Capítulo XVIII
TEMÍSTOCLES Y EFIALTES
Cuando, una vez consumados los hechos, los generales y almirantes griegos se reunieron para decidir quién, entre ellos, había sido el mayor artífice de la victoria y recompensarle, cada uno dio dos votos: uno a sí mismo y el otro a Temístocles.
Este había continuado, aun después de Salamina, haciendo de las suyas. Después de la batalla naval, había vuelto a mandar el mismo esclavo, de absoluta confianza, a informar a Jerjes que él había logrado disuadir a sus colegas de que persiguiesen a la flota derrotada. ¿Lo había hecho realmente? ¿Y por qué motivo advertía de ello a su adversario? Tal vez porque no se sentía seguro y prefería que este se retirase. Pero la continuación de sus vicisitudes nos hace vislumbrar más graves sospechas. Sea como fuere, también esta vez Jerjes le hizo caso. Dejó en Grecia trescientos mil hombres bajo el mando de Mardonio.
Y con los demás, entre los que la disentería causaba estragos, se retiró desalentado a Sardes. Hubo un año de tregua porque en ambas partes sentíase necesidad de recobrar alientos. Después, un ejército griego de cien mil hombres conducidos por el rey de Esparta, Pausanias, fue a alinearse en Platea frente al persa.
El encuentro tuvo lugar en agosto de 479, y de nuevo nos hallamos ante cifras poco dignas de crédito. Heródoto dice que Mardonio perdió doscientos sesenta mil soldados, y esto puede ser. Pero añade que Pausanias perdió ciento cincuenta y nueve, y esto ya nos parece inverosímil.
De todos modos, fue una gran victoria terrestre, a la que pocos días después se añadió otra marítima, en Micala, donde la flota persa quedó destruida. Como después de la guerra de Troya, los griegos fueron de nuevo dueños del Mediterráneo. O mejor dicho, lo fueron los atenienses, que eran los que habían dado la mayor contribución. Temístocles, el hombre de las «emergencias» y de los «hallazgos», supo aprovechar para sí aquella posición. Organizó una confederación de ciudades griegas de Asia y del Egeo, que se llamó «Delia» porque se escogió como protector al Apolo de Delos, en cuyo templo se convino depositar el tesoro común. Pero pidió y obtuvo que Atenas, además de ser su guía, contribuyese no ya con dinero, sino con naves. Así esta tuvo un pretexto para desarrollar aún más su flota, con la que reforzó el dominio naval que ya ostentaba.
Temístocles leía con claridad el destino de su patria. Sabía que de la parte de tierra no había que esperarse nada bueno, y no sosegó hasta que hizo aceptar al Gobierno el proyecto de encerrar la ciudad hasta el puerto de El Pireo —que es un buen trecho de camino—, dentro de una enorme valla, y que esta fuese abierta solo sobre el mar, donde su fuerza era ya suprema. Preveía las luchas con Esparta y con los demás Estados del interior, celosos del poderío ateniense. Y al mismo tiempo tomó la iniciativa de los tratados de paz con Jerjes porque quería el mar despejado y abierto al comercio.
Mas, al igual que Milcíades, se proponía hacerse pagar también los servicios que prestaba, y lo hizo sin reparar en los medios. La democracia había enviado al exilio a muchos aristócratas conservadores y propietarios, poseedores de conspicuas fortunas. Propuso hacerles llamar, se embolsó las gratificaciones y les dejó en el destierro. Un día se presentó con la flota en las islas Cicladas y les impuso una multa por la ayuda que, obligados con violencia, habían prestado a Jerjes. Con escrupulosa exactitud entregó el total al Gobierno; pero guardó en su bolsillo las sumas que algunas de aquellas ciudades le habían deslizado en él para quedar eximidas del castigo.
Si la guerra hubiese continuado, los atenienses tal vez se lo habrían perdonado. Pero la gran borrasca había pasado ya y todos deseaban volver a la normalidad que significaba, sobre todo, honestidad y orden administrativo. Por lo que la Asamblea recurrió otra vez el ostracismo para condenar a aquel que, apoyándose en el mismo, había hecho condenar al virtuoso Arístides.
Temístocles se retiró a Argos. Era riquísimo. Sabía gozar también de la vida al margen de las ambiciones políticas. Y acaso no habría vuelto a dar que hablar si los espartanos no hubiesen mandado a Atenas un legajo de documentos de los que resultaba que Temístocles había negociado secreta y traidoramente con Persia, de acuerdo con su regente Pausanias, que ellos habían condenado ya a muerte.
La Historia no ha puesto en claro si esta denuncia correspondía a la verdad. El «affaire». Temístocles semeja un poco al de Tukachevski, el mariscal soviético que los alemanes, para librarse de él, denunciaron como traidor a Stalin. Mas el brillante estratega, enterado de lo que estaba a punto de caerle encima, buscó refugio precisamente en la Corte de Artajerjes, el sucesor de Jerjes. ¿No había preparado Temístocles, hombre previsor, el terreno, el día que mandó a los persas la famosa información que permitió su retirada, tras el desastre de Salamina, con toda tranquilidad? Artajerjes le recompensó del favor con suntuosa hospitalidad, le aseguró una cuantiosa pensión, y prestó oído complaciente a los consejos que Temístocles le dio de reanudar la lucha contra Atenas, y a los criterios que había que seguir para llevarla a buen término.
La muerte, llevándose a los sesenta y cinco años, en 459, a aquel «padre de la patria» que se disponía a convertirse en el sicario, puso fin a la carrera de un inquietante personaje, que parecía encarnar todas las cualidades y los vicios del genio griego.
Mientras tanto, en Atenas se había creado una situación nueva. Los dos partidos —el oligárquico y el democrático, dirigido el primero por Cimón, hijo de Milcíades, y el segundo por Efialtes— no estaban ya equilibrados como antes, cuando se alternaban en el poder. Por dos motivos; en primer lugar porque la guerra había sido ganada por la flota, arma y feudo de la burguesía mercantil, a costa del Ejército que, arma y feudo de la aristocracia terrestre, casi no había tomado parte en ella. Y, además, porque la valla dentro de la cual Atenas proyectaba encerrarse y que ya estaba comenzada, acentuaba su vocación, burguesísima, de emporio marítimo. Cimón fue la víctima de esta situación. De su padre no había heredado ninguno de aquellos cínicos recursos que habían labrado su suerte. Era un hombre honesto, de gran carácter y políticamente desmañado. Pero no fue este el motivo de su derrota, pues también su adversario era íntegro y esquinado.
De ese Efialtes, cuya acción fue decisiva, pues allanó el camino a Pericles e inauguró el período áureo de Atenas, sabemos solamente que era un hombre pobre, incorruptible, melancólico e idealista.
Atacó a la aristocracia en su castillo roquero, el Areópago o Senado, o sea en el plano constitucional, revelando ante la Asamblea todos los manejos que se perpetraban en aquel para convertir prácticamente en inoperante la democracia. Sus acusaciones eran documentadas e incontrovertibles. Ellas pusieron a la luz todos los manejos y todas las intrigas a que se entregaban los senadores, con la colaboración de los sacerdotes, para imprimir un aval religioso a sus decisiones, que tendían solamente a salvaguardar los intereses de casta.
El Areópago salió malparado de aquella campaña.
No solamente no logró salvar a varios de sus miembros, condenados unos al destierro y otros a muerte, sino que se vio despojado de casi todos sus poderes y reducido a una posición subordinada con respecto a la Asamblea, o Cámara de diputados. Pero Efialtes pagó cara su victoria. Después de algunas tentativas infructuosas para corromperle, no les quedó a sus adversarios, para desembarazarse de él, más que el puñal de un asesino. Fue muerto el 461. Pero, como de costumbre, el delito no «pagó». Al revés, hizo más aplastante e irrevocable el triunfo de la democracia y costó el ostracismo a Cimón, que probablemente nada tuvo que ver con el atentado.
Las perspectivas para Atenas no podían ser más brillantes cuando Pericles, sucesor natural de Efialtes, hizo su debut político. En el mismo año 480 que Atenas había derrotado a los persas en Salamina, los griegos de Sicilia habían batido en Himera a los cartagineses. En todo el Mediterráneo oriental el Occidente, representado por la flota ateniense, tomaba la delantera al Oriente, representado por los persas y los fenicios. Las victorias de Maratón, de Platea, de Himera y de Micala no eran definitivas.
Contra los persas se siguió combatiendo durante decenios, pero los teatros de la guerra se alejaban cada vez más hacia el Este. El Mediterráneo oriental estaba abierto ya para la flota de Atenas, que podía disfrutarlo a su antojo.
La ciudad poseía todas las condiciones para convertirse en una gran capital. Mercaderías y oro afluían a ella. Y sobre todo afluían hombres de diversas civilizaciones para crear en ella aquel cruce de culturas del que salió una nueva: la que suele llamarse precisamente «la civilización griega», la civilización del Partenón, de Fidias, de Sófocles, de Eurípides, de Sócrates, de Aristóteles y de Platón.
Fue un florecimiento rápido y ágil, que en dos siglos dio a la humanidad lo que otras naciones no han dado en milenios.