Capítulo XLIX
LA NUEVA CULTURA
No se infiere de ningún testimonio que los griegos de la época helenística tuviesen la sensación de que con la muerte de Alejandro hubiese comenzado su decadencia. Al contrario, el bienestar material les dio la impresión de una vigorosa resurrección. El advenimiento de las nuevas dinastías grecomacedonias en los tronos de Seleucia, Egipto, etc., abrió los mercados de estos países, necesitados un poco de todo: el comercio mediterráneo no había sido nunca tan floreciente.
El largo aprendizaje hecho desde los tiempos de Pericles situó a los banqueros de Atenas en una posición preeminente. Instalaron sucursales en las nuevas capitales y monopolizaron todas sus transacciones. Uno de ellos, Antímenes, organizó en Rodas la primera compañía de seguros, que creada en principio como salvaguardia de la fuga de esclavos, se extendió después también a los naufragios y los saqueos de los piratas. La prima era del ocho por ciento. Los tesoros hallados en las cajas de los vencidos y de los sátrapas derrotados, puestos en circulación masivamente, provocaron una espiral inflacionista, a la cual los salarios no podían adaptarse, si bien, al finalizar el siglo III, se utilizase una especie de «escala móvil».
Poco a poco, los desniveles económicos que todavía distanciaban los ciudadanos pobres de los esclavos, disminuyeron, confundiendo los unos con los otros en un proletariado miserable y anónimo.
El empadronamiento efectuado en Atenas por Demetrio Falereo en 310 antes de Jesucristo, arrojaba estas increíbles cifras: veintiún mil ciudadanos, diez mil metecos y cuatrocientos mil esclavos. Aproximadamente en el mismo período, en Mileto, según las inscripciones halladas sobre las tumbas, cien familias tenían un promedio de ciento dieciocho hijos. En Eretris, solo una familia de cada veinte tenía dos. No se daba ya el caso de un matrimonio con dos hijas: cuando no las dos, al menos una estaba «expuesta», o se arrojaba por la puerta, a morir de frío.
Esta grave crisis de natalidad era principalmente consecuencia de la del campo, entonces casi totalmente despoblado. El campo, no pudiendo defenderse, estaba más sujeto a las devastaciones durante las guerras. Además los costes de los productos agrícolas se habían vuelto antieconómicos, pues que a la sazón llegaba el trigo de Egipto mucho más barato. La tala de bosques había hecho el resto, especialmente en el Ática, cuyas colinas, dice Platón, semejaban un esqueleto descarnado. Las minas de Laurium eran abandonadas, pues la plata se importaba, a precios más convenientes, de España: y las de oro de Tracia estaban en manos de los macedonios. ¿De qué vivían, pues, los griegos? Principalmente del artesanado y del comercio. Es más, hasta tal punto dependían de ello, que muchos Estados, para sustraerles a los caprichos y las inseguridades de la iniciativa privada nacionalizaron las principales industrias, como hizo Mileto con la textil, Priene con las salinas, Rodas y Cnido con la alfarería. Pero la parte principal de los ingresos eran, un poco como hoy, los envíos de los emigrantes, la mayoría de los cuales no eran en absoluto unos pobres diablos, aun cuando como a tales hubiesen partido, sino unos Niarcos o unos Onassis, propietarios de flotas y de Bancos.
Eran estos los conquistadores del nuevo mundo, abierto a su iniciativa por el ejército de Alejandro.
Los jóvenes Estados que se formaban necesitaban técnicos y solo la vieja Grecia podía proporcionarlos. Un pequeño agente de cambio, llegado a Bizancio, recibía el encargo de organizar el Banco de Estado. Un modesto empresario marítimo, solo con que tuviese un poco de práctica en fletes, se veía confiar el mando de la flota mercante. Estos ganaban mucho, robaban otro tanto y se preparaban para la vejez tranquila en la patria, donde invertían sus ahorros en palacios y villas. Pero cuando volvían a ella, no podían traerse consigo ni el Banco ni la flota, los cuales se quedaban en el país de la inmigración que con ellos competía con los Bancos y las flotas griegas. Es la eterna historia de todos los colonialismos, destinados a matarse por propia mano al convertirse los súbditos en rivales.
En esta situación no sorprende que la vida en las ciudades griegas se hiciese cada vez más refinada. A la sazón, los hombres se rasuraban. Y las mujeres, casi completamente manumitidas, participaban activamente en la vida pública y cultural. Platón les había admitido en su universidad. Una de ellas, Aristodama, tornóse en la más famosa «fina recitadora» de poesías e hizo tournées por todos los países del Mediterráneo. Naturalmente, para hacer frente a estos nuevos cometidos, la mujer tenía que abandonar el de la maternidad. El aborto era castigado solamente cuando era hecho en contra de la voluntad del marido. Mas la voluntad de los maridos ha sido siempre la de sus esposas. La homosexualidad se propagaba. Siempre había sido practicada, aun en los tiempos heroicos, mas ahora se había convertido en cosa corriente en todas las clases sociales. Aquellos griegos, un tiempo célebres por su sobriedad, reclutaban en Oriente a los más famosos cocineros, cuya cocina, rica en grasas y especias, les hacía engordar. Los «deportistas» no eran ya atletas —como en tiempos, cuando cada joven estaba obligado a demostrarlo y competía en los estadios por la bandera de su ciudad o de su club—, sino los espectadores que, como hoy día, hacían de «hinchas» sentados y jugaban a las quinielas.
Las dos industrias que más florecían eran las del vestir, sea masculino o femenino, y la de los jabones catalogados en ciento ochenta y tres variedades de perfumes. Demetrio Poliorcetes impuso a Atenas un tributo de algo así como quinientos millones de liras, justificándolo precisamente como «gastos de jabón» para su amante Lamia. «¡Caramba, qué sucia debe ser!», comentaron los guasones atenienses.
Otro artículo que absorbía entonces muchos recursos privados eran los libros. Acaso más por esnobismo que por verdadero afán de cultura, pero sobre todo porque la lengua griega se había tornado oficial incluso en Egipto, Babilonia, Persia, etc. La producción comenzó a realizarse en serie, empleando a millares de esclavos especializados. El papiro importado de Alejandría proporcionaba un excelente material. Y para hacer más corriente el trabajo de escritura, se inventó una nueva y más sencilla grafía, o sea un especie de taquigrafía.
Las vicisitudes de la biblioteca de Aristóteles muestran hasta qué punto llegaba esta pasión bibliófila.
A la muerte de Platón, Aristóteles había comprado cierto número de volúmenes de aquel por más de diez millones de liras y los había añadido a los suyos que debían de ser muchos más. Al huir de Atenas, los dejó a su alumno Teofastro, que a su vez los dejó a Neleo, el cual se los llevó a Asia Menor y, para sustraerlos a la codicia del rey de Pérgamo, que era goloso de ellos, los enterró. Un siglo después fueron descubiertos por puro azar, desenterrados y adquiridos por el filósofo Apelicón, que los copió todos intercalando texto, a su juicio, donde la humedad había roído las páginas. Con qué inteligencia lo hiciera no se sabe. Acaso la prosa de Aristóteles nos parecería menos aburrida sin aquellos retoques. El tesoro cayó en manos de Sila cuando este conquistó Atenas en 86 antes de Jesucristo, siendo finalmente llevados a Roma, donde Andrónico recopiló y publicó los textos.
Otros apasionados fueron los Tolomeos. En su Corte, el cargo de bibliotecario era uno de los más elevados, porque llevaba también aparejado el de tutor del heredero del reino. Por él, los nombres de los que lo ostentaron han pasado a la Historia como Eratóstenes, Apolonio, etc. Tolomeo III reunió más de cien mil volúmenes, que requisó en todo el reino, compensando a sus propietarios con copias redactadas a costa suya.
Alquiló en Atenas, por casi cien millones de liras, los manuscritos de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides.
Y también de estos devolvió tan solo las copias, guardándose los originales.
Poco a poco, la caligrafía convirtióse en un arte tan prestigioso que procuró a muchos esclavos la ciudadanía. Las «tiendas de escritura» se multiplicaron y perfeccionaron hasta alcanzar la eficiencia de verdaderas y propias casas editoriales. Nació un «anticuariado» para la autenticación y el acopio de los manuscritos antiguos, por los cuales los aficionados pagaban cifras fabulosas. El filólogo Calimaco compiló el primer catálogo de todos los originales existentes en el mundo y de sus primeras ediciones. Aristófanes de Bizancio, inventó las letras mayúsculas, la puntuación y los «aparte». Aristarco y Zenódoto reordenaron la Ilíada y la Odisea, que sobreviven precisamente según su presentación.
Todo eso nos dice qué cosa fue la «cultura» del periodo helenístico. No era ya la inventiva de poetas y de pensadores, que la intercambiaban en el ágora y en los salones de Pericles, dejando a sus discípulos el cuidado de transcribir después lo que en ellos había sido dicho. Había perdido de hecho aquel tono de conversación y de improvisación que le daba un perfume de cosa inmediata y sincera y se había vuelto un hecho técnico, de estudiosos especializados, tan buenos en lo tocante a crítica y bibliografía como pobres en inspiración creadora. Estos compilaban catálogos y biografías, se peleaban por las interpretaciones, se dividían en escuelas, pandillas y sectas.
Pero escribían solamente para leerse entre ellos; y sacaban a relucir prosa y hasta poesías profesorales, perfectas en cuanto a métrica, pero desprovistas de calor.
De bueno y de útil hicieron solamente la gramática y los diccionarios. La lengua griega, al mezclarse con las orientales, se corrompía en eso que hoy llamaríamos un petit négre. Son fenómenos que no se pueden parar, y de hecho tampoco los filósofos griegos lo consiguieron. Pero debemos estarles agradecidos de haber salvado el griego clásico y habernos proporcionado la clave de él, aunque los estudiantes de Instituto de hoy lo maldigan precisamente por eso.
En los palacios y en las villas de los señores atenienses de aquel período era de obligada elegancia hablar la lengua antigua, subrayando incluso los arcaísmos, como hacen los alumnos de Eton en Inglaterra, y plantear interminables discusiones sobre este u otro fragmento de Homero o de Hesíodo. Y también este era un signo de inactualidad y de progresivo despego de una vida que ya había encontrado otros centros y que palpitaba más vigorosamente en los de Asia y de Egipto.