14

Me marché después de Alice, como lo hacía normalmente. El apartamento estaba en el último piso y el ascensor no funcionaba; recuerdo que las escaleras no parecían terminarse nunca y que reinaba un profundo silencio. El edificio había sido decorado al típico modo de posguerra y tenía el aire de un gran barco. Había un curioso olor seco, como a tostadas calientes y a cloro. Las escaleras eran anchas y el grueso enmoquetado gris parecía absorber todo sonido. Todo estaba muy limpio y brillante; también era muy bonito, excepto que daba la impresión de que ningún ser humano había vivido allí jamás. No imaginaba sino un gran vacío tras aquellas puertas blancas con sus números cromados y sus cuidadas plaquitas con nombres inscritos.

Durante una época todos los ricos de Leddersford vivían en el barrio en que estaban aquellos apartamentos. A medida que los coches se hacían más necesarios y la ciudad se volvía más sucia, la gente rica se mudó a ciudades como Warley. Las casas que no se habían transformado en apartamentos y en hoteles privados ahora pertenecían a doctores, a dentistas y fotógrafos. Había muchos árboles y las calles eran anchas; de alguna manera me recordaba a Warley, pero había dejado de ser un lugar con vida hacía mucho tiempo.

Era una tarde despejada y soplaba un viento cálido. La primavera estaba de camino; no es que la diferencia se notase excesivamente en el paisaje. Los laureles, los pinos y los abetos tenían el mismo aspecto durante todo el año: oscuros, melancólicos y ajenos. No me esperaban en casa hasta las diez y solo eran las ocho y media. Había un vasto e inútil rato que rellenar, así que decidí ocupar mi mente con el aburrimiento, como un muerto de hambre que se dedicase a comer tierra. Todo se ha terminado ahora, decía mi parte sensata, por fin te has librado de esa neurótica. Estás fuera de peligro de un escándalo, estás fuera de peligro de ser poseído. Pero otra parte de mí seguía recordando las grandes lágrimas que caían por sus mejillas, y recordaba con ternura conmocionada cómo habían borrado su atractivo.

Entonces pensé en ella tumbada desnuda junto a mí, y la angustia volvió, tan real como un dolor de muelas. Lo extraño era que esperaba que me hubiese mentido, que se hubiera acostado con el artista. Eso al menos lo haría soportable. Lo que más daño me hacía era que se hubiera exhibido impasiblemente, como si su cuerpo careciera de importancia. Una combinación de luz y de color —como si una combinación de luz y de color pudiese cortarse un dedo con el cuchillo del pan, casarse, hacer el amor, acoger mis confidencias más secretas—. Era la excusa, el paliativo de mis celos, lo que más me dolía. Le llamé las peores cosas que se me ocurrieron, repitiéndolas por lo bajo una y otra vez, pero aquello no alivió mucho mis sentimientos. (Después de todo, apenas hay una docena de palabras realmente groseras en la lengua inglesa y nueve de ellas no son, hablando con propiedad, groseras, sino solo psicológicamente descriptivas.)

Pensé con amargo pesar en la época en que ella era una extraña para mí y no me hubiera importado si hubiese caminado desnuda por las calles a plena luz del día. Ella había hecho eso como si yo no existiera. Me mordí el labio con fuerza, haciendo brotar la sangre. La cabeza estaba a punto de estallarme de dolor, la boca me sabía a vómito y tenía seca la garganta. Apoyé la mano contra la pared. Fue como si hubiese sido atacado por un enemigo invisible. Crucé la calle y seguí caminando. Era una de esas calles con casas de grandes terrazas; recuerdo que una tenía las cortinas recogidas y que en el interior había una multitud de jóvenes, y en algún lugar se escuchaba música. Mientras pasaba echaron las persianas. Seguí caminando; las casas se hicieron más pequeñas, no había más árboles y las fábricas surgían de la creciente oscuridad ante mí. No quería pensar en lo que Alice había hecho y, aun así, mi imaginación persistía en volver al Londres de hacía diez años; la veía, inocente, firme, oliendo a juventud, entrando en el estudio, desvistiéndose detrás de una pantalla y entonces, bastante desnuda, algo avergonzada, siendo tranquilizada por el artista. Él se parecía bastante a Jack Wales, aunque tenía barba. La ví sentándose en el trono de la modelo con sus piernas un poco separadas... Eso fue todo lo lejos que pude llegar; una ira salvaje, inútil, enferma, se apropió de mí otra vez. Pensé en Charles y en mí admirando los desnudos de la galería de arte de Leeds, y en la vez que asistimos a una revista en Londres. «Por supuesto», dijo Charles, «ésas no son mejores que las prostitutas. No me casaría con una mujer que enseña todo lo que tiene a jóvenes tan salidos como tú y yo.»

Me pregunté si George lo sabría. De ser así, ¿le importaría? Fruncí el ceño de concentración. Si le hubiese hecho daño, entonces es que era de la misma clase de tipo que yo, y sería como si parte del dolor fuese compartido. Pero yo sabía muy bien que a él no le importaría; si alguna vez pensaba en ello, lo haría por diversión. Por lo que ese era un tormento extra: ilógico, pero ahí estaba, indiscutiblemente, el hecho.

Me topé con un enorme pub, que se alzaba un poco alejado de la carretera. Entré; al ser jueves estaba casi vacío. Mientras bebía una pinta, comencé a repasar mi última lección de economía. La teoría de la plusvalía de los valores inmobiliarios... Normalmente tengo una memoria tan absorbente como una esponja; a menudo solía matar los ratos libres rememorando interiormente las hojas de papel impreso. Pero ahora veía la lección rasgada en pedazos de papel; los datos eran totalmente inconexos. En la página que estaba mirando solo podía leer la palabra Desnudo; cerré los ojos por un momento y vi un borroso contorno rojo. Entonces los abrí pero la palabra seguía allí. Miré a la esquina más alejada de la habitación y vi el cartel.

LOS MÁS PICANTES Y PÍCAROS DESNUDOS DEL MUNDO DEL ESPECTÁCULO — SANDRA, CAROLE, ELISE, LIZBETH... Y Alice. Me preguntaba si también habría hecho eso, si habría alguna otra cosa que no se hubiese molestado en contarme, si habría permanecido bajo la luz rosa de un foco con un tocado de lentejuelas y una hoja de parra de oro con un millar de ojos pegándose a su carne desnuda como sanguijuelas. No podía estar seguro de que no hubiese sucedido, de que ella, con su brillante mente despierta y su ternura brusca, no hubiese caído hasta ese extremo decadente; era como si hubiese visto cómo se entregaba para ser torturada en algún sótano destartalado. Eso era lo que me dolía. No el hecho mismo de posar, sino que fuera Alice la que había posado. Algunos de mis valores eran aún los de Dufton, y en Dufton las modelos de los artistas eran tomadas por fulanas, no del todo profesionales, sino simplemente de la clase que no se tomaba la molestia de decir no. Era insoportable pensar en Alice de ese modo, y yo no sabía, o no quería saber, por qué tenía que afectarme de ese modo. Estaba siendo celoso retrospectivamente; era casi como si estuviese frustrado de pie fuera del estudio, como un mozalbete de dieciséis años.

Mirando atrás, me veo a mí mismo bordeando el límite de la locura. No podría sentirme así ahora; es como si hubiese una barrera transparente entre las fuertes emociones que sentía y yo mismo. Siento lo que me resulta correcto sentir; paso a través de los mecanismos necesarios. No puedo fingir que me importe. No diría que estoy muerto; simplemente que había empezado a morir entonces. Podría decirse que me había dado cuenta de que tenía, como mucho, solo sesenta años de vida. No tengo tendencia a ser infeliz y no temo a la muerte, pero ahora no estoy vivo del mismo modo en que lo estaba aquella tarde que discutí con Alice. Observo al hombre joven, inexperto, sentado decaído en el pub, abrumado por un sentimiento de auténtico remordimiento; no cambiaría, aunque pudiese, mi lugar con él, pero era indiscutiblemente mejor persona que el tipo experimentado que soy ahora, después de diez años en los que he conseguido casi todo lo que me había propuesto. Sé el nombre que él me habría puesto: el Zombi Exitoso.

Por supuesto no me importa si el joven que miraba la cartelera era más sabio, más amable o más inocente que el Zombi Exitoso. Pero sin duda era de una calidad superior; podía sentir más, podía aguantar más peso. De una calidad superior, que —si se acepta que ser humano significa tener ciertas emociones— habrá de verse afectada con fuerza por todo lo que le ocurra a su alrededor, vivir entre la gente. No quiero decir que uno tenga que querer a la gente, sino simplemente que uno debería preocuparse. Ahora soy como un Cadillac nuevecito en una zona pobre industrial, aislado, por el acero y el cristal y el aire acondicionado, de la gente de fuera, de la lluvia y del frío y de los temblorosos cuerpos sufrientes. No quiero ser como la gente de fuera, ni siquiera me gustaría tener una debilidad, alguna estupidez que me paralice entre los envidiosos rostros fríos, que deje entrar la lluvia y el olor de la derrota. Pero a veces me gustaría desearlo.

Lo que me ha sucedido es exactamente lo que yo quería que me sucediese. Soy mi propio delineante. El destino, la fuerza de los acontecimientos, el sino, la buena y la mala fortuna; todo el maltratado repertorio habitual se puede arrojar directamente fuera de mi historia, abandonado a morir de hambre sin haber experimentado un solo momento de reconocimiento. Pero en algún lugar de la línea —en algún lugar de la línea de montaje, que es a lo que me refiero— yo podría haber sido una persona distinta. Lo que ha sucedido con mis emociones es tan increíble como lo que le sucede al acero en un coche americano: el acero siempre debe ser fiel a su propia naturaleza, tener siempre cierta angularidad, cierto peso, no ser como el plástico y el lacado; y los sentimientos básicos deben ser angulares y pesados también. Supongo que tuve mi ocasión de ser una persona de verdad. «Siempre eres cercano», me dijo Alice una vez. «Estás ahí como persona, eres cálido y humano. Es como si todos los demás llevasen guantes de goma.» Ya no podría decir eso de mí ahora.

Un lugar en la cumbre
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