22

Los dos meses siguientes fueron —al menos en los ratos en los que estuve con Alice— enteramente felices. Dejamos de ser amantes; nos convertimos en algo parecido a un marido y una esposa. Por supuesto, yo siempre le proporcionaba lo que en nuestro lenguaje particular describíamos como una buena pieza de porcelana; pero ahora esto era casi fortuito. La seguridad, la calma, la ternura asumida que ella emanaba: eso era lo importante para mí; eso y hablar el uno con el otro sin recodos peligrosos ni temas prohibidos. Nunca nos escondíamos nada el uno al otro, hablábamos de todo; nuestras palabras eran más que meros ruidos de animales o respuestas propias de un juego social, o financiero, o sexual.

Seguí saliendo con Susan aun después de lo ocurrido en el baile cívico. Ya no albergaba ninguna esperanza de casarme con ella; pero no le veía sentido a dejarla ir. Ella era mi chelín semanal a las quinielas, la elección aleatoria que uno hace sabiendo que no se espera ganar. Y supongo que salir con dos mujeres al tiempo adulaba bastante mi vanidad; y seguir viéndola todavía era una forma satisfactoria de escupirle en la cara a Jack Wales y a los demás.

Sin embargo, ahora ya no disfrutaba realmente cortejando a Susan. Una vez que se desataba, por decirlo así, nunca se detenía. Incluso cuando estábamos en el autobús o por la calle me pedía que nos diésemos la mano o que le rodeara la cintura. Y cuando pensaba que nadie nos veía me cogía la mano y la apretaba contra su pecho. Una vez pasó la novedad, todo el asunto empezó a resultar aburrido. No culminaba nunca de la forma adecuada; no importaba lo profundas que fuesen nuestras intimidades —y en algunos aspectos conocía su cuerpo mejor que el de Alice—; siempre paraba en seco justo en el momento crucial. Si Alice no hubiese sido mi amante, estoy seguro de que la habría forzado a darme lo que deseaba. Tal y como yo lo veía, Susan era el confite con el que jugueteas después del plato principal: delicioso, puro, ligero por el azúcar hilado de la juventud, pero sin importancia, ni real ni alimenticia.

Existía, no obstante, una compensación: con Susan recuperé mi juventud. Me alisté en la RAF a los diecinueve y crecí demasiado rápido. A la edad en la que un beso debía haber supuesto una excitación en Technicolor, no relacionada seriamente, ni en los más recónditos pensamientos, con los punzantes conflictos físicos de la adolescencia, yo me encontraba en un campo cerca de Cardington con las rojas manos expertas de la cocinera de las WAAF desabrochándome la camisa («Eh, no te pienses que hago esto todos los días, encanto.») Recuperé, pues, mi juventud, tanto como podía ser recuperada. El cielo no parecía a punto de explotar, no tuve la sensación de casi morir de gozo al descubrir lo maravilloso que es el cuerpo femenino; los juegos infantiles en los que nos embarcábamos estaban llenos de magia, pero solo si creíamos en la magia.

Parece sorprendente ahora que siguiera adelante con aquello durante tanto tiempo. Alice sabía que salía con Susan a veces; pero para salvaguardar las apariencias no permitía que ello le inquietase.

—Es una chiquilla —me dijo una vez—. Pronto te cansarás de ella. Procura no hacerle daño, eso es todo, cariño.

En aquel momento su actitud me desconcertó. Ahora ya no. Ella estaba segura de que Susan no se casaría conmigo y de que podría retenerme. No iba a desperdiciar sus fuerzas con inútiles arranques de celos; simplemente la limitaría a esperar la inevitable ruptura. De todos modos, todo sucedió de manera bastante diferente a la que ella había anticipado.

Recuerdo la última tarde bajo la vieja dispensa como se recuerda la conjura en la víspera del motín, la función vista dos horas antes del terremoto. Era una tarde templada y yo yacía en la cama, demasiado perezoso como para vestirme. Alice entró en la habitación con un vestido de tafetán negro. Se agachó apresuradamente a mi lado.

—Abróchame los botones de la espalda, cielo.

Hice como me pedía, con los ojos medio cerrados, sintiendo con cada diminuto botón dorado que ajustaba en el ojal que yo también me ataba a ella más y más.

—Harías bien en vestirte —dijo ella—. Elspeth estará aquí antes de que nos demos cuenta.

—Que Alice me vista.

—Serás sinvergüenza —dijo alegremente—. ¿De verdad me dejas?

—¿Por qué crees que te lo he pedido? —La rodeé con el brazo; la lisa aspereza del tafetán contra mi piel hizo que me estremeciese de placer—. Vamos. Quiero sentirme apreciado. Agasájame.

Me vistió con la eficiencia de una enfermera. Cerré los ojos, aspirando la bondad de su sudor y el olor del agua de lavanda, como el rayo de sol en el cuarto del desayuno.

—Me gusta que me cuiden —dije.

Parecía pálida y apretaba la boca con firmeza.

—No encuentro tus calcetines.

—Me siento como si hubieses dejado tus manos por todo mi cuerpo. Es maravilloso.

Su rostro se contrajo y se desplomó sobre la cama, sollozando ruidosamente.

—¡Yo quiero cuidar de ti todo el tiempo, Joe! Quiero hacértelo todo: cocinar para ti, remendar tus calcetines, limpiarte los zapatos y vestirte si tú quieres que te vista, y darte hijos.

—Yo también lo quiero.

Había hundido su cara contra mis pies. Las palabras salieron de sus labios amortiguadas; no estoy seguro de lo que dijo.

—Soy muy mayor para ti. Es demasiado tarde. —Sentí la tibia humedad de sus lágrimas sobre mis pies.

—Escapémonos juntos —dije—. Estoy harto de que nos tengamos que ver así. Quiero dormir contigo, ¿recuerdas?

—Esto me está desgarrando por dentro. —Se movió hacia arriba y se tendió junto a mí; entonces me apretó la mano ferozmente contra su vientre—. ¡Estoy vacía! Me tumbo despierta por las noches dolorida por el vacío. Me despierto y estoy sola; camino por Warley y estoy sola, hablo con la gente y estoy sola, y le miro a la cara cuando estoy en casa y la casa está muerta. Cuando él sonríe, o se ríe, o parece pensativo es como si salieran cosas diferentes, o se hubiesen cambiado las luces. —Lanzó una risita y atenazando mi mano, clavó sus uñas con fuerza en ella. Hizo que sangrase; entonces soltó su presa, y me lanzó una mirada salvaje—. Soy una histérica, ¿no es eso?

La zarandeé suavemente.

—Encuentra mis calcetines y hazme algo de té. Te quiero.

—Sí. Lo haré. —Recuperó los calcetines de debajo del tocador y me los trajo—. He lavado tus pies con mis lágrimas —dijo ella. Los frotó suavemente con su melena—. He lavado tus pies con mis lágrimas y ahora los seco con mi pelo.

Me puso los calcetines y me ató los cordones. Entonces salió de la habitación. Se detuvo al llegar a la puerta como si la hubieran golpeado o como si hubiera surgido un vendaval a cien millas por hora y se sujetase para resistirlo. Entonces se puso la mano sobre el vientre muy despacio.

—Dame mi bolso, Joe.

Corrí hasta ella.

—¿Qué te pasa, cariño?

—No es nada. —Tenía la cara estaba tensa por el miedo, como si el vendaval, poco a poco, la condujera hasta el borde del acantilado. Se tragó dos pastillas que sacó del bolso y sentí cómo su cuerpo se relajaba—. No te preocupes, Joe. Solo es una enfermedad típica de las mujeres. No voy a morirme.

—Pero tú sólo...

—Hay más de una clase, querido. Anda, siéntate y espera a que te traiga el té. —Me besó en la frente—. Te quiero, Joe.

Me senté sobre la colcha de cretona rosa y llameante, rodeado por las fotografías, por el menaje de cristal, los rociadores de perfume, los jarrones con popurrí, las flores y los ejemplares de The Stage y del Theatre Arts, sintiéndome vacío, sabiendo en un instante lo que habría de ser de Alice; era como si yo mismo tuviese ese mismo dolor en mi vientre, como si, por un esfuerzo de la voluntad, hubiésemos llegado a intercambiar nuestros cuerpos.

Una vez que acabamos de cenar dejé el apartamento antes que ella, como de costumbre. Mientras recorría a zancadas el pasillo débilmente iluminado con ese silencio suyo, tan diferente del silencio real como un trance de barbitúricos se diferencia del sueño natural, pensé de pronto: No hay necesidad de abandonarla. Bajando por la escalera de caracol parecía como si siguiera oyendo sus palabras: Quiero hacerlo todo para ti, quiero tener tus hijos. Era posible, era real; podría estar con ella todo el tiempo, podríamos llegar a estar tan firmemente unidos y ser tan buenos juntos como lo fueron mi padre y mi madre. Podríamos contraer matrimonio, en vez de adquirir simplemente una licencia para el intercambio sexual. Yo ya era demasiado mayor como para andar persiguiendo quimeras; podría disfrutar del tiempo presente en sus auténticos colores, no echarlo a perder por la tonta iridiscencia de los sueños.

Al salir a la calle sentí un golpecito en el hombro. Me di la vuelta. Era Eva Storr.

—Pareces culpable de algo —dijo—. ¿Qué haces tan lejos de casa?

—¿Qué es lo que haces , encanto?

Allí de pie, con su pequeño cuerpo rollizo rozando el mío y sus redondos ojos negros mirándome fijamente, me recordó a un pájaro. Pero los pájaros solo cantan y bailan cruzando el cielo, se precipitan sobre su víctima desde una altura de mil pies y les sacan los ojos a los hombres muertos, o a los vivos si se atreven.

—He estado viendo a una vieja amiga —dijo ella—. Todo legítimo.

—¿Una chica?

—Fuimos juntas al colegio.

—Vale. Te creo. —La tomé del brazo—. ¿Vas en el autobús? —Quería alejarla rápidamente; el Fiat estaba aparcado en las cercanías.

—No tengo otra opción. Bob no pudo distraer nada de combustible extra este mes.

—Te hará bien estar entre la gente común.

Me retiró el brazo.

—Mejor al revés. —Esta vez fue ella la que me cogió del brazo—. Ya ves, no soy tan cariñosa como Susan, pero por esta noche bastará, ¿no? Que Dios nos ayude si alguien nos ve. Te sorprendería cuántas personas de Warley vienen a Leddersford.

Ahora yo estaba blindado contra ella. Mientras caminábamos por la avenida dije, en lo que únicamente podría calificarse de un gruñido malintencionado:

—Tu castidad es de sobra conocida, chata.

Ella no retiró el brazo.

—Estás siendo sarcástico.

—Oh, no. Yo la respeto, señora Storr.

Aparentó indiferencia.

—No me has dicho a quién estabas visitando tú.

—A una antigua amistad.

—¿Hombre o mujer?

—Eso es mucho decir. —No se me ocurrió qué contestar; consideré reinventarme a un viejo amigo de la RAF, pero las mentiras son siempre peligrosas. Y no me atreví a mencionar el nombre de Elspeth.

—Mira —dije, señalando hacia el oeste. El sol se estaba poniendo, hundiéndose como un galeón de guerra, con su rojo llameante extinguiéndose en el negro mar de Leddersford. De la gran mole de mansiones empezaron a brotar pequeñas luces amarillas y pude oír el suave deslizarse de las cortinas corredizas—. Una buena puesta de sol siempre me anima una barbaridad —dije.

—¿De veras? —Eva apoyó la cabeza en mi hombro por un segundo—. Por cierto. Si tu amistad es un hombre deberías decirle que no use agua de lavanda —dijo.

Un lugar en la cumbre
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