11

Alice me agarró por el pelo.

—Tienes un cuerpo bonito, ¿lo sabías? Velludo, pero no demasiado. No podría soportar un felpudo andante.

Me sentí como si me estuviera asfixiando.

—Dios, eres adorable. Eres... No sé qué decir, eres tan guapa.

—¿Quién? ¿Una mujer mayor como yo?

—No eres mayor.

—Oh, sí que lo soy, cielo. Mucho mayor que tú.

—Ojalá no me hablases como si fuera un mozalbete —dije algo irritado—. Tengo veinticinco años, y ya he tenido muchas experiencias.

—Estoy segura de que sí. —Sus ojos azul oscuro tenían una mirada tierna y risueña. Atrajo mi cabeza hacia sus pechos—. Ea, ea, mi bebé. Eres muy mayor y muy maduro y vas a ser un gran hombre.

No podía ver otra cosa que su cuerpo, respirar nada más que el picante olor de lavanda y el indescriptible, infinitamente maravilloso olor de su carne de mujer. Apreté mi cara con firmeza contra ella; sus delgadas manos me acariciaban convulsivamente la cabeza.

—¡Oh Dios! —dijo—. Eres tan bueno. Eres muy bueno conmigo. Eres muy amable. Nunca nadie había sido tan bueno conmigo. ¡Ahora estoy viva, estoy viva entera! Estoy sintiendo cosas que había olvidado, mis nervios se están regenerando. A veces duele... No me importa.

Me cubrió de besos la cara. Los besos me hicieron más efecto de lo que me habría hecho el beso más prolongado en los labios. No eran preliminares, eran completos en sí mismos. Me besó tan húmedamente como una niñita y eso me llenó de felicidad; estaba descubriendo que nunca antes había hecho el amor a una mujer realmente, que nunca había disfrutado verdaderamente del cuerpo de una mujer. El tipo de sexo al que estaba acostumbrado era un sexo en el que los seres humanos eran meros personajes de la pantalla —higiénicos, perfumados, sin sabores ni olores normales—, como si la carne fuese seda estirada sobre goma, como si los labios fuesen la única parte sensible del cuerpo, como si las secreciones naturales fuesen vergonzosas.

Alice no estaba más ansiosa de sexo real que los demás; pero estaba impúdicamente enamorada, sin repugnancias, sin inhibiciones. Yo aprendía rápido en sus brazos: así que ahora que me hallaba bebiendo la humedad de sus labios, no quería que desapareciese, quería que se quedase, para que formase parte de mí.

—Bruto guapo —dijo, y arrojó las sábanas hacia un lado—. Bruto guapo sin complicaciones.

—No —dije—. Como dicen en las películas, solo soy un chico atolondrado y confuso.

Pasó su mano delicadamente por mi pecho.

—Deberías haber sido peón caminero. Detesto pensar en ti vestido.

—Los peones no van por ahí desnudos. Si acaso, llevan mucha más ropa que los contables.

—Me gustaría que fueras uno igualmente. Te dejaría azotarme todos los sábados por la noche... Joe, ¿me dirías una cosa?

—¿El qué, cariño?

Me arrancó un pelo del pecho.

—Ya está, este me lo quedo de recuerdo. —Puso su cara contra mi pecho y se tumbó en silencio.

—Eso no era lo que querías preguntarme —dije—. Aparte de que me lo arrancaste sin preguntar.

—Es una pregunta rara. Todo suposiciones. Mira, suponiendo que me hubieras conocido antes de casarme, suponiendo que yo fuese diez años más joven: ¿cómo te sentirías respecto a mí?

—Eso es sencillo. Como ahora.

—No me refiero a eso. ¿Me habrías tomado en serio? —Su voz sonaba amortiguada contra mi pecho.

—Sí. Sabes que lo haría. Pero, ¿qué sentido tiene?

—No te pongas práctico, Joe. No te hagas el sensato, por favor. Solo imagíname tal como era hace diez años. Y tal y como tú eres ahora.

Le miré los ojos. Podía ver mi rostro en sus pupilas, colorado, con el pelo despeinado.

—Se te está poniendo cara de bebé —dijo, casi con timidez—. Si sigues mirando el rato suficiente, acabarás viendo un bebé.

Tenía la misma sensación que cuando era un crío de diez años y veía a Tía Emily dándole el pecho a su hijo. Y era, también, como la sensación que tenía cuando interceptaba miradas y gestos de mis padres —el secreto, la mirada picara antes de ir a la cama, la mano en la rodilla—; en cierto modo era como si hubiese tropezado con algo más grande que yo mismo. Algo que era inflexiblemente real, algo que no podía evitar pero que sentía con vergüenza y que trataba de evitar. Había felicidad en el fondo, pero era una clase de felicidad que me asustaba.

—Entonces no tenía arrugas —dijo ella—. Y esto estaba firme. —Me puso la mano sobre sus pechos—. Todo estaba por ocurrir. A veces no podía dormir, preguntándome qué me sucedería; sabía que sería maravilloso, lo que quiera que fuese... No, eso era a los diecinueve años. Sí, imagíname con diecinueve. Esa es la mejor edad. Solía sentirme feliz, terriblemente feliz, porque sí, y no había motivos para ello. Y lloraba con facilidad, pero lo disfrutaba, y nunca se me pusieron los ojos rojos. ¿Me habrías tomado en serio, Joe?

—Probablemente serías tú la no me habría tomado en serio a mí.

—Habría sido lo suficientemente tonta como para eso... Entonces tenía una carrera. Acababa de graduarme en la escuela de teatro, un sitio fracasado con un viejo bufón fracasado al cargo, la mejor que mami podía costear. Era una barata escuela privada para señoritas, ya ves. Creo que mami esperaba que aprendiese a moverme, a hablar con propiedad y a adquirir una especie de barniz y un poco de glamour; y entonces engancharía a un joven rico y subsanaría la fortuna familiar.

—Yo no podría haber cumplido con sus expectativas en ningún caso. ¿Qué hay de Alice a los veinticinco?

—Oh, me quedé muy suave. Suave por el desgaste, creo. Llevaba en Londres tres años. Es un lugar infernal cuando eres pobre, y también había que mantener las apariencias.

Tuve algunos empleos horribles en mis ratos de descanso. Acomodadora de cine, dependienta de un bar de aperitivos; todo menos una vida vergonzosa. Pero aún era joven. Me quedaban montones y montones de energía.

—Aún la tienes.

—Sí, pero tengo que vivir a régimen para mantenerla. Entonces simplemente la tenía, hiciera lo que hiciese. ¿Te habría gustado yo entonces, habrías sido romántico conmigo?

—Hasta me podrías haber partido el corazón. ¿Cómo podría haberme resistido a una ambiciosa y joven actriz? Te prefiero tal y como eres ahora.

Salió de la cama.

—Voy a hacer un poco de café.

—Un té estaría mejor.

—Pobre Elspeth —dijo—. Ella nos deja su apartamento y nosotros le birlamos su precioso té.

—Le traeré más.

Arrugó la nariz y levantó las manos con las palmas hacia arriba; mientras la observaba, su cara parecía irse volviendo masculina y zorruna, y su nariz parecía alargarse.

—¿Tú también andas en el estraperlo, recaudador?

Comenzó a vestirse.

—Odio que tengas que vestirte —dije.

—Eso es muy amable de tu parte, pero soy demasiado mayor para ir por ahí desnuda. —Se deslizó dentro de su faja.

—Aunque me gusta mirarte mientras te vistes. —Con la combinación puesta, se acercó y me besó. Le acaricié la espalda; con la prenda de seda azul era una persona distinta, más menuda pero también menos vulnerable, más controlada. Era un poco difícil imaginarla como la misma persona que, hacía media hora escasa, había estado gimiendo en mis brazos en un estado extremo de placer casi indistinguible del dolor.

Se deshizo de mi abrazo con delicadeza y recogió su vestido. Fue a la cocina; oí el chispazo de una cerilla y el siseo del fogón. Me vestí rápidamente: estar solo y desnudo me producía una extraña incomodidad. Encendí un cigarrillo, el primero en dos horas, e inhalé profundamente.

No era un apartamento grande; el bloque entero formaba parte de una de las mansiones en que una vez vivieran los señores de la lana de Leddersford. Esta habitación probablemente perteneció a alguno de los criados. Estaba amueblada de un modo vagamente teatral, con aire de clase media, pasado de moda. La gran cama estaba cubierta por una colcha color malva; había pufs, una mesa de cerezo barnizado y un montón excesivo de fotografías de actores y de actrices. La alfombra blanca era muy gruesa y las sillas doradas y de patas espigadas. Había una profusión de muñecas en el tocador; era un boudoir ligeramente sensual, exageradamente femenino. Me sentía algo fuera de lugar allí, como si hubiese entrado por error en la habitación equivocada.

Entré en el pequeño cubículo de la cocina. Alice miraba el hervidor y daba golpecitos impacientes con el pie.

—Nunca hervirá si haces eso —dije, y la agarré por la cintura. Se reclinó en mis brazos; puse mi cara contra la suya, aspirando su aroma. Era como si compartiésemos los mismos pulmones. Respirábamos lenta y profundamente; yo me sentía completamente seguro y arropado. El hervidor silbó; aquello tuvo el efecto de la sirena de la fábrica a las seis de la mañana. La dejé marchar con reticencia.

—Fíjate —dijo ella—. Tetera llamando a hervidor, el agua no debe llegar a hervir. La tetera está templada pero seca. Ahora dejar reposar durante tres minutos. Sincronicen sus relojes, señores. Ocho y veinte. ¿Roger?

—Roger —dije.

Su reloj era finísimo y de oro, con joyas en lugar de números.

—Al menos creo que son las ocho y veinte —dijo—. Será un reloj bonito, pero es difícil precisar la hora.

—Me gustaría comprarte algo así. —Me habría gustado pisotearlo. Entonces hice la reflexión de que, apropiándome de Alice, en algún sentido me había adueñado del valor de su reloj; pero ni siquiera ese pensamiento me consoló mucho. Ella no parecía haber oído lo que yo había dicho—. Cielo, llévate esto a la cocina. Tienes hambre, ¿verdad?

—Me comería cualquier cosa. Solían llamarme Tripas de Hierro.

—Es encantador. Desde ahora te llamaré Tripas de Hierro. Llévate también estos sándwiches, Tripas de Hierro. Y los encurtidos. Haremos una comida en condiciones. —Lanzó una risita como de colegiala y de pronto sus arrugas desaparecieron.

El pan estaba fresco y bien untado con mantequilla y los sándwiches eran de pollo frito, crujiente y tostado. Nos sentamos el uno junto al otro en un silencio confortable; ella me sonreía una y otra vez. Cuando terminamos de comer fue a la cocina a cortar más pan. Yo estaba sentado con los ojos medio cerrados, sorbiendo el fuerte té. De repente oí que me llamaba. Estaba de pie frente a la tabla de cortar el pan con el dedo índice goteando sangre.

—No es nada —dijo, pero tenía la cara blanca. La llevé al fregadero y le lavé el dedo con agua caliente. Me di cuenta de que sobre la pila había un botiquín, y tras hurgar un poco (Elspeth parecía estar usando el armarito como caja de maquillaje) encontré desinfectante y vendas. Serví una taza de té y la sostuve en sus labios.

—Quiero un cigarrillo —dijo.

—Bébete eso primero.

Se lo bebió, obediente. El color volvió a sus mejillas. Encendí un pitillo para ella y se recostó en mi hombro.

—Qué tonta fui al quedarme ahí parada. Fue la impresión, creo. Odio la sangre... Eres muy competente, ¿verdad, Joe?

—He puesto vendajes peores que ese.

—Joe, ¿has visto muchas cosas horribles? Me refiero, en la RAF.

—Solo lo normal. Pronto se olvida.

—Pareces tan joven. Salvo por tu boca. ¿Estás seguro de que has olvidado todo?

—A veces suceden cosas que hacen aflorar los recuerdos. Asoman la cabeza y gruñen, y entonces los empujas de vuelta a la jaula. ¿Por qué lo preguntas? ¿Temes que esté neurótico?

Me besó en la cara.

—Eres la persona menos neurótica que conozco. Solo es algo por lo que sentía curiosidad desde hace tiempo, pero hasta ahora no había conocido a nadie a quien pudiese preguntárselo. George no estuvo en Servicio. Tiene un tímpano perforado y no lo tuvieron en cuenta. —Me miró con un poco de enfado—. No fue culpa suya.

—No seré yo el que diga nada.

—Es todo tan seguro y civilizado y acogedor —continuó, casi como si estuviera soñando—. Todos esos hombres, tan bien educados y correctos y agradables. Pero, ¿qué hay detrás de todo? Violencia y muerte. Han visto cosas que volverían loco a cualquiera. Y aun así no queda ni rastro. Todos tienen las manos manchadas de sangre, a eso se reduce... Todo es tan puñeteramente inestable... —Sentí su estremecimiento.

—No pienses en ello, amor —dije—. El mundo está lleno de violencia. Siempre lo ha estado. Probablemente en este mismo momento alguien está siendo asesinado a menos de diez millas de aquí.

—No me lo recuerdes —dijo ella.

—Las cosas son diferentes en tiempo de guerra. No te queda tiempo ni para asquearte. Hay demasiado que hacer. De todos modos no puedes ayudar a nadie haciéndote el sensible.

—Lo sé, lo sé —dijo ella con impaciencia—. Oh Dios, todo va tan rápido. No hay forma de parar el carrusel. Nunca te sientes segura. Cuando era joven solía sentirme a salvo; incluso cuando Padre y Madre peleaban, aun así eran amables conmigo. La casa era sólida también. Esos malditos barracones de cemento en los que vivo ahora... Es todo tan limpio y de líneas tan rectas que no me sorprendería nada si echase a volar.

—Hablas demasiado —dije, y la atraje sobre mis rodillas—. Ahora calla, ni una palabra más. —Acaricié la piel suave de su antebrazo; cerró los ojos y se dejó caer en mis brazos.

—Puedes estar así toda la noche —dijo ella—. No te detendré. —Suspiró—. Eres un asiento adorable. Podría ponerme a ronronear como un gato.

La tersura de su brazo, su cálido peso sobre mi regazo; también yo podría haber estado haciéndolo toda la noche. Y podría haberla tomado de nuevo; pero el acto de amor se estaba transformando. No es que se volviera desagradable ni innecesario, sino solo uno más entre otros muchos placeres; placeres que dependían únicamente de ella.

Sonó el timbre de la puerta; tres llamadas cortas, una larga, tres cortas.

—Elspeth —dije. Iba a levantarme pero Alice me retuvo.

—No seas tan burgués. —La estreché más fuerte entre mis brazos. La cara de Elspeth asomó por la puerta con una sonrisa pícara que le habría ido mejor en los días en que estaba de gira con Un poquito de confusión. Entró en la habitación bailando, más que caminando, con la falda haciendo vuelo a su alrededor. Junto a ella entró un fuerte olor a Phul-Nana.

—Hola, queridos —dijo con su voz ronca y pastosa—. Espero no haberos molestado. Intento ser discreta, pero tenía que entrar. Hace frío fuera.

—Te prepararé algo de té —dijo Alice, y se marchó a la cocina.

Elspeth se dejó caer en la butaca.

—¡Vaya! Menuda tarde he tenido. No basta con producir la obra, tienes que enseñarles a actuar. En serio, chicos. Son incapaces de comprender la cosa más simple. No sé para qué me metí en esto del teatro, de veras no lo sé. —Hizo una pirueta en dirección al piano y comenzó a cantar Don't Put your Daughter on the Stage, Mrs. Worthington. Su ronca voz todavía sonaba potente y plena.

Cuando terminó hizo girar el taburete del piano dando vueltas y se quedó sentada mirando hacia mí, con las manos cogidas por delante.

—No es más que un rollo de cabaret —dijo—. De algún modo, le falta cuerpo...

—Si vas a darnos un concierto, deberías comer algo —se oyó gritar a Alice desde la cocina.

—Estupendo, cariño —dijo Elspeth. Bajó la voz—. Eres un hombre muy afortunado, Joe. Alice es un ángel, un auténtico ángel. Tiene un corazón de oro. —Sus redondos ojos negros me miraban con determinación. En su vieja cara cubierta por el maquillaje parecían llamativamente juveniles. Estaba sentada con las piernas ligeramente separadas y la falda se le había doblado por encima de las rodillas; aparté los ojos, sintiéndome un poco asqueado. Sus piernas también correspondían a las de una mujer mucho más joven: cortando desde la cintura, pura pornografía. No importaba cómo fuese su falda: en Elspeth siempre daba la impresión de que era inadecuada.

La estiró hacia sus rodillas.

—Siempre me olvido —dijo. Me sonrió con la cabeza un poco ladeada—. Si hubieras visto tanto de mí en tiempos, no te habrías quedado sentado mucho rato en esa silla.

—Apuesto a que no.

Me lanzó un beso.

—Ah, no culpo a Alice. Eres la clase de hombre que a mí me gusta, grande y macizo. Hay demasiados maricas sueltos por ahí hoy en día. Durante un tiempo conocí a un montón de hombres grandes; ahora están todos muertos y las flacuchas como yo vivimos de... —Su cara de foto de postal, con esos bucles teñidos de rojo y la nariz y la barbilla de Lily Langtry, resultaba tan triste como la de un mono enfermo—. Es como si cuanto más grandes y más fuertes son, más se ceban las enfermedades en ellos. Recuerdo la noche que murió Laird. «No puedo respirar», dijo, y empezó a soltarse el cuello de la camisa. Entonces cayó tieso hacia delante. Dios mío, el vestidor tembló. Lo levantamos y ya estaba muerto. Treinta y cinco años, con toda la vida por delante. Da que pensar, ¿no? —Encendió uno de sus cigarrillos turcos; el dulce, punzante y arcaico olor (que me recordaba a The Bing Boys,22 a Romano's y a Drury Lane) llenaba la habitación como si fuera incienso—. Estaba hecho para que me escapase con él —dijo ella—. A veces desearía haberlo hecho. Mi marido no era muy bueno ni siquiera entonces. Yo era demasiado independiente y él quería que fuera solo suya. Era un demonio cuando estaba bebido. También era un hombre grande y fuerte. Nunca he podido resistirme a los hombres fuertes y grandes... ¿Amas a Alice?

—Sí —contesté sin pensar; la pregunta fue tan brusca que me pilló por sorpresa.

—Pensé que lo dirías —dijo ella con calma—. Vi la forma en que se sienta a tu lado. Ella aún no lo sabe. —Puso su mano sobre la mía—. No le hagas daño, Joe. No la hieras.

Tuve una sensación como si un agua negra se cerrara sobre mi cabeza. La habitación parecía haberse vaciado de aire, era un lugar excesivamente perfumado, de algún modo decadente; la ajada cara de determinación que tenía delante era la de una vieja bruja. De pronto me había despertado y me descubrí a mí mismo convertido en un viejo, y la veía a ella riéndose de mí, transformada de nuevo en una chica, saludable y rolliza con mi juventud robada.

Empezó a hablar de los viejos tiempos en el Daly's Theatre; apenas si escuché porque repentinamente quería estar fuera de la habitación, caminar por los páramos, sentir el viento y la lluvia sobre mi cara.

Cuando Alice entró con la bandeja de la cena la vi por un momento como el mismo tipo de persona que Elspeth: una habitante de un mundo cerrado, anticuado, arruinada como el maquillaje corrido. La ternura que había sentido hacia ella un momento antes se evaporó; parecía imposible que hubiese abrazado su cuerpo desnudo, que toda la velada no hubiese sido más que un ensayo para alguna picante farsa de alcoba, una aburrida rutina del color dorado descolorido y lujoso de un teatro provinciano.

Un lugar en la cumbre
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