3

Me desperté a las tres, preguntándome por un momento dónde estaba. Fuera brillaba el sol, débil pero cálido, con el color del ron de caña. Había un mirlo posado en el cerezo, lustroso y reluciente como si se hubiera bañado en aceite. Tenía el pico del mismo amarillo primario que el de la taza en la que había tomado café esa mañana. Empezó a cantar mientras yo miraba por la ventana, terminando abruptamente cada frase en un curioso efecto desmañado.

Cuando bajé la señora Thompson estaba preparando unos hojaldres. La cocina era grande, limpia y brillante, con un horno eléctrico que tenía un panel de control como el de un bombardero. Estaba seguro de que todos los botes contenían exactamente lo que decían las etiquetas, todos los cuchillos estaban afilados, todos los accesorios, desde el batidor de huevos hasta el exprimidor de naranjas, estaban en perfecto estado de uso. Y dado que la habitación era tan alegre como el delantal floreado de la señora Thompson, perfectamente habría servido como decorado para cualquier comedia de clase media. No hacía que uno se sintiera un intruso; no había secretitos repulsivos como fregaderos atascados y trapos de cocina sucios.

—Creo que saldré a hacer algunas compras, Joan —dije—. ¿Quiere que le traiga alguna cosa?

—Nada, gracias —respondió—. Encontrará la mayor parte de las tiendas buenas alrededor del mercado. Para llegar hasta allí coja el autobús de Modley; la parada está bajando la carretera. Para volver, salen cada media hora de la estación de autobuses. La Oficina de Alimentación está en el Ayuntamiento. ¿No le parece a usted que soy una mina de información? —Desenvolvió un trozo de queso y empezó a rallarlo.

—¿Qué está preparando? —pregunté.

—Lo sabrá a las seis en punto —dijo—. Espero que me salga absolutamente delicioso, pero no le prometo nada, entiéndalo. —Me miró con ternura fresca—. Es agradable tener otra vez dos hombres a los que cuidar.

Salí a Eagle Road. En inspecciones posteriores descubriría que la casa de los Thompson no estaba demasiado arriba de Eagle Road, ni siquiera de Warley; el edificio más alto de la calle era un bloque de apartamentos de metal, cemento y cristal —sobre todo de cristal—, y St. Clair Road, desde la que se ramificaba Eagle Road, continuaba en dirección ascendente por lo menos durante un cuarto de milla.

Las casas constituían una mezcla variada de todos los estilos imaginables, desde las que tenían parteluz y estaban fabricadas casi enteramente en madera hasta otra que, por sus muros blancos, tejado verde oscuro y profusión de rejas, tomé por española. Posiblemente la barriada sería una pesadilla para cualquiera con mínimas nociones de arquitectura, pero yo no lo contemplaba desde un punto de vista estético.

Contraponía este paisaje al de Dufton, con sus casas espalda con espalda, sus retretes exteriores, ese humo que se te metía en la garganta y que ensuciaba la ropa limpia en cuestión de un par de horas, esa sensación de estar implicado en una farsa a lo Tiempos difíciles. Lo que me gustaba de Eagle Road era la limpieza de la pintura y la albañilería, el garaje que había para cada casa, ese sabor a prosperidad que tenía, tan suave y nutritivo como un ponche. Cualquiera que viva de sus ingresos particulares en Bath pensará que soy un bruto maleducado; pero el que haya vivido en un lugar como Dufton entenderá la sensación que experimenté aquella tarde de septiembre: de liberación y ligereza, de tener algo más que la dosis justa de oxígeno para compartir.

El edificio del Ayuntamiento era una excéntrica mezcla de gótico y palladiano, con almenas, torretas, pilares y dos leones de piedra. Se parecía bastante al de Dufton, como otros cientos de la misma clase. En cuanto franqueé la puerta principal reconocí el ambiente municipal de los radiadores, de los desinfectantes y los abrillantasuelos; haber estado alejado de todo aquello durante dos días me había hecho olvidar lo deprimente que resultaba «el olor de la seguridad y la servidumbre», como solía llamarlo Charles.

La Oficina de Alimentación también era como la de Dufton: el largo mostrador, las mesas plegables, las filas de archivadores, los llamativos carteles pidiendo sangre, seguridad en las carreteras o voluntarios para el Ejército. Y aunque formaba parte del Ayuntamiento tenía su propio olor, el inconfundible olor gubernamental a mitad de camino entre una tienda de té y una papelería.

La oficina estaba vacía salvo por dos chicas que había tras el mostrador. La mayor de las dos, una gordita de ojos negros, fue la que me atendió.

—Usted es el que viene a trabajar con el tesorero, ¿no es así? —preguntó—. Vi su foto en el Courier. No le hace justicia, ¿verdad, Beryl?

—Es guapísimo —dijo Beryl mirándome con descaro. Tenía rasgos de bebé y sus pechos apenas eran perceptibles, pero había algo turbador en ella, una especie de provocación cruda, como si junto con el Certificado Escolar hubiera pasado algún examen en materia del sexo opuesto.

—Pues cuando se me conoce mejor, soy incluso más guapo —dije—. Tengo encantos ocultos... —Soltaron una risita.

—Eres muy travieso. —Beryl estaba empezando a hablar cuando en la estancia irrumpió un hombre de mediana edad que llevaba un fajo de tarjetas como si fuera el Santo Grial. Entonces aquella atmósfera de flirteo y femineidad auto-consciente, tan joven, tan ingenua y encantadora como una camada de gatitos, se desvaneció como por ensalmo. Sin embargo quedaron suficientes sobras para que me recreara placenteramente en ellas durante el resto del día; me llevé conmigo los restos como maquillaje en la solapa.

Una vez hube terminado mis compras decidí dar un garbeo por Snow Park. No era lo que uno se espera de un parque municipal, un espacio abierto alejado de la rutina del día a día, aislado en una especie de cuarentena. El parque parecía confundirse con la ciudad misma. El río Merton se curvaba en la mitad sur de Warley y el parque se encontraba precisamente entre el río y el bosque, estrechándose conforme se aproximaba a Market Square permitiendo al bosque estar más cerca, haciendo que pareciera que las estrechas calles empedradas de guijarros acabarían desembocando en una zona de árboles y agua corriente.

Me senté en un banco junto al río y saqué el Warley Courier. Mirando al Merton —tan cristalino que podía distinguir los colores de las piedras del fondo— pensé en el sucio río multicolor que corría —si es que esa palabra es aplicable a un agua estancada como el pus— por las negras calles de Dufton. Las lluvias habían hecho que el Merton bajara crecido, con una fuerza inusitada. Pero de pronto me di cuenta de algo que me pareció más importante que la propia transparencia de las aguas. A unas cien yardas de donde me hallaba sentado, en un remanso del río, una leve película de algas indicaba que el agua estaba lo bastante limpia como para que los peces vivieran en ella. Dos niños pequeños caminaban con su madre siguiendo el sendero que bordeaba el río. Sentí una especie de envidia amarga: esos niños crecerían junto a un río en el que podrían nadar, pasear en barca y pescar. El Langdon, en Dufton, no solo podía engullir a las personas sino que lo hacía con frecuencia; esta era la única característica fluvial que tenía.

El banco se encontraba al borde de un pequeño talud que desembocaba en el río. Desde ese punto panorámico el parque se ensanchaba hacia fuera más allá de Market Square, así que el recinto estaba separado en dos mitades, como si formara una B en sentido opuesto a la ciudad. Tenía un aspecto satisfactorio, salvaje y natural y a la vez cultivado. Aquella tarde no había mucha gente en el parque. Podía oír el ligero murmullo del tráfico que venía desde Market Street; aparte de eso, se podría decir que era como si estuviese en mitad del campo. El otro lado del río era aún más solitario; había lugares en el bosque, a un paseo de cinco minutos escasos, desde donde no se veía más que alguna chimenea. Pero esto no lo supe hasta mucho después.

Pensé que no merecía la pena leer el periódico y encendí un cigarrillo. No había necesidad alguna de llenar aquel momento con trivialidades: ya estaba lleno al límite de su capacidad. Bastaba con sentarse allí, respirar, mirar al río y a los árboles, simplemente existir.

Llevaba allí sentado por lo menos una hora cuando se levantó un viento bastante frío y comencé a tiritar. Dejé el parque y crucé en dirección a Market Street para tomar una taza de té. Había estado demasiado tiempo sentado en la misma posición. Mientras empujaba la puerta del Sylvia’s Café noté un ligero cosquilleo en la pierna, como si se me hubiera dormido y no me sostuviese bien. Me balanceé hacia delante y planté la otra mano en la pared para mantener el equilibrio. No fue más que un incidente sin importancia y me recuperé en un segundo; pero, durante ese segundo, aquello pareció sacudir mis sentidos proporcionándome un enfoque distinto. Como si alguien hubiera apartado una barrera y todo pareciera de repente intensamente real. Me veía a mí mismo formando parte de un documental, uno realmente bien producido, preciso, penetrante, sin ninguno de esos evidentes trucos de cámara. El empedrado negro salpicado de verde y amarillo y rojo con fruta aplastada y verduras, la colcha de satén púrpura sostenida en alto en un pase torero por un hombre en manga corta, la risita de las escolares alrededor de una pila de ropa interior de rayón de colores chillones, las campanas de la iglesia parroquial señalando la hora con tristeza dominical, una niñita con un vestido de peto con uno de los tirantes sujeto por un imperdible horriblemente grande; todo resultaba inmensamente significativo, hasta el punto de que nada era ni más ni menos que lo que era en sí: no había trucos con la lente ni con el micrófono, los edificios obedecían firmemente las leyes de la perspectiva, los colores se registraban sin borrones, los sonidos no formaban ni una sinfonía ni una disonancia; ni una pulgada, ni un tono, ni un decibelio, nada era falso. Me sentí como si usara mis sentidos por vez primera y entonces, conforme iba entrando al café, fui volviendo a la normalidad con la suavidad con la que aterriza un esquiador en la nieve.

Me senté junto a la ventana y pedí que me trajeran una tetera. La ventana era larga, curva y se extendía a lo largo de la fachada del café como el puente de un barco. Mi mesa estaba situada en el centro, así que me pude dedicar a contemplar tranquilamente las calles que desembocaban en la plaza. Market Street era la más amplia, conformando en sí misma uno de los lados de la plaza; las otras tres calles, estrechas y adoquinadas, se alejaban de ella, dos en las esquinas superiores, y la otra, apenas lo suficientemente ancha para dos transeúntes, ascendiendo a mano izquierda. Al final de esa calle había dos casas situadas una frente a la otra, construidas casi enteramente en madera; juzgué que eran genuinamente isabelinas: las vigas formaban parte integral de la estructura en vez de ser meros listones clavados sobre el yeso. Las dos casas siguientes estaban unidas por una especie de puente de hierro forjado y cristal. Aquel puente parecía ser lo único que impedía que se derrumbaran la una sobre la otra. El nombre de la calle en cuestión era Hangman's Lane; deduje que probablemente allí habría vivido un ahorcado, un interesante ahorcado isabelino de manos sangrientas, no un sórdido y aburrido hombrecillo tocado con un bombín. Fue entonces, en el momento en que la camarera me trajo el té cuando ocurrió algo que cambió toda mi vida. Tal vez no sea enteramente cierto; supongo que el instinto me habría guiado hasta lo que soy ahora incluso si no hubiera estado sentado aquella tarde junto a la ventana del Sylvia’s Café. Puede que no hubiese dirigido mis pasos hacia el Ministerio de Trabajo, pero desde luego sí que me mostró el camino a un destino muy diferente del que tenía en mente en aquel instante.

Allí, estacionado junto al bufete de abogados situado frente al café había un turismo Aston-Martin de suspensión baja con tapacubos de radios. Con todo, poseía la elegancia funcional del buen coche deportivo británico; una calidad difícil de transmitir en palabras sin caer en los clichés de un redactor publicitario —construido por artesanos, un pura sangre, etcétera—; solo cabe decir que era una bella pieza de ingeniería: dejémoslo así. Antes de la guerra habría costado lo que tres utilitarios; no era el tipo de vehículo apto para los negocios o para hacer una excursión con la familia. Se trataba simplemente del juguete de un rico.

Mientras lo admiraba, un hombre joven y una chica salieron del despacho de abogados. El joven estaba girando la llave de contacto cuando la chica dijo algo y, tras una discusión momentánea, el hombre subió la ventanilla. La chica se alisó el pelo para él; su gesto me turbó de un modo extraño: era como si de nuevo me hubieran quitado una barrera de delante de los ojos, pero esta vez deliberadamente.

La posesión del Aston-Martin situaba automáticamente a aquel hombre joven en una clase social muy superior a la mía, pero dicha posesión era simplemente una cuestión de dinero. La chica, de bronceado uniforme y cuyo pelo rubio había sido cortado en un estilo demasiado sencillo como para no resultar verdaderamente caro, estaba tan lejos de mi alcance como el coche. Comprendía que su posesión, la de ella, era también una simple cuestión de dinero: el que valía el anillo de diamantes que lucía en su mano izquierda. Todo esto puede sonar demasiado obvio; pero era la clase de certeza que hasta aquel momento solo había llegado a comprender en la teoría.

El Aston-Martin arrancó con un rugido saludable y profundo. Mientras pasaba frente al café en dirección a St. Clair Road observé la camisa de lino verde oliva del joven y el brillante pañuelo de seda que adornaba su garganta. Llevaba el cuello de la camisa doblado por dentro de la chaqueta; vestía un conjunto bastante exagerado con asumida indiferencia. En él todo parecía fácil y desenvuelto, pero no descuidado ni negligente. Tenía un rostro mediocre de frente estrecha, y el pelo color castaño, sin brillantina. Era la suya la cara de un hombre rico, tersa por la seguridad y la buena vida.

Probablemente nunca había tenido que trabajar para conseguir lo que quería; todo le había sido dado. El salario con el que yo me había sentido tan complacido, un aumento desde el Grado Diez al Grado Nueve, a él le hubiera parecido una minucia. El traje del que me sentía tan ufano —mi mejor traje— le habría parecido barato y horrible. Él no tendría un traje que fuera el mejor, porque todas sus prendas lo serían.

Por un momento le odié. Me vi a mí mismo, comparado con él, como el típico dependiente del Ayuntamiento, el chupatintas subordinado a punto de convertirse en un zombi, y por un instante saboreé la amargura de la envidia. Entonces la rechacé. No en el terreno moral, sino porque sentí, y aún lo hago, que la envidia es un vicio miserable y vil, el del convicto resentido porque a otro compañero de prisión se le ha dado una cucharada mayor del rancho. Pero esto no dio al traste con la intensidad de mi deseo. Quería un Aston-Martin, quería una camisa de lino de tres guineas, quería una chica con un bronceado de la Riviera: sentí que estaba en mi derecho, que aquel era un legado sellado y firmado.

Mientras observaba cómo el maletero del Aston-Martin, con su brillante placa nueva con las letras G.B., se alejaba de mi vista, recordé el Austin Seven de segunda mano que el Zombi Eficiente, el Tesorero Jefe de Dufton, se había regalado a sí mismo. Aquello era lo máximo que podía ofrecerme el gobierno local, pero para mí no era suficiente. Allí y entonces formulé mi elección: yo mismo disfrutaría de todos los lujos de los que gozaba aquel joven. Yo me haría merecedor de recibir aquel legado. Estaba tan claro y era tan evidente como la vocación que se supone que experimentan los doctores y los misioneros, aunque en mi caso, por supuesto, la llamada me impelía a luchar por hacer el bien en mi provecho y no en el de los demás.

Si Charles hubiera estado conmigo en aquel momento las cosas habrían sido diferentes. Habíamos desarrollado un modo especial de conversación para acabar con la envidia y desterrar la admiración. «La bestia capitalista», habría dicho Charles. «Devuélvele la ropa a la chica, Lufford», habría dicho yo, «que se está poniendo azul». «Se te salen los ojos de las órbitas de deseo», habría dicho Charles. «¿Por la chica o por el coche?»

Hubiéramos seguido en este plan durante algún rato, cada vez más y más escandalosos, hasta deshacernos en carcajadas. Era un conjuro, un ritual: el reconocimiento franco de la envidia que de algún modo nos expiaba de ella. Y era mentalmente muy saludable; pero pienso que cumplía su propósito demasiado concienzudamente y ocultaba el hecho de que los objetos materiales de nuestra envidia fueran alcanzables.

¿Cómo alcanzarlos? Lo desconocía. Yo era como un oficial recién salido de la academia militar, incapaz por el momento de traducir el caos del miedo, la pólvora y los cadáveres en el evidente e irrefrenable método de ataque. De todos modos iba a tomar posiciones, estaba seguro de ello. Iba a iniciar el ataque y sería mejor que nadie intentase detenerme. Podría decirse que el general Joe Lampton había abierto las hostilidades.

Un lugar en la cumbre
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