1
Llegué a Warley una húmeda mañana de septiembre. El cielo estaba gris como la arenisca de Guiseley. Me hallaba solo en el compartimento. Me recuerdo diciéndome a mí mismo: «No más zombis, Joe, no más zombis».
Me gruñía el estómago de hambre y tenía un zumbido en la cabeza y una sensación de agua carbonatada en la nariz de las bebidas de la noche anterior. Aquella mañana en especial incluso estas molestias me producían placer. Yo era un viajero disipado, disoluto de manera elegante, que aspiraba al baño caliente, a acariciar a un perro, al café negro y a la siesta en un batín de seda.
Vestía mi mejor ropa de los domingos: un traje gris claro que me había costado catorce guineas, una corbata gris lisa, calcetines grises y zapatos marrones. Nunca había tenido zapatos tan caros; el lustre era profundo, intenso, casi negro. Mi gabardina y mi sombrero, sin embargo, no alcanzaban la misma calidad: la gabardina, después de solo tres meses, estaba bastante arrugada y olía a goma y el sombrero estaba levemente descolorido por la brillantina y doblado en punta por delante.
Más tarde aprendería entre otras cosas a no comprar nunca gabardinas baratas, a quitarle las abolladuras al sombrero antes de guardarlo y a no combinar la ropa con demasiada exactitud en tono y color. Pero tenía un aspecto razonablemente bueno aquella mañana de hace diez años; todavía no había empezado a adquirir la gordura de la mediana edad y —suene o no sentimental— experimentaba una mezcla de entusiasmo y ausencia de desengaños que compensaban con creces la gabardina, el sombrero y el conjunto con apariencia de uniforme. La otra tarde me encontré con una foto mía hecha poco después de que viniera a vivir a Warley. Tenía el pelo aplastado dentro de un gorro, el cuello de la camisa no se ajustaba y el nudo de la corbata, sujeto por un espantoso alfiler con forma de daga, era demasiado pequeño. Poco importa, ya que mi cara mostraba una expresión no exactamente inocente, sino nueva. Es decir, sin estrenar por el sexo, por el dinero, por hacer amistades e influir en las personas, casi intacta de las inmundicias por las que uno está forzado a pasar para conseguir lo que quiere.
Esta fue la cara que vio la señora Thompson. Había conseguido el alojamiento a través de un anuncio en el Warley Courier, así que no la había visto en mi vida. Sin embargo, incluso si no hubiera llevado aquel abrigo granate y la copia de Queen1 bajo el brazo por los que me dijo que la reconocería, yo habría sabido inmediatamente quién era. Tenía exactamente el aspecto que había imaginado por su papel de carta artesanal, blanco y grueso, y su caligrafía enrevesada con sus «es» griegas.
Esperaba junto a la barrera de salida. Entregué mi billete y me volví hacia ella.
—¿La señora Thompson?
Ella sonrió. Tenía un semblante pálido y sereno y el pelo oscuro tirando a gris. Su sonrisa parecía el resultado de una larga práctica; apenas movía la boca. Venía de sus ojos una expresión amistosa y personal, no la típica mueca social.
—Usted debe de ser Joe Lampton —dijo—. Espero que haya tenido un viaje agradable.
Se quedó de pie mirándome con una firmeza desconcertante. De pronto recordé que debía estrecharle la mano.
—Me alegro de conocerla —dije con toda intención.
Tenía las manos frías y secas, y me devolvió el apretón con firmeza. Salimos por un puente peatonal cubierto que vibró mientras un tren pasaba por debajo, y después a través de un largo y resonante pasaje subterráneo. Siempre me siento oprimido y perdido en las estaciones de tren. De pronto me inundó el abatimiento y el zumbido de mi cabeza se transformó en dolor.
Cuando estuvimos fuera me sentí mejor; la lluvia se había transformado apenas en llovizna y el ambiente tenía el sabor fresco y limpio, con ese olor peculiar, como de buen pan con mantequilla, que significa que el aire libre está al alcance de la mano. La estación se hallaba en el centro del barrio más oriental de Warley. El efecto era como si todas las industrias de la ciudad hubieran sido amontonadas en un solo punto. Más tarde descubrí que esta segregación derivaba de una política del Ayuntamiento: si alguien quería montar un taller o una fábrica en Warley, o lo hacía en el este o bien tenía que renunciar a ello.
—Este no es el barrio más bonito de Warley —dijo la señora Thompson, haciendo un ademán con la mano que abarcaba un gran taller, una tienda de fish and chips y un sórdido edificio, el Hotel Comercial—. Siempre es así alrededor de las estaciones, no sé por qué. Creo que Cedric tiene alguna teoría sobre ello. Pero, ya sabe, se trata de un fenómeno bastante interesante. Detrás del hotel hay un verdadero laberinto de calles...
—¿Estamos lejos de Eagle Road? —pregunté—. Podríamos coger un taxi.
Había una media docena de ellos en el patio de la estación. Todos sus conductores estaban aparentemente congelados al volante.
—Buena idea —dijo—. Me dan bastante pena esos pobres hombres. —Rió—. Jamás he visto ninguno de esos taxis circulando por las calles; lo único que hacen es esperar aquí, día tras día y año tras año, a pasajeros que nunca llegan. A veces me pregunto cómo logran sobrevivir.
Cuando estuvimos en el taxi la señora Thompson me echó otra larga mirada. Fue escrutadora pero no embarazosa, tan fría y seca como su apretón de manos pero igual de amistosa y firme; tuve la impresión de haber superado alguna clase de examen.
—Le llamaré señor Lampton si lo desea —dijo—, pero prefiero llamarle Joe. —Hablaba sin ningún asomo de coqueteo; su actitud sugería que había asumido lo que fuera que la inquietaba—. Y mi nombre es Joan —añadió.
—Está bien, Joan —dije. Y desde entonces siempre usé su nombre de pila; aunque curiosamente nunca pensé en ella sino como en la señora Thompson.
—Esta es St. Clair Road —dijo mientras el taxi subía por una larga colina inclinada—. Vivimos arriba del todo. En Warley solemos llamar a este sitio «La Cumbre», con una C mayúscula. Mi marido tiene una teoría sobre eso también...
Me fijé en que hablaba muy bien; tenía una voz grave pero clara, sin el mínimo rastro de las vocales excesivamente campechanas de Yorkshire o de la patata en la boca de los suburbios de Londres. Me alegré de mi buena suerte; muy fácilmente podría haber sido el tipo habitual de casera que huele a sosa y a levadura, y mi alojamiento una de esas destartaladas casitas junto a la estación. Habría salido de Dufton para acabar en un sitio peor. En vez de eso, me dirigía a «La Cumbre», a un mundo que incluso desde el primer vistazo me llenaba de excitación: enormes casas con accesos privados y huertos y setos manicurados; la escuela privada a la que regresarían pronto los chicos tras sus aventuras en Bretaña, Brasil o la India, o cuando menos en un viejo castillo de Cornualles; coches caros —Bentleys, Lagondas, Daimlers, Jaguars— aparcados por doquier a modo de desechos ostentosos, como si el distrito los hubiera dejado caer al azar para mostrar así su riqueza; y, por encima de todo, el viento que llegaba desde los páramos y los bosques que se divisaban en el lejano horizonte.
Lo que más me impresionó fue Cyprus Avenue. Era una calle ancha y recta, bordeada de cipreses. La calle en la que vivía en Dufton, Oak Crescent, no se curvaba ni una pulgada y ni siquiera tenía un solo arbusto que pudiera justificar su nombre.2 Cyprus Avenue se convirtió en aquel instante en un símbolo de Warley: era como si toda mi vida hubiera estado comiendo serrín pensando que era pan.
La señora Thompson me puso la mano en la rodilla. Capté un olorcillo a agua de colonia de la mejor clase, discreta y aséptica.
—Ya hemos llegado a casa, Joe —dijo.
La casa era adosada; yo hubiera preferido que no lo fuese. Aun así, tenía un tamaño decente, y estaba edificada en una piedra caliza de color galleta de aspecto caro. Tenía hasta garaje. La pintura relucía como si fuera nueva, y el césped adoptaba la textura de la piel de un topo: se notaba que era una casa que siempre había recibido los mejores cuidados. Excepción hecha, cosa bastante rara, del garaje, cuya pintura estaba toda desconchada y llena de burbujas, y que tenía la ventana rota.
—Cedric lo utiliza para sus trastos —dijo la señora Thompson. Tenía una forma peculiar de responder a preguntas que uno no había formulado—. Necesita más atención, pero parece que nunca tenemos tiempo para eso. Nos deshicimos del coche cuando Maurice murió. En realidad era suyo; de todas formas no habríamos tenido el valor de usarlo.
Abrió la puerta.
—¿Sirvió en el ejército? —pregunté.
—Fue piloto en la RAF. Murió en un accidente estúpido en Canadá. Solo tenía veintiún años.
El recibidor olía a cera de abejas y a fruta, y sobre una pequeña mesa de roble había un gran jarrón de cobre con mimosas. Tanto el jarrón amarillo cromo, casi dorado, como las mimosas se reflejaban débilmente contra las paredes pintadas de crema. Parecía demasiado bueno para ser real, como una ilustración de Homes and Gardens.
Ayudé a la señora Thompson a quitarse el abrigo. Para ser una mujer de por lo menos cuarenta y cinco años tenía una buena figura, con una cintura pequeña y sin tendencia a la gordura, pero tampoco a la fibrosidad. Resultaba fácil imaginársela de joven, aunque no era de las que tratan de disfrazar su edad. De todos modos la miré sin albergar el más mínimo atisbo de deseo. No intenté en ningún momento cortejar a la señora Thompson, aunque si he de ser sincero, seguramente no le habría hecho ascos en la cama.
Me miró otra vez fijamente con esa mirada suya tan peculiar.
—Usted se parece mucho a él —murmuró. Entonces irguió la espalda, como si de repente hubiera recordado sus deberes—. Lo siento, Joe. Estoy olvidando mis obligaciones. Le mostraré su habitación.
El dormitorio que tuve en Eagle Road fue la primera habitación que yo pude considerar verdaderamente mía. No cuento, pues, el cubículo que ocupé en el cuartel de suboficiales en Frinton Basset, ya que apenas si lo usaba salvo para dormir y siempre tuve la sensación de que aquel cuarto tenía algo de impersonal por el gran número de personas que lo habían ocupado antes que yo, siempre al límite de la partida hacia otra base o incluso hacia la muerte. Tampoco cuenta mi alcoba en la casa de mi tía Emily; aquel era, estrictamente hablando, un dormitorio y poco más. Supongo que podría haber comprado algunos muebles y haber hecho instalar una chimenea eléctrica, pero ni mi tío ni mi tía habrían entendido ese deseo mío de intimidad. Para ellos un dormitorio era un cuarto con una cama —con barrotes de latón y un colchón de plumas en mi caso—, un armario y una silla de respaldo duro; un lugar cuyo único uso era el de dormir. Para leer, para escribir, para hablar o para escuchar la radio, uno utilizaba el cuarto de estar. Era como si los nombres de las habitaciones se tomaran exactamente al pie de la letra.
Pero ahora, mientras seguía a la señora Thompson a mi habitación, notaba que me iba adentrando en un mundo diferente.
—Es maravillosa —dije, sintiendo que la palabra no era la más adecuada e intentando no parecer demasiado impresionado; después de todo, no había estado viviendo en los barrios bajos precisamente. Recorrí la estancia con incrédulo deleite: el empapelado a rayas verticales beige y plata, la ventana volada que ocupaba la práctica totalidad de la longitud de la habitación con varios cojines encajados a lo largo, la cama-diván que más bien tenía el aspecto de un diván, y no el de una cama que a la deprimente luz diurna hiciera pensar en el sueño y la enfermedad, los dos sillones y el tocador, más el armario y el escritorio, todo ello labrado en la misma madera pálida y satinada. En la librería pintada de crema había un cuenco de anémonas y en el hogar ardía un fuego que desprendía un olor aromático, ligeramente ácido y débilmente aflorado, que creía reconocer, pero cuyo origen último no podía precisar.
—Madera de manzano —dijo la señora Thompson—. Gracias a la escasez de carbón nos estamos convirtiendo en auténticos expertos. Tenemos una chimenea eléctrica, pero pensé que con el día tan horrible que hace un fuego de verdad alegraría más el ambiente.
En la pared más alejada de la puerta había tres pequeños cuadros colgados: La bahía de Arlés, una escena de patinaje de Brueghel y la Olympia de Manet.
—Especialmente elegidos en su honor —dijo la señora Thompson—. Son reproducciones Medici. Tenemos una amplia colección de láminas; no hay más que cambiarlas por otras nuevas cuando uno se cansa de ellas.
—Me gustan mucho los patinadores —dije, dando a entender que de las tres láminas era la que prefería. No era verdad. Incluso mientras lo decía miraba a la Olympia, blanca, rolliza y fríamente serena. Mi educación me contuvo: no podía admitir ante una mujer que me gustaba un desnudo.
Creo que hasta aquel día nunca se me había ocurrido fijarme realmente en un cuadro. Sé, por ejemplo, que en el cuarto de estar de la tía Emily había colgadas tres acuarelas, pero bastaba con que me marchara de casa para que no pudiera siquiera recordar sus motivos. Me considero alguien bastante observador y utilicé la salita a diario durante dos años; era simplemente que en Dufton los cuadros formaban parte del mobiliario, no estaban pensados para ser contemplados. Los Medid, desde luego, sí lo estaban. Pertenecían al patrón de la vida refinada y, para mi sorpresa, la gastada frase extraída directamente de las revistas femeninas se adecuaba de forma apropiada a la atmósfera de la habitación: era como un traje hecho en serie que se ajustara perfectamente al cuerpo.
—Supongo que querrá lavarse —dijo la señora Thompson—. El baño está a la derecha y al lado está el servicio. —Cogió un manojo de llaves del tocador—. Sus llaves, Joe, antes de que se me olvide. Puerta principal, esta habitación, el armario, el secreter y sabe dios de dónde son estas dos pero ya me acordaré. Por cierto, tendré café hecho en media hora. ¿O tal vez prefiera té?
Dije que un café sería estupendo (hubiera preferido mucho más tomar un té pero el instinto me dijo que no sería demasiado correcto a esa hora). En cuanto salió de la habitación abrí la maleta y desdoblé mi batín. No había tenido ninguno antes; la tía Emily no solo pensaba que era una extravagancia (un albornoz, según ella, cumpliría el mismo fin) sino que además relacionaba esta prenda con la ociosidad y la decadencia. Mientras lo contemplaba me parecía estar oyendo su voz.
«¡Pronto irán desnudos!», decía. «Las personas trabajadoras parecen estúpidas en batín, como las mujeres de la calle cuando se pasean por la casa sin hacer el esfuerzo de lavarse la cara... Hazme caso, muchacho. Gasta tu dinero en algo más sensato.»
Sonreí. Desde luego no había nada de sensato en aquella prenda. Recuerdo que estaba fabricada en un rayón muy fino. El vendedor había usado el término «seda tornasolada», queriendo decir que, según la luz, la tela parecería llamativa o apagada. Tenía unas costuras bastante pobres y después del primer lavado el batín quedó hecho un andrajo informe. Un ejemplo típico de material de mercadillo propio de los primeros años de la posguerra. Tiendo a pensar que estaba borracho cuando lo compré.
Por esos motivos me resultaba más agradable que el batín que tengo ahora y que compré en Sulka, en Bond Street. No es que no me guste Sulka: son los mejores y yo siempre visto lo mejor. Pero a veces me siento incómodamente consciente de ser una prueba viviente de la prosperidad de la marca, una especie de hombre-anuncio. No tengo ganas de vestir como un desarrapado; pero detesto saber que no me atrevería a ir andrajoso si quisiera hacerlo. Compré la prenda barata de rayón por mi propia satisfacción; compré la prenda cara de seda porque llevar ropa de esa calidad constituye siempre un término no escrito del contrato. Y nunca podré revivir la sensación de ociosidad, de opulencia y sofisticación que me sobrevino esa tarde en Warley cuando me quité la chaqueta, me saqué el cuello de la camisa y entré en el baño llevando un batín de verdad.
El baño era del tipo de los que esperas encontrar en cualquier casa de clase media: azulejos verdes, esmaltado del mismo color, toalleros cromados, un espejo grande con sujeciones para el vaso y el cepillo de dientes, un armarito de acero, una bañera con accesorio de ducha y una luz que se encendía tirando de un cordoncito en vez de accionando un interruptor. El lugar estaba inmaculadamente limpio, olía levemente a jabón perfumado y a toallas recién lavadas: no era más que un baño y como tal había sido diseñado.
El baño que había usado la noche antes de llegar a Warley había sido adaptado a partir de una habitación. En la época en que se construyeron las casas de Oak Crescent no se concebía que las clases trabajadoras necesitaran baños. Aquel era un cuarto pequeño con el suelo de madera de pino (si no andabas con cuidado podías levantar una fea astilla) y el empapelado marrón lleno de manchas de salpicaduras. Las toallas se guardaban en el armario de la cisterna, que generalmente estaba lleno de ropa interior secándose. En el alféizar de la ventana siempre había una cuchilla, un bote de espuma de afeitar, un tubo de dentífrico y un sucio embrollo de cepillos de dientes, cuchillas de afeitar usadas, toallitas faciales y no menos de tres tazas con el asa rota que se suponía debían cumplir la función de vasos de enjuague, pero que, obviamente, por todo el polvo que tenían incrustado, se notaba que nunca habían sido utilizadas.
No pretendo decir que mi sensibilidad se viese herida todo el tiempo que pasé en casa de mi tía Emily. Para Charles y para mí era una cuestión de honor el no mostrarnos remilgados por nada; lo último que queríamos era parecemos al encargado de la tienda de comestibles en lo alto de Oak Crescent que alardeaba continuamente de su amor por la limpieza y del asco que le producía la ausencia de ella en los demás. A menudo Charles le imitaba: «¡El jabón y el agua son baratos, por Dios Santo! Una persona no tiene que ser rica para estar limpia. Yo no podría vivir sin mi baño...» Hablaba de los baños como si el solo hecho de sumergir el cuerpo en el agua fuera encomiable. Como decía Charles, daban ganas de desgañitarse gritando que usabas la bañera para guardar el carbón y que solo te lavabas cuando te empezaba a picar.
Por todo esto empezaba a encontrar ciertos detalles de la vida en Dufton un poquito demasiado sórdidos para ser graciosos. Yo les tenía mucho cariño a la tía Emily y al tío Dick e incluso a sus dos hijos, Tom y Sydney, de trece y catorce años respectivamente, ruidosos, torpes y despistados, abocados a trabajar en las fábricas y en apariencia perfectamente felices de esa circunstancia. Incluso albergué un leve sentimiento de culpa al dejar Dufton, porque sabía que las ocho libras mensuales que le daba a mi tía suponían para ella una gran ayuda, pero no podía quedarme en su mundo por más tiempo. Ahora, mientras me secaba la cara y las manos con una toalla grande y suave, y miraba de reojo el batín colgado detrás de la puerta (solía contemplar esa prenda como si temiese que se fuera a escapar), mientras aspiraba el olor a perfume y a limpieza de la habitación, supe que el mundo en el que me adentraba era muy diferente.
Volví a mi cuarto, me cambié el cuello de la camisa y me cepillé el pelo. Entonces me miré al espejo y de pronto me sentí completamente solo. Tenía una especie de añoranza infantil por aquellas habitaciones feas y por esas calles en las que resultaba imposible perderse ni pasar hambre; por las caras familiares que podían aburrir o molestar pero nunca herir ni traicionar. Supongo que esa nostalgia puede acabar evitándose; pero yo ingerí toda la mía en una sola dosis de pocos segundos aquel primer día y nunca más volví a padecerla.
Miré por la ventana. El jardín trasero era sorprendentemente grande. Estaba bordeado por un seto de aligustre y tenía un gran manzano en el extremo. Había dos cerezos junto a él; recuerdo que mi padre me contó una vez que los cerezos no pueden florecer por sí mismos. «Tienen que casarse antes de poder dar frutos», había añadido, inocentemente complacido por la imagen. Padre nunca tuvo su propio jardín, apenas un solar en las parcelas municipales. Ni manzanos ni cerezos ni césped ni seto de aligustre...
Enderecé mi corbata y bajé al salón. Apenas llevaba allí cinco minutos cuando entró la señora Thompson con el café. Lo traía en una bandeja de plata; me pregunté cuánto dinero llegaba a la casa. En su carta me decía que su marido enseñaba inglés en el Instituto de Secundaria, pero eso no parecía suficiente para explicar su nivel de vida. No solo me impresionaron la bandeja y la cafetera —después de todo, podrían haber sido regalos de boda—, sino también las tazas, la jarrita de la leche y el azucarero. Eran piezas finas y translúcidas, estaban esmaltadas en vivos colores primarios —rojo, azul, amarillo, naranja— y reconocí que eran caras por la ausencia de ornamentos y por el resplandor del esmalte. Tengo un instinto de zahorí para saber dónde está el dinero. Estaba seguro de que por lo menos debían de ganar unas mil libras al año. Pero cuando noté la desenvoltura con que la señora Thompson manejaba el juego de café, sin mostrar un solo signo de esa expresión mezcla de orgullo y ansiedad que la mayoría de las mujeres adoptan cuando sacan la porcelana buena, aumenté mi previsión de sus ingresos a unas cinco mil.
—Nunca habíamos tenido antes un inquilino —dijo mientras me acercaba el café. Hizo una pausa perceptible al pronunciar la palabra inquilino, como considerando y rechazando todo eufemismo posible: huésped de pago, caballero joven que se aloja con nosotros...—, pero yo misma he tenido que padecer a algunas caseras en mi juventud. Quiero que entienda, Joe, que su habitación es enteramente suya y debe traer a sus amigos siempre que quiera. —Dudó—. Y si alguna vez se siente solo (siempre es un poquito extraño al principio, vivir en un sitio nuevo), será bienvenido aquí abajo. ¿Es la primera vez que está lejos de su casa? Quiero decir, aparte del ejército...
—Lo es y no lo es. Mi padre y mi madre murieron durante la guerra y desde entonces yo he estado viviendo en casa de mi tía Emily. —Pensé en responderle alargando las vocales al modo de Yorkshire, pero decidí abstenerme de intentarlo por el momento.
—¿Qué ciase de lugar es exactamente Dufton?
—Muchos talleres. Y una fábrica de productos químicos. Y una escuela de secundaria y un monumento conmemorativo de la guerra y un río que cada día corre de un color distinto.
Y un cine y catorce pubs. Eso es realmente todo lo que puedo decirle.
—¿Entonces no tienen un teatro?
—Los Inconformistas representan las obras del catálogo de Abe Heywood cada invierno. Yo solía ir a Manchester si quería ver alguna función. En Dufton no hay nada.
Para Charles y para mí Dufton siempre fue «el difunto Dufton», y a los concejales, a los directores generales y a todos aquellos a los que no aprobábamos les llamábamos «zombis». Al principio solíamos numerarlos: «El zombi número tres», decía Charles refiriéndose a su jefe, el Bibliotecario, «contó un chiste. Es patético cuando pretenden estar vivos, n'est-ce pas?». Cuando llegábamos al número diez, resultaba difícil acordarnos de a quién nos estábamos refiriendo, así que adoptábamos otro sistema. «El Zombi Gordo ha vuelto a aguar la cerveza», comentaba mientras el propietario del Dufton Horseman pasaba caminando como un pato en su traje nuevo de cheviot. «No ha conseguido esa mortaja de forma honrada.» Y también estaban el Zombi Lavable —el encargado de la tienda de comestibles que se pasaba el día hablando de los baños—, y el Zombi Sonriente, que tenía un club de ropa y una casa de préstamos. Había muchos otros; sabíamos un montón de cosas sobre la gente de Dufton. Mucho más de lo que suponían el Zombi Adúltero y el Zombi Amante de los Niños, dos de los ciudadanos más importantes del lugar: si se hubieran enterado de cómo les llamábamos, no habríamos conservado demasiado tiempo nuestros empleos.
—Tenemos teatro en Warley, pequeño pero muy bueno —dijo la señora Thompson—. «Los Intérpretes de Warley»: un nombre ciertamente tonto. Debería venir usted a nuestra próxima velada social, Joe. Se lo rifarían a usted, los hombres son escasos.
Alcé las cejas.
—Quiero decir los actores masculinos. —Sonrió—. Aunque los jóvenes guapos y solteros también están muy demandados. ¿Ha actuado usted alguna vez?
—Un poco en los conciertos de los campamentos, pero no tenía mucho tiempo libre en Dufton. Y para serle sincero, no me apetecía mucho actuar en obras como Ciryl el Chorlito se Convierte en Campesino o en El Paquete con Premio de Peggy.
—Se ha inventado esos nombres —dijo, parecía bastante complacida conmigo por ello—. Aunque admito que tienen un cierto sabor Heywood.
—En realidad son cosa de Charles —dije—. Mi amigo Charles Lufford. Nos conocemos desde que éramos niños.
—Lo aprecia usted mucho, ¿verdad?
—Nos llevamos como hermanos. Mucho mejor que la mayoría de los hermanos. —Recordé la cara regordeta de Charles con sus absurdas gafotas de concha y su expresión que era una mezcla de inocencia y de una jovialidad subida de tono: yo solía decir que parecía un clérigo de juerga. «No hay nada en Dufton, Joe. Márchate antes de que te conviertas en un zombi tú también...» Podía oír su voz profunda y cervecera tan claramente como si estuviéramos en la misma habitación. «Cuando vayas a Warley, Joe, no habrá más zombis. Recuérdalo. No más zombis.»
—Lo echará usted de menos —dijo la señora Thompson. —Sí, lo superaré, aunque... —Hice una pausa, sin saber muy bien cómo expresarme.
—Creo que la amistad entre hombres es mucho más profunda de lo que lo es entre las mujeres —dijo la señora Thompson—. Pero no tan posesiva: un hombre nunca se interpone en el camino de otro.
No dijo que entendiera a lo que yo me refería, pero tuvo el mismo efecto que si lo hubiera dicho. Con su eficiencia habitual me había salvado del bochorno de explicarle que no es que se me hubiera partido el corazón por haber dejado a Charles, pero que de algún modo aquello también me afectaba.
El reloj señaló la media y la señora Thompson dijo que debía atender al pollo. En cuanto salió de la habitación encendí un cigarrillo y me acerqué a la repisa de la chimenea. Sobre ella colgaba una gran fotografía enmarcada en la que se veía un hombre joven con uniforme de la RAF. con la insignia blanca de tripulante en la gorra. Tenía el pelo oscuro y espeso, la boca apretada con mucha firmeza y las cejas pobladas. Parecía sonreír con los ojos: el mismo truco de la señora Thompson. Era guapo y en cierto modo destilaba encanto, una cualidad que con poca frecuencia dejan translucir las fotografías.
El encanto era una de las materias de discusión favoritas de Charles; estábamos convencidos de que si hubiéramos aprendido a manejarlo nuestras carreras respectivas habrían salido enormemente beneficiadas. El encanto no era en sí mismo una garantía del éxito, pero parecía perseguir la ambición como a un pez piloto. De todos modos no era una cualidad que gozara de alta estima en Dufton. La campechanía era lo que estaba de moda; como decía Charles, todo el mundo se comportaba como si estuviera obligado por contrato a vivir según la tradición del abierto hombre de Yorkshire, con un corazón de oro bajo su tosco aspecto. Habría que añadir que lo peor era que, bajo ese tosco exterior, tenían unos corazones tan viles y despiadados como los de cualquiera en el suave y traicionero sur. No creo que fueran todos culpables de ello; en Dufton no quedaba mucho sitio para la vida misericordiosa. El joven de la fotografía (obviamente el hijo de la señora Thompson que murió durante la guerra) seguramente había disfrutado desde su nacimiento del ambiente necesario para desarrollar su encanto. Es asombroso comprobar con qué frecuencia los corazones de oro van junto a las cucharas de plata. Me sorprendía un poquito que la señora Thompson expusiera de forma tan destacada la foto de su hijo muerto. Nunca habría imaginado que ella pudiera soportar que algo se lo recordara. Entonces me acordé de algo que me dijo Charles: «Los zombis no mueren. Siempre “fallecen” o “cruzan la Gran Frontera”, o “marchan hacia el ocaso”. Y pierden a las personas como quien pierde un paquete o un guante. Y no pueden soportar hablar de ello, ni que se lo recuerden. Ya están muertos, ese es el motivo».
La señora Thompson no era un zombi; podía mirar a su hijo muerto sin histerismos. De todos modos la habitación no tenía la atmósfera adecuada para la histeria. Era un salón amueblado con lo que me parecieron muebles del tipo Sheraton, de muy buen gusto, de patas finas y gráciles pero no delicadas ni frágiles, y estaba empapelado de amarillo pálido y crema en una combinación deliberada de color, más que siguiendo un patrón. Había una radiogramola, una librería grande abierta y un gran piano. La tapa del piano estaba despejada, signo inequívoco de que se utilizaba como instrumento musical y no como mera repisa auxiliar. La alfombra de piel de oso blanco era, supongo, estrictamente Metro-Goldwyn-Mayer pero encajaba, añadiendo un toque necesario de frivolidad e incluso una débil sensualidad como de caramelos perfumados.
Miré la fotografía de Maurice una vez más. Me recordaba a alguien que conocía. Estaba irritado conmigo mismo por no recordarlo; era como si la ficha de un catálogo hubiera desaparecido de un volumen en el que sabía que estaba guardada. Me parecía muy importante conseguir recordar el parecido pero cuanto más lo intentaba, más neutral y anónima se volvía su cara. Así que dejé de intentarlo y subí a deshacer la maleta.