9

Después de aquella tarde estuve deprimido durante un tiempo. No era una depresión tangible, sino más bien como la tristeza propia de esos días de colada en que te despiertas descubriendo que el cheque de setenta y cinco mil libras, tan convincente que hasta llevaba un sello de dos peniques, era, después de todo, producto de un sueño.

Solo empecé a sacudirme en cierto modo la depresión al lunes siguiente, cuando fui a los Intérpretes. Hay una atmósfera en los ensayos de teatro que es tan reconfortante como el clavo para el dolor de muelas. Es una atmósfera polvorienta, seca, da escalofríos y a veces se asemeja a una enorme reserva de silencio en la que todas tus palabras caen en plancha; pero al mismo tiempo resulta cálida, acogedora y privada como un cuarto infantil, y en ella cada actividad, aunque solo sea la de esperar tu entrada, es importante y excitante; cada momento se te ofrece como un bollito caliente con mantequilla.

Cuando Alice llegó y se sentó junto a mí la sensación placentera aumentó. Me hacía sentirme reafirmado, protegido como un niño. Podía contarle cualquier cosa y estar seguro de que ella lo entendería. Era lo mismo que cuando el Zombi Eficiente se mostraba más retorcido de lo habitual; sabía que después vería a Charles y podría desahogar toda mi ira y humillación acumuladas. Salvo que nunca había albergado el menor deseo de desnudar a Charles mientras que —me di cuenta con sorpresa—, a Alice sí que quería desnudarla. Estaba enfadado conmigo mismo solo por pensarlo. Me sentí tan culpable como si se me hubiera apetecido tener contacto carnal con la señora Thompson. Sinceramente, no deseaba estropear la relación que se estaba fraguando entre nosotros; podía conseguir sexo en cualquier pub o sala de baile, pero no la amistad que Alice me había brindado desde el primer día en el St. Clair. Había llegado a nosotros rápida y tranquilamente, y a la vez sin prisa. Ella y yo no solo podíamos hablar de cualquier cosa, sino que podíamos sentarnos juntos en silencio y sentirnos satisfechos simplemente con eso.

—Me alegro de verte —dije. Este era el habitual saludo de los Intérpretes; pero yo lo dije de corazón.

—Yo también me alegro de verte, Joe. —Cuando sonrió noté que tenía una mota de caries en uno de sus incisivos superiores y que otro parecía ser más empaste que diente. Su dentadura no estaba mejor que la mía, y este hecho me proporcionó una especie de extraña afinidad, como si ambos padeciésemos la misma enfermedad. Era una semejanza que nunca podría compartir con Susan: me encantaba mirar sus dientes, blancos, pequeños y regulares, pero siempre me provocaban una incómoda sensación de inferioridad.

—Ya me sé mis frases —dije—. Y podría recitar el Cantar de los Cantares casi del revés. ¡Qué lujo!

—No dejes que Ronnie vea que disfrutas o te cortará el papel.

—Les sorprenderemos a todos —dije.

Cuando me tocó intervenir con mi parte no me limité a caminar dentro del escenario sino que hice una entrada. Se suponía que debía quedarme de pie mirando a Herbert y a Eva durante un momento antes de hablar; hasta entonces siempre me había hecho un lío con aquello, o alargaba el silencio demasiado o bien lo acortaba en exceso. Aquella tarde, sin embargo, la sincronía fue perfecta: supe instintivamente que una fracción de segundo menos le habría quitado el sentido y una fracción de más habría dado la impresión de que necesitaba un apuntador. Y sabía que la razón de mi silencio era que deseaba intensamente a mi amante en la obra y que estaba frustrado como un toro en primavera amarrado a un poste. Todo encajaba en su sitio, no había posibilidad de que me equivocase. Cuando intervino Alice sucedió algo que es raro entre aficionados: logramos darle a la escena el tempo exacto. Me encontré pensando, o más bien sintiendo, que en unas partes debía ir lentamente y en otras más rápido, y que la lentitud y la rapidez no tenían por qué derramarse de golpe, sino que debían desplegarse con suavidad. Y por primera vez en mi vida fui consciente de mi cuerpo y de mi voz sin ninguna presunción, como si fueran meros instrumentos. Alice y yo éramos un equipo. Para mí ella no era ni más ni menos que lo que la enfermera de una obra de teatro es al cirujano: ella no era Alice Aisgill, a quien acababa de desear quitarle la ropa, era Sybil, a la que ya había desnudado en el otro mundo, compuesto ahora por bastidores apilados, marañas de cuerdas y cables con olor a pintura nueva.

—Has estado muy bien esta noche —dijo Alice más tarde mientras nos montábamos en el Fiat.

—No tan bien como tú —respondí. Giré la llave de contacto. Sus elogios eran como el brandy para mi autoestima. El motor arrancó de inmediato, aunque normalmente se resistía. A menudo deseo haber podido detener mi vida en aquel momento: el coche deslizándose hacia abajo con calma por la callejuela, con todas aquellas farolas de gas bañando los adoquines de luz naranja, y los olores del East Warley tirando de mí para reclamar mi atención, como niños en el cumpleaños de su padre —la malta, el característico tufillo a quemado de las ruedas de los molinos, el pescado friéndose, ese maravilloso olor a pan con mantequilla que llegaba de algún espacio abierto cercano—; y luego, en el interior del coche, la masculinidad del acero, del petróleo y del cuero cálido, y lo mejor de todo, Alice, su perfume a lavanda y su propio olor personal tan almizclado como las pieles y tan fresco como las manzanas.

Salimos del barrio demasiado rápidamente. Era la parte de Warley que más llegó a gustarme; aquella tarde parecía como si se estuviese celebrando por doquier una invisible fiesta callejera: cada casa era mi hogar y la gravilla de arenisca renegrida parecía tan suave como la amabilidad. Recuerdo que las cortinas de una casa no estaban corridas del todo y tras ellas pude distinguir la silueta de un joven en albornoz que le hacía cosquillas en la cintura a una chica pelirroja. Supuse que no llevarían casados mucho tiempo y los observé con ternura, como diciendo: «Benditos seáis, hijos míos», sin apenas rastro de lo que Charles solía llamar «la mirada pantanosa del porquerizo».

Incluso la larga monotonía de Sebastopol Street, sin un solo edificio salvo por las Factorías Tebbut's, parecía haberse convertido en parte integrante de mi felicidad. El sonido de los telares llenaba el aire, un chasquido sonoro que no se asemejaba a un sonido potente normal sino a uno pequeño pero deliberadamente amplificado para aturdir al que pasara. La luz fluorescente que iluminaba el interior y la luz diurna, propia de resacas y ejecuciones, hacía que los trabajadores en sus telares pareciesen los habitantes de un vasto acuario; pero yo podía transformarlos a ambos, al ruido y la luz, en prosperidad, en matrimonio y carne y baile.

Cuando llegamos a Poplar Avenue pude reírme ante la casa de Susan sin ira ni frustración. Me la imaginaba sentada ante un tocador de nogal pulido, frente a un revoltijo de cepillos de plata y caros frascos de perfume. La alfombra blanca sería tan profunda que los pies se le hundirían hasta el tobillo y las sábanas de su cama serían de seda. Habría un montón de fotografías, pero no del tipo barato que parecen haber captado deliberadamente a las personas en posiciones tan poco naturales que de mantenerlas por más tiempo les habrían producido lesiones físicas. Serían lo mejor de lo mejor, fotografías de no menos de una guinea, el trabajo de profesionales que podían transformar lo bonito en bello, lo pasable en bonito y lo feo en interesante. Rodeada por estas satinadas piezas de bienestar, Susan se estaría cepillando el pelo, tan liso y brillante como el ala de un mirlo, sin pensar ni desear nada, sin hacer planes, sino simplemente siendo ella misma.

Otra vez me sentía como si formara parte de un cuento de hadas. Encontraba un placer melancólico en su inaccesibilidad. Apenas podía creer que hubiera pensado en casarme con ella: parecía la loca profecía de alguna vieja bruja. Agradecía que ella existiese, al igual que agradecía que existiese Warley. La carretera crujía por las hojas muertas, el aire era humeante y dulzón, como si toda la tierra ardiese en su fragancia como un cigarro puro; sentí de pronto que algo maravilloso iba a suceder. La sensación era suficiente en sí misma. No esperaba ningún resultado material de ella. Me sentí bendecido por el gesto; la vida no se suele molestar en hechizarnos una vez que se ha pasado la niñez.

—Estás sonriendo —dijo Alice.

—Soy feliz.

—Dios mío, ojalá yo lo fuera.

—¿Qué pasa, cielo?

—No importa —dijo ella—. Es demasiado sórdido y aburrido para explicarlo.

—Necesitas un trago.

—¿Te importa si no vamos? —Rió—. No parezcas tan desilusionado, encanto.

—¿Quieres ir a casa?

—No especialmente. —Encendió la radio del coche. Una banda de música tocaba La Entrada de los Gladiadores; la increíble pomposidad de la pieza parecía levantar el minúsculo coche en volandas.

—Me gustaría ir a Sparrow Hill —dijo ella.

—Hará frío ahí arriba.

—¡Pues eso es lo que quiero! —replicó con vehemencia—. Ir a algún lugar frío y limpio. Sin gente, sin nada de asquerosa gente...

Giré el Fiat hacia Sparrow Hill, estrecha, serpenteante, empinada, con campos y sembrados a los lados, la carretera se estiraba hacia la negra distancia infinita. Alice apagó la radio tan bruscamente como la había encendido y no hubo otro sonido más que el leve zumbido satisfecho del Fiat y el gemido del viento sobre el tendido telefónico.

—Muy, muy lejos, están las tierras donde viven los Jumblies. Tienen las manos verdes y los pies azules, y se fueron al mar por un desagüe...

Su voz era distraída y hubo algo en su tono que hizo que se me erizase el pelo de la nuca por un segundo. En la media luz podía ver su perfil, con la nariz recta y la barbilla que proyectaba una sombra demasiado pesada y empezaba a caerse; pude percibir su perfume de nuevo, también, pero esta vez el olor no era parte de la tarde, sino la tarde entera.

Los prados y los bosques de la ladera de la colina daban paso a la planicie de los Páramos de Warley; un poco más adelante se veían las viejas fábricas de ladrillos y, junto a ellas, Sparrow Hill se alzaba violenta y abruptamente en la llanura.

Había una carretera de tierra junto a las fábricas; paré el coche frente a la caseta de chapa ondulada que se levantaba en la cima. La puerta estaba clausurada con tablas y todas las ventanas estaban rotas; mientras la miraba y contemplaba el gran horno de ladrillos desmoronado que la dominaba desde arriba como si fuera un iglú rojo sentí una melancolía que no era del todo desagradable, aunque por lo general no me gustan demasiado los lugares muertos, y prefiero mirar a una próspera fábrica que la más bella ruina. Aquí, en los páramos, era diferente: como si alguien hubiera estado practicando algún extraño juego con esos ladrillos y el hierro ondulado, abandonándolos en aquel punto como testimonio de la existencia humana.

—Aquí estamos demasiado a la vista —dijo Alice—. Tuerce a la izquierda detrás de la colina.

Sparrow Hill se hallaba a unas doscientas yardas de distancia de la carretera; el lado que daba a esta parecía desnudo salvo por una hierba baja mordisqueada por las ovejas. Sin embargo, la otra ladera estaba cubierta por arbustos y helechos, y en su base había un gran hayedo.

—Sigue por la carretera —dijo ella—. ¿Ves los arcenes de cemento? Terminan justo después de aquella granja de la derecha. Iban a construir muchas casas en Sparrow Hill, pero todo quedó en nada.

Paré al abrigo de los árboles. Mi corazón latía con fuerza y cuando le di un cigarrillo a Alice me temblaba la mano. Aquí estamos demasiado a la vista: sabía exactamente lo que implicaban aquellas palabras. Y a la vez, de algún modo, yo no quería que implicasen nada. Quería posponer lo que iba a suceder enseguida: me encontraba en la frontera de un nuevo territorio, y eso me asustaba. Alice era mucho más que un par de muslos deseables y exigiría algo más que un alivio rápido. En aquel momento no lo vi tan claro; pero desde luego recuerdo que pensé que me sentía exactamente igual que la primera vez que estuve con una mujer —una gordita de las WAAF cuyo nombre he olvidado— a los dieciocho años.

Así que hablé con ella. Hablé sin parar y no recuerdo de qué. Era como si estuviese soltando un discurso: me disponía a cruzar una especie de promontorio que alteraría toda mi vida y yo no estaba seguro de querer que eso sucediera. Entonces dejé de hablar; o, más bien, mi voz se retrajo al silencio por su cuenta. La miré. Alice sonreía con esa expresión tensa, casi dolorosa, que yo había notado ya cuando cenamos en su casa. Juntaba las manos sobre las rodillas y tenía la falda retirada por encima.

Me incliné hacia ella.

—He estado pensando en ti toda la semana. He soñado contigo, ¿sabes?

Alargó la mano y me la puso en la nuca. La besé. Sus labios sabían a tabaco y a dentífrico; se sujetaban de forma húmeda y relajada contra los míos de una forma enteramente nueva para mí, completamente diferente de sus secos y leves besos en el escenario. Sentía sus pechos asombrosamente rotundos y llenos contra mi cuerpo; parecía mucho más joven, mucho más femenina y suave de lo que nunca hubiera imaginado.

—Estoy completamente retorcida —dijo—. Este coche es totalmente moral.

—Salgamos fuera —dije con voz ronca.

Me besó las manos.

—Son bonitas —dijo—. Grandes, rojas y brutales... ¿Me darás calor?

Recuerdo aquellas palabras especialmente. Eran vacías y vulgares, no combinaban bien con lo que poco después tendría lugar en la espesura del bosquecillo de hayas; pero fueron las palabras que pronunció Alice, y yo las preservo como las reliquias de un santo. A pesar de ello ninguno de los dos sintió un especial placer físico aquella noche: hacía demasiado frío, yo estaba demasiado nervioso, nos hicimos un lío con los botones, las cremalleras y los tirantes. Fue mejor cuando acabamos, como tomarse una taza de café realmente bueno y fumarse un habano después de una comida guisada a toda prisa pero que uno necesitaba con urgencia. La noche era clara, coronada de estrellas; a través de un hueco en la copa del árbol podía ver colinas distantes. Besé a Alice en la pequeña caída del pelo justo sobre la sien. En ese punto, el cabello siempre me parece oler distinto al del resto de la cabeza, es vulnerable y suave: como de bebé. Ella se apretó más firmemente contra mí.

—Eres todo calidez —dijo ella—. Mi querido abrigo. Me gustaría dormir contigo, Joe. Dormir de verdad, es decir, en una cama grande con un colchón de plumas, barrotes de latón y una palangana de porcelana debajo.

—No te dejaría dormir —dije, sin entenderla.

Ella se rió.

—Dormiremos juntos, cielo. Te lo prometo.

—Nunca me había pasado esto —dije.

—Tampoco a mí.

—¿Sabías que esto iba a suceder?

No respondió. Después de un momento dijo:

—Por favor, no te enamores de mí, Joe. Seremos amigos, ¿vale? ¿Amigos íntimos?

—Amigos íntimos —dije.

Cuando arranqué el coche de vuelta ella se mantuvo silenciosa, pero estuvo sonriendo todo el trayecto; tal vez solo era un efecto de la luz, pero su pelo parecía resplandecer por sí mismo. Conduje rápido a lo largo de la estrecha ondulación de Sparrow Hill Road, tomando las curvas como si marchara sobre raíles. No podía desviarme; parecía que el coche tuviera un motor de dos litros bajo el capó en vez de uno de algo más de medio.

Yo era un demonio: era el amante de una mujer casada, salía con la hija de uno de los hombres más ricos de Warley, no había ni una maldita cosa que no pudiera hacer. Podrían decirse muchas cosas acerca de mí cuando era más joven, pero desde luego no estaba de vuelta de todo.

Un lugar en la cumbre
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