Capítulo XXII

UN TEÓFILO CUALQUIERA

No se puede decir con exactitud si la política ateniense fue favorable o no al incremento demográfico.

Sobre tal punto siempre fue contradictoria. En la ley civil y en la religiosa se hallan muchos estímulos, incluyendo la adopción de hijos por matrimonios estériles. Pero también se halla sancionado el infanticidio, que se practicaba regularmente con los niños deformes, mientras que el código médico de Hipócrates prohibía el aborto.

Cabe creer, en suma, que el Estado dejaba mano libre a la iniciativa privada, ya que todo dependía de los progenitores que el destino daba al recién nacido.

Si aquellos eran de índole afectiva y la criatura era varón y de buena constitución, tenía muchas posibilidades de ser bien recibido. De lo contrario corría el riesgo de ser arrojado por la puerta.

Superado este primer examen, el niño, dentro de los diez días de su nacimiento, era acogido por la familia con una ceremonia en la que se le hacían varios regalos, entre ellos el nombre. Mas, a diferencia de sus coetáneos romanos que en seguida recibían tres (el propio, el de la familia y el de la «gente» o «dinastía»), aquel solo recibía uno; lo que demuestra cuánto más individualista era la sociedad griega, es decir, cuánto menos contaban los vínculos de parentesco.

Tomemos un Teófilo cualquiera de la clase media.

Le han llamado así porque así se llamaba su abuelo.

Si acaso, para distinguirle de los otros Teófilos de la ciudad o del barrio, le llamarán Teófilo de Cimón, que es el nombre de su padre, o Teófilo de El Pireo, que es el barrio donde ha nacido. Con el nombre, ha recibido el derecho a la vida, en el sentido de que a partir de ahora no se le puede arrojar por la puerta: hay que quedárselo, alimentarle y educarle. Naturalmente, también el cumplimiento de estos deberes depende del carácter de los progenitores y de sus posibilidades económicas. Mas el propio Temístocles, que fue uno de los hombres más poderosos e influyentes de Atenas, decía que el verdadero dueño de la ciudad era su hijo porque mandaba a su madre, la cual le mandaba a él. Lo que nos demuestra que, una vez apegados al niño, los progenitores se tornaban, como buenos meridionales, tiernuchos como los padres italianos de hoy.

La casa donde Teófilo ha nacido no es grande. Desde fuera, es solo una pared enjalbegada, sin ventanas, con una pequeña puerta provista de una mirilla, que da al callejón sin pavimentar. Está construida con ladrillos y solo tiene una planta. Aun después de que Alcibíades hubo estimulado el lujo y la ostentación, pocos fueron los ciudadanos que agrandaron la casa y la circundaron de una columnata: tenían demasiado miedo de inspirar envidia a los vecinos, tentaciones a los ladrones y pretextos al fisco. Además, el clima no favorecía el amor a la casa, que ellos consideraban poco más que un dormitorio.

En el centro había un patio, que tan solo los acomodados circuían de un pórtico, y donde la familia se reunía para comer y rezar. Sobre él daban todas las estancias, escasamente provistas de decoración y de muebles: algunas sillas, una mesa, una cama. De calefacción hay poca necesidad. Cuando conviene se emplean braseros de bronce. Para el alumbrado hay unas anillas incrustadas en la pared donde colgar las antorchas.

Teófilo crece sobre todo en el patio, o sea al aire libre, en compañía de las mujeres, jugando con hermanitos y hermanitas. Sus juguetes preferidos son pelotitas de barro cocido, muñecos, soldados de trapo, carritos de madera. Por la noche le meten temprano en la cama, en el «gineceo», o sea en el sector de las mujeres. Así transcurren con frecuencia varios días sin que vea a su padre, que sale por la mañana, de amanecida, para ir a trabajar o a discutir de política en la plaza. Más que en la familia, este vive en la «cofradía», o sea en el club (en Atenas hay lo menos cincuenta), y no siempre vuelve para comer. Es un padre menos autoritario que el romano. No educa personalmente a su hijo, y cuando este tiene seis años le manda a instruirse a una escuela privada, donde cada mañana le lleva de la mano un «pedagogo», quien, contrariamente a lo que hoy se cree, no es el maestro, sino un esclavo o un criado que solo hace de acompañante. Pese a las sugerencias de Platón, el Estado de Atenas no quiso asumir jamás el monopolio de la escuela, y dejó también esta a la iniciativa privada.

Solo instituyó por su cuenta las «palestras» y los «gimnasios», donde se practicaba la gimnasia, porque evidentemente los músculos de sus ciudadanos le interesaban más que sus cerebros.

Teófilo seguía pais, o sea muchacho, y continuaba en la escuela hasta los catorce o dieciséis años, aprendiendo a leer, a escribir, a cantar y a tocar la lira.

No tiene un banco, sino tan solo una silla, y sostiene sobre las rodillas el libro, el cuaderno, la pluma y el tintero. Sin embargo, las horas que pasa allí son pocas comparadas con las que está obligado a pasar en la palestra; pues en Atenas no se considera «educado» a quien no sepa correr los cien metros en menos de doce segundos, nadar, ejercitarse en lucha y lanzar el disco y la jabalina. Solamente después de esa formación media, Teófilo, si quiere, puede especializarse en oratoria, o en ciencias, o en Filosofía, o en Historia siguiendo los cursos de algunos profesores particulares que los dan paseando por los aledaños de la palestra o sentados bajo un árbol, y que cuestan un montón de cuartos.

A los dieciocho años Teófilo se convierte en efebo, hace el servicio militar y, para educarse en la guerra, la administración y la política, se inscribe en un nomadelfia, donde duerme y come con sus conciudadanos, con ellos discute los reglamentos de la comunidad y, si se distingue, entra a formar parte del gobierno que la rige. Transcurrido un año de este entrenamiento, jura fidelidad a la patria, es decir, a Atenas, en una espléndida ceremonia ante el Consejo de los Quinientos, y va a terminar el servicio militar en el cuartel.

A partir de este momento es ya un ciudadano de pleno derecho, tiene una butaca gratuita en el teatro, aparece en primera fila en las procesiones que se hacen en honor de Palas, toda la ciudad le mira con simpatía, porque es joven y guapo, y va a aplaudirle cuando, con los otros efebos, corre de noche la «estafeta», desde El Pireo a Atenas pasando la antorcha al compañero de equipo.

Cuando se licencia, Teófilo tiene veintiún años y no es ya efebo sino aner o sea hombre autorizado a fundar una familia por su cuenta, y protagonista de la vida ciudadana. No se puede decir propiamente que semeja a una estatua de Fidias; pero en general tiene buena planta, de estatura media, siendo menos macizo pero más armonioso que el romano. En tanto que su padre Cimón llevaba pelo y barba muy largos Teófilo los lleva cortos porque cada quince días va a hacérselo cortar por el barbero, cuyo establecimiento se ha vuelto ya en lugar de reunión y en fragua de chismorrerías políticas y mundanas. Así al menos lo dice Teofrasto demostrándonos cómo en el fondo la Humanidad siempre ha sido la misma.

Teófilo no tiene muchos tratos con el agua, un poco porque no tiene mucha a su disposición en esa ciudad rodeada de montañas peladas, donde los servicios hidráulicos siempre han dejado mucho que desear. Por la mañana, en vez de lavarse, se unta con aceite y usa alguno de los cien perfumes, cuya fabricación constituye una de las industrias más prósperas de Atenas (y Sócrates, que es un guarro, cuando le encuentra se queja de ello y frunce la nariz). En compensación, la dieta sobria y seca, las prolongadas nadaduras en la piscina o en el mar, la vida casi siempre al aire libre —pues al aire libre están también iglesias y teatros— permiten que necesite poco de abluciones. Posee un solo traje para todas las estaciones, el guitón, que es una túnica de lana. Su padre la llevaba blanca. Pero Teófilo se la ha teñido de rojo.

Sombrero no usa: está convencido de que le haría encanecer o perder el pelo antes de tiempo. Para calzar, usa sandalias, sustituyéndolas con zapatos de verdad y aun con polainas solo en ocasión de grandes viajes, como un peregrinaje a Dodona o a Epidauro.

Le gustan mucho los anillos y en general lleva más de uno, aunque no llegue al exhibicionismo de Aristóteles, que se recargaba los dedos con ellos hasta el punto de taparlos enteramente. Puede gastarse alegremente su dinero en ellos porque la casa le cuesta poco. No tiene afición al hogar, como no la tenía su padre. Ha nacido en la casa, pero solo se ha criado en ella durante seis años, pues toda su formación se ha desarrollado en la escuela, en el cuartel y en la plaza. Pertenece mucho más a la ciudad que a la familia. Por eso también su moralidad es menos rigorosa y más desenfadada que la romana.

Teófilo es hospitalario, aunque menos que Cimón, porque ahora la seguridad de los caminos es mayor.

Pero a los huéspedes les llama parásitos, como un tiempo se llamaba a los sacerdotes que se apropiaban las dádivas en trigo que los fieles ofrecían a los dioses. Y encuentra muy natural, es más, digno de encomio, mentir; ¿o es que no está, entre sus héroes preferidos, Ulises, el más descarado embustero de la Historia? Vender por buenas las aceitunas pasadas y robar en el peso, es para él absolutamente normal, y hasta enseñará este arte a su hijo para «tomar el pelo» al prójimo. Su moralidad es la del rey Agesilao quien, al proponérsele traicionar al de Tebas, responde: «¿Puede salir bien?». Porque, si puede salir bien, hasta la traición queda admitida. Cuando va a la guerra, Teófilo encuentra del todo lógico rematar a sablazos al enemigo herido y robarle armas y cartera, saquear las ciudades y violar a las mujeres.

Teófilo, como buen meridional, no ama la Naturaleza. Destruye plantas y animales, contribuyendo con las propias manos a la pobreza y aridez de su tierra, y en total se parece poco a aquel ejemplar de sabiduría humana que Goethe y Winkelmann imaginaran.

Es astuto y voluble, ha cuidado más de formarse una inteligencia que un carácter, y prefiere ser un brillante bribonazo mejor que un mediocre caballero.

Cree en la lógica, pero más como arma de combate para pasar a saco al prójimo que como llave para explicar el porqué de la vida. Predica el self-control, pero no lo practica porque es siempre presa de alguna pasión: gloria, amor, poder, dinero, y hasta sapiencia. Le gusta lo nuevo, y por esto ama más a los jóvenes que respeta a los ancianos. Su ideal de vida no es en absoluto la serenidad, como se ha dicho, sino una exuberancia de fuerzas que le permita una existencia plena: plena, quiero decir, de todas las experiencias, las buenas y las malas.

En suma, hay en él todo cuanto hace falta para hacer de Atenas, en el espacio de un siglo, la capital del mundo y la más decaída de las colonias.