Capítulo XV
PISÍSTRATO
La democracia que Solón había introducido en Atenas se había articulado en tres partidos, cuyas luchas pronto demostraron cuán difícil es practicarla. Había el de la «Llanura», conservador, o sea de derechas, donde iban a parar los latifundistas eupátridas, o sea aristócratas. El de la «Costa», porque estaba dominado por los ricos mercaderes y armadores y agrupaba la pequeña y alta burguesía. Y por fin, había el partido de la «Montaña», o sea del proletariado urbano y campesino.
Un día el jefe de estos últimos se presentó en el Areópago, alzó un pico de su toga, mostró una herida a los circunstantes diciendo que los enemigos del pueblo se la habían infligido con el propósito de asesinarle, y pidió que se le permitiera contratar una banda de cincuenta hombres armados para defenderse.
La pretensión era revolucionaria, pues en aquella ciudad sin ejército permanente ni fuerzas de policía, la ley prohibía a todos tener una guardia de corps privada, con las que hubiera sido fácil a cualquiera imponerse sobre un pueblo inerme. Fue llamado Solón, quien acudió. A pesar de ser viejo, comprendió en seguida de lo que se trataba y previno a los circunstantes: «Escuchadme bien, atenienses: yo soy más sabio que muchos de vosotros, y más valeroso que muchos otros. Soy más sabio que los que no ven la malicia de este hombre y sus fines ocultos; y más valeroso que los que, aun viéndola, fingen no verla por evitarse líos y vivir en paz». Y, notando que no le hacían caso, añadió, indignado: «Siempre sois iguales: cada uno de vosotros, individualmente, obra con la astucia de una zorra. Pero colectivamente sois una bandada de gansos».
Al gran anciano, que veía en peligro toda su reforma le era fácil comprender los planes de aquel tribuno, que se llamaba Pisístrato. Pues este era primo suyo, y Solón había aprendido a medirle, desde pequeño, la sagacidad, la ambición y la falta de escrúpulos. Desgraciadamente, además de la «Montaña», Solón tenía también en contra la «Llanura», dominada por aquellos aristócratas retrógrados y santurrones a los que él había suprimido el monopolio del poder.
Apesadumbrado y desilusionado, se encerró en su casa, atrancando la puerta en la que colgó, como se usaba entonces, las armas y el escudo, para significar que se retiraba de la política.
También Pisístrato era aristócrata y de familia rica.
Pero había comprendido que la democracia, una vez instaurada, es irreversible y va siempre hacia la izquierda. Por lo que hacía tiempo que cifraba sus ambiciones en el proletariado, habiéndose puesto al frente de él con ese espíritu demagógico y ese cinismo que es lo que precisamente prefiere el proletariado. Su petición fue aprobada. Pisístrato, en vez de cincuenta hombres, enroló y armó a cuatrocientos, se adueñó de la acrópolis, y proclamó la dictadura. En nombre y para bien del pueblo, claro está, como todas las dictaduras.
La «Costa», o sea las clases burguesas, que hasta aquel momento le habían apoyado, se asustaron, se coaligaron con la «Llanura», derribaron al tirano y le obligaron a huir. Pero Pisístrato volvió pronto al ataque. Heródoto cuenta que un día del año 550, se presentó a las puertas de la capital un imponente carro con guirnaldas de flores, en el cual sentábase majestuosamente una bellísima mujer con las armas y el escudo de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Naturalmente, la acogieron con aplausos y hosannas.
Y cuando los heraldos que precedían al vehículo anunciaron que la diosa había venido personalmente para restaurar a Pisístrato, el pueblo se inclinó. Y Pisístrato compareció al frente de sus hombres que habían permanecido ocultos entre el cortejo. ¿Fue la rabia de haberse dejado engañar con una estratagema tan burda lo que impelió a los burgueses de la «Costa», a coaligarse con los barones de la «Llanura» contra el dictador de ascendencia aristocrática, pero de ideas progresistas? No se sabe. Sábese solamente que la coalición se hizo y se llevó la mejor parte, volviendo a arrojar al exilio a Pisístrato. Pero este no era hombre para aceptar la derrota. Tres años después del segundo derrocamiento, o sea en 546, hele aquí de nuevo con sus hombres a las puertas de una ciudad que, evidentemente, no había encontrado de su gusto la restauración del antiguo régimen y que se las abrió sin resistencia. Pisístrato volvió a ser dictador, y siguió siéndolo, casi sin molestias, durante diecinueve años, o sea hasta su muerte.
Este curioso y complejo personaje parece creado aposta por la Historia para confundir las ideas a todos aquellos que creen tenerlas clarísimas y que, basándose en ellas, han decidido que la democracia es siempre una fortuna, y que la dictadura es siempre una desgracia. Apenas se lo volvieron a encontrar encima, todos sus enemigos —que seguían siendo muchos— temblaron ante la idea de una purga. En cambio, Pisístrato, que durante la lucha había sabido dar la cara, en la victoria derrochó generosidad. Se desembarazó rápidamente, confinándoles, tan solo de aquellos que se encarnizaban en una aversión irreductible; mas para los demás hubo indulgencia plenaria. Todos esperaban que modificase la Constitución de Solón para dar una base jurídica al propio poder personal; y, en cambio, los retoques fueron escasos y superficiales. Nada de régimen policial, nada de denuncias, nada de «leyes especiales», nada de «culto de la personalidad». Pisístrato quiso elecciones libres, aceptó a los arcontes que el voto popular designó y se sometió al control del Senado y de la Asamblea.
Y cuando un particular le acusó de asesinato, se querelló simplemente ante un tribunal común. Ganó la causa porque el adversario no se presentó. Pero la contumacia fue sugerida a esta por el conocimiento de sostener una tesis impopular. Pues la inmensa mayoría de atenienses, tras haberle hostigado y tenido por sospechoso mucho tiempo, se habían vuelto sinceramente afectos a Pisístrato, que poseía un arma formidable: la simpatía.
Le llamaban tirano, pero la palabra no tenía en aquellos tiempos el amenazador y peyorativo significado que tiene en el nuestro. Venía de tirra, que quiere decir fortaleza, pero también era el nombre de la capital de Lidia, donde el rey Giges había establecido precisamente un clásico régimen dictatorial. El tirano Pisístrato era un hombre cordial que, eso sí, hacía lo que quería, pero después de haber convencido a los demás de que lo que él quería era lo que ellos querían también. Pocos eran los que lograban oponer argumentos a sus argumentos, y eso también porque él sabía exponerlos de la manera más persuasiva. Tenía eso que los franceses llaman charme, conocía el arte de aliñar los discursos sobre las materias más difíciles con anécdotas divertidas, de atraerse a los oponentes sin ofenderles, es más, fingiendo darles la razón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimiento, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cualidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenomenal. Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvo necesidad de otra durante siglos. El latifundio quedó destruido y en su lugar surgió una miríada de cultivadores directos que, sintiéndose propietarios, sentíanse también ciudadanos y, como tales, interesados en el destino de la patria. Su política fue «productivística» y de pleno empleo de la mano de obra, a través de grandes empresas de obras públicas que absorbieron a los desocupados e hicieron de Atenas la verdadera capital de Grecia.
Hasta aquel momento había sido de hecho una ciudad como muchas otras, de segundo plano con respecto a Mileto y Éfeso, mucho más desarrolladas desde el punto de vista comercial, cultural y arquitectónico, tanto, que Homero apenas habla de ella. Pisístrato empezó por el puerto, fundando astilleros que pronto construyeron las más modernas y poderosas naves de la época.
Había comprendido que el destino de Atenas, circuida por áridas y pedregosas montañas por la parte de tierra, estaba en el mar. La iniciativa, además de conciliarle la burguesía de la «Costa», formada principalmente por armadores y mercaderes, le procuró el dinero para la reforma urbanística. Fueron sus geólogos los que descubrieron, en los contornos, plata y mármol. Y fue con estos materiales que, en el lugar de las cabañas de adobe, se elevaron los palacios, y en la acrópolis, el viejo templo de Atenea fue embellecido con el famoso peristilo dórico. Pues Pisístrato, el hombre de hierro, era además culto y de gustos refinados. Y, en efecto una de las primeras cosas que hizo apenas llegado al poder, fue instituir una comisión para la compilación y ordenamiento de la Ilíada y de la Odisea, que Homero había dejado desparramadas en episodios fragmentarios confiados a la memoria oral del pueblo. Y hasta qué punto la comisión reuniera y modificara también el texto, es difícil saberlo.
En política exterior, Pisístrato no perdió de vista solamente dos cosas: evitar la guerra, y dar a Atenas, sin que las demás ciudades se diesen cuenta, una posición de capital moral sobre Grecia, en espera de convertirla en capital política. Lo consiguió, a pesar de las molestias que causó a mucha gente con su flota omnipresente y entrometida y con las «colonias» que fundó un poco en todas partes, en casa ajena, pero especialmente en los Dardanelos. Escultores, arquitectos y poetas acudieron a Atenas también porque reconocían en Pisístrato a un intelectual como ellos. Y los juegos «panhelénicos» que él instituyó en la ciudad se convirtieron en motivo de encuentro no solo para los atletas, sino también para los hombres políticos de toda Grecia. Pero más lejos no se llegó. Celoso cada uno de la propia «patria chica», representada por una ciudad sola y sus aledaños, eran constitucionalmente refractarios a concebir otra más grande.
Pisístrato vio los inconvenientes, pero tuvo el buen sentido de no forzar con la violencia una unidad antinatural. Como Renan, creía que una nación se funda por el deseo de sus habitantes de vivir juntos; y que cuando este deseo falta, no hay política que pueda sustituirlo. Fue un gran hombre. Su dictadura, presentada como la negación de la Constitución de Solón, le procuró en cambio el medio de llevar a cabo su obra y de resistir a las pruebas posteriores. El tirano supo rehuir todas las tentaciones del poder absoluto, menos una: la de dejar el «cargo» en herencia a sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal impidióle ver con su habitual claridad que los totalitarismos no tienen herederos y que el suyo se justificaba solamente como una excepción a la democracia, para asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.