Capítulo XVI

LOS PERSAS A LA VISTA

Pisístrato había muerto en el 527 antes de Jesucristo. Veintiún años después, o sea en 506, hallamos a uno de sus dos hijos, designados por él para sucederle, Hipias, en la Corte del rey de Persia, Darío, para sugerirle la idea de declarar la guerra a Atenas y a Grecia entera. Los grandes hombres no deberían dejar nunca viudas ni herederos. Son peligrosísimos.

Este Hipias no había debutado mal, después que su padre hubo sido depositado en la fosa. Era un mozalbete despierto que, a fuerza de estar junto al papá, había aprendido muchas de sus triquiñuelas, y se había apasionado por la política, a diferencia de su hermano Hiparco que, en cambio tan solo se interesaba por el amor y la poesía, de modo que entre ambos ni siquiera había rivalidades peligrosas. Y, sin embargo, quien provocó las desventuras que condujeron a la caída de la dinastía fue precisamente Hiparco.

Probablemente este no era, en cuanto a moralidad, peor que muchos de sus coetáneos y en materia sentimental seguía sus ideas, entre las cuales figuraba la de una absoluta imparcialidad en lo que atañe a los dos sexos. Hiparco tuvo la desgracia de tropezar con un bellísimo joven llamado Hannodio, que un tal Aristógiton —aristócrata cuarentón, influyente y celoso— consideraba propiedad suya. Este concibió la idea de desembarazarse de su rival con el puñal y, para imprimir al asesinato una etiqueta más limpia que lo hiciese popular, pensó en extenderlo también al hermano Hipias, haciéndolo así pasar por «delito político» en nombre de la libertad y contra la tiranía. Organizó en ese sentido una conjura con otros nobles latifundistas y, con ocasión de una fiesta, intentó el golpe, que solo resultó bien a medias: Hiparco dejó el pellejo en él, mientras que Hipias se salvó. Y desde aquel momento, un poco por rencor y otro poco por miedo a otros complots, el hijo y discípulo de Pisístrato, dictador liberal, indulgente e ilustrado, convirtióse en un tirano auténtico.

Los efectos de su política persecutoria no se hicieron esperar. Aristógiton, que había intentado el golpe por motivos personales y más bien sucios, y que de momento no había encontrado ningún apoyo moral en el pueblo, tardó poco, en la fantasía de la gente, indignada por los abusos de Hipias, en convertirse en un adalid de la libertad, en tanto que Harmodio adquiría la semblanza de un mártir, como si hubiese sido una muchacha inmaculada y acosada; y hasta la cortesana Lena, su amante, fue aureolada de leyenda. Decíase que, detenida y torturada por la policía para que revelase los nombres de los cómplices, se había cortado la lengua de un mordisco, escupiéndola a la cara de sus verdugos.

El descontento del pueblo enfureció a Hipias, que a su vez enfureció al pueblo. Y cuando el divorcio entre ambos fue total, los exiliados, que mientras tanto se habían concentrado en Delfos, armaron un ejército, llamaron a los espartanos en su ayuda, y junto con estos marcharon contra Atenas. Hipias se refugió en la acrópolis con sus seguidores. Mas, para poner a salvo sus hijitos, trató de hacerles expatriar secretamente. Los sitiadores los capturaron. Y el infeliz padre, por salvar la vida de los hijos y la suya propia, capituló y marchó voluntariamente al destierro.

No hay que olvidar, empero, que por sus venas corría aún la sangre de Pisístrato, o sea de un hombre pronto siempre a sacrificar la posición por la familia, pero jamás dispuesto a resignarse a la derrota.

El que mandaba a los rebeldes, al frente de los cuales entró en la ciudad, era Clístenes, un aristócrata por quien los demás aristócratas sentían poca simpatía porque tenía ideas progresistas. Por lo que, como los vencedores eran ellos, impugnaron su candidatura para las elecciones siguientes, y en su sitio pusieron a Iságoras, un latifundista retrógrado que pretendía que la república se volviese a tragar todas sus conquistas sociales. Al cabo de cuatro años fue depuesto por una insurrección popular, contra la cual nada pudieron ni siquiera los espartanos, acudidos nuevamente para apuntalar un orden constituido que, a ellos, reaccionarios encallecidos, les gustaba en extremo.

Clístenes, que había capeado la revuelta, asumió el poder y lo ejerció un poco dictatorialmente, también, pero en nombre de la democracia. Llevó a término la reforma igualitaria de Pisístrato, duplicó el número de ciudadanos con derecho a voto, destruyó desde los cimientos algunas agrupaciones en tribus que constituían la fuerza de clientela de la aristocracia y que correspondía un poco a nuestro colegio uninominal; e inauguró aquel sistema de autodefensa de las instituciones democráticas que se llama ostracismo. Cada miembro de la Asamblea popular, de la que formaban parte seis mil personas, o sea prácticamente todos los cabezas de familia de la ciudad, podía inscribir en una pizarra el nombre del ciudadano que, según él, constituyese una amenaza para el Estado. Si esta anónima denuncia venía avalada por tres mil colegas, el denunciado se veía mandado al destierro por diez años sin necesidad de un proceso que testificase sus culpas.

Era un principio injusto y por lo demás peligroso, pues se prestaba a toda clase de abusos. Pero los atenienses lo practicaron con moderación, si bien no siempre atinadamente, pues en los casi cien años que estuvo en uso, fue aplicado tan solo en diez casos. Y el colmo de la sabiduría acaso la pusieron de manifiesto haciendo blanco de ello precisamente a quien lo había inventado. Un día en que el presidente de la Asamblea, según el enjuiciamiento habitual, preguntó a la asistencia; «¿Se halla entre vosotros alguno que consideréis peligroso para el Estado? Y si está, ¿quién es?», muchas voces respondieron: «Clístenes». La denuncia reunió los tres mil sufragios exigidos por la ley, con lo que el inventor del ostracismo fue «ostracizado» por aquel pueblo al que había devuelto la libertad y que, con sabia ingratitud, la usó para librarse de él, quien, con muchos méritos en su haber, podía sentirse tentado a hacer de ellos un título para legitimar una nueva tiranía.

No conocemos las reacciones del pobre proscrito.

Pero el hecho de que la Historia no las haya registrado, demuestra que fueron menos enérgicas que aquellas a las que se hubiese entregado un Pisístrato o un Hipias. Acaso Clístenes tuvo bastante lucidez para darse cuenta de que la ingratitud, jamás excusable en el plano humano, a menudo lo es en el plano político. Y en el hecho de que los atenienses, convertidos por él en partícipes de la soberanía del Estado, se mostrasen en seguida tan celosos de usarla en perjuicio suyo, vio probablemente el triunfo de su propia obra y gustosamente sacrificó a ella su destino personal. Ya que el ostracismo no implicaba más persecución que el exilio, nos agrada pensar que Clístenes vivió el tiempo suficiente para poder ver con qué heroico encarnizamiento los atenienses defendieron las libertades que él les había dado, cuando para amenazarlas se perfiló, por consejo de Hipias —viejo, pero aún robusto y, a diferencia de Clístenes, incapaz de perdón y de resignación—, el ejército de Darío.

En este punto hemos de hacer un pequeño inciso.

Algo había cambiado, desgraciadamente, desde los tiempos en que las poleis griegas podían libremente abandonarse a sus fuerzas centrífugas y separatistas porque ningún enemigo les amenazaba. Al Norte, las bárbaras tribus ilirias, de la que habían descendido aqueos y dorios, habían dejado de caer sobre la Hélade. Al Sur, el poderío egipcio seguía declinando. Al Oeste, Roma y Cartago todavía estaban en los albores.

Mas el peligro provenía del Este, donde hasta aquel momento, solo había existido el reino de Lidia, fruto más que nada de la diplomacia de un gran soberano: Creso, el amigo de Solón, el cual, por bien que hubiese anexionado varias islas griegas de la Jonia, era favorable a los griegos, de los que había absorbido la cultura. Tanto, que precisamente esto fue acaso su equivocación. Pues, ocupado y preocupado solamente por ellos, no se fijó en la Persia que le crecía a las espaldas; y cuando se dio cuenta del peligro, era ya demasiado tarde.

El nuevo rey de aquel país, Ciro el Grande, había conquistado ya Babilonia y la Mesopotamia, cuando Creso le declaró la guerra. Pero justamente el día de la batalla hubo un eclipse de luna. Los dos ejércitos se espantaron tanto que se negaron a combatir.

Poco después, Creso fue a Delfos para consultar al oráculo. Y este le contestó que, si lograba atravesar con sus tropas el río Halys, destruiría un poderoso Imperio. La profecía se cumplió. Creso atravesó el río Halys, presentó batalla, y perdió un poderoso Imperio: el suyo. Heródoto cuenta que, al capturarle, Ciro le puso sobre una parrilla para «sacrificarle a los dioses», como entonces se decía gentilmente, asado en su punto. En aquel momento, Creso se acordó de Solón quien, aunque con mucha diplomacia, le había exhortado a la prudencia, e invocó su nombre por tres veces. Ciro quiso saber quién era aquel Solón. Y una vez oída su historia, quedó tan impresionado que mandó desatar al prisionero. Demasiado tarde, pues el fuego ya ardía. Pero algún dios misericordioso envió un buen temporal que apagó la hoguera.

Así narraba Heródoto los grandes acontecimientos históricos. Según él, no solamente Creso se puso a salvo, sino que se hizo amigo de Ciro y gozó toda la vida de su hospitalidad. El trono, empero, no lo recuperó. Y la anexión de la Lidia permitió a Persia asomarse el Mediterráneo, justo frente a Grecia, que se las daba de dueña con la flota ateniense.

A la sazón, la corona de Ciro la ceñía Darío, un condottiero de ejércitos más que un verdadero hombre de Estado y, como tal, propenso a calibrar la importancia de un Imperio por su extensión. De conquista en conquista, se había introducido ya en el continente europeo, engullendo Tracia y Macedonia e instalándose así en la vertiente montañosa de la Grecia meridional.

Los historiadores dicen que Darío había concebido el grandioso proyecto de imponer al mundo la civilización oriental, destruyendo todos los centros de la occidental. Lo dudamos, porque, cuando Hipias, al refugiarse en su Corte tras el exilio, empezó a atizarle contra la propia patria, Darío contestó; «Pero ¿quiénes son esos atenienses?». Evidentemente, era la primera vez que oía hablar de ellos. No era hombre de grandes concepciones estratégicas. Seguía una lógica militar propia, la sencillísima de todos los generales desde que el mundo es mundo y, según la cual, la conquista de un país no está afirmada si no es seguida por la de los países limítrofes. Había sido la aplicación de este principio lo que le llevó a anexionarse también las islas del Egeo oriental, porque estas amenazaban las costas de Asia Menor donde se había instalado.

Entre sus conquistas, hubo también la de Mileto, que soportó mal el yugo persa. Aristágoras, uno de los irredentistas más encendidos, fue a solicitar ayuda de Esparta, que declinó. Era una ciudad de campesinos que no veían más allá de sus narices. Aristágoras se trasladó a Atenas y halló buena acogida. Los atenienses eran armadores y mercaderes, para los cuales el mar lo significaba todo. Las ciudades del Egeo eran casi todas colonias jonias, o sea fundadas y pobladas por gente del Ática. Y Aristágoras era un gran orador: cualidad que para los buenos gustadores de Atenas era muy apreciada.

Tal vez los sucesores de Clístenes no sabían con exactitud lo que, en el llamado equilibrio de fuerzas mundiales, representaba Darío. Y de todos modos, tampoco tuvieron una idea exacta de la importancia histórica que entrañaba la decisión de atajarle el paso.

Tan solo hoy, ante los hechos consumados, podemos decir que gracias a aquello fue posible el nacimiento de Europa. Si Darío hubiese pasado entonces, el Occidente se habría quedado como tributario del Oriente quién sabe durante cuántos siglos y con qué consecuencias. Pero de momento es lícito pensar que los atenienses fueron tentados solamente por la idea de contribuir al rescate de algunas ciudades que constituían sus Trento y Trieste. Y fue tal vez con cierta ligereza que decidieron enviar allí a una pequeña flota de veinte naves en ayuda de los insurgentes.

Acabó mal porque, en la flota de la liga jónica que se formó para la ocasión, el contingente de Samos desertó en el momento de la batalla que se libró en aguas de Lade y que significó para los griegos una derrota colosal. Los persas reconquistaron Mileto, mataron a todos sus habitantes varones y redujeron las islas jónicas a tales condiciones que no volvieron a recobrarse nunca más. Y, con gran alegría de Hipias, declararon la guerra a Atenas.