Capítulo IX
PITÁGORAS
Entre las más lozanas colonias que florecieron en aquellos años de los siglos VIII al VI antes de Jesucristo, hubo las de la Magna Grecia en las costas de la Italia meridional. Los griegos llegaron por mar, desembarcaron en Brindisi y en Tarento, y fundaron varias ciudades, entre ellas Síbari y Crotona, que pronto fueron las más pobladas y progresivas.
La primera, que en determinado momento tuvo —dícese— trescientos mil habitantes, alcanzó tal celebridad por sus lujos que de su nombre se ha inventado un adjetivo, sibarita, sinónimo de «refinado».
Trabajaban solamente los esclavos, pero a estos les eran prohibidas todas aquellas actividades —de albañil o de carpintero, por ejemplo— que podían, con sus ruidos, estorbar las siestecitas de los ciudadanos.
Estos se ocupaban tan solo en cocina, modas y deportes. Alcístenes se hizo confeccionar un vestido que después Diógenes de Siracusa revendió en quinientos millones de liras, y Esmíndrides hacíase regularmente acompañar en sus viajes por mil servidores. Los cocineros tenían derecho a patentar sus platos, conservaban el monopolio durante un año, y con ello acumulaban un patrimonio que les bastaba para vivir de renta el resto de sus días. El servicio militar se desconocía.
Desgraciadamente, hacia el fin del, siglo VI esta feliz ciudad, además del placer y la comodidad, quiso también la hegemonía política, que mal se acuerda con aquellas, por lo que se puso en litigio con Crotona, menos rica, pero más seria. Y con un enorme ejército marchó contra esta ciudad. Los crotonenses —cuéntase— les esperaron armados con flautas. Cuando se pusieron a tocarlas, los caballos de Síbaris, acostumbrados, como los de Lipizza, más a la arena del circo que al campo de batalla, se pusieron a danzar. Y los toscos crotonenses destrozaron jovialmente a los jinetes dejados a la merced de sus cuadrúpedos. Síbaris fue arrasada tan concienzudamente que, menos de un siglo después, Heródoto, que fuera a buscar los restos no encontró siquiera rastro. Y Crotona, una vez destruido el enemigo, se infectó, como de costumbre, de sus microbios y enfermó a su vez de sibaritismo.
Y por esto Pitágoras fue a establecerse allí. En la isla de Samos, donde nació en 580, había oído hablar de aquella lejana ciudad italiana como de una gran capital donde los estudios florecían con particular lozanía. Turista impenitente, había visitado ya todo el Próximo Oriente hasta —dícese— la India.
De vuelta en la patria, encontró la dictadura de Polícrates, que detestaba: era demasiado dictador él mismo para poder aceptar otro. Y se trasladó a Crotona, donde fundó la más «totalitaria» de las academias.
Podían ingresar tanto varones como hembras: mas antes tenían que hacer voto de castidad y comprometerse a una dieta que excluía el vino, los huevos y las habas. El por qué se las hubiese con las habas, nadie lo ha comprendido jamás; tal vez porque a él no le gustaban. Todos debían vestir de la manera más sencilla y decente, estaba prohibido reír, y al final de cada curso escolar todos los alumnos estaban obligados a hacer en público la «autocrítica», o sea a confesar sus propios «desviacionismos» como dicen hoy en día los comunistas que, como se ve, no han inventado nada.
Los seminaristas estaban divididos en externos, que seguían las clases, pero volvían a casa por la noche, y los internos, que se quedaban en aquella especie de monasterio. El maestro dejaba a los primeros bajo la enseñanza de sus ayudantes, y personalmente solo se ocupaba de los segundos, los esotéricos, que constituían el restringido círculo de los verdaderos iniciados. Pero también estos últimos veían a Pitágoras en persona solamente después de cuatro años de noviciado, durante los cuales él les mandaba sus lecciones escritas y autentificadas con la fórmula autos epha, el ipse dixit de los latinos, que significaba «lo ha dicho él», para dar a entender que no cabía discusión. Finalmente, tras esta poca espera preparatoria, Pitágoras se dignaba aparecer en persona ante sus seleccionadísimos secuaces, y a impartirles directamente los frutos de su sabiduría.
Empezaba con las Matemáticas. Pero no como las concebían los groseros y utilitarios egipcios que solo las inventaron con objetivos prácticos, sino más bien como teoría abstracta para alentar las mentes hacia la deducción lógica, hacia la exactitud de las relaciones y a su comprobación. Solo después de haber elevado los alumnos a este nivel, pasaba a la Geometría, que con él se articuló definitivamente en sus elementos clásicos: axioma, teorema y demostración. Sin conocer a Tales descubrió por sí mismo varios teoremas. Por ejemplo, que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos, y que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. ¡Quién sabe cuántas otras verdades habría anticipado si no hubiese despreciado estas «aplicaciones», que consideraba demasiado humildes para su genio! Apolodoro cuenta que cuando descubrió el segundo de dichos teoremas, el de la hipotenusa, Pitágoras sacrificó cien reses en agradecimiento a los dioses. La noticia está absolutamente desprovista de fundamento. El maestro se ufanó toda la vida de no haber tocado jamás un pelo a un animal, obligaba a sus alumnos que hicieran otro tanto, y el único ejercicio que le procuraba goce no era la formulación de los teoremas, sino la especulación en los cielos abstractos de la teoría.
También la Aritmética, que constituía el tercer estadio, la concibió no como instrumento de contabilidad, sino como estudio de las proporciones. Y así fue como descubrió las relaciones de número que regulan la música. Un día, al pasar por una herrería, quedó impresionado por la rítmica regularidad del repicar del martillo sobre el yunque. De vuelta a su casa, ejecutó experimentos haciendo vibrar agujas de idéntico espesor y tensión, pero de distinta longitud. Concluyó que las notas dependían del número de vibraciones, lo calculó, y estableció que la música no era más que una relación numérica de ellas, medida según los intervalos. Hasta el silencio, dijo, no es sino una música, que el oído humano no percibe solo porque es continua, es decir, que carece de intervalos.
Es la «música de las esferas», que los planetas, como todos los demás cuerpos cuando se mueven, producen en su girar alrededor de la Tierra. Pues también la Tierra es una esfera, dijo Pitágoras dos mil años antes que Copérnico y Galileo. Gira sobre sí misma de Oeste a Este y está dividida en cinco zonas: ártica, antártica, estival, invernal y ecuatorial; y, con los demás planetas, forma el cosmos.
No hay duda de que estas intuiciones hacen de Pitágoras uno de los más grandes fundadores de la ciencia y el que más ha contribuido a su desarrollo, aunque en algunos de sus descubrimientos definitivos e inmortales injertara además algunas curiosas supersticiones difundidas en aquellos tiempos, o recogidas en sus viajes a Oriente. Sostenía, por ejemplo, que el alma, siendo inmortal, transmigra de un cuerpo a otro, abandonando al difunto, purgándose durante cierto tiempo en el Hades, y reencarnándose; y que él, personalmente, recordaba muy bien haber sido antes una famosa cortesana, después el héroe aqueo Euforbo de la guerra de Troya, tanto que, estando en Argos, reconoció en el templo la coraza de hierro que había llevado en aquella expedición.
Sin embargo, son estas poco pitagóricas fantasías las que nos acercan un poco al plano humano y nos inclinan a alguna simpatía para con este hombre de cerebro traslúcido y de corazón árido, que de otro modo nos sería francamente antipático. Timón de Atenas, que no obstante estaba en condiciones de alcanzar su grandeza e intelectualmente le estimaba, le describe como «un sabiazo de lenguaje solemne que logró adquirir importancia a copia de dársela». Sin duda, hay su verdad. Aquel «liberal» que había huido de Samos por culpa de la dictadura, instauró después una en Crotona que habría llenado de envidia a Sila, Hitler y Stalin. No se limitaba a practicar la virtud absoluta con una vida casta, con una dieta rigurosa, con una actitud contenida y sosegada, sino que hizo de ello un instrumento de publicidad también. Detrás de aquel su administrarse con parsimonia, haciéndose desear durante cuatro años por sus propios alumnos y concediendo la gracia de relaciones personales con él solamente a los que daban suficientes garantías de adorarle como a un Mesías, había una vanidad incomprensible. En su autos epha está el precedente de «el Duce tiene siempre razón». Y, en efecto, como todos los que siempre tienen razón, también él acabó en la plaza de Loreto.
Encerrado en su orgullo de casta, y convenciéndose cada vez más de estar constituyendo una clase selecta y predestinada por los dioses a poner orden en el pueblo de los hombres comunes, el Círculo de los pitagóricos decidió adueñarse del Estado y fundar en Crotona, sobre la base de las verdades filosóficas elaboradas por el Maestro, la república ideal. Como todas las repúblicas, aquella había de ser una «tiranía ilustrada». Ilustrada, se comprende, por Pitágoras, jefe de una aristocracia comunística que, con una potente G.P.U., prohibiría a todos el vino, la carne, los huevos, las habas, el amor y la risa, obligándoles, en compensación, a la «autocrítica».
No sabemos si se trató de una verdadera y propia conjura ni cómo se desenvolvió. Sabemos solamente que en determinado momento los crotonenses se dieron cuenta de que todas las magistraturas estaban llenas de pitagóricos: gente austera, muy seria, aburrida, competente y sosegada, que estaba a punto de convertir a Crotona en lo que Pitágoras convirtiera su academia: algo entre fortaleza, cárcel y monasterio.
Antes de que fuese demasiado tarde, rodearon el seminario, sacaron a los inquilinos y les zurraron. El Maestro huyó en calzoncillos, de noche, pero un destino vengador guio sus pasos hasta un campo de habas.
Con el odio que las tenía, se negó a echarse en él para esconderse. Con lo que fue alcanzado y muerto.
Tenía, por lo demás, ochenta años, y ya había puesto a salvo sus Comentarios, confiándolos a su hija Damona, la más fiel de sus seguidores, para que los divulgase por el mundo.