6

Aquella tarde tuvo lugar la primera lectura de Meadowes Farm. Cuando llegué a los Intérpretes, el productor, Ronnie Smith, ya estaba allí. Trabajaba en un banco, aunque a primera vista nadie lo hubiera pensado. Llevaba unos zapatos de ante verde, unos pantalones de franela muy viejos, un suéter amarillo con cuello marinero y una chaqueta de golf; con su cara arrugada y el pelo engominado escaso en las sienes parecía más bien un actor de mediana edad, aunque supongo que era eso precisamente lo que pretendía.

—¿Cómo va eso, Joshua? —dijo, o más bien gritó, como parte de su pose teatral—. ¡Dios, tienes un papel magnífico! De otro mundo —repitió la frase paladeándola—. Sí, de otro mundo. ¡Tendrás que trabajar duro, dios, tendrás que trabajar!

—Lo estás asustando —dijo Eva, que justo acababa de entrar con Alice—. El chaval ha venido a pasarlo fetén, ¿no es así, encanto?

—Hola, Eva —dije—. Hola, Alice. Debo decir que tienes una pinta de lo más seductora.

—Muy amable de tu parte —respondió—. En realidad me encuentro fatal. —Su voz no sonó muy amistosa; desde luego no sucumbió instantáneamente a mis encantos.

Si la comparabas con Eva, que tenía una complexión sana y una vitalidad jactanciosa, era cierto que Alice parecía de hecho algo pálida y fatigada. Poseía unos rasgos finos y el pelo de color miel; en aquel momento lo llevaba recogido en un moño. Tenía una angulosa figura de modelo. Sus pechos, sin embargo, parecían fuera de lugar; sobresalían desafiando a la gravedad en el jersey blanco que llevaba puesto. De algún modo esto me atrajo más que su firmeza; era una garantía de realidad. Pude imaginarme tocándolos.

Logré reprimir el pensamiento. No tenía ningún sentido. Recordé a Eva frotándose contra mí: «Eres maravilloso, tenemos que hacer algo, nos escaparemos». Y de lo que me había servido. Me acordé de Susan en la última Velada Social: Jack no la perdía de vista y la hizo desaparecer rápidamente llevándola derechita a casa en un brillante MG nuevo. Alice no era para mí; más me valía abandonar la idea antes de que cobrase consistencia en mi interior.

Observé al resto del reparto. Herbert Downs era propietario de un pequeño telar; el padre de Johnny Rogers tenía un negocio de carbón, el de Anne Barlby poseía tres tiendas de comestibles. Jimmie Matthews, el más joven, asistía a clases en la Escuela Técnica Superior de Leddersford; Jimmie iba a ayudar a su padre con el negocio de la familia, al igual que, sin duda, lo haría Johnny. El hermano mayor de Anne también estaba aprendiendo en el negocio de abastos, desde abajo, como cualquier otro. Anne iba a la Escuela de Arte de Leddersford, lo que la apartaría de hacer travesuras hasta que se casase, probablemente con Johnny; el negocio de su padre se estaba expandiendo rápidamente bajo el perverso gobierno Laborista. Todos tenían más dinero que yo, pero no eran grandes fortunas. Era demasiado fácil alcanzar su nivel, por lo cual no me imponían demasiado respeto. Los vi gesticular con libertad pero entrecortadamente mientras hablaban con sus mejores acentos sobre La Dama no está para pasiones ardientes,12 y los abucheé mentalmente, como un recién llegado de buena familia que observara a los comerciantes hacer sus mejores imitaciones. Pero mi sensación de superioridad duró poco; la primera lectura fue muy mal. Tal vez porque aún estaba irritado por Eva y por Susan, me hice un espantoso embrollo con mis frases, pronunciando mal las palabras más simples y enfatizando de manera incorrecta casi todas las frases. Tuvimos que parar un momento cuando me referí por error al braguero de un peón caminero en lugar de a su brasero; me uní a la carcajada, pero hacerlo me supuso un esfuerzo considerable.

—D’Eón cabalga de nuevo13 —dijo Alice—. Menuda idea; vicios eróticos entre las clases trabajadoras. —Me hablaba directamente a mí.

—Yo pertenezco a la clase trabajadora —dije enfurruñado—. Y no necesitas explicarnos tu pequeña ocurrencia. Lo sé todo sobre el Chevalier. Leí un libro una vez...

Se sonrojó.

—No deberías... —comenzó, y a continuación se detuvo—. Pero ya te lo diré luego. —Me sonrió y entonces se giró, volviendo al guión.

La estuve mirando todo el rato durante el resto de la obra. En algunos momentos, cuando no estaba leyendo su papel, parecía poco atractiva, incluso fea: su barbilla era pesada y carecía de forma definida, y las líneas de su frente y del cuello parecían haber sido marcadas a cuchillo. Pero cuando actuaba, su cara volvía a la vida: no es que te hiciera olvidar sus defectos sino que estos se volvían entrañables y excitantes. Conseguía que el resto de las mujeres pareciesen entre anticuadas y desaliñadas; Eva también, según noté con sorpresa.

Cuando hubimos terminado, Ronnie se sentó, mirándonos de hito en hito. Mientras lo hacía chupaba su pipa ruidosamente y se entretenía con un manojo de notas y un portaminas Eversharp de oro.

—Tendremos que trabajar muy duro, gente. La obra es mucho más sutil de lo que parece. —Se sacó la pipa de la boca y me apuntó con la boquilla—. Joe, recuerda que eres un honesto y simple granjero. Y, por dios santo, ten cuidado con las, ejem, prendas interiores femeninas. —Todos, excepto yo, dejaron escapar una risita—. De hecho, deberías quitar esa parte.

—Ten cuidado, Joe —dijo Eva—. A Ronnie le encanta meter cortes. Si no tienes cuidado te quedarás sin papel.

Ronnie le lanzó una mirada fulminante.

—¡A todas las obras les sobra la mitad! —dijo.

—Se cree Orson Welles —murmuró Alice a mi oído.

—Muy bien, gente —dijo Ronnie—. Es suficiente por esta noche. Ahora Herbert y yo trataremos de darle algún sentido al encendido argumento del autor.

—¿Te apetece un café? —le pregunté a Alice cuando se levantaba.

—No, gracias.

Al diablo contigo, pensé, y giré sobre mis talones.

—Aunque puedes invitarme a una cerveza.

—¿En el Clarence?

—Habrá demasiados Intérpretes allí, ¿no crees? Demasiado limpio y bien iluminado. Pronto instalarán neones. El St. Clair es mucho más agradable. Es oscuro y huele a asado y a velas.

Su coche, un Fiat 500 verde, estaba aparcado fuera. Abrió la cerradura de la puerta derecha y entonces dudó.

—¿Conduces?

—Aunque parezca raro, sí —respondí.

—No seas tan endiabladamente susceptible.

—No estaba siéndolo.

—Ya lo creo que sí. Solo pensé que tal vez te apetecería conducir. La mayoría de los hombres odian ir de pasajeros de una mujer. De todos modos yo conduzco fatal.

No dije nada; me senté en el asiento del conductor y le abrí la otra puerta.

Era agradable volver a conducir un coche, y no es que hubiera tenido uno propio antes. Aprendí a conducir en la RAF: compartía un Austin Chummy con otros tres de la tripulación. En cuanto metí la primera marcha estaba otra vez conduciendo a través de la llana desolación de Lincolnshire con un cajón de cervezas en el asiento de atrás y Tommy Jenks dirigiendo el coro de Cats on the Roof-Tops o In Mobile o Three Old Ladies. Sentí nostalgia de aquellos días, cuando podía permitirme gastar cuatro libras a la semana en cerveza y cigarrillos, y los galones eran el pasaporte perfecto para las bebidas gratis y las mujeres de alta gradación. El Austin no estaba para muchos trotes —y no era de extrañar, tras diecisiete años de maltrato continuado—, pero una cuarta parte de él me pertenecía. Tommy lo estrelló en lo alto de North Finchley Road, y junto a él, se llevó por delante a una cabo de las WAAF14 y al soldado que conducía el jeep contra el que chocó.

—Estás muy pensativo —dijo Alice—. Pareces un gángster con ese sombrero, ¿lo sabías? ¿Puedes girar aquí a la derecha?

—¿Dónde estamos?

—Casi en St. Clair Road. En realidad el pub está de camino a mi casa.

—Vives justo en la Cumbre, ¡cómo no! —Debió de haber algo de desdén en mi voz; vi su mueca, y me pregunté qué demonios me pasaba.

—Vivo en Linnet Road —dijo—. Yo no elegí la casa, aunque me parece muy agradable. Tú vives en Eagle Road, ¿verdad?

—Me hospedo allí —le respondí.

Bajábamos por Poplar Avenue. De una casa grande a nuestra izquierda llegaba un resplandor de luces y música. Había una verja medio abierta en el alto muro; vislumbré el brillo del agua y un bordillo blanco.

—¡Dios mío! —dije—. Una piscina.

—Ahí es donde vive Sue Brown —dijo Alice—. Esta noche es su fiesta de cumpleaños.

—Mejor para ellos —dije—. Supongo que Jack está invitado. Si es que puedo referirme a él con esa familiaridad.

Alice fingió no haberme oído.

—Gira aquí a la izquierda —dijo.

Bajamos por una calle estrecha que desembocaba en una glorieta. En este barrio las casas eran más pequeñas; la gran mansión en lo alto de la carretera era el último bastión del mundo de las piscinas privadas, los álamos y los M.G. nuevos. La zona de la clase trabajadora junto a la estación se extendía más lejos de lo que yo había pensado, penetrando entre Poplar Avenue y el humo del valle como un escudo. Un breve tramo de escalones de piedra nos llevó desde la plazuela a una calle de gravilla tan recta como una regla. El St. Clair estaba en el extremo más cercano a la plaza, bajando un callejón.

Tal y como Alice había dicho, olía a asado y a velas. La pequeña sala tras la barra estaba vacía, salvo por dos ancianos acurrucados junto al fuego. Había dos grabados antiguos de Warley colgando de las paredes y una fotografía de la casa con su tejado arrancado por el torbellino de 1888. El resto del espacio estaba ocupado por arreos de caballos en latón reluciente y calientacamas. El asiento corrido alrededor de las paredes estaba tapizado en cuero y bien acolchado.

Alice miró en torno con satisfacción.

—Esto es lo que yo llamo una guarida —dijo—. Tan endemoniadamente acogedor que resulta casi siniestro.

El dueño, un tipo delgado con el pelo gris, entró arrastrando los pies.

—Buenas noches, señora Aisgill. Buenas tardes, señor. ¿Qué les traigo?

—Prueba la Añeja —dijo Alice—. Es auténtica cerveza, ¿verdad, Bert?

—Una bebida estupenda, señora Aisgill —dijo con su lúgubre voz profunda—. Una bebida hermosa.

La verdad es que era una cerveza muy buena, oscura, dulce y suave. Se estaba caliente y tranquilo en la Guarida y me agradaba la compañía de Alice; no sentía el impulso de cortejarla, y por tanto no tenía ningún temor al rechazo. Le ofrecí un cigarrillo. Cuando estoy muy nervioso hasta se me olvida fumar; era mi primer cigarrillo de esa noche y el tabaco me supo agradablemente fuerte, casi acre, que es como más me gusta.

—Mira, Joe —dijo Alice—. Vamos a trabajar juntos, así que deberíamos dejarlo todo claro entre nosotros. Por Dios santo, no estés resentido. No estuvo bien lo que te dije cuando los otros estaban alrededor, pero fuiste asquerosamente ofensivo conmigo. ¿Acaso tienes algún complejo de inferioridad?

—No —murmuré.

—¿Y qué es entonces?

—Creía que estabas haciéndote la Gran Dama de la Mansión conmigo, eso es todo. Mi padre no tuvo un trabajo de ingeniero o una fábrica, pero eso no quiere decir que nunca haya leído nada o que no sepa conducir un coche.

Era consciente de que esta no era una explicación adecuada, porque en realidad no estaba enfadado con Alice en absoluto.

—Pero Joe, querido —dijo—, ¿a quién le importan esas cosas? A mí no. A los Thompson tampoco. Ni a Eva. —Frunció el ceño—. Es por Eva, ¿no? Se insinúa a los hombres jóvenes y luego se hace la mojigata y la formal. Es una coqueteadora nata, nunca cambiará. Ya sabes, no me sorprendería si... No, será mejor que me calle.

Pedí más cerveza.

—Ahora que has empezado, deberías soltarlo.

—No me sorprendería que no le hubiese dicho nada a Bob sobre sus peripecias con hombres jóvenes. Son de lo más desabridos, esos dos. No la tomarías en serio, ¿verdad?

—Depende de lo que entiendas por serio.

—Lo mismo que entiendes tú, encanto.

—Dios mío, no. Ni por un momento. —Reí—. Habría sido un estúpido. —Entonces recordé mi principal motivo de queja—: Jack Wales —dije— se portó de una forma completamente condescendiente conmigo, hablándome de cosas de oficiales, olvidando mi nombre mientras hablaba con él...

—Pronto regresará a la Universidad —dijo ella—. Además ese no es el motivo de que estés enfadado con él. Ha marcado el territorio para llevarse a Susan. Es por eso, ¿verdad?

No respondí. Solo me preguntaba cómo habíamos llegado a ese punto. Estaba hablando con ella con tanta libertad como lo habría hecho con Charles; cuando caí en la cuenta me sentí bastante desconcertado.

—¿No es por eso? —insistió.

—De acuerdo. Ese es el motivo. Simples celos. Es como si las personas como él se llevaran todo lo valioso amparados en alguna clase de derecho divino. Lo he visto con demasiada frecuencia.

—Me dan ganas de abofetearte —dijo ella—. Ella no está comprometida con él, ¿no? Tú tampoco estás casado, ¿no es así? ¿O es que acaso le tienes miedo? ¿Por qué no llamas por teléfono a la chica y la invitas a salir?

—No se me había ocurrido —articulé débilmente.

—Más te vale sentir lástima de ti mismo —dijo—. En vez de hacer algo al respecto te cruzas de brazos. ¿O es que crees que Jack es superior a ti?

—¡No!... —dije—. De todas formas daría lo mismo que fuera o no superior si finalmente resultara que ella le quiere. Está acostumbrada a tenerle cerca, eso es todo... Yo sé que podría interesarse por mí. Por eso estoy tan molesto. Supongo que piensas que soy un engreído.

—No —respondió ella—. Más bien joven y terriblemente inexperto. Si esa es la sensación que te da ella de forma directa, instintiva, entonces debes de tener razón.

La creencia en la intuición no es exclusivamente mía, pero oírselo decir me hizo sentir que no podía ocultarle nada.

Miré mi vaso vacío.

—No puedo beber a base de medias pintas —dije, y rebusqué dinero en mi bolsillo.

—Déjame a mí esta ronda, ¿vale? —dijo Alice.

—Puedo permitírmelo...

Levantó la mano para hacerme callar.

—No. No voy a discutir. Siempre pago mi parte. Lo aprendí en el Repertorio hace mucho tiempo.

—Pero yo no estoy en el Repertorio.

—¡Oh, cállate! Me importa un comino que seas el Tesorero del Distrito. Para mí como si eres el dueño del maldito pub. Yo soy independiente. Puedo permitirme pagar lo mío. ¿Ves?

Cogí el dinero y pedí las bebidas. Estaba contento, la verdad, porque la Añeja costaba a dos chelines la pinta y al ritmo que estábamos bebiendo me habría gastado al menos nueve pavos antes de que acabara la noche. Tenía ochocientas libras en el banco, la mayor parte procedente del seguro de mis padres y de mi paga acumulada en el Stalag 1000. Pero no me atrevía a tocarlo; suponía que no sería fácil volver a adquirir toda esa cantidad de nuevo. Vivía de mi propio salario; y no daba para estipendios informales de casi diez pavos.

Miré a Alice con afecto.

—¿Quieres unas patatas fritas, encanto?

—Sí, por favor. Los lunes las hacen al estilo herrero. Pídeles algo de sal, ¿te importa? Nunca encuentro esos horrendos sobrecitos azules.

—Me gustan las cosas saladas con cerveza —dije—. Lo mejor son las cebollitas y el magro de cerdo.

Me hizo una mueca. Era una mueca amigable, sin sensualidad disimulada.

—A mí también. Tengo gustos simples. Es más, puedo beber tanta cerveza como tú.

—Te tomo la palabra.

—Y yo la sostengo. Fui criada con cerveza, pero todos los hombres a los que he conocido beben whisky y ginebra. Piensan que bromeo cuando digo que me gusta la cerveza y me pido unas cuantas botellas de rubia.

La Añeja era más fuerte de lo que había pensado; como a la mitad de la tercera pinta me sobrevino una cálida ráfaga de afectividad.

—Te voy a decir algo, Alice. Tú me gustas. No me refiero sexualmente, quiero decir que me gustas tú. Puedo hablar contigo como con un hombre. Puedo contarte cosas... Oh, Señor, cuánto yo, yo, yo... —Pegué otro trago a la cerveza y me metí un puñado de patatas en la boca.

—Tú también me gustas —dijo ella—. A veces parece que tienes dieciocho años, ¿sabes?

Nos quedamos allí hasta la hora del cierre y después ella condujo hasta mi casa. No fue hasta que estuve en la cama cuando me di cuenta de que nunca antes le había contado tantas cosas sobre mí a ninguna mujer. Y no solo eso, sino que no temía haber hablado demasiado y quedado como un bobo. La almohada olía ligeramente a lavanda; me recordaba algo. Era su perfume, fresco como el lino limpio, amistoso como la cerveza; me dormí casi sin darme cuenta y soñé que montaba en el Fiat con ella. El coche se deslizaba salvajemente en curvas fantásticas por un paisaje mezcla de Lincolnshire y Prusia. Entonces Alice se convirtió en Susan, sus ojos brillaban, su cara estaba distorsionada de placer, y de pronto me encontraba perdido en el campo abierto y salvaje, rodeado de arena y pinos y brezo, gritando no el nombre de Susan sino el de Alice, y entonces estaba despierto en mi habitación de Oak Crescent mirando la reproducción Medici de la Olympia, suave, blanca y adorable, y muy consciente de ello: el cuadro crecía de tamaño hasta que cubrió toda la pared; yo me tapé los ojos con las manos e intenté gritar y entonces sonó la alarma del reloj y me desperté en Warley. Hasta mis oídos llegaba el chisporroteo del beicon friéndose en la cocina.

Un lugar en la cumbre
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