20
Alquilé un traje de etiqueta para el baile cívico. No me sentaba muy bien, igual que la camisa a juego que había comprado, pero cuando me encontré ante la puerta abierta del Albert Institute no pude evitar sentirme feliz. Era como si la luz y la música se derramaran hacia la calle, reluciendo sobre las hojas oscuras y los laureles de la avenida. La tonada era aquella que todas las bandas de música parecen tocar justo antes de que uno entre en la sala de baile: un pequeño fox-trot de ninguna época en particular, triste, refinado, bastante sexy. Colgaban globos de las paredes decoradas con papeles de colores y había flores y helechos por todas partes: el baile cívico constituía el acontecimiento del año en Warley; daba para sus dos buenas páginas completas en el Courier. Había una neblina azul de humo de tabaco y olía a perfume, a colorete, a ropa limpia y a sudor femenino; las voces de los invitados parecían alzarse y caer a la vez como si a cada uno le hubiesen asegurado fuentes autorizadas que la vida en este segmento del globo sería plenamente dichosa durante las próximas breves horas. No había duda acerca de ello, la voz decía calmada y vigorosamente: Voy a pasármelo bien.
La mayoría de los concejales estaban presentes, así como prácticamente el resto del personal del Ayuntamiento, desconocido en el blanco y negro de los trajes de etiqueta. Sus bustos y brazos, pensé, a la vez que observaba fascinado el tremendo y pecoso mostrador de carne que la secretaria del Cajero llevaba por delantera, harían mejor en estar ocultos.
Localicé a June en el extremo de la pista de baile, hablando con Teddy Soames. Llevaba un vestido largo con escote palabra de honor de tafetán verde. Teddy, como cabía esperar, no la miraba a la cara. Me dirigí hacia ellos, pero justo cuando me disponía a decirles algo se marcharon a la pista a bailar un vals. Probé suerte con alguna de las otras chicas pero solo pude conseguir la promesa de algunos bailes para más tarde. El baile cívico tenía un rígido programa de danza, y este era el primero de esa clase al que asistía. El consejo que Hoylake me había dado no resultó muy eficaz; aquella era una función a la que uno debía llevar pareja. De otro modo, reflexioné con pesimismo mientras ejecutaba un rígido recorrido por la pista con una chica de la Biblioteca de pelo parduzco y gafas, uno tenía que conformarse con las de Grado Diez. Mejor habría hecho marchándome a toda prisa a Leddersford y recogiendo a una agradable chica obrera de mente abierta.
Me aproximé a la barra. Ese, pensé mientras trataba de captar la atención del camarero, era otro de los inconvenientes de estas fiestas de etiqueta. O bien te gastas un dineral en tragos cortos, o te emborrachas directamente a base de cerveza embotellada. Cuando hice una seña en dirección al camarero, la pechera de mi camisa se salió; sentí que un lento sonrojo me teñía el cuello. Fue en ese momento cuando vi a Susan. Jack estaba con ella; llevaba un traje de etiqueta hecho a medida, con lazo blanco y chaqué, nada menos. Sus gemelos eran de oro, por supuesto, y el pañuelo que asomaba en el bolsillo de su chaqueta, de seda. Se estaba riendo, y mostraba sus dientes blancos. Me habría gustado arreglárselos de un puñetazo; solo que él lo habría hecho primero con los míos. Susan llevaba un vestido plateado que suponía un compromiso entre el recato y la sofisticación, enseñando lo justo de sus frágiles pero redondeados hombros y que insinuaba apenas la forma de esos firmes pechos jóvenes de los cuales, recordé con perversa satisfacción, yo había visto bastante más que aquel zoquete rico que la acompañaba.
Ella y Jack eran parte de un pequeño círculo del que Brown, con su cara roja y sonriente, era el centro. También Hoylake estaba incluido; y aunque me miraba directamente, solo me dirigió una breve y fugaz sonrisa. Su grupo estaba en el extremo opuesto de la sala; me giré y volví a mi bebida. Tenía un cierto mal sabor de boca, la indigestión que siempre me ataca cuando me enfado.
Me bebí la cerveza lo más rápido que pude y pedí un whisky. Me mantuve allí, dando la espalda al pequeño círculo, preguntándome si unirme a él. Saqué un cigarrillo, rebusqué en mis bolsillos y le pedí lumbre al tipo que tenía a mi lado. Capté la mirada de Susan; sonreía de forma deslumbrante, así que, montado sobre la cresta de su sonrisa, comencé a aproximarme al pequeño grupo que, mientras yo emprendía el larguísimo viaje para cruzar la sala, se iba haciendo a mis ojos más y más inexpugnable y amenazador, como uno de esos acorazados circulares con torretas giratorias que utilizaban en la Guerra Civil Americana.
—Buenas noches, Susan —exclamé.
—Hola, Joe. —Vaciló visiblemente—. ¿Conoces a mi madre y a mi padre?
—¿Cómo está usted, señor Lampton? —Había una calidez sincera en la voz del señor Brown. Vista desde más cerca su mujer parecía incluso más formidable si cabe; tenía un rostro que me pareció inmutable de orgullo por su casta.
—Nos tropezamos en el Ayuntamiento, muchacho —dijo Brown. Me echó una rápida mirada apreciativa con unos ojos del mismo marrón que los de Susan. Parecía tan seguro de sí como Jack, pero de un modo diferente; su acento de Yorkshire, que yo sospechaba que exageraba un poco, era una de sus señas de autoafirmación.
—Bien, ¿qué bebe?
—Escocés, por favor.
Chasqueó los dedos y entonces, aparentemente de la nada surgió un camarero. Lancé una mirada a Hoylake. Durante un segundo adiviné un rubor seco en su cara. Formuló una excusa y se marchó rápidamente; la sala estaba abarrotada pero consiguió abrirse camino por ella sin rozar a nadie. Apenas miraba hacia dónde se dirigía; me hizo pensar en la vieja historia de la Reina Victoria, quien se sentaba de inmediato cada vez que sentía deseos de hacerlo, sin preocuparse ni por un instante de si habría o no una silla debajo de su trasero. La luz centelleaba sobre sus gafas negras y sobre su calva; su traje de etiqueta era el uniforme de alguna complicada y cruel jerarquía bizantina; el Rey y la Reina me miraban ahora concienzudamente y con frialdad, y el sirviente me alcanzaba un vaso de ámbar caliente, que solo pensar en beber hacía que mi estómago se retorciese de pánico, como si contuviese alguna poción que me forzaría a divulgar toda la imperdonable verdad; mientras, la Princesa susurraba algo educado y me ofrecía una sonrisa social como si nos acabásemos de conocer en aquel momento; y el Príncipe, por su parte, desde su altura superior se disponía a decirle algo gracioso al pobre y vulgar ex sargento, que tal vez se encontraría incómodo entre sus mejores.
—Por cierto, ¿no estuvo usted en Frinton Basset? —preguntó él.
—En el cincuenta y uno —respondí.
—Un muy buen amigo mío estuvo en ese escuadrón. Darrow, Chick Darrow. Un tipo absolutamente decente, fuimos al colegio juntos. Se fue al traste sobre el Ruhr.
Los que no combatimos solíamos decir le dieron matarile. «Irse al traste» era un término propio de periodistas. Me ponía algo enfermo; aunque supongo que simplemente intentaba hablarme en el que él creía que era mi lenguaje.
—No le recuerdo.
—Oh, tiene que haberle conocido. No podría no haberse fijado en el viejo Chick. Pelo rojo brillante y un barítono magnífico. Podría haber sido profesional.
—Nunca le conocí —dije, y seguí diciéndolo durante los siguientes quince minutos durante los cuales, asistido de cuando en cuando por Brown y por su esposa, jugó dura y rápidamente al Conoce-Usted-a-Tal-y-Tal desde todos los ángulos, sociales, políticos y hasta religiosos (estaban sencillamente pasmados de que no conociese al canónigo Jones de Leddersford, claro que él estaba muy arriba, pero era el único clérigo merecedor de una distinción intelectual, la que fuese, en el norte de Inglaterra). Se trata de un juego muy común: su objeto es humillar a los que tienen menos dinero que tú. No diría exactamente que tuvieran éxito, pero desde luego pagué con creces el whisky de Brown y el otro whisky al que Jack me invitó. El refinamiento gratuito, la puntilla, vino cuando Jack rechazó con un vago gesto de la mano mi oferta de invitar a una ronda. («No, no viejo. Aquí los brebajes son terriblemente caros.»)
Nunca en toda mi vida me había sentido tan completamente falto de amigos; estaba acorralado entre los vasos de jerez y de whisky, con los malvados dardos cargados con el curare paraliza-orgullos del «¿Conoce usted a...?» y «Seguramente haya conocido a...» y «Debe de haber coincidido con...» que me lanzaron de modo inmisericorde. Susan dijo poca cosa pero advertí que ella sabía lo que estaba pasando. Me habría ayudado si hubiese podido, pero no poseía la experiencia o la fuerza de carácter necesarios para hacerlo.
Ya me había tomado dos pintas de Añeja en el St. Clair antes de venir al baile; cuando las combiné con los cuatro whiskies y mi creciente irritación, la mezcla me hizo olvidar la habitual cautela que me caracterizaba. No es que estuviera exactamente bebido; pero no conservaba un control absoluto de mi persona. Jack me preguntó si conocía al hijo del Zombi Sonriente.
—Un tipo sorprendente —dijo—. Tenga cuidado, se matará un día con ese viejo Alfa. Conduce como un loco. Tiene que conocerle, siempre está por Dufton.
—No conozco a ningún prestamista —dije.
Hubo un silencio.
—No le sigo, viejo.
—Los prestamistas venden ropa a crédito —dije—. Para el caso es como ser usurero. Se compra directamente al fabricante y se vende a un precio al por menor a un cincuenta por ciento más de lo que yo, o cualquier otra persona con ojos en la cara, pagaría. Entonces se cobran los intereses.
—Son negocios —cortó Jack—. Usted no rechazaría los beneficios, ¿verdad?
—Un negocio sucio —dije.
Hasta aquel momento la cara de la señora Brown se había mantenido bastante neutra. Era el suyo un rostro bien formado, con grandes ojos y una piel pálida que acentuaba la suave negrura de su cabello. Mientras yo hablaba adoptó una expresión de leve disgusto; sus ojos decían que ella no era amiga de esta persona vulgar con la pechera de la camisa por fuera y los gemelos cromados, ni tampoco deseaba asistir como testigo a la manera cruda y desequilibrada en que había respondido a un comentario perfectamente civilizado del querido Jack. Jack, por su parte, había sido extraordinariamente amable con él, le había hablado casi como a un ser humano de verdad, y naturalmente a la criatura aquel trato se le había subido a la cabeza. Tomó el brazo de Brown.
—Este es nuestro baile, querido. Tanto gusto, señor Lampton.
Brown me hizo una mueca.
—No se preocupe por la manera en que funciona el mundo, muchacho. Disfrute mientras aún es joven. —Me dio una palmadita en el hombro y se perdió entre la multitud. Tenía la misma forma de hablar y la misma solidez eduardiana de mi padre; empecé a desear que, por el bien de mi autoestima, no me viese obligado a odiarle.