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A veces lo asombroso se convierte en algo cotidiano. Me refiero a que si uno lo piensa bien, viajar en avión es bastante inaudito. Te subes a un aparato que desafía la gravedad de todo un planeta aprovechando la diferencia de presión y salva distancias tan enormes que utilizando los medios de transporte de uno o dos siglos atrás, tardaríamos meses o incluso años en recorrer. Te mueves sobre la tierra a tal velocidad que si chocaras contra algo, morirías en el acto, y puedes respirar solo porque alguien construyó un armazón bastante eficaz que no deja escapar el aire de su interior. Cientos de millones de horas de trabajo y esfuerzo, investigación, sangre, sudor, lágrimas y vidas se han empleado en la historia del transporte en avión, un hito que revolucionó por completo la faz de la tierra y nuestras sociedades.
Pero os garantizo que no importa qué vuelo cojáis, siempre habrá alguien que ante todo ese logro increíble esté dispuesto a quejarse de la bebida.
De la bebida, por amor de Dios.
Pues ese era yo en la escalera hacia Chicago sobre Chicago. Sí, estaba de pie sostenido por la luz de las estrellas. Sí, estaba caminando a través de una tormenta salvaje con un viento que amenazaba con lanzarme a las heladas aguas del lago Michigan justo a mis pies. Sí, estaba utilizando una forma de transporte legendaria y mágica para trascender la frontera entre una dimensión y la siguiente, e iba de camino hacia una lucha épica entre fuerzas antiguas y elementales.
Pero lo único que pude decir entre jadeos fue: —Claro, normal. No podían haber puesto una escalera mecánica.
En resumen: subimos un kilómetro y medio de escaleras y llegamos al lugar que mi madrina me había mostrado antes, a las nubes tormentosas que se cernían sobre Chicago.
Pero su aspecto había cambiado con respecto a la noche anterior.
Lo que antes era terreno ondulado y tranquilo, esculpido en nubes, suave y desnudo como un maniquí, ahora rebosaba sonidos, colores y violencia. La tormenta bajo aquel campo de batalla era un pálido reflejo de la furia que se había desatado allí arriba.
Aparecimos en una de las colinas desde las que se dominaba el valle de la Mesa de Piedra, y la ladera que nos rodeaba, encendida con los destellos de luz de las nubes, estaba cubierta por hadas de todos los tamaños y colores.
Diferentes sonidos resonaban en el aire, el latigazo de los rayos y el rugido posterior de los truenos. Trompetas agudas y dulces, profundas y metálicas.
Tambores con una docena de cadencias distintas que se enfrentaban entre sí y retumbaban sin perder el ritmo. Se oían gritos y chillidos que seguían el dictado de la percusión, voces que podían proceder de gargantas humanas, junto con bramidos y rugidos de naturaleza desconocida. En conjunto, era una especie de tormenta salvaje de música; enorme, sobrecogedora, abrumadora y cargada de adrenalina. Wagner se hubiera muerto de envidia.
A menos de seis metros había una multitud de tipejos bajitos de piel marrón y pelo blanco, con manos y pies el doble de grandes de lo normal y narices bulbosas del tamaño de bombillas que asomaban bajo yelmos hechos con lo que me pareció algún tipo de hueso. Llevaban también armadura ósea, escudos y armas, y estaban dispuestos en formación militar. Sus ojos se agrandaron al verme aparecer entre las nubes con mi guardapolvos de cuero negro mojado y ondeando al viento. Billy y los lobos me rodearon, formando un amplio anillo conforme iban apareciendo, y Fix y Meryl se situaron a mis espaldas.
Al otro lado había un trol, de unos dos metros y medio de altura, piel tapizada de protuberantes verrugas peludas, pelo largo y lacio que sobrepasaba sus enormes hombros y diminutos ojos rojos que brillaban desde la sombra de su única y desigual ceja. Resopló y se volvió hacia mí con la boca cubierta de babas, pero los lobos estrecharon el círculo y le mostraron sus colmillos. El trol los contempló durante un largo momento mientras procesaba aquella imagen, y luego apartó la vista, como si ya no le interesáramos. Había más criaturas un poco más lejos, entre ellas un grupo de caballeros sidhe, completamente encapsulados en armaduras y montados sobre caballos de guerra de largas patas, con pelajes azul, violeta y negro. Una sílfide herida estaba agachada no muy lejos y habría sido una visión hermosa, una chica con alas a unos cincuenta metros, de no ser porque a esa distancia pude distinguir sus garras ensangrentadas y el resplandeciente borde afilado de sus alas.
No pude ver todo el valle a nuestros pies. Había una especie de neblina o bruma que lo cubría y a duras penas me dejaba atisbar remolinos de tropas y criaturas, formaciones apelotonadas de seres que parecían humanos luchando cara a cara, mientras otros entes, que solo podría definir como «monstruos» se alzaban por encima de los demás, chocando entre sí en un enfrentamiento titánico que aplastaba a los que estaban alrededor como si fueran simples bajas circunstanciales.
Más importante aún, no podía ver la Mesa de Piedra, y no tenía ni idea de donde estaba. La piedra que me había dado el guardián de la puerta señalaba claramente en una dirección, directamente al corazón de la batalla bajo nosotros.
—¿Y ahora qué? —me gritó Meryl. Tenía que alzar mucho la voz aunque estaba a unos centímetros de mí y ni siquiera nos encontrábamos en medio de la verdadera lucha.
Negué con la cabeza, dispuesto a contestar, cuando Fix me tiró de la manga y dijo algo que el estruendo que nos rodeaba ahogó por completo. Miré hacia donde estaba señalando y vi como uno de los señores sidhe a caballo dejaba a los otros y se dirigía hacia nosotros.
Alzó la visera de su yelmo, cuya decoración recordaba a un insecto. Un hada de piel clara y ojos dorados de gato nos miró desde su montura durante un momento, antes de inclinar la cabeza hacia mí y alzar una mano. Los sonidos de la batalla inmediatamente desaparecieron, pum, como si hubiese apagado la radio, y el silencio casi consiguió que perdiera el equilibrio.
—Emisario —dijo el caballero sidhe—. Os saludo a vos y a vuestros acompañantes.
—Saludos, guerrero —respondí—. Debo hablar con la reina Mab cuanto antes.
Asintió y dijo: —Yo os guiaré. Seguidme. Y dad instrucciones a vuestros acompañantes para que bajen sus armas cuando nos acerquemos a su majestad.
Asentí y dije a los que venían conmigo: —Nada de colmillos ni garras a la vista, chicos. Hay que comportarse.
Seguimos al caballero colina arriba hasta la cima, donde el aire era tan frío que te hacía daño. Me arrebujé bien en el gabán mientras sentía como se formaba escarcha sobre mis pestañas. Deseé que al menos el pelo no se me helara y se rompiera.
Mab estaba en lo alto de la colina, sentada sobre un caballo blanco, con su pelo níveo deslizándose en ondas de seda hasta confundirse con las crines y la cola de su montura. Iba vestida con un sayo de seda blanca cuyas mangas y falda caían en suaves curvas hasta el suelo cubierto de niebla. Sus labios y pestañas eran azules, sus ojos tan albos como nubes iluminadas por la luna llena. Su belleza, dura, fría y cruel hizo que el corazón se me parara y el estómago se encogiera en un espasmo. El aire a su alrededor vibraba con energía y brillaba con una fría luz blanquiazul.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró Fix.
Volví la vista atrás. Los lobos observaban a Mab más o menos como Fix.
Meryl la miraba desde una forzada máscara de impasibilidad, pero sus ojos se encendieron con algo salvaje y primitivo.
—Calma chicos —dije, y di un paso hacia delante.
La reina de las hadas me miró y murmuró: —Mi emisario. ¿Has encontrado al ladrón?
Hice una inclinación de cabeza.
—Sí, reina Mab. Es la señora del Verano, Aurora.
Los ojos de Mab se dilataron de tal forma que tuve la impresión de que comprendió todo lo que estaba en juego en aquel mismo instante.
—Bien. ¿Y puedes aportar pruebas?
—Si me doy prisa, sí —dije—. Debo llegar a la Mesa de Piedra antes de la medianoche.
Los ojos vacíos de Mab se alzaron a las estrellas y me pareció ver en ellos una sombra de preocupación.
—Esta noche se mueven con rapidez, mago. —Hizo una pausa y luego susurró, casi para sí—: El tiempo corre en tu contra.
—¿Cómo puedo llegar hasta allí?
Mab negó con la cabeza y contempló el paisaje que se extendía a nuestros pies. Toda una franja del campo de batalla estaba teñida de un repentino brillo dorado. Mab alzó la mano y el aura que la rodeaba relumbró con un fuego cerúleo y el aire se hizo más denso. Una llama salió despedida hacia la luz dorada y ambas chocaron en una lluvia de energía esmeralda que las anulaba a las dos. Mab bajó la mano y volvió de nuevo la vista a mí. Sus ojos se posaron sobre la piedra que colgaba del hilo plateado y de nuevo pareció sorprenderse.
—Rashid. ¿Qué interés tiene él en este asunto?
—Hum —dije—. Desde luego no actúa en representación del Consejo, ni tampoco quiere interferir en nada.
Mab apartó la atención del campo de batalla y me lanzó una mirada con la que claramente me decía que era idiota.
—Eso ya lo sé. El ungüento. Es una receta suya. Lo he reconocido por el olor.
—Sí, él me ayudó a encontrar este sitio. Mab frunció los labios.
—Y bien. ¿Qué es lo que el viejo zorro del desierto tiene en mente esta vez? —Negó con la cabeza y añadió—: Es igual. La piedra no puede conducirte hasta la mesa. La ruta más directa te dejaría en medio del campo de batalla y no sobrevivirías. Tienes que dar un rodeo.
—Te escucho. —Miró hacia arriba y dijo— Quizá sea la reina del Aire, pero estos cielos tienen otra dueña. Titania está en el apogeo de su poder y yo en el ocaso del mío. Por ahí no. —Señaló el campo cubierto de neblina dorada y azul, con remolinos de verde allí donde se encontraban ambos colores—. Y Verano gana terreno a pesar de todo. Nuestro caballero no ha ido a la guerra con nosotros. Ha sido seducido, supongo.
—Sí —dije—. Está con Aurora.
Mab murmuró: —Es la última vez que dejo que Maeve contrate a ningún subalterno. La consiento demasiado. —Hizo una señal con la mano, y bandadas de murciélagos del tamaño de alas delta surgieron a sus espaldas y se lanzaron como una red alada hacia los cielos—. Sin embargo, aún conservamos el río, mago, aunque ahora mismo estamos perdiendo terreno en ambas orillas. Tu madrina y mi hija luchan allí. Si lo alcanzas, te llevará a través de la batalla hasta la colina donde se encuentra la Mesa de Piedra.
—Ir al río —dije—. Vale. Eso lo puedo hacer.
—Los míos saben quién eres, mago —dijo Mab—. Si no les das motivos, no te harán daño. —Entonces apartó la vista de mí y se concentró de nuevo en la batalla cuyos sonidos nos golpearon súbitamente como una ola que rompía sobre nosotros.
Di media vuelta y volví con los lobos y los mestizos.
—Hay que llegar al río —les dije a gritos—. Manteneos siempre en la niebla azul y no empecéis ninguna pelea.
Comencé a bajar la colina, que por lo que yo sé, es la forma más rápida de encontrar agua. Pasamos entre cientos de tropas. La mayoría eran unidades que parecían recuperarse de un primer encontronazo: ogros de piel roja y azul vestidos con cotas de malla de hada se alzaban sobre mí, su sangre parecía casi discreta comparada con el color de su piel y sus armaduras. Otra unidad de gnomos de piel marrón atendía a sus heridos con vendas y una especie de musgo. Un grupo de sílfides se agolpaban en torno a un montón sangriento y apestoso de carroña, peleándose como buitres, con sus rostros, pechos y alas de libélula manchadas de sangre. Otro destacamento, este formado por agotados trasgos, humanoides musculosos de rostros alargados con grandes orejas parecidas a las de los murciélagos, arrastraban a sus muertos y a algunos de sus heridos hasta donde estaban las sílfides, arrojándolos al montón de carroña con gran eficiencia a pesar de sus débiles gritos y aullidos.
Se me revolvió el estómago. Luché contra el miedo y el asco, e intenté bloquear las espantosas imágenes de canibalismo que veía a mi alrededor.
Seguí avanzando, dotando a mis pisadas de una determinación que estaba lejos de sentir. Los lobos seguían mis pasos. Imaginé que aquello debía de ser peor para Billy, Georgia y los demás, ya que todo lo que yo veía, escuchaba y olía, ellos lo percibían con mayor intensidad debido a sus sentidos más desarrollados. Intenté animarlos, aunque no tenía ni idea de si me podían oír a través del estruendo, ni de si les ayudaría, pero me pareció que tenía que hacer algo ya que fui yo quien los había arrastrado hasta aquel lugar. Me coloqué junto a Fix, para ocultarlo las escenas más macabras. Meryl me miró agradecida.
Ante nosotros, la niebla azul comenzó a ceder terreno ante un verde pardo, el acero de las hadas chocaba y arañaba contra el acero de las hadas, y los gritos y sonidos de la batalla se hicieron todavía más fuertes. Pero más importante aún, entre los gritos y los rugidos pude escuchar el murmullo del agua. Estábamos cerca del río.
—¡Muy bien chicos! —grité—. ¡Vamos a correr hasta el río! ¡No os detengáis, no os paréis por nadie! ¡Seguid hasta llegar al agua!
O hasta que algún guerrero os arranque las piernas, pensé.
Y nos sumergimos en la terrible contienda.