15

Miré la invitación mientas bebía mi última taza de té del desayuno. Hacía una buena mañana; el sol había derretido toda la nieve salvo los últimos restos en el valle y casi se podía oler cómo todo a mi alrededor reverdecía. Por primera vez en una semana no pensé en Alice.

—Sally Carstairs me ha invitado a su fiesta de cumpleaños —anuncié a la señora Thompson.

—Desde luego es una chica agradable. ¿No estuviste en The Farm con ella?

—Ella ayudaba con el atrezzo. Pero no la conozco muy bien. ¿Qué debería regalarle? —Traté de sonar despreocupado, pero estaba nervioso y encantado. Los Carstairs tenían mucho dinero, llevaban una cadena de cafés y vivían en una gran casa en Gilden, justo en lo alto de Warley Moors.

—Déjamelo a mí. Conozco mucho a la madre de Sally.

—¿Cuánto debería gastarme?

—Déjame eso a mí también. No te arruinaré, te lo prometo.

—Está en sus manos —dije. Estaba dejando más y más cosas en manos de la señora Thompson, pensé, esas manos finas de dedos largos tan parecidas a las de Alice. Rehuí el nombre como un caballo se espanta de un cadáver. Miré mi reloj—. Es hora de batir el yunque. —Dije adiós a la señora Thompson; cuando pasé junto a su silla me entraron ganas de besarla. No apasionadamente, podría añadir, sino como habría besado a mi madre de camino al trabajo.

Bajando por Eagle Road, me pregunté vagamente si podría llegar a algo con Sally. Era menuda, delgada y brillante como un periquito, y estaba en prácticas en la Escuela de Arte de Leddersford; mi mente volvió a eludir el tema, pero esta vez era más una finta automática hacia lo que podría estorbarme que una repulsión violenta y dolorosa. Mientras caminaba colina abajo experimenté de nuevo la sensación del conquistador. Warley se hallaba abajo en el valle esperando a ser conquistada, yo acababa de llegar de una bonita habitación tan cerca de la Cumbre que casi no había diferencia, me dirigía a una casa rica para encontrarme con gente rica, ¿y quién podría decir qué es lo que derivaría de aquello? Puede que Susan estuviese allí, pero eso no importaba demasiado. No era que no creyese a Reggie; pero por el momento no me sentía preparado para operar en ese sector particular del campo de batalla.

Gilden es un pueblo industrial bastante lúgubre al noreste de Warley. Tiene el aspecto de estar listo para cualquier cosa: de las estrechas ventanas de las casas de gravilla podrían surgir repentinamente rifles; a la vuelta de la esquina de sus retorcidas calles y callejones no sería tan descabellado imaginar el destello de las bayonetas; los dos cañones de la Guerra de Crimea en el Memorial Park están siempre listos para la acción; los Almacenes Generales en High Street disponen de raciones para aguantar un asedio de cinco años. El pueblo termina bruscamente en la capilla metodista de Ebenezer, con su cementerio repleto; más allá no hay nada más que los páramos, unas pocas ovejas y zarapitos, y una granja solitaria a una milla al oeste. Aquello también tiene un aire militar; los brezales son los maquis de Gilden y detrás de sus muros se planifica la incursión repentina en el valle, la emboscada en el pueblo, el último bastión desesperado con los cadáveres de los enemigos apilados tras los resecos muros.

La casa de los Carstairs estaba algo apartada del pueblo, y gozaba de una especie de opulencia neutral. No eran simplemente sus diez habitaciones, ni lo absolutamente nuevo que estaba todo, ni su deslumbrante ladrillo rojo del tipo que se supone que cambia de matices con el viento y el clima: su emplazamiento en Gilden respondía a simples razones geográficas; estaba situada lejos de los negocios, las urbanizaciones, de otras casas y de la carretera, no por ninguna razón práctica en absoluto, sino porque al pére de los Castairs le había apetecido una casa en los páramos. Por eso me gustaba; no tenía ni la más remota conexión con ninguna clase de necesidad económica, se trataba del exceso vulgar y sólido de un hombre acaudalado.

Como el autobús solo pasaba cada hora, Reggie y yo compartimos un taxi desde Warley. Mientras girábamos por la avenida de los Castairs adelantamos al autobús; vi a un viejo, una pandilla de niños, una pareja joven haciendo manitas. Reconocí a la mujer de mediana edad sentada en la parte delantera, su cara ceñuda con el aspecto de un pudding blando bajo el pañuelo blanco apagado que le cubría la cabeza; nunca pagaba sus impuestos hasta el último momento, y creo que la respuesta a su demora se hallaba en el pub de Gilden, del que su marido era el más devoto sostenedor. Sentí un espasmo de pena por ella; mientras pasábamos pareció que dos mundos se encontrasen. El mundo de las preocupaciones por el alquiler, de los impuestos y los comestibles, del olor a sosa y a líquido limpiador, del No Fumar y No Escupir y del Por Favor Tenga Dispuesto el Cambio Correcto, y el mundo de los Rolls, de la ropa del mercado negro, del perfume Coty, de la carrera que le queda a uno por delante, que discurre sobre surcos bien engrasados hacia un título de caballero; y la fiesta en la gran casa al final de la avenida bordeada de pinos en la cual, pensé con un repentino acceso de pesimismo, se me mostraría muy rápidamente que mi lugar estaba en el mundo de los pobres con su presente estrecho como un pedregoso camino de cabras.

Un Jaguar coupé gris se marchaba cuando alcanzamos la casa. La mujer que lo conducía lanzó a Reggie un saludo ceremonioso con la mano y una rápida sonrisa fría. Tenía el pelo negro y un chaquetón de piel; se sentaba muy erguida y desdeñosa, como si más que conducir el coche, le diese órdenes.

—Mamá Brown —me explicó Reggie—. Ese es su coche de los recados. El maridito tiene un Bentley y una camioneta V8 de repuesto.

—Parece bien consciente de ello —dije.

—Ni la mitad, viejo. Es la última de los St. Clairs24 y apesta a dinero. Es un hueso duro de roer; un sitio para cada uno y cada uno en su sitio. Prácticamente echó a un joven de la ciudad por tirarle los tejos a Susan.

Pagué al taxista.

—No sabía que Susan iba a venir.

—Hay muchas cosas que tú no sabes —dijo Reggie mientras la doncella nos abría la puerta.

El recibidor era impersonal como la sala de un hotel. Las paredes estaban adornadas con trofeos —cuernos de búfalos, cabezas de leones, la hélice de un Fokker—, pero daban la impresión de haber sido comprados todos a la vez; estaban demasiado limpios, demasiado ordenadamente dispuestos, demasiado nuevos. Todo, desde las tabaqueras de plata a los ceniceros con incrustaciones, era nuevo, pesado y caro. Cuando la doncella me cogió el abrigo me eché un rápido vistazo a mí mismo; tenía una sensación desagradable, como si llevase la bragueta abierta, tuviera roto un cordón del zapato o me hubiese puesto calcetines desparejos.

Había unas veinte personas en la fiesta. A la mayoría no las había visto en mi vida. Las chicas iban vestidas para matar; recuerdo que Sally llevaba un vestido azul que dejaba ver gran parte de un generoso busto, y hasta Anne Barbly resultaba apetecible en un vestido de gasa blanco y rosado. La habitación en la que estábamos era la más grande que había visto nunca en una casa particular, y era la primera vez que veía un suelo de parqué fuera de una biblioteca o de un museo. El mobiliario era de la clase que se pondría de moda diez años después, y cada pared tenía un tono diferente de verde.

En cuanto vi a Susan dejé de reparar en lo que me rodeaba. Llevaba una falda de tafetán negro y una blusa Anglaise de encaje blanco; hacía que el resto de las chicas pareciesen gastadas y deterioradas. Si alguien alguna vez necesitó una justificación del sistema capitalista, pensé, aquí estaba: un ser humano perfecto en su clase, un fénix entre aves de corral.

—Hola —dije—. Estás como para comerte. —Nos sostuvimos la mirada; la mía fue la primera en ceder—. No sabía que vendrías.

Hizo un mohín.

—¿Quieres decir que de haber sabido que yo venía, tú no habrías venido?

—Al contrario. No esperaba disfrutar de tu presencia. Tú eres una fiesta en ti misma.

—Me tomas el pelo —dijo en voz baja.

—Hablo muy en serio. No es que tenga derecho a hacerlo.

Ella no habló por un momento, pero se me quedó mirando fijamente. Noté por vez primera que sus ojos estaban moteados de dorado y eran brillantes, vivos y danzarines. Mirándolos y oliendo su perfume sentí como si mi cabeza nadara.

—No veo por qué no has de tener derecho de hablar en serio —dijo ella—. No sería... No sería justo si hablaras en broma.

Nunca la he querido más de lo que la quise entonces. Olvidé el Jaguar, el Bentley y la Ford V8. Ella amaba y quería ser amada, era transparente de cariño y no podía negar la respuesta correcta en mi corazón al igual que un niño no rechaza un pedazo de pan. En la trastienda de mi mente una máquina calculadora registraba el éxito y comenzaba a componer una carta triunfante dirigida a Charles; pero la parte de mí que importaba, mi parte honrada e instintiva, salió a su encuentro con las manos abiertas.

En ese momento la madre de Sally se acercó hasta mí, efusiva y enjoyada.

—La alocada de mi hija está desatendiendo sus obligaciones —dijo—. Debo presentarte a todos, Joe.

Por el rabillo del ojo vi a Reggie llevándose a Susan, y los siguientes diez minutos fueron una confusión de caras nuevas y de nombres medio oídos. Había un joven con la nariz rota que hacía prácticas para ser médico, unos cuantos jóvenes oficiales, algunos hombres maduros que eran, creo, ejecutivos de Carstairs & Company, y lo que parecía ser un centenar de chicas ataviadas con vestidos de fiesta.

Ya es difícil recordar los días de racionamiento, pero de una cosa estoy seguro: uno siempre está hambriento. No hambriento del modo en que lo estuve en el Stalag 1000, sino hambriento de abundancia, hambriento de tener más que suficiente, hambriento de nata, de piñas, de cochinillo asado y de chocolate. Los Carstairs estaban en el negocio, por supuesto; pero la comida dispuesta en el comedor se habría considerado suntuosa incluso hoy. Había langosta, empanadillas de champiñón, rollitos de anchoa, sándwiches de pollo, sándwiches de jamón, sándwiches de pavo, corzo ahumado sobre pan de centeno, macedonia de auténtica fruta aderezada con jerez, merengues, pastel de manzana, quesos Azul Danés, Cheshire y Gorgonzola y una docena de diferentes clases de pasteles cargados de crema, de chocolate, fruta y mazapán. Susan me miraba comer con una complacida expresión maternal.

—¿Dónde metes todo eso?

—No hay problema —dije con la boca llena—. Tengo un estómago grande y un corazón puro.

—Nuestro Joe tiene un enorme apetito por todo —dijo Anne Barbly—. Si engordara un poco sería igual que Enrique Octavo.

—Eres terrible —dijo Susan—. Me gusta ver comer a un hombre.

—Enrique no era solo famoso por comer —dijo Anne.

Me reí en su cara.

—Todavía no le he cortado la cabeza a nadie. Ni me he divorciado. —Sonreí a Susan—. Solo tengo un corazón. Solo hay una chica para mí.

—¿Cuál? —preguntó Anne—. Qué confuso...

Susan se estaba ruborizando. Me hacía pensar en un gatito al que alguien le ha dado una patada en lugar de hacerle una caricia. Sin tener ninguna idea clara de lo que estaba pasando, supe que me habían cazado en algo.

—Siempre pensé que te gustaban las mujeres mayores — dijo Anne—. Más maduras y acicaladas.

La miré a su demasiado prominente nariz, y vi cerca de la cabecera de la mesa a Johnny Rogers hablando animadamente con Rally. De pronto comprendí.

—No te he oído, chata —dije suavemente—. No he oído ni una palabra.

Me miró con enfado.

—Tienes muy buen oído.

—No para aquello que no quiero escuchar.

Anne se marchó en dirección a Johnny sin decir ni una palabra más. Sabe demasiado, pensé; tuve una premonición de peligro.

—Pareces enfadado —dijo Susan—. ¿Estás enfadado conmigo?

—Por Dios, no... Solo estaba pensando.

—¿En qué estabas pensando?

—En ti. Yo siempre estoy pensando en ti.

—No parece hacerte muy feliz. Tienes el horrible semblante de un criminal. A veces pareces tremendamente duro, Joe.

—Soy muy débil y sentimental en lo que a ti respecta.

—¿Y qué estabas pensando de mí?

—Te lo diré en otro momento.

—Dímelo ahora.

—Es demasiado privado. Te lo contaré cuando estemos solos.

—Oh —dijo ella—. Malo.

Después de la cena la sala fue despejada para que comenzara el baile. Susan era una buena bailarina, precisa, ligera y libre, como si siempre estuviera serena por encima del suelo, alegre por la ingravidez. En los descansos no sentamos en el sofá y nos cogimos de la mano. Sus manos eran blancas y un poco regordetas, con las uñas rosadas y relucientes. (Pensé en las de Alice, que eran casi huesudas, con el dedo índice amarillo por el tabaco y las uñas con motas blancas.) Siempre que miraba a Susan ella me ofrecía una franca y amplia sonrisa, sin dudas ni fingimientos: podía sentir el gozo dando pataditas en su interior como un bebé.

A mitad de la velada pusieron un tango.

—No sé bailar esto —le dije.

—Yo tampoco.

—Hace un calor terrible aquí.

—Eso mismo estaba pensando.

Hacía fresco fuera y mientras paseábamos hacia la caseta de verano ambos manteníamos la ligereza de la danza en nuestros pies, como si el césped fuese un suelo con muelles. Había luna llena, que suavizaba la inflamada estridencia de la fachada de ladrillo rojo. Desde la sala llegaba el exotismo elegante de Tango para Dos —como un Earl Grey con ginebra— invadiendo el silencio de hierro de los páramos. La noche era como el escenario de una comedia musical: una palabra, un cambio de la iluminación y el enrejado sangraría rosas y los parterres se dispondrían formando un dibujo de tulipanes, pensamientos, aubrecias y altramuces, el húmedo ambiente cerrado de la caseta de verano sería velado por el olor del perfume nocturno del alhelí, y el aire se volvería cálido y perezoso con cantos de pájaros y zumbidos de abejas.

Cuando la tomé en mis brazos ella tiritaba violentamente. La besé en la frente.

—Ese es un beso puro para ti —dije. La besé de nuevo, en los labios—. No tengas miedo, querida mía.

—Nunca he tenido miedo de ti.

Quería darle algo, como cuando regalas un paquete de caramelos a un niño que se alegra de verte. Tenía unas terribles ganas de darle algo que valiese al menos tanto como lo que ella me estaba dando a mí en aquel momento.

—¿Mañana? —pregunté—. Te llamaré a las diez.

—No.

—¿Por qué?

—Has sido muy malo conmigo. Dijiste que llamarías y nunca lo hiciste. Di dónde y cuándo.

—A las seis en el Leddersford Grand. Oh, querida. —La besé en las mejillas, en la barbilla, en la nariz y en la suave nuca. Ella seguía tiritando.

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre —dijo.

—También a mí me gustaría, amor mío. —Y así era, tal vez si el tiempo me hubiese liberado allí y hubiera sido capaz de sofocar la rastrera y pequeña sensación de triunfo que me había nacido dentro, habría sido capaz de acumular suficiente capital emocional para igualar su regalo. Dos horas habrían bastado en esa caseta de verano aquella noche, cuando todavía estábamos bajo el influjo del baile, cuando la luna, la sensación de la muerte del invierno y el encanto de nuestros cuerpos encontrándose por primera vez habrían borrado todas las complicaciones y los compromisos; pero no había dos horas disponibles. El tiempo, igual que el préstamo de un banco, es algo que solo se te concede cuando tienes tanto que no lo necesitas.

Un lugar en la cumbre
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