Capítulo L

PEQUEÑOS «GRANDES»

Ya que el Teatro es el espejo más inmediato de una sociedad, la helenística halló el suyo en las comedias de Menandro, que se comenzaron a representar precisamente el mismo año de la muerte de Alejandro.

Fueron ciento cuatro y no quedan más que algunos fragmentos; lo que basta, sin embargo, para hacernos comprender cómo eran los pequeños y los grandes de aquel tiempo. Escuchando una exclamó un crítico: «Oh, Menandro, oh, Vida, ¿quién de vosotros imita al otro?». No lo sabemos. Sabemos tan solo que ambos se contentaban con poco; poner los cuernos a la mujer o al marido, eludir los impuestos y arramblar con la herencia del tío rico. Mas no podemos culpar a Menandro si, en su época, eran esos los grandes problemas de la vida ateniense.

Menandro vivió igual que escribió, o sea sin tomarse las cosas demasiado en serio. Guapo, rico y de educación señoril, tomó el placer donde lo encontró, y lo encontró sobre todo en las mujeres, con gran desesperación de Glicerias, su esposa, que tuvo la desgracia de amarle apasionadamente y de ser celosa. Como autor, el público prefería a Filemón, del cual no ha quedado nada, pero de quien se sabe, por los cronistas de entonces, que era un habilísimo organizador de claques. Al decir de los competentes, Menandro valía mucho más que él, especialmente por su estilo elegante y limpio. De cualquier modo, fue Menandro a quien el romano Terencio tomó por modelo. De vez en cuando también escribía poesías. Y en alguna de ellas, extrañamente, presintió su propia muerte en el mar. Ahogóse, en efecto, a los cincuenta y dos años, a causa de un calambre, mientras nadaba en aguas de El Pireo.

Otro autor, mas no de teatro, que representa muy bien la refinada y lánguida sociedad helénica, fue el poeta Teócrito, que trajo a la lírica griega una gran innovación: el sentimiento de la Naturaleza. Los griegos, como todos los meridionales, italianos incluidos, no lo habían tenido nunca y la inspiración la habían buscado siempre, si acaso, en la Historia, es decir, en los hechos humanos, aunque se los atribuyeran a los dioses. En Teócrito, por primera vez, se advierte el susurro de las aguas y el rumor de los árboles.

Había nacido en Sicilia, pero hizo carrera en Alejandría —donde entonces se iba con preferencia a Atenas—, componiendo un panegírico para Tolomeo II, que se lo llevó a la Corte. Pero seguramente el éxito de sus Idilios fue debido a las damas, que los encontraron «exquisitos» y ciertamente lo eran en cuanto a lenguaje y a estilo. Teócrito lo tenía todo para gustar a las mujeres: la gentileza, la melancolía y la homosexualidad. Mas sobre todo a tono con la época, tenía eso que los portugueses habrían llamado saudade, o sea esa mezcla de nostalgia, de lamento y de veleidosas aspiraciones en las que él zambullía su pena y que es lo típico de una sociedad en decadencia.

Pero más que el literario, es el recuento del pensamiento filosófico lo que nos da el sentido y la medida del lento deslizamiento de Grecia hacia posiciones, por decirlo así, periféricas y de su renuncia a buscar las respuestas a los grandes porqués de la vida, de la justicia y de la moral. En este terreno, Atenas mantuvo la preeminencia. Gracias a las dos grandes escuelas que siguieron floreciendo en ella después de la desaparición de los dos fundadores y maestros: la academia y el Liceo.

El Liceo había sido confiado por Aristóteles, cuando huyó de la ciudad, a Teofrasto, que lo rigió ininterrumpidamente durante treinta y cuatro años. Venía de Lesbos y su verdadero nombre no se sabe, o acaso lo había olvidado también él, una vez acostumbrado al que le diera Aristóteles y que significa: «elocuente como un dios». Diógenes Laercio le describe como un hombre tranquilo, benévolo y afable, tan popular entre los estudiantes, que llegaban a dos mil los que asistían a sus lecciones. No era un gran pensador; la Filosofía propiamente dicha le debe bien poco. Acentuó la tendencia científica y experimental del Liceo, o sea su carácter empírico, dedicándose sobre todo a la Historia Natural. Era un profesor ejemplar con su claridad, llaneza y eficacia expositiva. Escribió un libelo, superficial y desenfadado, contra el matrimonio, que más tarde hizo montar en cólera a Leoncia, la amante de Epicuro, que le contestó con otro libelo. Pero la obra que de él ha quedado y que todavía hoy se lee con gusto, es la que él tal vez daba menos importancia y que escribió como pasatiempo: Los caracteres, libro digno del memorialismo francés del siglo XVIII.

Teofrasto se mantuvo al margen de la política, lo que no impidió a un tal Agnónides denunciarle acusándole de la consabida «impiedad». Como su maestro, Teofrasto no quiso afrontar los riesgos de un proceso y, con gran sigilo, abandonó Atenas. Pero pocos días después, los comerciantes del barrio se manifestaron tumultuosamente delante de la Asamblea: Teofrasto había sido seguido en su exilio por centenares de alumnos, todos clientes de los establecimientos de aquellos, que ya no sabían a quién vender. Así, no por escrúpulo de justicia o por amor a la Filosofía, sino para que no se estropeasen salchichones y quesos sicilianos, fue retirada la acusación y Teofrasto volvió en triunfo a su Liceo, donde permaneció hasta la muerte, que le llegó a los ochenta y cinco años.

Después de él, la escuela, precisamente por su especialización científica, decayó. Era un campo nuevo, en el cual Atenas no podía jactarse de tener una gran tradición que oponer al moderno instrumental de Alejandría, encaminada ya a convertirse en la capital de la técnica. Siguió floreciendo, por el motivo opuesto, la Academia, que después de Platón había pasado por poco tiempo a manos de Espeusipo y luego a las de Xenócrates, que la dirigió durante veinticinco años.

Como Teofrasto, Xenócrates fue un maestro ejemplar, que contribuyó mucho a realzar en la opinión pública el prestigio de una categoría que los sofistas habían desacreditado mucho. El ya citado Laercio dice que cuando pasaba por la calle, hasta los descargadores del muelle le hacían sitio con respeto porque le confundían con un potentado. Xenócrates era más pobre que Job, no había aceptado nunca estipendios y hubiese acabado en la cárcel por renuencia al fisco, si Demetrio no hubiese intervenido en persona.

Una vez, Atenas le mandó con otros embajadores a Filipo de Macedonia quien, terminada la misión, dijo confidencialmente a sus amigos; «Es el único que no he logrado corromper». Llena de curiosidad, y acaso irritada por su aureola de virtud, la cortesana Friné quiso ponerle a prueba y una noche llamó a su puerta fingiéndose perseguida por un sicario, y le pidió hospitalidad. Xenócrates le ofreció cortésmente su propio lecho y se acostó a su lado en él. Al alba, la mujer se fue llorando de rabia por su derrota.

Después de su muerte también la Academia comenzó a decaer. O, mejor dicho, comenzó a decaer en ella el estudio de aquellas disciplinas que había tenido en común con el Liceo en tiempos de Platón y de Aristóteles, los cuales estaban de acuerdo en un punto: en considerar que era posible alcanzar el conocimiento de la verdad. Ahora ya nadie lo creía. Muchas hipótesis se habían formulado a ese propósito y muchas escuelas habían discutido los métodos. ¿Y qué quedaba sino un montón de palabras?

Pirrón fue el intérprete de ese estado de ánimo.

Era de Elida y había seguido a Alejandro a la India, donde probablemente había asimilado algo de la filosofía hindú. Sea como fuere, volvió de allí persuadido de que la sabiduría consistía en renunciar a la búsqueda de la verdad, que era inalcanzable, y en contentarse con la serenidad, más fácil de obtener conformándose a los mitos y a las convenciones del propio ambiente: falsos ciertamente, pero no mucho más de lo que son las teorías de los filósofos. Por su parte, lo hizo aceptando las leyes y costumbres de su ciudad, y renunciando hasta a curarse un resfriado, «porque —decía— la vida es un bien incierto y la muerte no es un mal cierto». Y acaso por esto vivió muy sano hasta los noventa años.

Pero los más grandes adalides de esa filosofía de renunciación fueron Epicuro y Zenón. El primero era de Samos y fue uno de los pocos filósofos formados lejos de Platón y de Aristóteles. Llegó a Atenas ya hecho, por decirlo así, e instituyó una escuela por su cuenta en el jardín de su casa. Aparte el concubinato con Leoncia, que le amó apasionadamente pese a seguir haciendo la mundana y que él jamás desposó, era un hombre de costumbres sencillísimas, que solo comía pan y queso y vivía apartado, respetuoso de las leyes y de los dioses. Lo que la gente común llama «epicúreo» nada tiene que ver con su vida privada ni con sus ideas, que él condensó en trescientos libros.

Su «credo» moral, en la escéptica y licenciosa Atenas de aquel tiempo, destaca por su honestidad. La sabiduría, decía, no consiste en explicar el mundo, sino en fabricarse un refugio de tranquilidad con las pocas cosas que la pueden dar: la modestia, el respeto a los demás, la amistad. Las amistades de Epicuro, en efecto, fueron proverbiales. Cuando murió, a los setenta y un años tras haber pasado treinta y seis enseñando a sus discípulos y amándoles, su último esfuerzo, en los terribles sufrimientos que le producían los cálculos renales, fue dictar una carta para uno de ellos recomendándole a los hijos de Metrodoro, otro discípulo suyo.

Zenón era un millonario de Chipre que lo perdió todo, menos la vida, en un naufragio, en aguas de El Pireo. Habiéndose sentado, desconsolado, en una librería, abrió por azar los Memorables de Jenofonte por las páginas que hablaban de Sócrates y preguntó dónde podían hallarse hombres semejantes. «Sigue a ese», le respondió el librero indicándole a Crates, que pasaba por allí. Crates era un tebano que había renunciado a su fabulosa fortuna para vivir como cínico, o sea, de mendigo. Zenón le siguió y, tras haber escuchado sus lecciones, dio gracias a su dios de haberle arrojado náufrago y pobre en aquella ciudad. Estudió ahincadamente también en la Academia de Xenócrates y después instituyó una escuela por su cuenta que, por los pórticos de Stoas bajo los cuales daba las lecciones, se llamó Estoica.

Durante cuarenta años, dando el ejemplo con su vida franciscana, enseñó las ventajas de la sencillez y de la abstinencia a sus alumnos, entre los cuales se contaba Antígono de Macedonia quien, al ser rey, le invitó en Pella. Pero Zenón, para mantenerse fiel a la escuela y a la pobreza, mandó en su lugar a su discípulo Perseo. A los noventa años aún enseñaba. Un día se cayó fracturándose un pie. Dio unas palmadas en el suelo y dijo; «¿Por qué me llamáis así? Heme aquí». Y con sus propias manos se estranguló.