7
La Biblioteca compartía edificio con el Ayuntamiento. Llamé allí a las diez de la mañana siguiente y me enteré de que Jack volvería a la Universidad en un par de días.
Estaba de pie en el pequeño espacio que llaman Departamento de Referencias, sintiéndome absurdamente exultante y a la vez sumido en la envidia. Cambridge: me hice un retrato mental del vino de Oporto, de los paseos en barca, de las ociosas discusiones sobre largas mesas destellantes por la plata y el cristal tallado. Y por encima de todo, de la atmósfera de poder, de ese poder que se expresa en un inglés impecablemente correcto, un poder que se deriva de haber nacido en la familia correcta, de haber conocido siempre a la gente adecuada: si te disponías a dirigir el país no podías hacerlo sin una educación universitaria.
El padre de Jack, entre otras cosas, fabricaba coches. El negocio estaba al alza; aunque si no lo hubiera estado no habría importado gran cosa, ya que mientras tanto se había ido construyendo un pequeño y holgado monopolio vertical. Siempre que gastaba más de una cierta cantidad en algún componente, compraba la firma que lo fabricaba: poseía una fábrica de plásticos, un negocio de curtidores, una constructora de carrocerías e incluso una lavandería y una imprenta. Junto a la Ford o a Lyons o Unilever era un monopolio pequeño, pero me hubiera sorprendido mucho que el viejo sacase menos de un millón.
Cedric me explicó la razón por la que Jack iba a titularse en ciencias.
—Alguien que lleve un monopolio no puede especializarse —dijo—. Tiene que ser capaz de pensar globalmente. Si conoce algo al detalle no podrá abarcar todo el asunto, así que Jack ha ido a Cambridge para aprender a pensar. —Cedric me echó una sonrisa cómplice—. No es que importe mucho lo que sepa. Los contables y los ingenieros llevan todo el tema sin importar quién esté al cargo. Todo lo que hace falta es que Jack conozca a las personas adecuadas y aprenda a llevarse bien con ellas. Impresionar con datos científicos, ¿no es así la frase?
«De acuerdo», murmuré de manera infantil para mí mismo, «Te arrebataré a tu mujer, Wales, y todo tu dinero no me detendrá...»
Salí a la cabina telefónica que había frente al Ayuntamiento y llamé a Susan. Mientras esperaba a que la operadora me conectara estaba medio inclinado a abandonar todo intento. Si ella no hubiera respondido al teléfono dudo que me hubiera atrevido a intentarlo de nuevo.
—Susan Brown al habla —dijo.
—Habla Joe Lampton. Qué oficiales sonamos. —Faltaba un cristal en la cabina y el viento se coló dentro. Me temblaban las manos de emoción—. Tengo dos entradas para el ballet del sábado por la noche. Me preguntaba si le apetecería verlo.
—¿El sábado por la noche?
—No, por la tarde —dije, corrigiéndome.
—Me encantaría verlo. Espera un minuto, Joe. Estoy enrollada en una toalla, acabo de bañarme.
Vislumbré su desnudez, joven, firme y fragante. Entonces deseché la imagen. Era algo en lo que no quería pensar. No es que no la desease físicamente, pero desnudarla mentalmente era pueril y adolescente, no expresaba mis verdaderos sentimientos. Puedo decirlo con sinceridad: mis intenciones hacia Susan siempre fueron lo que se puede describir como honorables. Cualquier otra respuesta a su belleza hubiera resultado poco elegante. Merecía la pena casarse con ella incluso sin tener en cuenta su dinero. Era la princesa del cuento de hadas, la niña de las viejas canciones, la heroína de las comedias musicales. Pertenecía a ese mundo de manera natural porque tenía la cara y la figura necesarias, y los ingresos adecuados. Y así es como sucede en los cuentos de hadas: la princesa siempre es bella, y vive en un palacio dorado, y lleva buenas ropas y ricas joyas y come pollo y fresas y bizcochos hechos de miel y, aunque tenga mala suerte y le toque ir a trabajar a las cocinas, el príncipe siempre se fija en ella porque ha perdido un caro anillo en el pastel que ha horneado para él; y el susto casi le mata cuando la llevan a su presencia vestida con una piel de asno y con las manos y la cara sucias por las labores domésticas, porque cree que se ha enamorado de una vulgar chica trabajadora de Grado Diez. Pero ella se quita la piel de asno y él ve sus buenas ropas, y se lava la cara y las manos y él contempla su delicada piel blanca. Así que está bien: ella es de Grado Uno y se pueden casar y vivir felices para siempre. Las cualidades de princesa se revelan bruscamente.
Susan era una princesa y yo era el equivalente de un porquerizo. Podría decirse que estaba interpretando un cuento de hadas. El problema es que había que afrontar más dificultades que dragones y hechizos, y no había ni rastro del hada madrina. Aquella mañana yo no podía decir cómo terminaría la historia. Cuando dejó el teléfono pareció ausentarse durante mucho rato; pensé por un momento que me había colgado, pero podía oír un aspirador y voces de mujeres de fondo en alguna parte.
—Siento haberte hecho esperar —dijo—. No encontraba mi agenda. El sábado por la tarde está bien, Joe.
El primer dragón había sido liquidado, aunque era uno pequeño, Traté de no sonar muy exultante.
—Genial. Te pasaré a buscar a las seis y cuarto, ¿de acuerdo?
—No, no —respondió rápidamente—. Quedamos en el teatro.
—A las siete menos cuarto entonces.
—¡Cielos! Viene mamá. Tengo que dejarte. Adiós.
—Adiós —dije, sintiéndome un tanto confuso. Algo empañaba el panorama. ¿Por qué se asustó cuando su madre entró en la habitación? Era como si no quisiera que se supiese que iba a salir conmigo. ¿Se suponía que no debía salir con nadie más que con Jack, y que yo no era, al contrario que él, lo bastante bueno como para llamar a su casa?
Cuando regresé a la Tesorería me encontré a Teddy Soames bebiendo té y ligando con June Oakes, secretaria del Departamento de Salud. June acababa de cumplir veinte años, tenía el pelo rojo y la piel clara, y estaba bastante seguro de que era tonta pero enamoradiza; así que más me valía tener eso presente antes que liarme con ella. Las aventuras de oficina son fáciles de empezar y difíciles de terminar, especialmente en una ciudad pequeña.
De todos modos, le seguí el juego. Era tranquilizador para mi ego estar con una mujer que se hallaba a mi alcance y que —pensé mirando sus labios totalmente húmedos— no me provocaría en vano y estaría absolutamente encantada de que la llamase a su casa.
—Hola, reina de mi corazón —dije, cogiendo una taza de té—. Me alegro de verte; cada día estás más guapa. Aunque me alegro de que no trabajes en la Tesorería.
—¿Es que no te gustaría?
—Estaría demasiado distraído fijándome en ti —dije—; no terminaría ningún trabajo.
Dejó escapar una risita.
—He oído que ya andas fijándote en otra persona.
—Solo porque tú no quieres casarte conmigo.
—No me lo has pedido.
Me puse de rodillas con la mano en el corazón.
—Querida... ¿o puedo decir adorada? señorita Oakes, le ofrezco mi mano y mi corazón.
—No le hagas caso, June —dijo Teddy—. Tontea con mujeres casadas.
Me incorporé.
—No sé a qué te refieres.
June volvió a lanzar otra risita.
—Su nombre empieza por A. Es mucho mayor que tú.
Tenía una voz con un timbre ligero, casi como un pequeño chillido; combinaba extrañamente con su magnífico busto.
—¡Ah, eso! —dije con ligereza—. Me llevó a casa en coche. Estuvimos discutiendo la obra; Teddy no lo entendería. Nuestra relación es estrictamente platónica.
—Sí que lo entiendo —dijo Teddy rodeando con el brazo la cintura de June—. Yo estoy intentado llevarme a June a pasar un fin de semana platónico. Por supuesto, me lo tomaré fatal si ella tiene un bebé platónico. —Rió de forma sonora y artificial y se arrimó a la mejilla de June.
—¡Oh, eres terrible! —dijo ella—. No, Teddy. No debes. ¿Y si entra el señor Hoylake?
—Me mandaría que me apartase de ti y que le dejase a él acariciarte —respondió Teddy.
—No volveré a hablarte jamás —dijo ella—. Tienes una mente sucia. —Me sonrió—. Pero Joe es un caballero.
—No te creas —dije.
Se acercó más a mí; tenía un olor extraño, ni a perfume ni a jabón ni a sudor, un olor casi desagradable, aunque limpio. Estuve muy tentado de acariciarla, o al menos de proponerle una cita, pero lo uno habría sido insatisfactorio y lo otro peligroso. Así que le sonreí.
—Eres encantadora —dije.
—Tú tienes unos ojos preciosos —dijo ella mientras posaba su mano sobre la mía durante un segundo—. ¿Qué tenemos de malo las jóvenes solteras? —preguntó, como si Teddy no estuviese allí.
—No os preocupéis por mí —dijo él—. Eres un reclamo para las mujeres, ¿no es así?
—Hacen cola solo para hablar conmigo.
—Puedes conseguir a June —dijo—. Solo es una cría. Pero la señora A... Bueno, a ella sí que te la envidio.
—No hay nada que envidiarme.
—Es adorable —dijo. Su cara delgada y ruda parecía pensativa.
—Está bien. Nunca me lo había planteado.
—¡Vaya si yo me lo habría planteado! Ella es... —Buscó la palabra y la utilizó con expresión avergonzada—. Es una dama. Y también una mujer. Cada vez que la veo tiemblo y sudo, ya sabes.
—Eres un cerdo —dije—. ¿Sabes lo que dice el Buen Libro sobre cometer adulterio en tu corazón?
—Pues su marido lo está cometiendo en algún otro sitio.
—Esa no es excusa. Por cierto, ¿cómo es?
—Un acaudalado comerciante de lanas. Pulcro y pálido, se cuenta que está bien situado.
—¿Quién es la otra parte?
—Una chica de su oficina. Joven, rellenita e imbécil. Ya viene durando un año.
—Son peores que los animales —dije indignado—. ¿Por qué no puede conformarse con Alice?
—Ella tiene treinta y cuatro. Han estado casados casi diez años y no han tenido niños. —Hizo una mueca—. Yo le echaría una mano gustoso.
Me encogí de hombros.
—No me atrae de esa manera —estaba pensando en Susan y tuve un pequeño estremecimiento en la boca del estómago al recordarlo. Tenía unas ganas terribles de contárselo a alguien, de alardear de ello de forma discreta. Esperaba que Teddy mencionara su nombre en la conversación para sacar a relucir casualmente nuestra cita. De cualquier modo, él no la menciono sino que continuó babeando sobre Alice.
Aquella tarde fui al segundo ensayo de Meadowes Farm. Ronnie estaba en una excelente forma, resoplando su pipa violentamente, mesándose los cabellos a fin de indicar tensión nerviosa y garabateando frenéticamente en su guión intercalado.
—Esta tarde, gente —dijo—, sois tan solo cuerpos. Y cuerpos que están muy bien, si se me permite decirlo. Quiero que aclaréis estos movimientos, y entonces podremos continuar con la actuación...
Alice y yo teníamos tres tórridas escenas de amor. Pensé que se me harían violentas, pero su actitud fue tan impersonal, tan libre de toda vergüenza, que nuestros abrazos resultaron tan naturales como bailes lentos. Funcionábamos tan bien juntos que Ronnie no tuvo que corregirme más de dos veces por cada movimiento, lo cual estaba bastante bien en aquel estado de la producción. Dejé que ella me llevase, lo que, por supuesto, era bastante correcto ya que se suponía que yo era seducido por ella.
Más tarde Ronnie se vio forzado a elogiarnos.
—Vuestras escenas de amor ya están empezando a tomar forma, Joe. Pero puedo prever problemas en otros asuntos. — Me miró parpadeando por encima de sus gafas—. Ya sabes, el monótono y necesario oficio de entrar, sentarse y levantarse. Te sientas como si... En fin, no seré vulgar. Y te levantas como si te hubieras sentado sobre una chincheta. Eres de lo más torpe con Anne y con Johnny, pero con Alice realmente cobras vida.
—Alice devolvería a la vida hasta a un muerto —dije. Le sonreí y para mi sorpresa ella se puso un poco colorada.
Cuando Ronnie terminó de hablar con el reparto la seguí fuera del escenario al patio de butacas. Cogió su abrigo de los asientos donde lo había dejado. Le ayudé a ponérselo. El segundo antes de que quitase mis manos de sus hombros se relajó contra mí; fue tan impersonal como nuestros abrazos sobre el escenario.
Me puse mi propio abrigo y me senté junto a ella.
—Seguí tus sugerencias.
—¿Qué sugerencias?
—Telefoneé a Susan. Iremos al ballet. —En alguna parte imprecisa oía las voces de Ronnie y de Herbert. Una luz azul iluminaba el escenario con sus restos de colillas de cigarros, las mesas de caballete, las sillas Windsor y el sofá de crin en el que la había estado cortejando: solo era un pequeño teatro pero de pronto parecía grande, resonante y desolado.
—¿Susan? —dijo ella—. Sí, me acuerdo. —La luz varió a un rosa cálido—. No puedes equivocarte si estás aconsejado por mí, la Tiíta Alice siempre acierta.
—Tú no eres una tía. Las tías tienen cuarenta años y huelen a alcanfor.
Hizo una mueca. Noté que su barbilla se aflojaba un poco hacia abajo.
—Bueno, al menos no huelo a alcanfor. Aunque me comporto como una tiíta de Charlas de mujeres. O más bien como la niñera de Julieta. —Su tono parecía amargo.
—Qué va —dije—. Vi Romeo y Julieta una vez. Ella era una vieja arpía malvada. Tú eres preciosa y excitante. Y bastante... —Me detuve. Me adentraba en territorio peligroso.
—¿Bastante qué?
—No te enfades conmigo. Promételo.
—De acuerdo —dijo con impaciencia—. No me enfadaré aunque sea algo indecente. Lo prometo.
Vacilé.
—Es una estupidez. No puedo.
—¿Qué es esto? ¿Cómo en At Mrs. Bean's? —dijo ella—. Eres irritante, Joe. Continúa, por el amor de Dios.
—Tú das bastante..., no, no das pena; pero pareces perdida, como una niñita. Como si estuvieras buscando algo. Oh, dios, sueno como una película barata. Olvida lo que he dicho, ¿lo harás?
Se quedó en silencio por un momento. Entonces sus ojos se humedecieron.
—Es extraño que digas eso. No, no estoy enfadada, encanto.
Rebuscó en su bolso. Cuando le di fuego me sorprendió ver que me temblaba la mano.
En ese momento entró George Aisgill. Llevaba un abrigo tremendamente grueso para su estatura y complexión. Tenía las manos pequeñas y bien formadas, las uñas brillaban por la reciente manicura, y no solo llevaba un anillo con sello en el dedo corazón sino también uno con un diamante en el meñique. Sus facciones eran proporcionadas y sin arrugas, y su bigote parecía pintado. A pesar de la manicura y de la sortija con el diamante, no parecía afeminado. Era como si hubiese elegido la masculinidad deliberadamente porque resultaba más cómoda y provechosa. A simple vista no me gustó, pero fue de un modo distinto a cómo lo hacía Jack Wales; Jack no albergaba realmente malas intenciones, pero había algo de frialdad vigilante en George Aisgill que casi me atemorizaba: parecía totalmente incapaz de reírse de sí mismo.
—He venido para llevarme a mi mujer lejos de vosotros, rufianes y vagabundos —dijo—, ya que se ha cargado el Fiat.
—Este es Joe Lampton —le dijo Alice—. Mi amante.
—¡Vaya! —respondió él—. Lo siento. ¿Lo he estropeado todo?
—Ya nos conocemos —dije yo.
Me echó un vistazo rápido y exhaustivo.
—Ya recuerdo —dijo. Señaló hacia el escenario con un movimiento de la cabeza—. ¿Qué tal va la cosa?
Algo en sus modales sugería que todos nos conformábamos con una farsa chapucera.
—No sé muy bien qué decirle —dije—. Tendrá que preguntárselo a Alice.
—Oh, no es más fastidioso de lo habitual —dijo ella con voz monótona—. Nos entretenemos.
Su forma de comportarse había cambiado con la llegada de él. Alice no se mostraba sumisa o asustada ni radiante en exceso. Era muy difícil captar la diferencia, pero yo la percibí enseguida. Se transformó en la clase de persona por la que yo la había tomado hasta la noche anterior: fría, indiferente, superior, como carente de vida.
—Es usted uno de esos sujetos del Ayuntamiento, ¿verdad? —me preguntó.
La expresión anticuada de caballero me dio dentera.
—Tesorero.
—Debe de ser un poco tedioso.
—Se sorprendería usted —dije suavemente—. Siempre hay algún hombre de negocios que intenta hacerse el despistado. ¡Dios mío, cómo odian esos chicos pagar impuestos!
—Soy inocente, viejo —dijo él—. Mi fábrica no está en Warley.
—Tampoco nos gustan esos. Están privando de dinero a su ciudad.
—Cuando el Consistorio fomente los negocios construiré una fábrica en Warley.
—Cuando damos con un hombre de negocios que no considera nuestra política de restricción de humos como mera palabrería, le damos la bienvenida.
Sonrió mostrando unos dientecitos blancos y afilados.
—Ahí donde hay mugre...
Justo iba a replicarle que él tenía buen cuidado en vivir lejos de la mugre cuando Alice irrumpió.
—Basta de negocios —dijo ella—. ¿Es que nunca te cansas?
El alzó las manos en un gesto de resignación burlona. El diamante en su meñique centelleó con frialdad.
—Nunca entenderás que los hombres vivimos consagrados a nuestro trabajo. En cuanto empezamos a hablar de algo interesante, os quejáis de que hablamos de negocios.
Contra mi voluntad me complacía que él pudiera haber encontrado mis comentarios interesantes, aunque sabía que era una pose a lo Dale Carnegie,15 un pequeño cumplido aparentemente casual. Los otros se fueron reuniendo alrededor de él, de una forma muy parecida, pensé, a como lo hubieran hecho con Jack Wales. Representaba el poder del dinero igual que Jack: era otro rey. Mientras los observaba rindiéndole tributo, me pregunté cómo era posible que se hubiera casado con Alice, cómo los delgados labios bajo el pulcro bigote habían podido articular —como estoy seguro de que lo habían hecho— las palabras «te quiero». Tampoco podía ni imaginármelos juntos en la cama. No eran el mismo tipo de persona. No habían adquirido, al igual que todos los felizmente casados, ninguna semejanza entre sí.
Me levanté y le dije a Alice que me marchaba.
—Vas en la misma dirección que nosotros, ¿no es así? —preguntó.
—No tendréis sitio —dije.
—Tonterías —dijo George—. No tiene usted ningún compromiso, ¿verdad?
—Hay sitio de sobra —dijo Alice—. Ven, Joe.
La miré con severidad. Era como si me estuviese solicitando algún tipo de protección. El coche de George era un Daimler de dos litros y medio. Me acomodé en la parte de atrás con Johnny Rogers y Anne Barbly. Nunca había montado antes en un Daimler particular. George encendió la lucecita del techo durante un momento: la luz suave nos incluyó en su mundo privado, cálido y acogedor pero también duro y aventurero, arrogante con la velocidad y la distancia.
Johnny repartió cigarrillos y yo me recosté en los profundos cojines, quedando absorto en aquel mundo privado y dejando que la lujosa atmósfera se frotase contra mí como un gato. Johnny hablaba de coches con George; por supuesto, iba a comprarse uno pronto. Utilizaba la jerga de la RAF, que a mí personalmente me daba ganas de vomitar: a menos que se utilice excepcionalmente bien, apesta a periódicos y a películas.
—Tendría que ver este bicho —estaba diciendo Johnny—. Es la bomba, señor. Puede apostar que... —Sin embargo era inofensivo; apenas tenía veintiún años, la nariz respingona, el pelo rizado, el aspecto de tomar baños matutinos, acostarse temprano y hacer cantidad de ejercicio.
Anne Barbly era su prima. Hablaba con Alice, más bien hacía que se sintiera verdaderamente incómoda con sus comentarios sobre la buena suerte que tenía de poseer un Daimler y un amante con tan buena planta.
—Es la viva imagen de Jean Marais,16 querida. —El amante de Alice era yo, por supuesto. El chiste ya estaba manido.
Anne no tenía el carácter de Johnny, pero se parecía mucho a él, con el mismo aire fresco y el pelo rizado. Desafortunadamente su nariz le habría ido mejor a un hombre: era grande e informe, casi bulbosa. Desde cierto ángulo no tenía mal aspecto y era pasable sobre el escenario; pero ella estaba excesivamente sensibilizada al respecto. No tenía necesidad de preocuparse: tenía una figura esbelta, era brillante e inteligente y, aunque no era exactamente una rica heredera, estaba respaldada económicamente. Entretanto tendía a ser maliciosa. Yo le disgustaba especialmente y nunca perdió la ocasión de ser desagradable conmigo. Mirando hacia atrás, ahora entiendo por qué no le gustaba: no me tomé excesivas molestias en disimular el hecho de que no la encontraba físicamente atractiva. Un pequeño y amable coqueteo, incluso alguna clase de discreto galanteo, habrían cambiado su carácter por completo. Se comportaba como alguien que no aceptaría tener sexo conmigo de ninguna manera, y yo la tomé por lo que aparentaba, que es lo último que desea una mujer.
El Daimler tomó St. Clair Road sin esfuerzo; era como estar en un salón móvil, salvo que aquel coche era bastante más confortable que muchos salones. George conducía con la cuidada eficiencia de un chófer; no pude evitar comparar su técnica con los temerarios bandazos de Alice.
—Aquí os dejamos —dijo Anne a medio camino de la subida de St. Clair Road—. Es un coche precioso, señor Aisgill. Mucho más cómodo que el Fiat. Allí solo pueden apretujarse dos personas, ¿verdad, Joe?
—Dios mío —dijo Alice cuando George arrancó de nuevo el coche—. Menuda víbora venenosa es esa. ¡Dejando caer asquerosas insinuaciones con su acento de corista! Va a pasar mucho tiempo antes de que vuelva a montar con ella en un coche. ¿Debo confesarlo todo, George? ¿Serás clemente? Llevé a Joe a su casa la otra noche y paramos en el St. Clair. Ya está, ya sabes nuestro culpable secreto. Chismosos, cotillas y mal pensados...
—Así son todas las ciudades pequeñas —dijo George con indiferencia—. De todos modos, ¿por qué molestarse en ir al St. Clair? Lleva a Joe a casa si no te gusta que la gente chismorree. Hay bebida de sobra en casa, ¿no?
Se pasó Eagle Road y yo no me di cuenta hasta media milla después, cuando ya estábamos casi en lo alto de St. Clair Road.
—Bajaré caminando —le dije.
—Aunque quizás podría venir a cenar con nosotros —dijo él—. Puede usted llamar a los Thompson por teléfono.
—Vente —dijo Alice.
—Aunque las raciones...
Ella rió.
—No te preocupes por eso, encanto. No se trata de ningún banquete, solo de tomar un bocado.
Llegamos a lo alto de St. Clair Road. Más allá de Eagle Road todo era campo abierto: prados rodeados de árboles, con unas pocas casas más bien apartadas de la carretera. A la izquierda, medio oculta por los pinos, estaba la casa más grande que había visto en Warley. Era una mansión, de hecho una genuina mansión victoriana con torreones, almenas, un camino de entrada de un cuarto de milla de longitud por lo menos y una casa de guardeses, tan grande como una casa adosada mediana, junto a la verja.
—¿Quién vive ahí? —pregunté.
—Jack Wales —respondió George—. O mejor dicho, la familia Wales. Se lo compraron a un comerciante de lanas que se arruinó. Es colosal, ¿no? ¿Qué le parece? Apenas utilizan ni la mitad de la casa.
Mi ánimo se vino abajo. Por primera vez caía en la cuenta de las colosales ventajas con que contaba Jack. Pensaba que yo era grande y fuerte; pero la casa lo era más que yo. Era una especie de extensión física de Jack: al menos cincuenta mil libras de ladrillo y mortero declarando su superioridad sobre mí en tanto pretendiente.
La casa de los Aisgill se levantaba al final de una estrecha carretera de tierra que partía justo de los límites del St. Clair Park. Tenía las líneas funcionales de los años treinta en cemento blanco, con un tejado plano. No había otras casas cercanas y se levantaba en lo alto de un saliente del terreno, con brezales en la parte trasera y el parque frente a ella. Parecía cara, hecha por encargo, pero fuera de lugar, como una furcia de Piccadilly paseando por los páramos en medias y tacones.
El interior estaba decorado en blanco y crudo, con sillas de acero tapizadas en caucho que eran más cómodas de lo que aparentaban. Había tres cuadros de colores brillantes en las paredes: dos de ellos me parecieron solo una mezcla de líneas, grumos y círculos, pero el otro era claramente un retrato de Alice. Llevaba puesto un vestido de noche de corte bajo en una relumbrante tela plateada. Sus pechos eran más pequeños y firmes, y no había arrugas en su cara. El artista no la había embellecido; podía verse la ligera pesadez de su barbilla y el atisbo de algunas arrugas incipientes.
—No le prestes tanta atención, Joe —dijo ella, apareciendo por detrás de mí—. Entonces era diez años más joven.
—Ojalá yo fuera diez años más joven —dije.
—Vaya, Joe, eso es muy amable de tu parte. —Me apretó la mano, pero no la soltó inmediatamente—. ¿Te gusta la sala?
—Mucho —dije, pero no estaba muy seguro de que así fuera. Era una habitación extraña, muy limpia, muy luminosa, amueblada con buen gusto, pero no resultaba acogedora. Las estanterías bajas blancas de la pared frente a la chimenea estaban llenas de libros, la mayor parte sin estrenar, aún con las solapas. Deberían haber servido para humanizar la habitación pero no lo conseguían; parecía imposible que aquellos libros estuvieran allí para ser leídos: formaban parte de la decoración de manera tan acusada que nadie se hubiera atrevido a coger ninguno.
—¿Algo de beber? —preguntó George, acercándose al mueble-bar—. Ginebra, whisky, brandy, ron, jerez y otros licores repulsivos que realmente no puedo recomendar...
—Whisky, por favor.
Me echó una mirada maliciosa.
—Debo decirle que no es escocés. Un cliente americano me regaló una caja. Sabe a brillantina, se lo advierto.
—Bebí mucho de ese en Berlín —dije—. Sin soda, gracias.
Dejó un cálido bienestar en mi estómago después de secarme la boca durante una décima de segundo y enviar una pequeña ráfaga de aire que subió por mi garganta.
—Alice dice que es usted de Dufton. —Rellenó hasta arriba su vaso con agua de soda y bebió a sorbitos, como tomando una medicina.
—Nací allí.
—La he visitado por negocios una o dos veces. ¡Dios santo, es deprimente!
—Llega uno a acostumbrarse.
—Conocerá a los Torver, supongo.
Los conocía del mismo modo que se conoce al Señor Terrateniente del condado. Era la familia propietaria de la fábrica más antigua de Dufton, de hecho la única fábrica familiar que quedó en Dufton tras la depresión; las otras habían ido a parar a las manos del perista o de los sindicatos londinenses.
—Mi padre trabajó en su fábrica —dije—. Era supervisor. Así que nunca tuvimos ocasión de relacionarnos socialmente, como diría usted.
George rió.
—Mi querido Joe, nadie se relaciona socialmente con los Torver. Nadie querría. El viejo no ha albergado ni un sentimiento decente desde que lo destetaron, y Dicky Torver gasta el poco tiempo que le queda libre de seducir a las chicas de la fábrica bebiendo como un poseso.
—Solíamos llamarle «Dicky el Zombi Sexy» —dije.
—¡Qué bueno! ¡Es buenísimo! —Rellenó mi vaso como si me recompensase por entretenerle—. Es justo así como usted lo describe, con esa horrible cara pastosa, ese aire desgarbado y ese destello como de pescado que le brilla en los ojos siempre que se topa con una mujer deseable. Y mira por dónde, es un buen hombre de negocios. Tienes que madrugar si quieres cazar a Dicky Torver.
—Es horrible —dijo Alice, entrando con una bandeja de sándwiches. Se sirvió ella misma un whisky—. Le conocí en el baile de los Conservadores en Leddersford. A los cinco minutos de que me lo presentaran ya me había echado un piropo, y cinco después me invitó formalmente a un fin de semana picante. ¿Por qué nadie le abofetearía?
—Pues algunas mujeres le encuentran atractivo —dijo George. Mordisqueó una galletita de queso.
—¿Se refiere a que los maridos de ellas quieren hacer tratos con él? —dije.
Rio de nuevo. Era una risa grave, complacida; podía invocarla a voluntad.
—No es así, Joe. Es como sobornar al verdugo: si te salvas, él dirá que es gracias a sus méritos y si te cuelgan no podrás decir nada. Si la mujer de alguien es..., bueno, amable con Dicky, y el marido consigue el contrato o lo que sea, Dicky sale ganando algo más con el asunto. Si el contrato no cuaja, el marido no puede quejarse públicamente. No, los negocios no son tan simples.
—Puede ocurrir —dijo Alice.
—Ocasionalmente. —Sus maneras indicaban que el tema estaba zanjado y yo había sido puesto en mi lugar.
—Joe —dijo Alice—. Anda, coge un sándwich. Están aquí para comerlos.
Cada uno de los sándwiches consistía en una finísima rebanada de pan puesta sobre unas cuantas gruesas lonchas de rosbif frío. Había una alta pila de ellos en el plato.
—Habéis tenido que dividir vuestra ración —dije.
—¡Oh, no! —dijo ella—. No te preocupes por eso. Tenemos más, de verdad.
—Los granjeros tienen carne —dijo George—. Yo fabrico ropa. ¿Ves?
Estaba perfectamente claro, así que disfruté la carne al máximo. Era como conducir el coche de Alice; durante un momento estaba viviendo al nivel que aspiraba a ocupar permanentemente. Era el héroe de una de esas comedias con títulos como Rey por un día, excepto por el hecho de que la ilusión en mi caso no duraría siquiera un día entero. Sin embargo, en aquella sala podría saborear la innegable realidad de la ternera casera, sentir la calidez del whisky en mi vientre, en suma, ponerme en el mismísimo pellejo de George.
Alice estaba sentada un poco apartada de la mesa, de frente a mí. Llevaba una falda negra plisada y una brillante blusa roja de popelín fino. Tenía unas piernas muy elegantes, a unos gramos de la delgadez; su semejanza a un dibujo de Vogue me hechizó de nuevo. La contemplé fijamente. Éramos del mismo tipo de persona, pensé confusamente: rubios y nórdicos.
George me sirvió otro bourbon. Lo bebí de un trago y mordí un segundo sándwich. Alice me lanzó una pequeña sonrisa. No fue más que un gesto fugaz, pero noté que me ardían las mejillas cuando me di cuenta de cuántas ganas tenía de estar en el pellejo de George, y en más de un sentido.