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Volviendo a casa esa tarde me detuve en la farmacia para comprar hojas de afeitar. El dueño de la tienda, un hombre alto y delgado con una enfadada cara de sargento mayor, estaba hablando de política con un cliente con pinta de lanero gordo. El farmacéutico sabía que yo trabajaba en el Ayuntamiento y me saludó por mi nombre. (Saludaba a la mayoría de los clientes por el nombre, lo cual era uno de los motivos de la prosperidad de su negocio.)
—Buenas tardes, señor Lampton, ¿qué tal van las finanzas de la ciudad?
—Aún somos solventes —respondí.
—Eso es mucho más de lo que se puede decir del resto del país —comentó el lanero pesadamente.
—Por Dios, nunca has dicho una cosa más cierta, Tom. —La cara del farmacéutico estaba casi púrpura de ira—. Se raciona cada maldita cosa, no se mantiene ni una sola promesa. Parece que están intentando arruinar al hombre de negocios deliberadamente. ¿Dónde está nuestra libertad? Winnie25 tenía razón: nos controlan como si fueran la Gestapo.
El ayudante del farmacéutico estaba acabando de envolver un paquete grande para el lanero.
—Así es, señor Robbins —dijo—. Y fíjese en los impuestos... —Era un tipo grande, tan alto como yo, que frisaba los cuarenta. Recordé que una vez me había contado que llevaba veinte años trabajando en Robbins’. Obviamente era el bufón incondicional del general, el que hacía todo el trabajo duro y seguía trabajando a las horas más intempestivas. Su pálida cara mostraba una sonrisa fija, y el hábito de la sumisión había encorvado lo que una vez fueron un par de hombros robustos—. Está en lo cierto, señor Robbins —repitió—. ¡Condenadamente cierto! —Su sonrisa se amplió y asintió con la cabeza para subrayar el asunto. Los otros dos no repararon en él en absoluto, aunque solo les separaba un palmo.
Salí de la tienda algo asqueado. ¿Cómo demonios aguantaba el ayudante todo aquello? Se había vendido a sí mismo, ¿y a qué precio? Puede que por siete libras a la semana, y tal vez ni siquiera tuviera un seguro de subsidio; dependía para su pan diario de un solo hombre, y ese hombre era un ignorante, con malos modos, y tacaño. Entonces recordé mi entrevista con Hoylake, y me pregunté qué diferencia había entre aquel ayudante y yo mismo. Era cierto que yo tenía más dinero, mejores condiciones laborales y una mayor seguridad; pero esencialmente nuestra posición era la misma. Mi jefe tenía mejores modales que Robbins y menos poder sobre mí; pero aun así era mi jefe. El precio al que yo me vendía era solo un poco más alto, eso era todo.
Seguía lloviendo; cogí el autobús en la estación. Dentro olía a ropa mojada y a tabaco rancio, y no había ningún asiento libre. Fui hacia la parte delantera del autobús y, mientras pensaba en todo esto, no noté lo incómodo que estaba hasta que llegamos a Eagle Road. Cuando conseguí salir del autobús entre apretujones estaba sin aliento y despeinado. Caminé Eagle Road arriba, me subí el cuello, y me calé el sombrero contra el viento y la lluvia. Vi el Austin de Bob Storr desapareciendo por St. Clair Road.
Después del té le llamé por teléfono.
—¿Necesitas niñera mañana otra vez, Bob?
—No estoy seguro... Espera un momento, Joe. —Su voz sonaba evasiva.
—Eso dijiste la semana pasada.
—Sí, claro. Hablaré un momento con Eva.
Esperé. Mi corazón latía rápido a causa la ira; sabía lo que vendría a continuación.
—Lo siento mucho, viejo —dijo él—, pero Eva ha invitado a unos amigos. Entre tú y yo, por asuntos de negocios. Ha estado leyendo esos artículos sobre cómo ayudar a tu maridito a triunfar. Personalmente, yo preferiría salir. Son un incordio, pero es lo que hay. Tal vez en otra ocasión, ¿eh? De todos modos ahora el tiempo se está volviendo más templado. —Se rió; me pareció detectar una nota de satisfacción—. Manda recuerdos a Sue —dijo—. También de parte de Eva. Lo siento si he trastocado tus planes, Joe.
—No pasa nada —dije—. En realidad no tenía planes.
—Cuando era más joven, solía ir al Folly. Nadie va jamás a ese sitio. O si lo hacen, no te molestan. —Se rió otra vez—. Es terrible ser joven y apasionado en un clima frío.
—Qué cierto —dije—. Qué cierto. Ahora tengo que volver a los encantos de la economía, Bob. Hasta luego.
Colgué el teléfono y miré por la ventana. El suelo estaba brillante por la lluvia. La habitación estaba tranquila. Los Thompson se habían marchado al teatro y no volverían hasta tarde. El fuego ardía lanzando destellos y un olor ligeramente aromático, como la primera vez que pisé la habitación. La quietud sacudió mi sentido del tiempo como una interferencia el auricular de un comando; tuve que mirar en el periódico para asegurarme del día en que estábamos. Era como si de algún modo me encontrase a mí mismo de nuevo en el día anterior, sabiendo que tendría que volver a soportar la entrevista con Hoylake y la posterior conversación telefónica con Bob.
Encendí un cigarrillo y regresé al Benham's Economics. Lo dejé a mitad de capítulo. No me estaba enterando de nada; lo cierto era que esa misma mañana ya se habían encargado de impartirme una rígida lección de economía. Comenzaremos examinando al propio Joseph Lampton. Nacido en enero de 1921 en Dufton. Padre John Lampton, ocupación: Supervisor. Educado en la Escuela Superior de Dufton. Aprendiz de Funcionario, Departamento de Tesorería, Corporación de Desarrollo Urbano de Dufton, 1937. Sargento-Vigía, 1940. 1943-1945, Stalag 1000, Baviera. Puesto actual: Funcionario Auditor Senior, Corporación de Desarrollo Urbano de Warley. Salario, APT. Dos. Recursos, 800 libras, de la paga acumulada de la RAF, las donaciones y el seguro de los padres. Perspectivas: podría ser el tesorero de Warley un día. ¿Podríamos decir unas mil libras al año a los cuarenta, si es que había suerte? Lampton ha despuntado de modo destacable, considerando sus principios humildes, pero, en nuestra considerada opinión, no tiene la capacidad de triunfar según nuestra concepción del mundo. Carece del bagaje necesario, del porte, de la educación: resumiendo, es en esencia vulgar, y no posee ningún talento que compense sus desventajas.
Hemos sabido para nuestra sorpresa y horror que Lampton ha incurrido en una relación clandestina con una joven mujer de Grado Dos. La joven en cuestión es de naturaleza ardiente e impetuosa, y adolece de la experiencia mundana que la capacitaría para tratar con firmeza a un hombre de la clase de Lampton; es, por tanto, imperativo que intervengamos.
El insalvable escollo entre un Grado Ocho (y eso siendo generosos) y un Grado Dos (como poco) es razón suficiente por sí misma para una finalización inmediata de la relación. Pero hay una razón incluso más perentoria: la existencia de un tal John Alexander Wales. Nacido en fechas similares a las de Joe Lampton, él tiene todas las cualidades de las que su rival tan evidentemente carece. En la actualidad se halla estudiando para obtener un título de Ciencias en Cambridge, adquiriendo no solo los conocimientos técnicos que en último término le cualificarán para el puesto de Director Gerente de la Wales Enterprises Incorporated, sino también el barniz de los buenos modales, el hábito de mando, la superioridad calmada de portar, en suma, los que son los atributos de —no temamos utilizar el término— un caballero.
Puede obtenerse un esclarecedor análisis de los caracteres de estos dos individuos examinando el papel que jugaron en la Segunda Guerra Europea. El señor Wales realizó una distinguida carrera en la RAF, la cual fue doblemente distinguida por su fuga del Campo 2001 en 1942. El señor Wales es demasiado modesto como para querer que su hazaña sea referida, pero es suficiente decir que ello refleja el mayor crédito a su inventiva, su coraje y su capacidad de reunir recursos. Debe señalarse que Lampton, en igual situación, no hizo ningún intento por escapar, sino que dedicó su atención a los estudios, aprobando su examen principal en contabilidad mientras era prisionero. Esto prueba —ansiamos ser justos— que el citado individuo posee una admirable fuerza de voluntad, ya que debe de haber sido extremadamente difícil estudiar bajo las circunstancias de un campo de prisioneros. No dice, en cambio, demasiado en favor de su hombría o de su patriotismo.
El señor Wales era Líder de Escuadrón al final de las hostilidades, y fue condecorado con una Orden de Servicios Distinguidos y una barra, y también con una Cruz de Distinción en Vuelo. El señor Lampton no tiene condecoración alguna, aparte de aquellas que reciben todos los soldados que prestan servicio durante el tiempo en que él estuvo, como suele decirse, a la sopa boba. Y Lampton fue, por supuesto, meramente un Sargento-Vigía desde el comienzo hasta el final de la contienda. No tiene, como puede verse, madera de oficial. Tal vez lo veríamos de forma diferente si la tuviese.
La amistad entre el señor Wales y la señorita Brown (la joven que está liada con Lampton) viene siendo duradera. El señor Alexander Wales, cabeza visible de Wales Enterprises Incorporated, mantiene desde hace mucho una estrecha amistad con el padre de la señorita Brown. Últimamente han pensado que una asociación de negocios más estrecha —posiblemente hasta alcanzar una fusión— podría resultar mutuamente beneficiosa. Si el hijo del señor Wales y la hija del señor Brown también decidieran efectuar lo que podríamos llamar una unión permanente, esta, por fuerza, subrayaría la relación de negocios de sus padres. Tales coincidencias felices están en la base de los negocios británicos, que no son, como cierta gente parece creer, una jungla en la que el más débil va al paredón, sino simplemente una forma armoniosa y civilizada de ganarse el pan de cada día.
No hay deseos de coartar a los jóvenes hacia el matrimonio contra su voluntad, pero así lo desean con fuerza los que sintonizan con sus intereses, ya que encajan perfectamente el uno con el otro. El amor de la señorita Brown (o lo que ella imagina ser amor) por Lampton será, pues, de corta duración. Lampton no es de su clase, y la disparidad es demasiado grande para ser salvada. Si él no estuviese de acuerdo, podría señalársele que hay muchas mujeres jóvenes, perfectamente respetables y de atractivo e inteligencia razonables, con quienes el propio Lampton no soñaría con casarse, estrictamente por cuestiones sociales. Él no se rebajaría a casarse con una operaria de fábrica o una dependienta; así que, ¿por qué habría la señorita Brown de rebajarse a casarse con un funcionario municipal subalterno?
Nos ha llamado la atención el que el señor Lampton haya pasado varias tardes a solas con la señorita Brown en la casa de un hombre de negocios del lugar. No se sugiere que se haya ido más allá de algunos furtivos abrazos; no creemos que ninguno de ellos haya hecho gala de falta de discreción o de contención. Pero, como solía recalcar el abuelo de ella: «Donde hay un hombre y una mujer a solas, el Diablo es el tercero». Los intereses del señor Brown se extienden al comercio de lanas, y tiene una considerable influencia tanto en Warley como en Leddersford. Debe de señalársele con tacto a este hombre de negocios que sería imprudente enfrentarse a un hombre que podría ayudarle sustanciosamente tanto en los negocios como en sus ambiciones de ocupar un lugar en el Consejo de Warley.
No vivimos en la Edad Media; sería poco aconsejable prohibir a la señorita Brown que vea a Lampton y, estrictamente hablando, imposible prohibirle a Lampton ver a la señorita Brown. En cualquier caso, la señorita Brown tiene casi veinte años aunque es de espíritu infantil; no es descartable que, si se manejara la situación con poco tacto, se produjera como resultado una fuga. Mejor sería que la señorita Brown fuese delicadamente disuadida de que siguiera viendo a Lampton; sería lo más sabio que ella dejase su relación con los Intérpretes de Warley, por ejemplo. Ha estado viendo a Lampton so pretexto de acudir a las reuniones de los Intérpretes y de salir con amigas, así que habría también que reprenderla suavemente en este punto. Unas vacaciones en el extranjero, así como una visita a Bond Street, al Ivy, al Savoy Grill y al Goodwood también serían de ayuda. De cualquier modo, las contramedidas hacia Lampton pueden dejarse tranquilamente en manos de Fred Hoylake, Tesorero de Warley, una persona de grandes méritos, cuyo primo, el señor Squire Oldroyd es, casualmente, un valorado miembro del personal de ventas del señor Brown...
—¡Estúpido! —me dije en voz alta a mí mismo—. ¡Maldito estúpido! ¿Cómo no lo viste venir? Warley entero se ha conjurado contra ti.
Me miré en el espejo de la repisa de la chimenea. Era lo bastante bien parecido, pero el traje era mi atuendo de civil, y hacía dos días que no me cambiaba de camisa. Tenía la típica mentalidad de la clase obrera; cualquier cosa valía para ir a trabajar. Pero ya podía ir aceptando los hechos: adiós a Susan, adiós a un gran coche, adiós a una casa grande, adiós al poder, adiós a mis tontos sueños de seductor. Miré alrededor de la habitación; nunca me había parecido tan atractiva. Incluso podría ser el adiós a Warley, al mobiliario de patas finas y gráciles, al papel blanco y dorado, al baño caliente de la tarde, a los árboles, al río, a los páramos y a las tortuosas callejas adoquinadas del barrio Este con toda su intimidad poética. Y también el adiós a Alice. Pero si ya nos habíamos despedido, ¿por qué seguía pensando en ella en presente? ¿Por qué, por la mañana, había pensado instintivamente que Hoylake había descubierto lo de Alice? ¿Por qué sentía que la relación muerta con una mujer casi diez años mayor que yo era lo más importante? La recordaba ahora, gritándome como una verdulera, desnuda, con su figura empezando a someterse a la mediana edad, me acuerdo de sus dedos manchados por el tabaco, el premolar superior izquierdo necesitado de un empaste. Pero nada de ello cambiaba en absoluto las cosas.
Me maldije en voz alta, usando las viejas obscenidades de la RAF cuyo sonido casi había olvidado. Entonces me acerqué al teléfono. Me detuve con la mano ya sobre él, y volví al sofá y a Benham’s. Al principio seguía pensando en Alice con cada página que pasaba; dominaba un concepto y entonces terminaba con su nombre. No me atrevía a pensar en lo que habría hecho en Londres, pero eso estaba ahí también, como un dolor de muelas enmascarado con aspirina. Y entonces dejé de intentar reprimirlo y me impuse la tarea de estudiar el doble de lo que hacía normalmente. A medida que me concentré en el ritmo de estudio, su nombre acabó surgiendo tan neutral como el número de una página o el encabezamiento de un capítulo.