierda, agité el brazalete que llevaba en la muñeca y del que colgaban varios escudos pequeños de estilo medieval. Levanté la mano izquierda hacia la camioneta, concentré toda mi voluntad y al desviarla hacia el brazalete surgió repentinamente una media esfera transparente y brillante que se interponía entre el vehículo que se acercaba y yo.

La camioneta frenó. Los dos pistoleros no esperaron a que la pick-up se estabilizase. Como si fueran dos extras de una película de acción, apuntaron sus armas hacia mí y vaciaron los cargadores en una ráfaga atronadora.

Saltaron chispas del escudo frente a mí, mientras las balas silbaban y gemían al salir rebotadas en todas direcciones. En uno o dos segundos, el brazalete comenzó a calentarse peligrosamente. La energía del escudo concentrada en él lo estaba llevando al límite. Intenté inclinarlo para desviar el mayor número posible de balas hacia el cielo. No quería ni imaginar dónde podían acabar todos aquellos proyectiles, pero deseé que no se incrustaran en ningún coche cercano o alcanzarán a algún transeúnte.

Sendos clics indicaron que las armas se habían quedado sin munición.

Con un estilo bastante torpe y poco profesional, los matones comenzaron a recargar.

—¡Harry! —gritó Billy.

—¡Ahora no!

—Pero…

Bajé el escudo y levanté la mano derecha, con la que proyecto energía. El anillo de plata que llevaba en el dedo índice tenía un conjuro con el que acumulaba un poco de energía cinética cada vez que movía el brazo. Hacía meses que no lo usaba, así que la fuerza acumulada debía de ser tremenda. De hecho dudé en usarla contra los pistoleros. Con semejante potencia podía matar a uno de ellos y eso sería casi como dejar que me llenaran el cuerpo de plomo, solo que con efectos retardados. El Consejo Blanco no juzga con ligereza a aquellos que violan la primera ley de la magia: no matarás. Yo conseguí librarme una vez gracias a un tecnicismo, pero no creo que eso se vuelva a repetir.

Rechiné los dientes, dirigí el golpe hacia un punto cercano a uno de los matones y disparé el anillo. Una fuerza bruta, invisible pero tangible, atravesó el espacio como un latigazo y alcanzó al primer pistolero con un golpe oblicuo en la parte superior del tronco. El arma automática chocó contra su pecho y el impacto le arrancó las gafas de sol y le hizo jirones la ropa mientras lo lanzaba por los aires para aterrizar en alguna parte detrás de la camioneta.

La intensidad del golpe que recibió el segundo matón fue inferior, pero le impactó en un hombro y en la cabeza. No soltó el arma, pero perdió las gafas de sol que salieron volando junto con el pasamontañas, dejando ver el rostro de un joven bastante normal que a duras penas tendría edad para votar. Guiñó los ojos ante la intensidad de la luz y luego prosiguió en su intento de recargar.

—Son críos —gruñí, mientras volvía a subir el escudo—. Envían críos a matarme. Increíble.

Y entonces algo hizo que los pelos de la nuca intentaran levantarme del suelo. Mientras el chico de la pistola se preparaba para disparar, miré por encima de mi hombro.

La anciana del carrito se había detenido a unos cuatro metros detrás de mí. En ese momento me di cuenta de que no era tan vieja como había pensado.

Bajo su disfraz, distinguí el destello de unos ojos negros y fríos. Sus manos, sin arrugas, eran las de una mujer joven. Del carrito sacó una escopeta recortada y me apuntó con ella.

Las balas de la automática chocaban contra mi escudo, y todo lo que podía hacer era mantenerlo en su sitio. Si utilizaba algún otro truco para defenderme del tercer atacante, perdería la concentración y con ella el escudo, y novato o no, el pistolero de la camioneta estaba repartiendo tanto plomo que solo era cuestión de tiempo que acabara alcanzándome.

Por otro lado, si la asesina disfrazada conseguía disparar la recortada desde tan solo cuatro metros de distancia, nadie se molestaría en llevarme al hospital. Iría directo a la morgue.

Las balas golpeaban el escudo, y lo único que podía hacer era observar que el tercer atacante se colocaba en posición. Estaba jodido y probablemente Billy también.

En ese momento Billy pasó a la acción. Se había quitado la camiseta, y mostraba unos músculos impresionantes, planos, duros, de atleta, no como esos cuidadosamente esculpidos a base de hacer pesas. Se lanzó hacia delante, hacia la mujer con la recortada, perdiendo el pantalón del chándal en el camino. No llevaba nada debajo.

Entonces sentí la magia de Billy, penetrante, precisa, concentrada. No había nada de ritual en lo que hizo, no tuvo que reunir lentamente su fuerza para después liberarla. Su silueta se desdibujó al moverse, y entre una respiración y la siguiente, Billy el hombre desnudo, desapareció y Billy el hombre lobo cayó sobre la mujer. Una bestia de pelo oscuro y el tamaño de un gran danés hundió sus colmillos en la mano que agarraba el cañón de la escopeta.

La mujer gritó, apartó la mano con los dedos ensangrentados e intentó golpear a Billy con la escopeta como si fuera una porra. Él se apartó y recibió el golpe sobre los hombros con un gruñido. Después, se lanzó a por la otra mano con la rapidez de un rayo y la escopeta cayó al suelo.

La mujer gritó de nuevo y retiró la mano.

No era humana.

Sus dedos y palmas se dilataron, alargándose, al igual que sus hombros y su mandíbula. Sus uñas se convirtieron en feas y toscas garras que se clavaron en Billy, dejándole varios surcos por toda la mandíbula y haciéndole ladrar y gruñir de dolor. Billy rodó sobre un costado y se puso de nuevo en pie, mientras giraba para obligar a aquella cosa a enfrentarse a mí.

El pistolero de la camioneta volvió a quedarse sin munición. Entonces, bajé el escudo y arremetí contra él en un intento por arrebatarle el arma. Lo conseguí y grité: —¡Billy, aparta!

El lobo se echó a un lado y la mujer se revolvió para hacerme frente, sus deformados rasgos mostraban furia, y de su boca babeante, sobresalían unos colmillos enormes.

Apunté con la pistola hacia su estómago y apreté el gatillo.

El arma rugió y retrocedió, golpeándome con fuerza en el hombro.

Posiblemente un calibre diez o balas de punta redondeada. La mujer se estremeció, dejando escapar un alarido. Luego se tambaleó y cayó. Pero no estuvo en el suelo mucho tiempo. Prácticamente al instante se incorporó de un salto con el vestido manchado de rojo y hecho andrajos, y un rostro que carecía ya de cualquier rasgo humano. Pasó delante de mí como una exhalación y se subió a la parte trasera de la camioneta. El pistolero arrastró a su compañero hasta el vehículo y el conductor pisó a fondo el acelerador. La camioneta derrapó un poco antes de avanzar, se subió de nuevo a la calzada y desapareció entre el tráfico.

Durante unos segundos observé, jadeando, como se alejaba.

Bajé el arma, y me di cuenta de que, sin saber cómo, me las había apañado para no soltar el sapo que había cogido con la mano izquierda. Se movía y se retorcía como si hubiese estado a punto de morir aplastado, así que aflojé un poco la mano sin dejar que se me escapara.

Me giré en busca de Billy. El lobo se acercó al pantalón del chándal que se había quitado antes y lo olfateó, resplandeció durante unos segundos y se convirtió una vez más en un hombre joven desnudo. Tenía dos cortes bastante largos en la cara, paralelos a la mandíbula. Por la garganta le corría un hilo de sangre. Parecía un poco tenso, pero aparte de eso, no dio más muestras de dolor.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Asintió y se puso los pantalones y la camiseta.

—Sí, ¿qué coño ha sido eso?

—Una ghoul —contesté—. Probablemente del clan La Chaise. Trabajan para la Corte Roja y no les caigo muy bien.

—¿Y eso por qué?

—Les he dado algunos quebraderos de cabeza.

Billy presionó una esquina de su camiseta contra los cortes de la cara.

—No esperaba esas garras.

—Les ayudan a escapar.

—Una ghoul, ¿eh? ¿Te la has cargado?

Negué con la cabeza.

—Son como las cucarachas. Se recuperan prácticamente de todo. ¿Puedes caminar?

—Sí.

—Bien, salgamos de aquí. —Nos dirigimos hacia el Escarabajo. En el camino, recogí el saco lleno de sapos y lo agité bocabajo para que se vaciara.

Dejé el sapo al que casi reviento en el suelo, junto a los demás y después me limpié la mano en el césped.

Billy me miró de reojo.

—¿Por qué los sueltas?

—Porque son reales.

—¿Cómo lo sabes?

—El que tenía agarrado se me ha cagado en la mano.

Billy se subió al Escarabajo azul y yo entré por la otra puerta. Saqué el botiquín que guardaba bajo mi asiento y se lo ofrecí. Billy se limpió la cara con una gasa mientras miraba los sapos.

—Así que las cosas se ponen feas.

—Sí —le confirmé—, las cosas se ponen feas.

Guardé silencio durante un minuto y luego añadí: —Me has salvado la vida.

Billy se encogió de hombros. No me miró.

—Entonces, ¿la cita es a las tres en punto, no? ¿A qué nombre era?

¿Sommerset?

Se volvió hacia mí y evitó sonreír con los labios, aunque no con los ojos.

—Sí.

Me rasqué la barba y asentí.

—Últimamente me he descuidado un poco. Creo que pasaré a darme una ducha.

—Sería de agradecer —apuntó Billy.

Suspiré.

—A veces soy un gilipollas.

Billy soltó una carcajada.

—A veces. Eres humano, como todos nosotros.

Arranqué el Escarabajo. Se quejó un poco, pero conseguí ponerlo en marcha.

En ese momento algo pesado golpeó el capó con fuerza. Otra vez. De nuevo otro impacto, esta vez sobre el techo.

Me sentí invadido por una fuerte sensación de mareo y las nauseas aparecieron de forma tan potente y repentina que me aferré al volante en un intento por no desvanecerme. A lo lejos, oí a Billy preguntarme si me encontraba bien. No me encontraba bien.

Sentí como la energía se retorcía y se agitaba en el aire, en una distorsión febril. Las fuerzas de la magia que generalmente se mueven en secuencias planas y serenas, de repente se estaban aglutinando en un caos terrible y enloquecedor.

Intenté apartar esas sensaciones de mí y me esforcé por abrir los ojos.

Llovían sapos. No es que cayera uno de vez en cuando, sino que llovían en tal cantidad que oscurecieron el cielo. Y el aterrizaje de los pobres bichos ya no era suave, como antes. Impactaban contra el suelo como granizo, reventando contra el asfalto, o contra el capó de mi Escarabajo. De hecho, uno resquebrajó mi parabrisas, formando grietas en forma de telaraña. Metí la primera y salimos de allí a toda prisa. Tras unos cientos de metros, dejamos aquella lluvia sobrenatural atrás.

Los dos respirábamos demasiado rápido. Billy tenía razón. En términos mágicos, la lluvia de sapos significaba que se estaba preparando una buena. El Consejo Blanco iba a llegar hoy a la ciudad para debatir sobre la guerra. Yo tenía una cita con un cliente y los vampiros habían hecho una demostración de osadía, atacándome más abiertamente de lo que habían hecho nunca.

Le di al limpiaparabrisas. La sangre del sapo se había metido por las ranuras del cristal resquebrajado.

—¡Dios santo! —murmuró Billy.

—Sí —contesté—. Y solo han sido sapos, imagina cuando caigan las culebras.