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Y ese fue el motivo de que, solo tres días después de aquello, me encontrase leyendo perplejo una carta de Susan.
«No quiero volver a verte nunca más. No hice caso cuando me advirtieron sobre vosotros dos, pero ahora sé que todo el tiempo que hemos estado saliendo juntos tú has estado haciendo el amor con ella. Pronto me iré al extranjero, así que no tiene sentido que me escribas o que telefonees. Has sido muy malo conmigo y lo que más me duele es que me has estado mintiendo todo el tiempo. Supongo que pensaste que era demasiado joven y tonta para hacerte feliz. Tal vez lo fuera; pero ahora siento que he crecido. Espero que seas feliz y que consigas todas esas cosas que tanto deseas. No estoy enfadada contigo, solo triste y dolida, como si hubiese muerto alguien a quien quería.»
Era una carta bien escrita, y todo lo que decía estaba bien considerado; se trataba de la primera carta que recibía de ella o de cualquier otra mujer. Por un lado, fue un alivio: ya no estaba obligado a gastar ni siquiera aquel chelín figurado; todo mi capital físico y emocional podía dirigirse por fin a Alice. El asunto quedaba convenientemente zanjado y era bastante halagador, además, que yo fuese la razón de su tristeza. Como si hubiese muerto alguien a quien quería. Anoté mentalmente la frase. Expresaba el hecho de que ella me había amado, de que todo había terminado y de que estaba de lo más afligida por ello, y todo ello sin rebajarse a insultos o incluso a amenazas de suicidio. Era la carta de una genuina Grado Dos; ninguna una mujer de mi propio grado —aun suponiendo que llegase a escribir una carta— habría podido plasmar una nota de modo tan inocente, tan digno, tan elegiaco.
Sonriendo, abrí la carta de Charles.
«Has de saber que estoy felizmente establecido en Londres, aunque hasta ahora he sido incapaz de dar con una de esas viejas y ricas protectoras que, por lo que se me ha dado a entender, abundan en el lugar. De todos modos, ahora estoy enredado con una Bibliotecaria Infantil, una pequeña y deliciosa Grado Cinco —puede que Cuatro—, inteligente (al menos, está de acuerdo con todo lo que yo digo), juraría que no demasiado manipulada y, para mi gran gozo y sorpresa, con un papi que es Director General. Por cierto, se trata de una empresa pequeña, y papi tiene tres hijos, unos botarates los tres y bastante borrachos, que están continuamente despilfarrando la fortuna del viejo: uno está en Oxford, otro es escritor y tiene una asignación más que generosa, y el mayor anda en el negocio y gana un salario demasiado elevado para mi gusto. Ninguno se preocupa lo más mínimo por la pobrecita Julia, pero en mí la chica tiene a un abnegado defensor, de eso puedes estar seguro».
«Pero eso no es lo que quería preguntarte. Antes de que la oscura noche del matrimonio caiga sobre nosotros —o en cualquier caso, sobre mí—, ¿qué tal si nos vemos estas vacaciones en Dorset? Me han ofrecido una casita de campo en Cumley, que está en la cabecera de una pequeña cala cerca de Lulworth. Roy Maidstone compartiría gastos con nosotros y podríamos pasar una quincena pescando, nadando, bebiendo y, espero, haciendo salidas pecaminosas a la caza de las fulanas locales las cuales, según se comenta, son estúpidas, cariñosas y apasionadas y huelen a heno y a madreselva».
«La única pega es que el sitio solo está disponible desde el 20 de junio hasta el 11 de julio, pero Roy y yo no podremos bajar hasta el 24. Son solo cuatro días, lo sé. No será tan rentable pero le estoy dando vueltas... Tú dijiste que te podrías marchar el 20, así que si quieres adelantarte a nosotros y confeccionar una lista de vírgenes idóneas y de lugares de interés turístico y demás, la pequeña residencia pintoresca es toda tuya. O bien puedes quedarte en mi alojamiento, de ti depende...»
Volví a sonreír. Alice y yo llevábamos tiempo haciendo vagos planes de hacer una escapada juntos, aunque fuera de una sola noche. Ella iría a visitar a una vieja amiga de Londres en julio. George viajaría al Continente por negocios.
—Se te ha enfriado el té, Joe —dijo la señora Thompson. —Estaba pensando en mis vacaciones.
Me sirvió una nueva taza de té.
—¿Ya lo has resuelto todo?
—Sí —dije—. Es extraño, pero siempre que quieres algo lo consigues.
Sobrevino un cambio en la compostura feliz de su cara. Yo había visto algo parecido antes: la Tía Emily tenía aquel aspecto durante las pesquisas judiciales tras la muerte de mis padres. Era una cara anciana la que me miraba, una cara que sabía demasiado acerca del amor, del amor auténticamente humano, tan prosaico como los lunes húmedos y tan necesario como los salarios, que conocía demasiado bien el dolor que se intuye en la manera de hablar, como los hechos probados del policía que presenta evidencias; la señora Thompson lo supo todo sobre mí en aquel momento, vio a través de la carne de mis palabras y en el interior del cráneo detrás de ellas.
—Siempre consigues lo que quieres cuando eres joven —dijo—. El mundo entero conspira para darte cosas...
Entonces volvió a ser ella misma otra vez, y yo volví a estar fuera de aquel juzgado en 1943, con su olor a lana húmeda, a tinta seca y a suelos de piedra, con el forense que escuchaba a Tía Emily con una mirada aburrida en su gorda cara. Me hallaba de vuelta en la sala principal, con el sol centelleando sobre la encerada mesa de roble y con Eagle Road afuera tan reluciente y bamboleante como un bebé recién bañado.
Cuando llegué la oficina estaba llena de gente estrechándole la mano a Tom Harrod. Tom era el Funcionario Auditor Jefe, llevaba gafas y, aunque apenas rozaba la treintena, ya estaba calvo. Tenía el clásico gesto encorvado del tipo sedentario y la cara muy pálida; supongo que tenía todos los atributos normales de un ser humano, pero a mí siempre me dio la impresión de que había venido incluido en una nueva remesa de material de oficina, o como parte de una donación navideña, en el lugar de una agenda de mesa o una escribanía.
Me uní a la congregación.
—¡Felicitaciones! Serás un buen Subdirector Tesorero. ¿Cuándo partes hacia el sur?
—¡Alto ahí! —dijo él—. Aún no he dejado el puesto. —Plantó la mano en el hombro de Teddy—. Espero que seas capaz de arreglártelas sin mí.
Teddy adoptó un aire de suficiencia. No le pegaba. Cuando Tom se marchó y nos quedamos a solas, dijo:
—¿Vas a solicitar el puesto, Joe?
—No se consigue un Grado Cuatro hasta que se es demasiado mayor como para disfrutarlo —respondí—. Aparte, no merece la pena la responsabilidad añadida.
—Creo que de todos modos yo haré el intento —dijo.
—En cualquier caso tú estás mejor situado que yo. Llevas aquí más tiempo. —Llevaba allí más tiempo que yo; pero no era tan bueno como yo, y lo sabía—. Al principio te sitúan en el Grado Tres —le dije—. Hay algo en los Grado Cuatro que les aterroriza.
—Cualquier cosa me vendrá bien —dijo Teddy—. ¿Sabías que voy en serio con June?
—No podría irte mejor. —Tuve una repentina sensación de pérdida, y después sentí como si se levantasen barreras entre mí y el resto del mundo—. Te deseo suerte, Teddy. Tanto con ella como con el puesto.
—¿Estás seguro de que no te importa que haga la solicitud?
—¿Por qué demonios habría de importarme?
—Yo sería tu superior.
—Tom nunca me molestó mucho.
—Me han dado el soplo de que Hoylake está reorganizando.
—Ya lo sabía desde hacía mucho —dije. Miré las filas de archivos, los tinteros rojos y negros que el botones debería haber despejado el día anterior, el almanaque con la foto de la chica parecida a Susan y la bandeja llena de facturas en mi pupitre. Cada cosa se convirtió en parte de un desierto terriblemente acogedor y, al menos, pensé mientras volvía la espalda al calendario, el espejismo ya no me engañaría más—. Lo sabía hacía mucho —repetí. Dejé caer la mano pesadamente sobre el hombro de Teddy y se lo retorcí en una burla amistosa hasta que hizo una mueca de dolor—. Sigue así, Teddy.