14

Elidee nos guió a Billy y a mí a través de callejones, nos hizo subir al tejado de un edificio por una escalera de incendios para luego bajar por el otro lado, y nos obligó a atravesar un desguace abandonado y lleno de chatarra hasta llegar finalmente al metro. Estuvimos más de media hora avanzando a gatas detrás de la diminuta hada con un calor sofocante, y después de un rato, deseé haberle dicho a Tut-tut que queríamos a alguien capaz de leer un callejero y guiarnos hasta el lugar en cuestión en coche.

Los túneles del metro de Chicago son bastante nuevos comparados con el resto de la ciudad. Pueden parecer un laberinto si uno no los conoce bien, largos pasillos con luces idénticas, paredes lisas pintadas de gris y jalonadas con carteles publicitarios, y cruces con indicaciones bastante simples y no siempre esclarecedoras. Los túneles se cerraban por la noche y no se volvían a abrir hasta las seis de la mañana del día siguiente, pero Elidee nos condujo hasta un edificio a medio terminar entre las calles Randolf y Wabash. Revoloteó un poco delante de una puerta de servicio que estaba abierta y que nos condujo hasta otra puerta similar. La franqueamos y nos encontramos en una sección más oscura de los túneles que a primera vista parecía estar en obras. Sin embargo al acercarnos, nos dimos cuenta de que aquello llevaba así probablemente desde que se cerró el edificio.

La oscuridad era total, así que cogí el pentáculo que colgaba de mi cuello, lo alcé y concentré un poco de energía sobre él. La estrella de cinco puntas es un símbolo mágico desde hace siglos, representa los cuatro elementos y el poder del espíritu encerrado dentro del círculo de voluntad, una energía primaria bajo el control del pensamiento humano. Sostuve el pentáculo ante mí y al concentrarme, comenzó a brillar con una suave luz azul que alumbraba lo suficiente para permitirnos avanzar a través de los silenciosos y tenebrosos túneles. El hada flotaba delante de nosotros y la seguimos sin hablar. Nos condujo a través de las intersecciones con los túneles principales del metro y en un breve recorrido por otra galería hasta llegar a una sección cerrada tras una oxidada puerta de metal con un letrero que decía: «Peligro, prohibido el paso».

La puerta estaba abierta y daba a una nueva sección más húmeda donde olía a moho y que claramente no formaba parte de los túneles del metro.

Tras avanzar unos quince o veinte metros más, llegamos a un lugar de paredes toscas y desiguales, donde las sombras eran densas y plúmbeas a pesar de mi luz de mago.

Elidee se dirigió a una zona especialmente oscura de la pared y describió un pequeño círculo frente a ella.

—Vale —dije—. Supongo que tenemos que entrar por aquí.

—¿Por dónde dices que vamos a entrar? —preguntó Billy escéptico—. ¿Y adónde, exactamente?

—A la subciudad —dije. Pasé las manos por la pared. En un principio parecía que no había más que simple hormigón, pero noté cierta inestabilidad cuando ejercí algo de presión. Aquello no podía ser de piedra—. Tiene que haber algún panel por aquí, o alguna clase de palanca o algo.

—¿A qué te refieres con eso de la «subciudad»? Es la primera vez que lo oigo.

—Yo tampoco supe nada hasta después de llevar aquí unos cinco o seis años —le dije—. Tiene que ver con la historia de Chicago. Con cómo se hacían las cosas por aquí.

Billy se cruzó de brazos.

—Te escucho.

—La ciudad es un pantano —dije, mientras seguía buscando con los dedos la forma de abrir la puerta—. Estamos casi al mismo nivel que el lago Michigan. Cuando comenzaron a edificar, el lodo se tragaba los edificios.

Quiero decir que cada año que pasaba, se hundían más. Se pavimentaban las calles, luego se levantaba una especie de entablado sobre ese pavimento y después se volvían a pavimentar, porque contaban con que se hundirían. Con las casas seguían el mismo procedimiento. Colocaban la puerta de entrada en la segunda planta y lo llamaban «la entrada Chicago» así, cuando la casa se hundiera, la puerta estaría al nivel de la calle.

—¿Y qué ocurría cuando se hundía la calle?

—Levantaban otra encima. Así que ahora hay toda una ciudad bajo tierra. Antes las ratas y los delincuentes que vivían en el subsuelo daban muchos problemas.

—¿Y ya no? —preguntó Billy.

—Las ratas y los matones se marcharon huyendo de otras cosas. Aquel mundo se convirtió en una civilización en miniatura que, privada de la luz del sol, resultó ser el escondrijo ideal para las criaturas de la noche.

—Dando lugar a la subciudad —dijo Billy.

Asentí.

—La subciudad. En Chicago hay muchos túneles. Incluso uno de ellos llegó a albergar por poco tiempo el Proyecto Manhattan durante la Segunda Guerra Mundial. Ya sabes, lo de la bomba atómica.

—Pues qué alegre. ¿Vienes por aquí a menudo?

Negué con la cabeza.

—Dios, no. Aquí solo viven bichos asquerosos.

Billy me miró con el ceño fruncido.

—¿Cómo qué?

—Muchas cosas. Seres que no se ven a menudo en la superficie. Cosas que ni siquiera los magos conocen. Trasgos, espíritus de tierra, dragones y otras criaturas que no tienen ni nombre. Además de la chusma habitual. Los vampiros a veces se cobijan en la subciudad durante el día. Los troles también.

Y añádele a eso especies de moho y hongos que no existen en el mundo natural.

Aquí hay de todo.

Billy frunció los labios pensativo.

—Así que vamos a entrar en un laberinto de antiguos túneles oscuros y putrefactos, llenos de monstruos y criaturas malignas.

Asentí.

—Y puede que haya también algo de radiactividad.

—Joder, contigo uno no se aburre, Harry.

—Eras tú quién quería algo de acción. —Mis dedos dieron con una pequeña hendidura en la pared y cuando la presioné, una parte de la piedra se retrajo con un sonoro clic. Aquel botón debió de accionar algún mecanismo porque una sección de la pared giró sobre su centro, rotando hacia fuera, y revelando la puerta de entrada hacia una oscuridad aún más profunda—. ¡Ah! —dije con satisfacción—. Allá vamos.

Billy me empujó e intentó pasar por la puerta, pero lo agarré por el hombro.

—Espera. Hay algunas cosas que deberías saber.

Billy se detuvo algo contrariado, pero me prestó atención.

—Aquí hay hadas. Probablemente nos encontraremos con un montón de ellas, además de los nobles que pululan en torno a la señora del Invierno. Lo que quieres decir es que son peligrosas y seguramente te tenderán alguna trampa.

—¿A qué clase de trampa te refieres? —preguntó Billy.

—Tratos —contesté—. Acuerdos. Te harán ofertas, intentarán que intercambies alguna cosa por otra.

—¿Por qué?

Moví la cabeza de lado a lado.

—No lo sé. Es su naturaleza. Los conceptos de deuda y obligación son un factor decisivo en su comportamiento.

Billy arqueó las cejas.

—¿Así es como conseguiste que aquel hada te ayudara, verdad? Porque estaba en deuda contigo por la pizza, te lo debía.

—Sí —dije—. Pero también funciona al revés. Si les debes algo, pueden llegar hasta ti y usar la magia en tu contra. La primera regla es no aceptar regalos suyos, y por amor de Dios, no les ofrezcas nada. Cualquier cosa que no sea un intercambio igualitario les parece al mismo tiempo tentador e insultante.

Con hadas como Tut el riesgo es mínimo, pero si te pones a negociar con algún señor sidhe, quizá no vivas para contarlo.

Billy se estremeció.

—Vale, nada de regalos. Hadas peligrosas. Entendido.

—Aún no he terminado. No te van a ofrecer paquetitos envueltos para regalo, tío. Hablamos de las sidhe. Son de las criaturas más bellas que hay. E intentarán descolocarte y tentarte.

—¿Tentarme? Con algo sexual, ¿te refieres a eso?

—Con cualquier tipo de placer sensual. Sexo, comida, belleza, música, perfumes. Cuando te lo ofrezcan, no lo aceptes o descubrirás un mundo nuevo de dolor.

Billy asintió.

—Vale, lo pillo. Venga, vamos.

Observé fijamente al chaval, y Billy me miró con expresión de impaciencia. Negué con la cabeza. En cualquier caso, no creo que fuera capaz de hacerle comprender con simples palabras el peligro al que se exponía. Cogí aire e hice un gesto con la cabeza a Elidee.

—Muy bien, Campanilla, adelante.

La diminuta luz roja se agitó enfadada y luego pasó como una exhalación a través de la puerta y hacia la oscuridad. Billy entornó los ojos y la siguió, y yo entré tras él. Nos encontramos en un túnel donde una pared parecía ser de ladrillo viejo y mohoso y la otra de una mezcla de maderos podridos, tierra suelta y raíces retorcidas. El túnel proseguía más allá del círculo de luz que desprendía mi amuleto. Nuestra guía siguió avanzando, y nosotros la seguimos, caminando cerca el uno del otro.

El túnel dio paso a una especie de caverna de techo bajo, sustentado aquí y allí por pilares, montones de tierra desprendida y vigas que parecían haber sido colocadas posteriormente por los habitantes de la subciudad. Elidee dio un par de vueltas sobre el mismo sitio, dudando, y después giró a la derecha.

No llevaba más de cinco segundos tras el hada cuando sentí que los pelos de la nuca se me erizaban como si quisieran huir despavoridos por la coronilla y esconderse en mi boca. Me puse rígido, y debí de decir algo porque Billy se dio media vuelta y me preguntó: —Harry, ¿qué pasa?

Alcé una mano para indicarle que se callara y observé la oscuridad que me rodeaba.

—Mantén los ojos abiertos —dije—. Creo que no estamos solos.

Un suave siseo procedente de la oscuridad total me puso la carne de gallina y agité el brazo para sacar mi brazalete escudo. Alcé la voz y dije claramente: —Soy el mago Dresden, emisario de la Corte de Invierno, y vengo a presentar mis respetos a la señora del Invierno. No tengo deseos de pelear.

Franquead el camino y abridme paso.

Una voz, una voz que sonó como un gato torturado, suponiendo que algún demente le hubiese dado el don de la palabra, gimió entre las sombras perforándome el tímpano.

—Sabemos quién eres, mago —dijo la voz. Su entonación era muy extraña y el sonido parecía proceder casi del suelo, de algún lugar a mi derecha.

Elidee dejó escapar un agudo chillido de pánico y se colocó detrás de mí, ocultándose entre mi pelo. Sentí el calor de la luz roja que rodeaba al hada en la coronilla.

Intercambié una mirada con Billy y me volví hacia el lugar de donde venía la voz.

—¿Quién eres?

—Un siervo de la señora del Invierno —respondió desde atrás—. Estoy aquí para guiarte por el reino, hasta la corte.

Me di la vuelta y fijé la mirada en la oscuridad de donde procedía la voz.

La luz de mi amuleto de repente iluminó un par de ojos de animal a unos seis metros de distancia y escasos centímetros por encima del suelo. Miré a Billy.

Había visto aquellos ojos y puso su espalda contra la mía para vigilar la oscuridad que se cernía detrás de nosotros.

Me volví hacia la criatura y dije: —Repito la pregunta, ¿quién eres?

Los ojos cambiaron de lugar, y la voz resonó con un rugido de furia.

—Muchos nombres me han dado, y muchos senderos he hollado.

Cazador he sido, y vigía y guía. Mi señora me ha enviado para llevaros a su presencia, sanos y salvos.

—No te enfades conmigo, hombre —le contesté—. Pero ya sabes cómo funciona esto. A la tercera va la vencida. ¿Quién eres?

La voz sonó fría y cortante, apenas inteligible.

—Grimalkin me llama mi fría señora, y ella me ha ordenado guiar al emisario de su madre, por la corte y hasta su trono.

Resoplé aliviado.

—Muy bien —dije—. Guíanos.

Los ojos descendieron ligeramente, como si Grimalkin hubiese inclinado la cabeza; después escuchamos otro gemido. Percibí un movimiento ágil en las sombras, más allá de mi luz, y a continuación algo en el suelo brilló con una mortecina luz de color verde. Avancé hacia aquella luminiscencia y encontré una huella parecida a la garra de un felino, pero demasiado alargada y fina para ser de gato. Justo cuando llegaba a su altura, surgió otra huella a poca distancia.

—Daos prisa, mago —gimió Grimalkin—. Daos prisa. La señora os aguarda. La estación pasa. Queda poco tiempo.

Avancé hacia la segunda huella y al alcanzarla, una tercera apareció ante nosotros en la oscuridad.

—¿A qué vino lo de antes? —murmuró Billy—. Me refiero a lo de preguntarle su nombre tres veces.

—Es un amarre —le susurré—. Las hadas no pueden mentir, y si un hada dice algo tres veces, tiene que asegurarse de que es la verdad. Está obligada a cumplir cualquier cosa que haya dicho tres veces.

—Ah —dijo Billy—. De modo que, aunque esta cosa no tuviera intención de guiarnos sanos y salvos, lo obligaste a decirlo tres veces, lo que significa que ahora tendrá que hacerlo de todas formas. Lo he pillado.

Negué con la cabeza.

—Quería asegurarme de que Grimalkin decía la verdad. Pero les fastidia tener esa obligación.

Frente a nosotros, los ojos refulgentes aparecieron brevemente, acompañados por otro gemido que me hizo estremecer.

—Oh —dijo Billy. Él tampoco parecía muy tranquilo. Tenía el rostro un poco pálido y caminaba con los puños apretados—. Y si las intenciones de Grimalkin eran sinceras desde el principio, ¿no le habrá cabreado que lo hayas amarrado sin necesidad?

Me encogí de hombros.

—No estoy aquí para hacer amigos, Billy. Sino para encontrar a un asesino.

—Desde luego lo tuyo no es la diplomacia, ¿verdad?

Seguimos el rastro de huellas luminosas durante otros veinte minutos, más o menos, a través de húmedos túneles, algunos de poco más de un metro de altura. Los siguientes tramos parecían de reciente construcción, si uno puede llamar construir a apilar piedras unas sobre otras como si fuera la nata montada con que se adornan las copas de helado. Pasamos por varias galerías que parecían completamente nuevas. Resultaba evidente que los seres que vivían aquí no tenían reparos en expandirse.

—¿Cuánto falta? —pregunté.

Grimalkin dejó escapar una especie de rugido desde alguna parte de la galería, no muy lejos, pero no donde esperaba la siguiente pisada.

—Estamos cerca, noble emisario. Ya estamos muy cerca.

La esquiva criatura hizo honor a su palabra. Tras la siguiente huella luminosa no hubo más. En su lugar, llegamos a una enorme puerta doble ricamente labrada. Estaba hecha de un tipo de madera oscura que no pude identificar. Las dos puertas medían algo más de dos metros y medio de altura y estaban decoradas con complicados bajorrelieves. Al principio pensé que las esculturas tenían una temática floral, hojas, viñas, flores, frutas, ese tipo de cosas. Pero al acercarme a la puerta, puede ver mas destalles a la luz de mi amuleto. Había siluetas de personas entre las viñas. Algunas figuras yacían juntas, en actitud cariñosa, pero otras eran meros esqueletos envueltos en rosales o cadáveres que nos miraban sin vernos desde un lecho de amapolas.

Aquí y allí se podían ver señales de la presencia de las sidhe; un par de ojos, una figura velada…, y sus eternos parásitos: hadas como Tut-tut, dríadas vestidas con hojas, sátiros con sus flautas, y muchos, muchos otros que bailaban, ocultos a la vista de los mortales.

—Muy bonito —dijo Billy—. ¿Hemos llegado ya?

Miré a nuestro alrededor en busca del guía, pero no vi más huellas ni sus ojos felinos.

—Supongo que sí.

—No son muy sutiles, ¿verdad?

—A Verano se le da mejor, aunque Invierno también lo puede ser si se lo propone.

—Ya. ¿Sabes qué me preocupa, Harry?

—¿Qué?

—Grimalkin nunca dijo que nos llevaría luego hasta la salida.

Me volví hacia Billy. En la oscuridad escuchamos una risa apagada y sibilante. Respiré hondo. Tranquilo, Harry. Que el chaval no note que te pones nervioso. Después, me giré hacia la puerta y llamé tres veces con el puño.

Los golpes resonaron, amplificados por el vacío. Se hizo el silencio en los túneles durante unos interminables segundos, hasta que las puertas se abrieron por su centro, dejando escapar un halo de luz, sonido y colores.

No sé lo que esperaba de la Corte de Invierno, pero desde luego una banda de música no. Una gran sección de viento atronó desde algún lugar detrás de las puertas, y los tambores estallaron con el duro y genuino sonido del cuero. Las luces eran de diferentes colores y cambiaban, como si todo el lugar estuviera iluminado por adornos navideños, y dentro pude ver sombras moviéndose y girando… bailarines.

—Cuidado —murmuré—. No te dejes llevar por la música. —Avancé hacia la gran puerta y la franqueé.

La sala parecía salida de una habitación de hotel de los felices años veinte. De hecho, era más que posible que así fuera si el hotel se hubiese hundido en el lodo, se hubiese inclinado hacia un lado y lo hubiesen decorado seres que no sabían nada de lo que significaba ser humano. Fuera lo que fuese, estaba claro que su propósito primordial era el baile. La pista de baile estaba hecha de bloques de mármol rosa y aunque el suelo tenía una ligera inclinación, las losas estaban colocadas salvando el desnivel, creando algo parecido a un tramo de escaleras bajas. Sobre las traicioneras losas bailaban las hadas del Invierno.

Si describo la escena como hermosa me quedo corto. Era mucho más que eso. Hombres y mujeres bailando juntos, vestidos con trajes de gala de los años cuarenta. Medias, faldas a la altura de la rodilla, uniformes del ejército de tierra y de la armada que parecían auténticos hasta en el último detalle. Los peinados también eran como los de la época, aunque el color del pelo no siempre concordaba. Había un hada con el pelo teñido de azul zafiro, y otras llevaban diferentes tonalidades de plata y oro, entre otros colores. Aquí y allí, la luz producía destellos en los metales y piedras preciosas que adornaban orejas, frentes y labios, y un caos de sutiles colores rodeaba a cada uno de los bailarines creando su propia y fascinante aureola, una corona de energía, de poder, que se manifestaba mientras los sidhe bailaban.

Incluso sin las juguetonas auras, su forma de moverse tenía una cualidad hipnótica. Tuve que esforzarme para apartar la mirada tras solo unos segundos de deleitarme con aquel despliegue de preciosas piernas que desvelaban los vestidos al girar, de espaldas arqueadas bajo los fuertes brazos de sus compañeros de baile, de cuellos desnudos, generosos escotes y cabellos que atrapaban el brillo de las luces y lo reflejaban en ondas de color. Allí donde mirases en aquella pista de baile, solo se veían seres de una hermosura tal que se habrían reído tranquilamente de todos los que salen en las portadas de las revistas por considerarlos unos adefesios.

Billy, bastante más despreocupado que yo, miraba absorto lo que pasaba en la sala con los ojos como platos. Le di un empujón con la cadera para que volviera en sí y cerrara la boca. Billy recobró la compostura y me miró con aire de culpabilidad.

Me obligué a no mirar a los bailarines, unas veinte parejas, para echar un vistazo al resto de la habitación.

A un lado estaba el escenario donde tocaban los músicos vestidos todos de esmoquin. Eran mortales, humanos. Tenían un aspecto normal, pero en comparación con los bailarines para los que tocaban, eran unos monstruos deformes. Había hombres y mujeres, y ninguno tenía aspecto de estar descansado o bien alimentado. Sus esmóquines tenían manchas de sudor, su pelo estaba sucio y lacio, y si uno se fijaba con atención, podía ver que llevaban unos grilletes plateados alrededor de los tobillos, que iban unidos a una cadena que recorría toda la tarima de lado a lado. Sin embargo no parecían tristes, todo lo contrario. Todos ellos estaban inmersos en la música, y sus rostros reflejaban concentración y apasionamiento. Y eran buenos, tocaban con una armonía y unidad que solo se ve en orquestas que realmente dominan su repertorio.

Eso no cambiaba el hecho de que eran prisioneros de las hadas. Sin embargo, no parecían rebelarse contra su situación. La música resonaba en aquella gran habitación de piedra, levantando el polvo que se ocultaba sobre sus cabezas, en la oscuridad, mientras los sidhe bailaban.

Frente a la orquesta, la pista de baile descendía hasta un estanque de agua, o de algo que a primera vista me pareció agua. Era de color negro y estaba extrañamente inmóvil. Mientras la observaba, algo se movió bajo su superficie perturbando su calma. Las luces formaron ondas y bucles sobre aquel espejo oscuro y tuve la certeza de que allí no había agua. O no solo agua. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Más allá de la pista de baile, justo frente a mí, había varias plataformas, cada una con una mesa pequeña con espacio para tres o cuatro personas como mucho y su propia lámpara de tenue luz verde. Todas las mesas estaban a diferentes alturas y colocadas en zigzag hasta alcanzar el punto más alto, donde había una sola silla hecha de lo que parecía plata. Su respaldo estaba labrado en forma de sello que representaba un copo de nieve del tamaño de una mesa. La gran silla estaba vacía.

El batería de la orquesta interpretó un breve solo, y luego los instrumentos se silenciaron al unísono, excepto uno. Todos los músicos se derrumbaron sobre sus asientos, un par de ellos incluso cayeron al suelo, pero el primer trompeta se mantuvo en pie, tocando mientras los sidhe seguían bailando. Era un hombre de mediana edad, con algo de sobrepeso, cuyo rostro pasó del color rojo al morado mientras tocaba su solo.

De repente, los sidhe dejaron de bailar. Docenas de hermosos rostros se volvieron hacia el solista, sus ojos brillaban en la cambiante luz.

El hombre siguió tocando, pero pude ver que algo no iba bien. Su rostro estaba cada vez más congestionado y se le comenzaron a hinchar las venas del cuello y la frente. Parecía que los ojos se le iban a saltar y empezó a inflarse. Un momento después, la música sonó entrecortada. El hombre apartó la cara de la trompeta, era evidente que luchaba por coger aire. Pero no lo conseguía. Un segundo después convulsionó, su cuerpo se tensó y puso los ojos en blanco.

Primero se le cayó la trompeta y después se desplomó él. Cayó de rodillas, y luego hacia un lado sobre el suelo de la tarima. Aquel era su fin, tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida. Se retorció una vez más, gimió y se quedó inmóvil.

Un murmullo recorrió la sala y observé como los sidhe se apartaban y abrían paso con inclinaciones de cabeza y saludos de cortesía a alguien que emergía de entre la niebla. Una joven alta avanzó lentamente hacia el músico.

Su rostro pálido, radiante, perfecto, era como una copia adolescente de Mab.

Ahí acababa toda semejanza.

Parecía joven. Lo bastante como para hacer sentir culpable a un hombre por tener pensamientos sucios, pero lo no lo suficiente como para que resultara difícil no tenerlos. Llevaba rastas en el pelo, cada una de un color diferente, que iban desde el lila a diferentes tonos de azul claro y del verde al blanco, de modo que casi parecía que su pelo estaba hecho del hielo de un glacial. Vestía unos pantalones de cuero azul oscuro con costuras visibles a ambos lados de las perneras, desde la pantorrilla a la cadera. Sus botas iban a juego con los pantalones. Llevaba una camiseta blanca ajustada que le marcaba los pezones, entre los que se podía leer la frase «Que le corten la cabeza». Además, le faltaba un trozo de tela a la altura de las costillas, por donde se veía parte de su pálida piel y algo que brillaba con un destello plateado en el ombligo.

Se acercó al músico con una elegancia sutil, con una sensualidad tan ingenua y natural que sentí una punzada de deseo recorrerme el espinazo. Se detuvo ante el cuerpo y se sentó a horcajadas sobre sus caderas. Después recorrió con sus uñas opalescentes el pecho del hombre que no se movió, que ya no respiraba.

La joven se pasó la lengua por los labios que se expandieron en una lenta sonrisa, después se inclinó y besó al cadáver en la boca. La vi estremecerse de placer.

—Ya está —murmuró—. Ya está, ¿lo ves? Que no se diga nunca que la señora Maeve no cumple sus promesas. Dijiste que darías la vida por tocar así de bien, pobre criatura. Pues ya lo has hecho.

Un suspiro colectivo inundó la sala y después, los sidhe comenzaron a aplaudir con entusiasmo. Maeve los miró por encima del hombro con sonrisa indolente y ademán altivo antes de incorporarse e inclinarse, saludando de derecha a izquierda ante el sonido de los aplausos. La ovación se desvaneció cuando Maeve se apartó del cuerpo y subió con agilidad por las plataformas sobre las que se asentaban las mesas, hasta llegar al trono plateado en la parte superior. Se dejó caer sobre él, se puso de lado, y colocó las piernas sobre uno de los brazos, arqueando la espalda y estirándose con la misma sonrisa perezosa.

—Señoras y señores, demos a nuestras bestias musicales un descanso para que recuperen fuerzas. Tenemos visita.

Los sidhe avanzaron hacia las mesas de las plataformas, ocupando cada uno su lugar. Yo permanecí donde estaba y no dije nada, aunque mientras se sentaban, me di cuenta de su creciente interés y de la intensidad de aquellas miradas inmortales sobre mí.

Cuando todos se hubieron acomodado, me adelanté y atravesé la pista de baile hasta quedar a los pies de la plataforma. Alcé la vista hacia Maeve e incliné la cabeza.

—La señora del Invierno, supongo.

Maeve me sonrió y vi que se le formaba un hoyuelo en la mejilla.

Después dio una patada al aire y dijo: —Así es.

—¿Sabes en calidad de qué estoy aquí, señora?

—Por supuesto.

Asentí. Nada como un ataque frontal entonces.

—¿Ordenaste el asesinato del caballero del Verano?

Se hizo el silencio en la sala. Las miradas de los sidhe de Invierno se hicieron más intensas, más incómodas.

La boca de Maeve se expandió en una lenta sonrisa, que se convirtió en una carcajada fácil y sonora. Echó la cabeza hacia atrás mientras reía y los sidhe la imitaron. Estuvieron así, riéndose de mí, durante unos treinta segundos y sentí que comenzaba a ponerme rojo de vergüenza antes de que Maeve moviera con indolencia una mano y las risas se disiparan obedientemente.

—Estrellas —dijo—, me encantan los mortales.

Apreté los dientes.

—Qué bien —dije—. ¿Ordenaste la muerte del caballero del Verano?

—Si así hubiera sido, ¿crees que te lo diría?

—Evades la pregunta —gruñí—. Contesta.

Maeve se puso un dedo sobre los labios, como si lo necesitara para aguantar la risa. Después, sonrió y dijo: —No puedo darte ese tipo de información, mago Dresden. Es demasiado poderosa.

—¿Y eso qué significa?

Maeve se sentó, cruzando las piernas con un crujido de cuero y apoyó la espalda en el respaldo.

—Significa que si quieres que responda a esa pregunta, vas a tener que darme algo a cambio. ¿Cuánto vale para ti la respuesta?

Me crucé de brazos.

—Supongo que ya tienes algo en mente. Por eso enviaste a un guía que nos trajera hasta aquí.

—Rápido —murmuró—. Me gusta. Sí, así es, mago. —Extendió una mano hacia mí y me señaló un sitio libre en una mesa a su derecha, en un nivel inferior al del trono—. Por favor, siéntate —dijo, mostrándome sus blancos dientes—. Hagamos un trato.