15

—Pretendes que haga otro trato con otra sidhe —dije. No me molesté ni en disimular mi pasmo—. Si me entra un ataque de risa, ¿te sentirás muy ofendida?

—¿Y por qué la idea de hacer un trato te parece tan divertida?

Puse los ojos en blanco.

—Dios santo, señora, porque por culpa de esos tratos me veo ahora en esta situación.

Los labios de Maeve se deslizaron formando una sonrisa, y dejó la mano extendida, señalando el asiento vacío a su lado.

—Recuerda, mago, que has venido porque quieres algo de mí. Escuchar mi oferta no te hará ningún daño.

—Eso ya lo he oído, generalmente antes de que me jodiesen.

Maeve se acarició los labios con la punta de la lengua.

—Cada cosa a su tiempo, señor Dresden.

Resoplé.

—¿Y si no quiero escuchar?

Algo en sus ojos hizo que su expresión pareciera fría y desagradable.

—Creo que te conviene complacerme. Me sienta muy mal que me agüen una buena fiesta.

—Harry —murmuró Billy—, esta gente me pone los pelos de punta. Si lo que quiere es liarte con jueguecitos, tal vez deberíamos marcharnos.

Torcí el gesto.

—Sí, eso sería lo más inteligente. Pero necesito respuestas. Vamos.

Me adelanté y comencé a subir hasta la mesa que Maeve me había señalado. Billy me siguió de cerca. La señora del Invierno me observó durante toda la escalada, sus ojos resplandecían.

—Bien —dijo, cuando me hube sentado—. Así que no eres tan indomable como me dijeron.

Apreté los dientes mientras Billy se sentaba a mi lado. A continuación apareció un trío de luces de colores muy brillantes llevando consigo una bandeja de plata con una jarra de agua y dos vasos.

—¿Quién te lo dijo?

Maeve agitó una mano.

—Da igual.

La miré fijamente, molesto, pero ella no se dio por aludida.

—Muy bien, señora —dije—, adelante.

Maeve alargó una mano con desgana y una copa llena de un líquido dorado apareció entre sus dedos, la roció con escarcha mientras yo la contemplaba. Dio un trago y luego dijo.

—Primero, te diré mi precio.

—Espero que me hagas alguna rebaja porque no tengo mucho con lo que negociar.

—Cierto. No puedo reclamarte a ti porque la reina Mab ya lo ha hecho. Pero déjame ver…

Se dio unos golpecitos en los labios con una uña y luego dijo: —Tu prole.

—¿Eh? —dije sin pensar.

—Tu prole, mago —añadió, jugueteando con un mechón de pelo—. Tu descendencia. Tu primer hijo. Y a cambio te diré lo que quieres saber.

—Últimas noticias, «Ricitos de hielo», no tengo hijos.

Maeve rió.

—Claro que no. Pero eso se puede arreglar.

Aquel era el pie para que algo en aquel estanque, de agua o no, se moviera, atrayendo mi atención. Las olas runrunearon al golpear los bordes de piedra.

—¿Qué es eso? —me susurró Billy.

Las aguas se separaron y una joven sidhe emergió del estanque. Era alta, delgada y el agua resbalaba por sus pálidas, desnudas y generosas curvas. Su pelo era de un tono más profundo que el verde esmeralda y conforme emergía del agua pude comprobar que no era teñido. Su rostro tenía rasgos angelicales, era una belleza dulce. El pelo le caía sobre la cara, garganta y hombros como las gotas de agua que resplandecían sobre su piel mientras se abría paso entre las luces de hada de docenas de colores. Extendió los brazos e inmediatamente, media docena de luces diminutas surgieron como de ninguna parte, llevando consigo una prenda de seda verde esmeralda. La vistieron con ella, pero la tela sirvió más para enfatizar su desnudez que para ocultarla. Recorrió las mesas con sus ojos felinos de hada y saludó a Maeve con una inclinación de cabeza.

Después se fijó en mí.

La atracción fue instantánea, algo tan simple y difícil de resistir como la fuerza de la gravedad. Sentí una necesidad repentina de levantarme, acercarme hasta ella, quitarle aquella gasa verde y llevarla de nuevo al agua. Quería ver su pelo flotar, sentir sus miembros desnudos deslizarse por mi cuerpo. Quería estrechar su delgada cintura entre mis manos, y girar y revolcarnos en la tibia y oscura ingravidez del estanque.

Junto a mí, Billy tragó saliva: —¿Soy yo o aquí comienza a hacer bastante calor?

—Nos está tentando —dije con tranquilidad. Sentí los labios un poco adormecidos—. Es un encantamiento, no es real.

—Vale —dijo Billy sin mucha convicción—. No es real.

Cogió un vaso de agua, pero le agarré la mano a tiempo.

—No, nada de comida, ni agua. Es peligroso.

Billy se aclaró la garganta y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla.

—Oh, vale, lo siento.

La joven avanzó entre las mesas con las lucecitas revoloteando a su alrededor mientras le recogían el pelo con elaborados peines, y le colgaban deslumbrantes gemas de las orejas, el cuello, la cintura y los tobillos. No pude evitar seguir el movimiento de aquellas luces, que guiaron mis ojos por un viaje alrededor de su cuerpo. El deseo de ir hacía ella se intensificó al tenerla más cerca, al percibir su perfume que recordaba el aroma de la niebla que flota sobre la superficie inmóvil de un lago bajo la luna llena de septiembre.

La mujer de pelo verde sonrió con los labios cerrados, luego se inclinó ante Maeve y murmuró: —Mi señora.

Maeve la cogió de la mano con cariño.

—Jen —murmuró—. ¿Conoces al infame Harry Dresden?

Jen sonrió y sus dientes brillaron entre sus labios. Eran tan verdes como las algas, las espinacas y el brócoli recién hervido.

—Solo por su reputación. —Se volvió hacia mí y extendió una mano mientras arqueaba una de sus cejas verdes.

Miré a Billy un tanto inseguro y me levanté para tomar la mano de la señora sidhe. Tras darle un pisotón, Billy también se puso en pie.

Me incliné educadamente sobre la mano de Jen. Sus dedos eran fríos y húmedos. Cuando la vi pensé que su piel inmaculada debería arrugarse fácilmente con la humedad, pero no era así. Tuve que esforzarme para no besarle el dorso de la mano, para no saborear su apetitosa carne. Logré mantener un tono neutral cuando dije: —Buenas noches.

La señora sidhe me sonrió, mostrando de nuevo sus dientes verdes y dijo: —Es todo un caballero. Eso no lo esperaba. —Apartó la mano y añadió—. Y alto. —Sus ojos me examinaron de arriba abajo con total despreocupación—. Me gustan los hombres altos.

Noté las mejillas sonrojadas y calientes. Otras partes de mi cuerpo sufrieron una inflamación similar.

Maeve preguntó: —¿Es lo bastante hermosa para ti, mago? No tienes ni idea de cuantos mortales han suspirado por ella, y qué pocos han conocido su abrazo.

Jen dejó escapar una risa ahogada.

—Durante más de tres minutos, en cualquier caso.

Maeve tiró de ella hasta que la sidhe medio desnuda se arrodilló junto al trono. Maeve jugueteó con un rizo de su pelo verde como una hoja.

—¿Por qué no aceptas mi oferta, mago? Pasa una noche en compañía de mi doncella, ¿no te parece un precio apetecible?

Mi voz sonó en un tono más bajo de lo que pretendía.

—Quieres que tenga un hijo con ella. Un hijo con el que te quedarías tú.

Los ojos de Maeve centellearon. Se inclinó hacia mí y dijo en voz muy baja: —Que eso no te quite el sueño. Puedo sentir tu lujuria, mortal. Tu deseo.

La fiebre de la pasión. Déjate llevar por una vez. Ninguna mortal te satisfará como ella.

Sentí que se me iban los ojos tras la mujer sidhe, recorrí con la mirada la carne desnuda que mostraba aquel vestido verde esmeralda y la longitud de sus piernas. Volví a sentir deseo y una necesidad irracional y animal. Su olor llegaba hasta mí, un perfume de viento y niebla, de carne caliente. Un aroma que evocaba la sensación irreal de las caricias de seda de unas delicadas manos de hada, de sus uñas arañando mi piel, de la fortaleza sinuosa de unos miembros enredados entre los míos.

Los ojos de Maeve relucieron: —¿Quizá no es bastante para ti? Quizá te guste más otra. O incluso yo.

Mientras las miraba, Jen apoyó la mejilla contra el muslo de Maeve y besó el pantalón de cuero. Maeve movió las caderas con un movimiento lento y sensual y murmuró.

Hum. O ambas, si tu sed es más profunda. Apuesta fuerte, mago.

Y todos disfrutaremos.

El deseo, la dolorosa fuerza del apetito carnal, se duplicó. Las dos hadas eran maravillosas. Más que eso, eran sensuales. Ardientes. Carentes de prejuicios, apasionadas. Podía sentirlo, era algo que irradiaban. Si aceptaba el trato, harían de esa noche un festín de placer, sensaciones, satisfacción y deleite.

Maeve y su doncella me harían cosas que solo había leído en las revistas.

—Querido Penthouse —murmuré—, jamás pensé que algo así me ocurriría a mí…

—Mago —dijo Maeve—, veo en tus ojos que sopesas las consecuencias.

Piensas demasiado. Eso te debilita. Deja de pensar. Y disfruta con nosotras.

En lo más profundo de mi cabeza, una parte matemática y fría de mi cerebro me recordó que necesitaba la información. Con una palabra de Maeve, podría saber si ella era la culpable o no. Adelante —me dijo—. Desde luego, pagar su precio no te va a doler. ¿No mereces divertirte un poco para variar? Haz el trato.

Consigue la información. Piérdete en sus besos, en el placer, en su piel de terciopelo.

Vive un poco antes de que se te acabe este tiempo prestado del que ahora disfrutas.

Acerqué una mano temblorosa a la jarra de cristal que había sobre la mesa. Me aferré a ella. Tintineó y repiqueteó contra el cristal del vaso mientras lo llenaba de agua fresca y cristalina.

La sonrisa de Maeve se hizo más aguda.

—Harry —dijo Billy intranquilo—. ¿No me dijiste que era malo… ya sabes, comer o beber lo que te ofrecen las… estas personas?

Dejé la jarra sobre la mesa y cogí el vaso.

Jen se frotó la mejilla contra el muslo de Maeve y murmuró: —No cambiarán jamás, ¿verdad?

—No —contestó Maeve—. Los machos siempre tropiezan con la misma piedra. ¿No es estupendo?

Me desabroché los pantalones, bajé un poco la cremallera y me eché el agua fría directamente sobre los calzoncillos.

Hay sensaciones extremas que pueden ser agradables. Esta no fue una de ellas. El agua estaba tan fría que tenía algunos trocitos de hielo, como si se estuviera congelado desde dentro hacia fuera. Ese frío llegó hasta donde yo quería y todo lo que tenía en los pantalones buscó refugio en mi abdomen, víctima del más puro horror hipotérmico. Dejé escapar un grito y sentí como se me ponía la carne de gallina.

La medida tuvo el efecto deseado. Aquel deseo desbordante y casi salvaje se marchitó y desapareció. Pude apartar la vista de la señora del Invierno y su doncella, aclararme las ideas y seguir algo parecido a una línea de pensamiento racional. Agité un poco la cabeza para estar más seguro y después miré a Maeve. Sentí como me invadía la furia y apreté los dientes con fuerza, pero hice todo lo posible para que mis palabras fueran lo más amables posible.

—Lo siento, cielo, pero tengo un par de objeciones a esa oferta.

Los labios de Maeve se tensaron.

—¿Y qué objeciones son esas?

—Primero. Jamás te daría un niño. Ni mío, ni de nadie, ni ahora, ni nunca. Si tuvieras un poco de cabeza, lo habrías sabido.

El ya pálido rostro de Maeve perdió aún más color y se irguió de golpe en su trono.

—¿Cómo te atreves…?

—Cállate —le dije con rabia en un tono de voz bastante alto para que resonara en las paredes del salón de baile—. No he terminado.

Maeve se puso rígida como si le hubiera dado una bofetada. Me miró con los ojos desorbitados y la boca abierta.

—He venido aquí invitado por ti y bajo tu protección. Soy tu huésped. Y aun así me lanzas un encantamiento. —Me puse en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, inclinándome hacia ella para darle más énfasis a mis palabras—. No tengo tiempo para chorradas. No me asustas, señora —dije—. Solo he venido aquí en busca de respuestas, pero si sigues presionándome, tendré que defenderme. Con dureza.

El evidente enfado de Maeve se esfumó. Apoyó la espalda en el respaldo del trono y frunció los labios con expresión tranquila y enigmática.

—Vale, vale, vale. Así que no eres tan fácil como parecía.

Una voz nueva, tranquila y masculina, rompió el silencio.

—Te lo dije, Maeve. Deberías haber sido más cortés. Alguien que le declara la guerra a la Corte Roja no va a ceder tan fácilmente. —El que así hablaba había entrado en el salón de baile a través de las puertas dobles y caminaba con aire desenfadado hacia las mesas y el trono de Maeve.

Era un hombre de unos treinta y pocos años, complexión media y metro ochenta de estatura. Vestía vaqueros oscuros, corbata blanca y cazadora de cuero. Manchas de color marrón rojizo salpicaban su camisa y parte de la cara.

Estaba completamente calvo excepto por una leve sombra de pelo rapado al cero.

Al acercarse, pude distinguir más detalles. Llevaba una marca en el cuello, un copo de nieve de tejido cicatrizado que sobresalía en su piel. Una parte de la cara era de color rojo y estaba un poco hinchada, le faltaba media ceja y una media luna de pelo en ese mismo lado del cráneo… se había quemado, y no hacía mucho. Llegó hasta el trono e hincó una rodilla en tierra, consiguiendo de alguna manera que aquel gesto tuviera algo de tranquila insolencia. Después, ofreció una caja a Maeve.

—¿Ya está? —preguntó Maeve con una impaciencia casi infantil en su voz—. ¿Por qué has tardado tanto?

—No fue tan fácil como dijiste. Pero lo conseguí.

La señora del Invierno se abalanzó sobre la caja labrada y se la arrebató de las manos con avaricia en los ojos.

—Mago, este es mi caballero, Lloyd, de la familia Slate.

Slate me saludó con una inclinación de cabeza.

—¿Cómo estás?

—Impaciente —respondí, pero le devolví el saludo con interés—. ¿Eres el caballero del Invierno?

—De momento, sí. Supongo que tú eres el emisario del Invierno. Haces preguntas, investigas y esas cosas.

—Sí. ¿Mataste tú a Ronald Reuel?

Slate rompió a reír.

—Joder, Dresden. No pierdes el tiempo, ¿eh?

—Es que ya he cubierto mi cuota de hipocresía diplomática por hoy —contesté—. ¿Lo mataste?

Slate se encogió de hombros y dijo: —No. Si te soy sincero, no sé si habría podido. Llevaba en esto mucho más tiempo que yo.

—Era un hombre mayor —repuse.

—Como muchos magos —dijo Slate—. Le habría ganado levantando pesas, claro. Pero matarlo, eso ya es otra historia.

Maeve dejó escapar un repentino chillido de furia, escalofriante y agudo.

Alzó un pie y golpeó a Slate en el hombro. El golpe sonó como una explosión y la fuerza de la patada lanzó al caballero del Invierno una plataforma más abajo, contra una mesa y la sidhe que la ocupaba. La mesa volcó, y sidhe, sillas y caballero acabaron en el suelo.

Maeve se puso en pie, haciendo que Jen, el hada de dientes verdes, se apartara como una exhalación. Sacó lo que me pareció un cuchillo militar de combate de la caja tallada. Estaba manchada con alguna sustancia gelatinosa de color negro, como salsa barbacoa quemada.

—Estúpido animal —gruñó—. ¡De nada! Esto no me sirve de nada.

Le tiró el cuchillo a Slate. El mango le golpeó en el bíceps del brazo izquierdo justo cuando se incorporaba. Su rostro se retorció en un gesto de furia incontenible. Recogió el cuchillo, se puso en pie, y avanzó hacia Maeve con ojos de asesino.

Maeve se irguió, su rostro brillaba con una repentina belleza salvaje.

Alzó el brazo derecho con los dedos anular y pulgar doblados y murmuró algo en una extraña lengua líquida. Una luz azul surgió alrededor de sus dedos y la temperatura de la sala se desplomó unos veinte grados. Habló de nuevo y movió ligeramente la muñeca, enviando motas brillantes de azul cerúleo hacia Slate.

El copo de nieve en su garganta de repente se encendió, y el avance de Slate se detuvo. Su cuerpo se quedó rígido. La piel que rodeaba la marca se puso azul, luego morada y después negra, extendiéndose como la gangrena en una película de animación cuadro por cuadro. Un grito ahogado se escapó de los labios de Slate, y pude ver como su cuerpo temblaba con el esfuerzo de seguir avanzando hacia Maeve. Se estremeció y dio otro paso hacia delante.

Maeve alzó la otra mano, con el dedo índice extendido mientras los otros permanecían doblados, y me azotó un súbito viento tan frío que me dejo sin respiración. El viento golpeó sin compasión a Slate, haciendo que su chaqueta de cuero flameara. Comenzaron a formarse pequeños carámbanos de hielo en sus pestañas y cejas. Su expresión, ahora angustiada además de furibunda, flaqueó y volvió a detenerse.

—Cálmalo —murmuró Maeve.

Jen se colocó junto a Slate, rodeándole el cuello con sus brazos y acercando los labios a su oído. Los ojos de Slate brillaron con un odio ardiente y violento durante un segundo y luego comenzaron a parecer pesados. Jen pasó su mano suavemente por la manga de su cazadora, acariciándole la muñeca con los dedos. Vi como Slate bajaba un brazo. Un momento después, Jen le quitó la chaqueta. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaban ver unos brazos musculosos y jalonados de marcas de pinchazos. Jen alzó una mano y una de sus luces le entregó una aguja hipodérmica. La sidhe la acercó a la cara interna del codo, y sin dejar de susurrarle, le inyectó el contenido.

Los ojos de Slate se pusieron en blanco y cayó de rodillas. Jen se agachó junto a él y lo envolvió como las algas a los nadadores, sin apartar la boca de su oído.

Maeve bajó los brazos y el viento y el frío desaparecieron. Alzó una mano temblorosa hacia su rostro y se sentó de nuevo en el trono, sin llegar a relajarse, con los ojos entrecerrados fijos en Slate, que cada vez parecía más maleable. Sus pómulos sobresalían más que antes, sus ojos parecían más hundidos. Se agarró a los brazos del trono con los dedos crispados.

—¿Qué coño ha sido eso? —susurró Billy.

—Supongo que un intercambio educado de pareceres —murmuré—. Levántate, nos vamos.

Me puse de pie. Los ojos de Maeve se clavaron en mí. Su voz sonó fría y cortante.

—No hemos finalizado el acuerdo.

—Pero la charla sí.

—No he contestado a tu pregunta.

—No te molestes. Ya no hace falta.

—¿Ah no? —preguntó Maeve.

—¿No? —preguntó Billy.

Señalé con la cabeza a Slate y Jen.

—Te has tenido que emplear a fondo para conseguir que se detuviera.

Mírate. Estás exhausta tras enfrentarte a tu propio caballero. —Comencé a bajar, sorteando las mesas, Billy me seguía de cerca—. Además, eres descuidada, cielo. Imprudente. Un asesinato tan limpio como el de Reuel requiere un plan y no te veo capaz.

Sentí sus ojos clavados en mi espalda como puñales helados. La ignoré.

—No te he dado permiso para marcharte, mago —dijo en un tono glacial.

—No lo he pedido.

—No olvidaré esta insolencia.

—Yo seguramente sí —contesté—. No tiene nada de especial. Vamos, Billy.

Franqueé las puertas dobles y salí de allí. En cuanto los dos estuvimos fuera, las puertas se cerraron con un gran estruendo que me estremeció. Se hizo una oscuridad fulminante y completa, y busqué mi amuleto mientras el corazón palpitaba desaforado.

La luz espectral del pentáculo me mostró primero el rostro preocupado de Billy y luego lo que había a nuestro alrededor. La puerta doble había desaparecido. En su lugar, solo se veía una pared de piedra lisa.

—Caray —dijo Billy, mirando desorientado a su alrededor durante un momento—. ¿Dónde está?

Coloqué los dedos sobre la pared de piedra, buscando con mis sentidos de mago. Nada. Era roca, no una ilusión.

—No tengo ni puñetera idea. La puerta debe de haber cambiado de lugar.

—¿Se ha teletransportado?

—Supongo que era una entrada temporal al Más Allá —dije—. O un atajo a través del Más Allá a otro lugar del planeta.

—El ambiente se puso muy tenso ahí dentro. Cuando de repente bajó la temperatura. No había visto nada así en mi vida.

—Bastante chapucera —repuse—. Le lanzó un hechizo a Slate, pero su poder se dispersó, provocando que bajara la temperatura. Un crío lo haría mejor.

Billy dejó escapar una carcajada corta y ahogada.

—Después de lo que acabamos de ver cualquiera estaría aún temblando.

Y tú te pones en plan exigente y le quitas puntos por mala ejecución.

—¿Qué quieres que te diga? —Me encogí de hombros—. Es fuerte, pero eso no lo es todo.

Billy me miró.

—¿Podrías hacer tú lo mismo?

—Probablemente yo utilizaría fuego.

Alzó las cejas, parecía impresionado.

—¿De verdad crees que Maeve no es la asesina?

—Sí —dije—. El asesinato fue lo bastante limpio como para pasar por accidente. Maeve no sabe controlar sus impulsos. No la veo como una asesina metódica.

—¿Y Slate?

Negué con la cabeza y fruncí el ceño.

—No estoy seguro. Es mortal. Nada le impide mentirnos. Pero tengo lo que vine a buscar, y además he descubierto un par de cosas más.

—¿Entonces por qué pones esa cara?

—Porque ahora surgen más preguntas. Todo el mundo me está metiendo prisa. Las hadas no hacen eso. Son prácticamente inmortales y nunca se apresuran. Sin embargo tanto Mab como Grimalkin insistieron en que este es un asunto urgente. Y Maeve optó por una táctica bastante agresiva, como si no tuviera tiempo para nada más sutil.

—¿Por qué harían algo así?

Suspiré.

—Algo se ha puesto en marcha. Si no encuentro al asesino, estallará la guerra entre las cortes.

—Eso explicaría toda la ambientación de la Segunda Guerra Mundial de hace un rato.

—Sí, pero no a qué viene tanta prisa. —Negué con la cabeza—. Si hubiésemos estado un poco más de tiempo quizás habría podido averiguar algo, pero la cosa se estaba poniendo bastante fea.

—Prudencia y valor —dijo Billy para indicar que estaba de acuerdo—. Nos vamos ya, ¿no?

—¿Elidee? —dije. Sentí que algo me revolvía el pelo y la pequeña hada apareció flotando en el aire frente a mí—. ¿Nos puedes llevar hasta mi coche?

La luz parpadeó dos veces y se puso en marcha. Yo alcé mi amuleto y la seguí.

Billy y yo no hablamos hasta que nuestro guía nos condujo fuera de los túneles del metro, no muy lejos de donde había aparcado el Escarabajo azul.

Atajamos por un callejón.

A mitad de la calle, Billy me cogió del brazo y me empujó detrás de sí diciendo: —Harry, ¡atrás!

Con el mismo movimiento dio una patada a un contenedor de basura metálico, que salió volando y chocó contra algo que no pude ver. Oímos un quejido breve y agudo. Billy se adelantó y cogió la tapa metálica que había caído al suelo, la alzó sobre una silueta y le asestó un sonoro golpe.

Me aparté unos pasos para no meterme en medio de la pelea y busqué de nuevo mi amuleto.

—Billy —dije—, ¿qué coño pasa?

Sentí una súbita presencia a mi espalda, pero no tuve tiempo de reaccionar. Una mano del tamaño de un plato me agarró por la nuca como una tenaza y me elevó. Sentí cómo mis talones se levantaron en el aire, hasta que únicamente los dedos mantenían el contacto con el suelo.

Una voz de contralto femenino gritó: —Suelta el amuleto y dile que se esté quieto, mago. Díselo antes de que te rompa el cuello.