4
Al día siguiente Bob y Eva Storr vinieron a tomar el té. Aunque más adelante llegaron a ser buenos amigos míos, esa tarde los encontré bastante amenazadores. Al principio pensé que eran hermanos, ya que se parecían mucho: menudos, morenos, con la nariz respingona y la boca grande. Hablaban mucho, especialmente de teatro, con especial referencia a los «Intérpretes de Warley».
Habían visto todas las funciones, además de todos los ballets recientes, y lo sabían todo sobre la vida privada de los famosos.
—Y a los ensayos de vestuario llegaron flotas de taxis —dijo Bob— vomitando hordas de maricas. El teatro olía lo mismo que un burdel. Y ese, queridos míos, es el amante soñado del ama de casa británica; se desmayaban sobre él en manada, ¡guarras estúpidas!
Entonces Eva saltaba como escandalizada.
—No es tan malo, cariño. Quiero decir, que él no corrompe a nadie; sus amigos ya están corrompidos. ¿Qué culpa tiene el pobre Roger? Estaba tan contento cuando le dieron el papel. Y las cosas que se suponía que le hacía a... —mencionó al representante de un actor al que yo conocía, por su publicidad a cualquier precio, como la apoteosis de la masculinidad total—. Invitaba a cenar a Roger todos los domingos. Intentaba emborracharle y si eso no funcionaba le ofrecía un aumento... Por supuesto, Roger dejó la compañía. «Si tengo que hacer eso para llegar a algo en el teatro», decía, ¿te acuerdas, Bobby, querido?, «entonces he terminado con el teatro». Pobre corderito, casi estaba llorando.
Examiné por un momento la posibilidad de que Roger no hubiera estado muy brillante en su trabajo y se hubiese inventado toda la historia como excusa por haber sido despedido, pero decidí mantener la boca cerrada. Para cuando hubieron terminado no quedaba una sola persona normal en la profesión teatral; cuando menos todos eran o eunucos o ninfomaníacos.
Por lo que decían, los dos parecían estar en contacto permanente con el gremio teatral. En realidad, solo conocían a un puñado de profesionales, la mayoría jóvenes como Roger, que habían salido de la escuela de arte dramático no hacía mucho. Los Intérpretes recibían visitas eventuales de actores y dramaturgos, en su mayoría don nadies de baja estofa, pero cada uno dispuesto a revelar su porción de escándalo a cambio de bebida gratis y, con suerte, de una cena sustanciosa y una cama para pasar la noche.
Yo no estuve al tanto de estos hechos hasta mucho después, por supuesto; pensaba que Bob y Eva eran tremendamente sofisticados. Me hacían sentir como si yo también estuviera en el secreto, en contacto con un mundo depravado, excitante y, sobre todo, rebosante de riquezas. Comparados con Cedric y la señora Thompson, ambos parecían muy jóvenes; no mucho mayores que yo, de hecho, aunque él tenía treinta y siete años y ella treinta y tres, y tenían dos hijos.
Averigüé que Bob trabajaba en la industria textil pero no pude descubrir qué es lo que hacía exactamente. Por lo que sé, había vivido en Londres y no le había gustado.
—Acabé totalmente harto —dijo—. No me gusta ser un pez pequeño en un estanque grande. Estamos contentos de haber regresado a casa, ¿no es así, Evie?
Me di cuenta de que, cuando se acordaba de hacerlo, abreviaba las palabras; me pareció que se lo copiaba a Ronald Colman4* y eso hizo que me sintiera algo menos impresionado: le dejaba al mismo nivel que el obrero que imitaba la inexpresividad de Alan Ladd o la trabajadora de una fábrica que se hacía el peinado de Veronica Lake.
—¿Actúa usted? —me preguntó.
—Lo he hecho —dije—. Aunque nunca he podido dedicarle mucho tiempo.
—Tiene usted un bonito perfil —dijo Eva—, y una voz profunda y grave. Ya es hora de que tengamos un nuevo galán. Este desastre de aquí interpreta prácticamente todos los papeles juveniles principales. Me uní a los Intérpretes esperando ser abrazada continuamente por hombres jóvenes y apuestos, y el único que he conseguido que me haga la corte es mi propio marido. Para eso me quedo en casa...
—Ya vale —dijo Bob y le lanzó una mirada divertida y maliciosa. De pronto se me presentó una imagen mental de ambos en la cama. Eva me lanzó una tranquila mirada de aprobación; me pregunto si supo en qué estaba pensando.
—Se lo presentaremos a Ronnie y organizaremos una audición —dijo la señora Thompson enérgicamente.
—No se lo presentes a Alice —dijo Eva—. Está a la caza de carne fresca. En realidad nunca llegó a recuperarse del Joven Woodley.5
—Sshh —dijo la señora Thompson—. Le estás dando a Joe una impresión equivocada.
—¿Está usted comprometido, Joe? —preguntó Eva.
—Nadie me querría —respondí.
—Ya verá cómo pronto conoce a alguna chica agradable. —Querida —dijo Bob—, qué horrible combinación de libertinaje y respetabilidad hay en esa frase. Siempre me deja asombrado esa capacidad que tienes...
La señora Thompson interrumpió.
—Bob Storr, se acabó el humor de Design for Living6 —La sonrisa con la que acompañó la frase le quitó el aguijón al reproche, pero entendí que ella controlaba la conversación y que Bob había sido reconducido desde un punto peligroso.
—No tienen tablas para hacer esa función —intervino Cedric—. Debería estar vetada a los aficionados. Sí, vetada. De todos modos, solo representan obras para poder lucir sus trajes de noche.
—Yo tengo un precioso vestido de noche —dijo Eva.
—Sí —dijo Bob—. Y solo Dios sabe cómo aguanta.
Eva le sacó la lengua. Entonces estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó con sus ojos posados de nuevo sobre mí.
No es que me hubiera enamorado de ella ni que fuera un obseso del sexo, aunque ciertamente hay cosas peores con las que obsesionarse. Simplemente se trataba de que yo era un hombre soltero de veinticinco años con apetitos normales. Si tienes hambre y alguien está preparando una buena comida, lo natural es que estés predispuesto a una invitación.
El mantel estaba puesto, por así decirlo, y había pasado mucho tiempo desde que yo había saboreado por última vez una buena comida —después de un baile en el Locarno de Dufton, para ser exactos; no podía siquiera recordar su nombre—. Había sido rápido y sórdido, y no puede decirse que disfrutara mucho. Comenzaban a no gustarme esa clase de cosas; era algo típico de Dufton, algo de lo que tenía que curarme.
De pronto tuve la intuición de que si quisiera podría acostarme con Eva. Era una intuición auténtica, no una simple racionalización de mis deseos. Siempre he comprobado que las intuiciones raramente se equivocan. La mía funciona muy bien porque no soy muy proclive al pensamiento abstracto y no espero que nadie sea moralmente superior a mí.
Después del té fuimos en el coche de Bob a ver a los Intérpretes. Era un Austin Eight nuevo. Por aquel entonces era muy difícil conseguir coches nuevos —particularmente los pequeños—, y se me ocurrió que hiciera lo que hiciese Bob en la industria textil, su trabajo debía de ser sumamente rentable.
—Ve tú delante con Bob —le dijo Eva a Cedric—. Así podrás estirar las piernas. Y tú, Joan, monta en la parte de atrás. Y usted también, Joe querido. Así podré sentarme en sus rodillas.
—Debería pedirle permiso a Bob —dije, sintiéndome tontamente complacido.
—Bobby, cariño, no te importa si me siento en las rodillas de Joe, ¿verdad? No vas a ser celoso ni posesivo ni Victoriano, ¿no?
—No me importa si a él tampoco le molesta. Además, se habrá arrepentido antes de que acabe el viaje. Solo aparenta ser ligera y frágil, Joe. Yo nunca dejaría que se sentase en mis rodillas.
—No le haga ningún caso —dijo Eva—. Joe es lo bastante fuerte como para soportar mi peso. Le gusta, ¿no es así, Joe, querido?
Estreché mis manos alrededor de su cintura.
—Conduzca todo el tiempo que quiera, Bob —dije. Podía sentir claramente su calidez y suavidad.
El teatro estaba en un barrio de Warley que era un auténtico laberinto de callejuelas, como me había dicho la señora Thompson. Por un instante me recordó a Dufton; pero allí había una alegría, una especie de cordialidad, que Dufton nunca había tenido. Tal vez la presencia de un teatro favorecía ese efecto. Incluso el teatro más desvencijado irradia cierta alegría, como si anunciara siempre la existencia de un mundo más amplio, de las cosas que se alejan de la monotonía propia del día de la colada y del pago de impuestos. Desde luego, Warley nunca había padecido con demasiada intensidad la Depresión; sus huevos estaban repartidos en demasiadas cestas. Sin embargo, tres cuartas partes de la población de Dufton estaba desempleada en 1930. Recuerdo las calles llenas de hombres con la cara pastosa propia del pan con margarina y de haber dormido hasta el mediodía; los niños llevaban zapatillas playeras en pleno invierno. Y luego estaba aquel río espeso y amarillo como el pus; aquello era el insulto definitivo, peor incluso que los Stag Woods, que era el nombre con que se conocía al escaso campo que quedaba en Dufton, y que las autoridades del condado hicieron talar y rodearon con vallas de alambre de espino, emplazando en su lugar la húmeda y oscura disciplina de una plantación de pinos. Mientras duró, la crisis no solo hizo de Dufton un lugar miserable y con el espíritu destrozado; incluso cuando volvió el pleno empleo el lugar seguía inmerso en una especie de atmósfera de pobreza e inseguridad; la crisis dejó en el pueblo una multitud de desagradables temores lacrimógenos, como bastardos tras el paso de un ejército invasor.
Debo añadir que yo no estaba molesto con todo aquello desde un punto de vista político. Si mi trabajo hubiese tenido que ver con la política, quizás habría intentado solucionar en cierto modo aquel desaguisado; tal vez, supongo, desde un lugar como Hampstead en donde, aunque suene increíble, vive el diputado laborista de Dufton en el Parlamento. (A propósito, fue a él a quien voté en las elecciones de 1945, en parte porque a Madre y Padre les hubiera gustado que lo hiciese, y en parte porque el candidato Tory era pariente de los Torver, que ostentaban el mayor negocio de Dufton, y yo no quería bajo ningún concepto ayudarles porque habría sido como lamer sus ya de por sí bien lamidas botas.)
La voz de la señora Thompson interrumpió mis pensamientos.
—Cuando yo era niña solía imaginarme que la puerta del Sieur de Maladroit estaba en algún lugar cerca de aquí. Me encantaba pasear por los alrededores buscando aventuras.
El pequeño coche olía a cuero, tabaco y perfume; mis muslos comenzaron otra vez a sentir el cuerpo de Eva. Estaba en Warley yendo al teatro en coche; Dufton estaba muy lejos, Dufton estaba muerto, muerto, muerto...
—¿Encontró alguna aventura? —pregunté a la señora Thompson. Mi cara estaba contra el pelo de Eva.
—Una vez me besó un niñito —dijo—. Un chulito feísimo con el pelo rojo. Tan solo me agarró y me besó. Entonces me pegó y salió corriendo. He estado tan unida a este barrio desde entonces...
—Ese hombre —dijo Bob con gravedad— es hoy el tipo más rico de Warley. Nunca ha vuelto a mirar a otra mujer desde aquel fatídico encuentro. Todo el mundo piensa que es duro e inaccesible y que solo se preocupa por el dinero y el poder. A veces, sentado solo en su mansión georgiana justo en la Cumbre se acuerda de aquella encantadora niñita, mitad ángel mitad pajarillo, y las lágrimas suavizan sus ojos implacables... Es bastante conmovedor, de verdad, como Dante y Beatrice.
Acercó el coche hasta una parada fuera del teatro.
—Dante tenía mujer y una familia numerosa —dijo Cedric débilmente.
—Tú ganas —dijo Bob saliendo del coche—. De todos modos es una bonita historia.
La señora Thompson no dijo nada, pero sonrió a Bob.
El teatro tenía una fachada de deslumbrante hormigón blanco y un gran letrero luminoso sobre la entrada. Las letras minúsculas del rótulo hacían que el teatro pareciese más bien un club nocturno; supongo que esa era precisamente la impresión que quería dar. El auditorio olía a serrín, a escayola y a pintura. Estaba decorado en crema y gris con el habitual enmarcado del escenario; el ambiente resultaba didáctico en cierto modo, aunque no podría asegurar que no se debiese al olor a aula. No había nada fuera de lo corriente en el público; casi esperaba que el teatro estuviese lleno de gente como Bob y Eva, ingeniosos y decididamente teatrales, hablando a todo volumen.
Tampoco había nada de extraordinario en la obra. Durante la guerra había aguantado tres años en cartel; yo me la perdí porque en ese momento me encontraba en el Stalag 1000 7 La obra trataba sobre una encantadora familia de clase media-alta cuyos miembros a punto estaban de cometer adulterio, hacer una fortuna, casarse imprudentemente, perder su verdadera vocación, etcétera. Al final todo terminaba bien gracias a la vieja y sabia abuela, quien, de una forma bastante osada para esta clase de obra, declamaba el prólogo y el epílogo balanceándose adelante y atrás en su mecedora y matando el tiempo con una pieza de punto al terminar sus diálogos.
Disfruté con la obra por el mismo motivo por el que la gente disfruta con El Diario de Mrs. Dale8: sus personajes tienen el nivel de ingresos que yo quería tener y era como ser un espectador invisible de la vida en una de las grandes casas de Eagle Road. Resultaba todo muy relajante, hasta los cómicos sirvientes con el corazón de oro. (La Niñera le ofrecía al Señor los ahorros de su vida cuando él se declaraba en bancarrota; pude oír claramente los gimoteos de una mujer que se aguantaba las lágrimas justo detrás de mí.)
Fue como a mitad del primer acto cuando vi a Susan por primera vez. Hacía de la hija menor, la alegre, inocente niña a la que a punto está de romperle el corazón un hombre mayor que ella —al menos, así lo expresaba el Warley Clarion—. Recuerdo su primera frase: «¡Oh, por todos los demonios, llego tarde! Buenos días, mami, cielo». Las maldiciones, cómo no, las había aprendido del Hombre Mayor, un compositor encanecido y gallardo, que las había utilizado cuando su nueva sinfonía no salía bien, rasgo claro de su extrema sofisticación y perversidad.
Susan tenía una voz joven y fresca y el acento de una buena escuela privada para señoritas. Se suponía que su personaje tenía dieciséis años, pero carecía de la gordura cachorril y la ligera torpeza propias de esa edad; le eché unos diecinueve años. No es que actuara muy bien pero para mí hizo que aquella obra tan tonta cobrase vida. Su papel no era de los complicados; estaba hecho a la medida de cualquier chica bonita con suficiente maestría como para pronunciar la «a» abierta y la «u» cerrada. Lo que más me atrajo de ella fue que era guapa de forma convencional: pelo negro a la altura de los hombros, grandes y redondos ojos castaños, nariz y boca correctas y hoyuelos: era como la chica de los anuncios americanos a la que siempre le están regalando un reloj Hamilton, sábanas Cannon de percal (lo que quiera que sea eso) o un automóvil Nash Airflyte Eight. Podría haber sido la hermana de la chica que vi junto al Sylvia’s Café.
Charles y yo inventamos una vez un esquema de categorías de mujeres: habíamos comprobado que cuanto más dinero tenía un hombre mejor era el aspecto de su mujer. Incluso pasamos a máquina un método de trabajo al que bautizamos como «Informe Lampton-Lufford sobre el Amor». Tenía hasta un apéndice con «Compendios sobre Sexo». Recuerdo que las mujeres del Grado Uno te hacían pasar tan buenos ratos en la cama que hacía falta que todos los maridos de Grado Uno hubieran heredado fortunas, porque tras el acto no les quedaban fuerzas de sobra para ganar dinero. Los hombres del Grado Cuatro recibían un pequeño premio extra cada vez que conseguían un ascenso (Oooh queridooo, me alegro tanto de que por fin los directores te aprecien, dijo ella con sus ojos empañados). Y luego estaban las de Grado Nueve quienes, por supuesto, solo consentían el sábado por la noche y el domingo por la tarde.
Naturalmente los grados se correspondían con las ganancias del marido o prometido, yendo desde el Uno, para millonarios, estrellas de cine y dictadores —de hecho cualquiera con ingresos superiores a veinte mil libras— hasta el Doce para aquellos por debajo de las trescientas cincuenta libras y sin expectativas de mejora. Charles y yo pertenecíamos al Grado Siete, el de seiscientas libras, justo por debajo de los concejales y asistentes. En realidad éramos del grado inmediatamente inferior, pero el objetivo de todo el esquema era que los maridos fuesen elegidos tanto por su salario real como por sus posibilidades y se diese por sentado un cierto nivel de inteligencia a las mujeres por encima del nivel del Grado Diez. Claro que nuestra planificación no siempre funcionaba perfectamente: a veces los hombres de Grado Siete tenían esposas del Grado Tres —mujeres capaces de adquirir un hombre de cinco mil libras al año—, y en ocasiones los hombres de Grado Tres, hechos a sí mismos, tenían mujeres del Grado Diez que los habían pescado antes de que se hicieran ricos. Pero los hombres de Grado Siete, por lo general, perdían a sus mujeres en favor de amantes que realmente los apreciaban y comprendían o, en el peor de los casos, tenían que soportar a sus mujeres gruñendo por el dinero durante el resto de sus vidas, mientras que los hombres de Grado Tres solían conseguir queridas del Grado Tres. No hay duda de que todo esto parece bastante cínico pero el hecho es que Charles y yo podíamos finalmente deducir los ingresos de los maridos con una aproximación de cincuenta libras. Llegó un momento en que la precisión de nuestro sistema me deprimía profundamente. (Eso era cuando mi horizonte se ceñía a Dufton y a los Estatutos Nacionales de la Asociación de Funcionarios de Gobiernos Locales.) Yo sabía que era igualmente adorable y un tanto más apuesto que el Zombi Centelleante, un hombre joven con un pelo negro impecable, una brillante cara roja y un Rolex Oyster de oro, un anillo con sello de oro, un encendedor de oro y una pitillera de oro; pero, al no haber tenido un padre editor, sabía que yo podría esperar como mucho una mujer de Grado Seis mientras que él atraería automáticamente a una genuina Grado Tres.
Susan pertenecía al Grado Dos —si es que no era directamente de Grado Uno—, y eso independientemente de que tuviese o no dinero; pero me hice una acertada idea de que estaba bien cualificada para tal grado tanto financiera como sexualmente. Y, para ser totalmente justo conmigo mismo, eso no fue lo único que me excitó de ella: aquellos refinados lugares comunes de la función parecían tan profundamente poéticos que era como si en cualquier momento se fuera a producir el anuncio definitivo que transformaría mi existencia en lo que en justicia debería ser, sujeta, como lo estaba, a la oportunidad de felicidad que Warley me había prometido. Y me habría sentido exactamente igual si hubiera sido un tipo honrado y simple a quien la sola idea de calificar a las mujeres por grados le hubiera resultado brutalmente cínica. Ella era tan joven e inocente que casi se me partía el corazón; de un modo chocante aunque placentero, incluso mirarla me hacía daño. Si la carne tiene un sabor, la suya sabría como la leche fresca. Me enamoré de ella a primera vista. Utilizo la frase convencional, como si fuera un taquígrafo, para expresar en poco espacio todas las emociones que ella evocó en mí desde el primer momento.
Cuando, más tarde, estábamos poniéndonos los abrigos en el vestíbulo Cedric dijo:
—Supongo que necesitará alguna clase de refresco alcohólico después de ese galimatías burgués, Joe. —Oí las palabras pero no capté el mensaje.
—Susan Brown es muy guapa —dije. Entonces me di cuenta de que debí de parecer una especie de ternero hechizado. Para mi disgusto, noté que me sonrojaba. Eva rió.
—Estoy lívida de celos. —Me dio un golpe en el pecho más con fuerza que si estuviera jugando—. En cuanto conozco a un joven apuesto él va y se fija en esa casquivana.
—Siempre me ha parecido insípida —dijo Bob—. Totalmente simplona.
—Oh no —dijo Eva rápidamente—. Es muy galante por tu parte decir que no es atractiva, querido, pero no es verdad. Joe tiene buen gusto. Es guapa, sí, muy guapa, fresca como una rosa en día de batalla o como quiera que sea el poema;9 en suma, una niña muy dulce.
—¿Y quién no lo sería con un papi tan rico y adorable? —dijo Bob.
—Creo que Joe debería conocerla —dijo la señora Thompson.
—Basta ya de ese parloteo sobre la belleza y la dulzura —dijo Cedric con impaciencia—. Me muero por un buen trago. Nos veremos en el Clarence, si es que piensas ir entre bastidores, Bob.
Salió a la calle, la bufanda metida dentro de un bolsillo de su gabardina y casi arrastrando por el suelo. Hablaba a voz en grito: «¡No hay vida, no hay vigor, no hay poesía!», le oí decir mientras se alejaba. La señora Thompson caminaba tranquilamente junto a él con la cabeza ligeramente ladeada y una expresión cortés en su rostro aunque un poco distraída.
—Realmente está usted colgado por ella, ¿no es así Joe? —dijo Eva mientras bajábamos por el pasaje tras el vestíbulo.
—Supongo que estará saliendo con alguien —dije con pesimismo.
—No está ocupada —dijo Bob—. Pero tenga cuidado con Jack Wales: montones de dinero, dos metros de altura y un bonito bigote marca de la RAF.
Reí.
—Yo me como a tipos como ese para desayunar —dije—. Además, mi admiración por ella es puramente artística. —Ni siquiera a mí me sonó muy convincente, pero me sentí empujado a adoptar la posición del pobre hombre tras la valla, el humilde admirador a distancia.
Cuando llegamos, el camerino ya estaba lleno de gente. Se trataba de una habitación bastante estrecha con suelo de cemento y una larga mesa rodeada de espejos iluminados. Olía agradablemente a maquillaje, a tabaco y a cuerpos bien lavados y bien alimentados.
Susan acababa de desmaquillarse y se estaba quitando la crema que le quedaba en la cara. Noté con un espasmo de placer lo blanca y delicada que era su piel.
—Este es Joe Lampton —dijo Eva—. Ha venido desde Dufton. Le ha gustado mucho la función.
—Particularmente su actuación —dije.
La suya era una mano templada y suave como la de una niña y me hubiera gustado sostenerla por más tiempo, pero esos hábitos tan ineficaces —intentar convertir unos entremeses en una cena— eran más bien costumbres de zombis, así que no extendí el apretón de manos más allá de un segundo.
—No soy tan buena, la verdad —dijo. Estaba cerca de ella pero tenía que esforzarme para captar las palabras. Susan siempre bajaba la voz cuando algo le hacía sentir tímida.
—Si lo hubiera sabido, le habría traído unas flores —dije.
Dejó caer sus oscuras pestañas sobre los ojos y apartó la mirada por un momento. Fue la clase de gesto con el que solamente reaccionaría una virgen; me pareció tan natural y desafectado que casi me hizo llorar.
—Si hubiera sabido ¿qué?
—Si hubiera sabido que era usted tan bella.
Su blusa tenía un botón desabrochado. Se dio cuenta de que la miraba pero no hizo nada por abrochárselo. Se trataba de la revelación de alguna clase de promesa aunque, estaba seguro, no había sido deliberada.
—¿Vienes a tomar un trago con nosotros, cielo? —le preguntó Eva.
—Me encantaría, pero Jack y yo ya hemos quedado para la cena.
—Pues tráete a Jack también —dijo Bob—. Quiero explicarle cómo funciona el ciclorama. El amanecer que puso fue como un trueno, lo cual estaría perfecto si la obra pasase en Birmania pero no para los condados próximos a Londres.
—Eres horrible —dijo Susan—. Fue un amanecer completamente dulce. —Hablaba del amanecer como si fuera un animalito abrazable.
Empezaban ya a discutir sobre ello cuando entró Jack. Inmediatamente supe que se trataba de él. Lucía un gran bigote de la RAF, con el grado justo de indiferencia; sin duda había sido oficial, aquel era un adorno de oficial. Yo nunca me lo dejé por esa razón precisamente: si llevas aquello para lo que no estás capacitado la gente te mira como si vistieses un uniforme o unas condecoraciones que no te correspondiesen. Lo que más me molestaba de él era que me sacaba diez centímetros y era mucho más ancho de hombros que yo.
Tenía una cara afable y robusta, tipo Bulldog Drummond, y sin duda, pensé maliciosamente, era consciente de ello.
—¿Qué tal vais, Sue? —dijo. Miró su reloj—. Oh, las diecinueve y tres exactamente. Comienza la Operación Cena. —Se rió, complacido de su propio chiste—. Señor, qué peste —dijo—. No sé cómo lo aguantas, Sue.
Me miró con severidad.
—Este es Joe Lampton —dijo Bob—. Jack Wales, Joe Lampton. Tenéis algo en común; los dos fuisteis intrépidos hombres-pájaro, ¿no es así?
Jack rió y sacó una mano como un jamón. Intentó estrecharme la mano pero no pudo.
—Por lo que a mí respecta —dijo— me alegro de que se haya terminado. Volar es divertido, pero que te disparen mientras lo haces es de lo más desconcertante.
—Muy cierto —respondí—. Aunque no es que volar haya dejado de resultarme divertido precisamente.
—Estáis de vuelta de todo —dijo Eva—. ¿Os apetece venir a beber algo, Jack?
—Lo siento mucho —dijo él—, pero ya sabes lo riguroso que es Papá Brown con la puntualidad. En otra ocasión estaremos encantados. O más bien, estaré encantado. —Le guiñó un ojo a Eva de manera ostensible—. Saldremos sin los otros. Solos tu y yo, ¿eh?
Le estábamos escuchando todos como si fuera la reina explicando graciosamente que era imposible abrir el bazar, que tenía otro compromiso, aunque tal vez en otra ocasión...
Cuando él y Susan hubieron salido, en la habitación quedó como un vacío; ellos viajaban hacia la calidez, el lujo y la alegría y nosotros, de algún modo, quedábamos abandonados a la fría cotidianeidad de un lunes.
No añadí mis súplicas a las de Eva, aunque tuve la intuición de que a Susan le hubiera gustado venirse con nosotros. —No hace falta que me engatuses para que nos soplemos unas cuantas pintas, moza —le dije a Eva deliberadamente con el habla abierta de Yorkshire para contraatacar el genuino acento de oficial de Wales, tan insignificantemente correcto como su traje de tweed—. Vaaamos. —Me giré hacia Susan, ofreciéndole mi mejor sonrisa, consecuencia de mi mucha práctica, ya que mis dientes, aunque pasables, solo se mantenían a razón de una agonía anual en el dentista. Me habría gustado tener unos dientes tan blancos como los de mi rival (no dejaba de pensar en él) pero una sonrisa con la boca cerrada y los ojos un poco estrechados en las comisuras podía ser tan efectiva con las mujeres como mostrar la dentadura; o al menos así lo creí yo en aquel momento, al ver cómo ella se ruborizaba—. Recordaré las flores la próxima vez —dije.
—Gracias —dijo ella. Le brillaban los ojos; sé que posiblemente se debía al exceso de humedad, o a la irritación producida por la aplicación demasiado generosa del rímel, pero lo cierto es que le hacía parecer como una cría en Navidad. Me pregunté si habría recibido muchos piropos de ese gran bobo posesivo que la acompañaba.
Cuando estuvimos fuera, Eva me dio otro buen golpe de burla en el pecho.
—Eres muy directo, ¿eh?
—Siempre voy derecho a por lo que quiero.
Bob ensayó una mueca maliciosa.
—A Jack no le gustó tu promesa de las flores. Detecté signos de celos.
—No están comprometidos...
—Ah, pero la conoce de toda la vida. Amigos íntimos de la infancia...
—Qué bonito —dije.