12
El salón del bar del Hotel Western, justo delante del Ayuntamiento, es un lugar destacable por sí mismo. Es el que mejor decoración tiene: bancos acolchados, una gruesa alfombra gris, mesas de cristal, sillas de mimbre, fotos de equipos locales de cricket y de fútbol y un papel de pared en un suave naranja velado y gris que resulta, si es que te importan esa clase de cosas, un placer para la vista. Es solo para hombres; las otras estancias, incluida la sala, están bastante descuidadas, con mesas de patas de hierro, bancos duros y sillas Windsor. En consecuencia, su pub es frecuentado por sólidos hombres de negocios y altos funcionarios del Ayuntamiento, a los que les gusta beber sin mujeres que considerarían desagradable el serrín y las escupideras de la sala donde se sirve cerveza de barril. El Western siempre ha sido el lugar de reunión de la Velada Masculina de la Asociación Nacional de Funcionarios de Gobiernos Locales en Warley, la fiesta anual del Ayuntamiento. La costumbre es quedar en el bar, tomar un par de pintas, cenar en el piso superior, tomar dos pintas más y después volver al Salón del Bar para beber algo más fuerte. Una regla no escrita de la Velada Masculina es la obligación de mezclarse con miembros de otros departamentos; aquella tarde, recuerdo, me dediqué a hablar casi todo el rato con Reggie, de la Biblioteca.
Había seguido el consejo de Charles y había evitado ver a Susan desde Navidad. No tenía muchas esperanzas de que su plan funcionase; de hecho, casi estaba decidido a renunciar a ella. Pero esa tarde, probablemente como resultado de las cuatro pintas que llevaba encima y de los extraños sentimientos que había desarrollado hacia Alice la noche anterior en el apartamento de Elspeth, comencé a fantasear con ella. Lo hice concienzudamente. Recibía una carta de Susan en la que me invitaba a una fiesta y me preguntaba de forma lastimera si es que había hecho algo que me hubiese ofendido. O, mejor todavía, sonaba el timbre de la puerta en una borrascosa tarde húmeda, y en el umbral aparecía su cara sonrosada por el viento; tal vez diría que en realidad venía a ver a los Thompson por algún asunto de los Intérpretes, o tal vez simplemente diría: «Tenía que venir, Joe. Pensarás que soy una desvergonzada pero...»; yo la besaría y no habría necesidad de hablar: nos quedaríamos allí de pie escuchando la lluvia, empapándonos juntos de felicidad, y entonces saldríamos disparados hacia Sparrow Hill. «Me encanta pasear contigo bajo la lluvia», diría ella, y caminaríamos y caminaríamos, con el buen aire fresco y limpio llenando nuestros pulmones, y seguiríamos caminando para siempre jamás; el cuento de hadas hecho realidad...
Pero eso no sucedió, naturalmente. En cambio estaba allí, sentado en el Salón del Bar junto a Reggie tras la copiosa cena, sintiéndome agradablemente repleto de comida y de cerveza pero no tan lleno como para que no hubiese sitio para unas pocas pintas más. Acababa de contarle a Reggie un chiste verde, del tipo que solo se puede contar en las despedidas de soltero.
—Es lo más asqueroso que he oído en mi vida —dijo con admiración—. ¿De dónde demonios los sacas, Joe? Eso me recuerda algo. Me encontré con Susan el otro día.
—¿Susan Brown? —Mantuve deliberadamente un tono neutro.
—Tuvimos una pequeña charla íntima. La invité a un café en Riley’s. Después de todo, si tú no vas a cuidar de la chica, alguien tiene que hacerlo. Hablamos de ti la mayor parte del tiempo.
—No pudiste elegir un tema mejor.
—No lo creas, viejo. Traté de resaltar mis propios méritos de una manera discreta pero todo era Joe Lampton. «¿A qué Joe es apuesto, a que es inteligente, a que estuvo maravilloso en The Farm...? Acabé harto.
—Bromeas.
—Ojalá lo hiciese. Ya hace tiempo que no la ves, ¿verdad?
Apuré mi pinta de un trago.
—¿Otra? —Intenté borrar la sonrisa triunfal de mi cara.
—No tengo tu monumental aguante —dijo—. Solo media, por favor.
Hice una seña al camarero para que se acercase. Hoylake llegó en ese momento, pulcro y radiante. Se acomodó en el asiento vacío junto a nosotros y aproximó su jeta.
—No interrumpo, ¿verdad, chicos?
—En absoluto —dije—. ¿Le apetece tomar un trago, señor Hoylake?
—Tómate uno conmigo, Joe. Y tú también, Reggie. Solo me he dejado caer cinco minutos. Debo estimular las actividades de la Asociación, aunque prefiero los eventos mixtos. Los actos sociales solo para hombres rara vez me han atraído. Espero que no estuvieseis hablando de negocios. Detesto hablar de negocios.
Se hizo un pequeño silencio en la sala; pero no duró mucho. No era la clase de jefe que paralizara la conversación aunque tampoco es que yo estuviera convencido de que fuera alguien lo que se dice campechano. Estuvo muy bien que nos llamase Reggie y Joe pero, reflexioné, a él no le habría gustado que le hubiésemos llamado Fred.
—Hablábamos de una joven dama —dijo Reggie.
—Bien, bien —dijo Hoylake. Miró por encima de sus gafas con severidad burlona—. ¿No estaríais hablando de ella a la ligera, espero?
—Hablábamos muy en serio sobre ella —dijo Reggie—. Ambos rivalizamos mortalmente por su afecto. Estamos considerando un duelo en Snow Park.
—¡Qué vidas más agitadas llevan mis colegas! —dijo Hoylake. Levantó su whisky—. Os deseo lo mejor, muchachos.
—Perderé de todos modos —dijo Reggie—. Si gano, ella no me querrá; habré herido a su precioso Joe. Si yo fuera ella no me fijaría en él. ¿Qué pensaría usted de un joven que sale con una chica durante meses, y entonces la deja plantada, señor Hoylake?
Noté como me sonrojaba.
—No crea una palabra de lo que dice. Yo no podría importarle menos a ella.
—¡Que a ella le importa poco, nada menos! —Rió Reggie. Puso un ligero gesto de malicia—. Ella se enciende cuando oye su nombre, y él ni siquiera se inmuta. Además, es la chica más guapa de Warley.
—Están todas coladas por Joe —dijo Hoylake—. Cuando recauda los impuestos en Tilden todas las mujeres vienen en tropel. Pagan el doble por pasar cinco minutos con él. —Suspiró—. Ya sabe, si lo hubiera conocido cuando era más joven, le habría hecho sudar el sueldo...
Yo estaba pensando con creciente entusiasmo en lo que Reggie había dicho. Cerré mi mente contra toda aceptación de sus palabras; era posible que el único sentimiento de ella fuese de orgullo herido, o al menos ligeramente dañado. Si le pidiera que saliese conmigo otra vez eso serviría para reparar su orgullo; si usase alguna excusa claramente artificial para librarse de mí, se habría vengado completamente. Pero sabía, casi al mismo tiempo que estos pensamientos me cruzaban por la cabeza, que eran todo sinsentidos: Susan simplemente no era del tipo vendetta.
—La chica más bonita de Warley... —dijo Hoylake pensativo—. Y bien, ¿quién puede ser? Soltera, confío. Debo imaginar que Joe la habría conocido en los Intérpretes. Veamos... ¿Empieza su nombre por S? ¿Su apellido por B? ¿Pelo oscuro y no totalmente desvinculada del Presidente del Comité de Finanzas?
—Es usted un detective de primera —dijo Reggie.
—Soy un viejo entrometido —dijo Hoylake—. Todos lo somos en Warley. Ya saben, hay mucho de qué hablar incluso cuando (no me citen) sea de un simple chisme. —Se rió disimuladamente, como si desaprobase su ligero toque de prepotencia—. Indica interés en los semejantes, lo cual seguramente es cosa admirable. Me alegro de que Joe esté empezando a tomar parte en la vida de la comunidad de Warley y de que no viva fuera de la ciudad. Me disgusta profundamente el tener que viajar para ir al trabajo; la gente debería vivir y trabajar en el mismo sitio. ¡Vaya! Aquí estoy, hablando de negocios... Ahí veo a tu jefe, Reggie. Tengo que hablar con él. Os veo más tarde. —Se fue hacia el bibliotecario jefe; me di cuenta de se llevaba su bebida consigo, casi sin tocar. Le pagaban más del doble que al bibliotecario y no quería forzarle a invitar a bebidas caras.
—Es un diablillo de lo más inteligente —dijo Reggie—. No se le escapa casi nada. Registra cada movimiento.
—Siempre que me lleve bien con él puede ser tan listo como quiera —dije—. Mira, Reggie, ¿hablas realmente en serio sobre Susan? Quiero decir, ¿de verdad ella te dijo todo eso?
—¿Por qué demonios habría de bromear sobre ello? —Parecía algo indignado—. Es totalmente cierto. Mencioné The Farm y hablé de tu actuación. Entre otras cosas, por supuesto. A mí no me impresionó, te lo reconozco. Pero ella saltó como una fiera en tu defensa. Desde ese momento, la conversación giró en torno a ti. Se iluminaba por dentro cuando tu nombre salía a relucir. Esa mirada es bastante inconfundible, una especie de júbilo embriagado. A propósito, es la misma mirada que tú tienes en este momento.
—Toma otro trago —dije apresuradamente.
—Me toca a mí. No intentes dejarme en la cuneta.
—Yo he bebido dos por una tuya, así que es lo justo.
—Eso es ridículo —dijo débilmente, pero podría decirse que estaba aliviado. Miró a su alrededor—. Funcionarios de un villorrio. Dios mío, ¡vaya tropa! ¿Sabes una cosa, Joe? Daría mi salario de un año por salir de este sitio.
—No estoy de acuerdo contigo. Yo estoy totalmente a favor de las ciudades pequeñas. Si son de la clase adecuada.
—Eso está muy bien para ti, compadre. Tú eres del tipo brillante, eficiente. Sobresales entre la multitud. Estás destinado a salir adelante en una ciudad como Warley. Y, por supuesto, esto es una novedad para ti. Si hubieses vivido aquí toda tu vida te sentirías de otro modo.
—Odio mi ciudad natal —dije—. Pero eso es distinto. Mira, Dufton es horrible. Apesta. Literalmente. Está tan muerto como un vejestorio. Warley está vivo. Lo sentí desde el primer momento en que puse el pie en este lugar. Y hay otras muchas cosas, además; en cinco minutos puedes estar alejado de todo. Incluso tiene historia; encuentras algo nuevo sobre ella cada día...
Mi voz se fue apagando; estaba dejando ver demasiado de mí mismo.
Reggie sonrió.
—Cualquiera diría que estás hablando de una mujer y no de una ciudad comercial completamente normal con unas cuantas fábricas. Eres un tipo raro, Joe, ¿lo sabías?
Teddy Soames se acercó a nuestra mesa en ese momento.
—¡Aquí todos somos raros! —dijo. Eructó ruidosamente—. Perdonadme, estoy un poquito intoxicado. No debería estarlo. La cantidad que me he metido hoy no habría conseguido moverme ni uno solo de mis bien abrillantados cabellos cuando estaba en la RAF. —Se sentó pesadamente—. ¡Que empiece la siguiente guerra!
—Habla por ti —dijo Reggie—. Nunca lo he pasado tan mal en toda mi vida.
—Era monótono a ratos, lo admito —dijo Teddy—. Pero no tenías preocupaciones y sí cantidad de dinero. Cantidad de cerveza y cantidad de cigarrillos y cantidad de mujeres. ¿Les ofrecemos una vieja canción de la RAF, Joe? —Comenzó a cantar suavemente—. Cats on the rooftop, cats on the tiles...
—¡Eh! —dije—. Es demasiado temprano para baladas guarras.
—Me olvidaba de que soy un tipo respetable —dijo Teddy—. He cantado eso en todos y cada uno de los mejores hoteles de Lincolnshire. Aviadores y capitanes de grupo todos al unísono. ¡Qué días tan felices!
—Puede que para ti lo fueran —dijo Reggie—. Por lo que a mí respecta, la guerra fue un infierno. Todo lo que hacía al principio era instrucción bajo un sol abrasador con ropa interior de lana que picaba. Después pelé patatas. Más tarde me convertí en el empleado más incompetente del Ejército Británico. Durante un tiempo estuve bastante feliz. Al menos no tenía que manejar armas cargadas ni objetos peligrosos. Entonces algún planificador inhumano de la Oficina de Guerra empezó a reducir el personal administrativo. Así que pasé a ser el soldado de infantería más asustado del Ejército de Su Majestad. El día en que me puse el traje de civil fue el más feliz de mi vida. Lo reconozco, volví a casa para descubrir que la maldita Asociación de Bibliotecas había hecho sus exámenes diez veces más difíciles, aunque dando un empujoncito a las mujeres y a los objetores de conciencia.
—¡Nada de trabajo! —dijo Teddy—. La Asociación de Bibliotecas es hablar de trabajo. Definitivamente. —Me miró y entonces alargó la mano para palpar la textura de mi traje—. Lana de primera calidad —dijo—. ¡Y mira esa camisa y esa corbata! Vaya, señor Lampton, ¿cómo te las apañas con tus cupones?
—Tiene contactos —dijo Reggie.
Reggie hizo el saludo del puño cerrado.
—¡Joe al Trono! ¡Vota Laborista!
—Tú, idiota —dije—. Ya sabes como es Hoylake con la política.
—Eso no es política —dijo Teddy—. Se trata solo de un dicho. Reggie solía escribirlo con tiza sobre su tanque antes de entrar en batalla.
—Nunca vi el interior de un tanque —dijo Reggie—. Lo más que llegué a ver fue a un Jerry23 abriendo la torreta de un Sherman y arrojando dentro una granada de mano. La sensación de seguridad que te daban a primera vista era totalmente ilu-ilu-ilusoria. Francamente, siempre he creído en la vieja moda de la guerra de desgaste, cuando te apoltronabas en un cómodo refugio subterráneo de cemento y dejabas que la artillería cargara con toda la pelea. Aunque nunca pude conseguir que estuviesen de acuerdo conmigo en el Cuartel general. Parecía que siempre estábamos avanzando pasase lo que pasase. Por toda África, por toda Italia...
—Creo que te reconocí el día de la Victoria en el Desierto —dijo Teddy—. Una figura de galán con un turbante manchado de sangre alrededor de la cabeza haciendo señas a tus hombres para que avanzasen.
—Ojalá hubiera sido yo al que viste —dijo Reggie—. Yo era uno de los pobres diablos a los que se nos hacía señas para avanzar.
Oí reír al bibliotecario jefe. Tenía una risa aguda, bastante afeminada.
—Esa es su risa de los chistes verdes —dijo Reggie—. Tiene una risa para cada ocasión. Una risa respetuosa, una risa refinada, una risa burlona cuando digo algo con lo que no está de acuerdo... Si hubiera sido mi sargento siempre podría haber encontrado una oportunidad para dispararle al muy bastardo. Debería haberme quedado en el Ejército.
—Vosotros, los intelectuales —dijo Teddy—, nunca estáis contentos.
El bibliotecario jefe se unió a nosotros. Era un hombre menudo con los ojos tan profundamente hundidos que daban la impresión de estar asentados horizontalmente. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto de que nunca había sido más joven.
—¿Lo pasáis bien? —preguntó.
—Solo estamos discutiendo por la guerra otra vez, señor —dijo Reggie. Nos hizo un guiño—. Hemos decidido que deberíamos haber dejado que los rusos les diesen cera a los alemanes y entonces haber ido nosotros a darles cera a los rusos con la bomba atómica.
Volvió a hacernos un guiño.
—¡Justo lo que yo siempre he dicho! —siseó el Bibliotecario con entusiasmo—. Los Aliados han pagado un alto precio por su error. Cuando estuve en Alemania vi cómo eran los rusos de verdad. No me importa admitir que yo era un poco comunista antes de la guerra, pero pronto cambié de canción... ¿Qué tomáis, muchachos?
—Hemos pedido, gracias —dije—. ¿Me dejas que te invite a una?
—¿Sabes? Creo que sí. Son todos unos plutócratas en la Oficina del Tesorero, Reggie. Siempre es así: aquellos que portamos la antorcha de la cultura recibimos salarios miserables, y los materialistas acérrimos, los hombres de los datos y las cifras, son los reyes de la creación. Tomaré una media de amarga, Joe.
—Aquí pintas —dije—. Nada más que pintas.
—Llevamos a base de eso toda la noche, ¿no? —Rió, pero esta vez no pude clasificar su risa—. El señor Hoylake acaba de contarnos una historieta bastante inteligente. Dos viejos coroneles estaban sentados en su club un día...
Yo no escuchaba; recordaba la manera en que había hecho la inspección a Teddy y a Reggie, recordaba la forma en que Hoylake había, en efecto, rechazado una invitación mía y después otra del bibliotecario jefe. Él invitaría a las bebidas, no sin amabilidad pero a causa de un protocolo que no era, cuando uno lo considera, mucho menos rígido que el protocolo diplomático. Sin embargo los precios eran muy bajos. Hoylake era el hombre más rico que había en la sala, con un salario de mil libras. George Aisgill, estaba seguro, se gastaría esa cantidad solamente en comida, bebida y gasolina. Incluso Bob Storr no ganaría mucho menos de mil libras. En los negocios, medité, tendría que dar jabón a gente a la que despreciaba, tendría que dirigir la conversación hacia sus temas favoritos. Tendría que aguantarlos en almuerzos y cócteles. Pero el juego mismo merecía el sacrificio; si vendía mi independencia, al menos lo haría por un precio decente.
—Y el segundo coronel dijo: «Un camello hembra, por supuesto. No hay nada raro en los viejos Carruthers». —El bibliotecario echó la cabeza hacia atrás y rió con estridencia.
La cerveza comenzaba a hacerme efecto; me di cuenta de que había tomado siete pintas sin apenas notarlo. Hice una pequeña suma en mi cabeza: cinco pintas más, una pinta menos, una pinta de parte de Hoylake...
—Quería decirte, Joe —dijo el bibliotecario—, cuánto me gustó tu actuación en The Farm.
—Diablos —dijo Teddy—. También le gustó a él. ¡Apuesto a que ensayó esas escenas de amor! Admítelo, macho.
—Tchs, tchs —dije—. Mis relaciones con la señora Aisgill son puras como la nieve recién caída.
—Una curiosa vieja nieve recién caída —dijo Reggie.
El bibliotecario dejó escapar una risilla.
—Realmente no deberías lanzar calumnias. Aunque a decir verdad, yo personalmente no pondría objeción alguna a una amistad pura con la dama a la que te refieres.
Se enjugó el sudor de las cejas y dio un largo trago a su pinta de cerveza. Como la mayoría de bebedores inexpertos, se sentía obligado a mantenerse al nivel del resto del grupo; con un esfuerzo heroico vació el resto de la pinta, entonces hipó dolorosamente.
—Perdónenme, caballeros. Debo ir a cambiar el agua a los peces, como dicen los franceses. —Se fue con prisa y con el semblante pálido.
Cuando se hubo marchado estallamos en risas.
—El vino es burlón, la bebida fuerte hace estragos —dijo Reggie—. El pobre diablo no está acostumbrado, ¿eh?
—Es por haber pensado en Alice —dijo Teddy—. Los pensamientos pecaminosos siempre desencadenan el motín.
—Di la verdad, Joe —dijo Reggie—. ¿No te lo estás haciendo con ella?
—No deberíais hacerme esas preguntas. Si digo que sí, soy un canalla, y si digo que no, soy un mentiroso. —Ensayé una mueca malévola—. ¿A ti te gusta, Reggie?
—¡Dios mío, pues claro! Está buenísima. Los dientes un pelín grandes; ahora bien, tiene estilo, auténtico estilo.
—¿Y qué hay de June? —dijo Teddy—. Di algo amable de June. Además, tiene el mérito de ser virgen.
—Solo es una cría —dijo Reggie—. Sentiría el abrasador aliento de la Prensa Dominical en mi nuca si le tirase los trastos. No hay comparación.
Sentí un profundo júbilo. Cualesquiera que fueran los deseos que les habían atormentado, yo los había realizado, y volvería a hacerlo al cabo de seis días.
Se me había concedido lo que ellos nunca conseguirían ni en mil años; se me había concedido a Susan además; y si la deseaba, no había razón para que no se me concediese a June también.
Entonces pensé otra vez en Sparrow Hill y en Warley Moor. Sabía que fuera estaría soplando un viento frío y que sobre la acera habría una leve capa de nieve que nos esperaría silenciosa, intacta y limpia. La cerveza se marchitó en mi interior; me sentí asfixiado por mi propio egocentrismo, molesto como si estuviera cogiendo un catarro; no había nada en mi corazón que se correspondiese con el agradable gemido del páramo, la sensación de espacio infinito más allá de él y un millón extra de estrellas cubriéndolo. Entonces me sacudí la depresión.
—Cantemos algo —dije—. Algo casto, pero no demasiado. Música, Teddy, por favor. The Foggy Foggy Dew.
Teddy golpeó los primeros acordes en el piano casero y empecé a cantar. Pronto todo el mundo cantaba.
—I loved her in the winter and in the summer too, and the only thing I ever did wrong was to shield her from the foggy foggy dew... —Por el rabillo del ojo vi a Hoylake tarareando la tonadilla para sí mismo, con una expresión de aprobación benigna en su cara.