Capítulo XXVII

SÓCRATES

«Doy gracias a Dios —escribió Platón— por haber nacido griego y no bárbaro, hombre y no mujer, libre y no esclavo. Pero sobre todo le agradezco el haber nacido en el siglo de Sócrates».

Sócrates es ante todo uno de los rarísimos casos de modestia premiada. Premiada no por los contemporáneos que, al contrario, le condenaron a muerte, sino por la posteridad, que ha reconocido la inmortalidad de las obras que él no escribió porque fueron sus discípulos los que se tomaron ese trabajo. Los había, en torno suyo, de todas las edades, condiciones e ideas: desde el aristocrático y turbulento Alcibíades hasta el noble y compuesto Platón; desde Critias el reaccionario hasta Antístenes el socialista, y por fin hasta Arístipo el anarquista. Cada uno de ellos vio y describió el maestro a su manera. Y Diógenes Laercio cuenta que, cuando leyó la semblanza que de él había escrito Platón, Sócrates exclamó:

«¡Caramba, cuántas mentiras ha contado sobre mí ese jovenzuelo!».

Lo creemos, en primer lugar porque nadie —ni el mismo Sócrates que, sin embargo, fue el hombre que con más encarnizamiento lo intentó— logra verse a sí mismo, o por lo menos verse como los demás le ven; y, luego, porque cada retratista atribuye a su personaje no solo lo que ha dicho y ha hecho sino también todo lo que hubiese podido decir y hacer, en coherencia consigo mismo. Breno, no pronunció seguramente la frase: Vae victis!, entre otras razones porque no sabía latín. Mas aquella frase, en su boca, queda bien y le caracteriza. Las buenas biografías están construidas todas con anécdotas falsas en su mayor parte. Lo importante es que de tales frases se deduzca un carácter verdadero.

Sócrates, que miraba mucho dentro de sí, pero hablaba poco de ello, se definió como un «tábano». Y lo fue, en un sentido nobilísimo, pues con su manía de escrutar en el fondo de las almas y de las cosas no dio paz a nadie, como se dice hoy. Su progenitor había sido un modesto escultor, acaso poco más que un picapedrero, por bien que después se le han atribuido, no sabemos con qué fundamento, las tres Gracias que se elevan junto a la entrada del Partenón. Aun cuando el hijo continuase a ratos perdidos el oficio, volviendo de vez en cuando a modelar el mármol o la piedra, sentíase más próximo a la madre, que había sido comadrona. «Pues —decía medio en broma, medio en serio— también yo ayudo a parir a los demás: no hijos, sino ideas».

Esta era de hecho su verdadera vocación y fue su única actividad durante toda su vida. Nos es fácil suponer que sus progenitores no estuvieron entusiasmados con ello. Debieron confundir la repugnancia de aquel chico para con la escuela y el trabajo y su inagotable pasión de dar vueltas por la plaza y las calles escuchando lo que la gente decía, interrogándola, aguijoneándola, con una forma de holgazanería que no prometía nada bueno. Y, ciertamente, no era este el mejor medio de labrarse una posición.

Pero el hecho es que Sócrates no se inclinaba por una posición. No era rico, pero tampoco pobre del todo, pues a la muerte del padre heredó de este la casa y setenta minas, algo así como cuatro millones de liras, que confió a su amigo Critón para que las invirtiese. Contaba vivir de la renta porque tenía escasas necesidades. Aristóseno de Tarento cuenta haber oído decir a su padre, que le conoció personalmente, que Sócrates era un ignorante borrachín cargado de deudas y dado a los vicios. Efectivamente, la sola educación que había cuidado había sido la militar y deportiva. Llamado a las armas cuando la guerra del Peloponeso, se había mostrado buen soldado, resistente, disciplinado y valeroso. En la batalla de Potidea, fue él quien salvó la vida a Alcibíades, mas no lo dijo para no comprometer la medalla al valor que había sido concedida a su joven amigo. Y en Delio, contra los espartanos, que además eran soldados no fáciles de domeñar, fue el último de los atenienses que cedió terreno. Debía de tener pasta de grognard y de alpino. Y hasta el busto que le representa, y que se halla en el museo de las Termas en Roma, nos sugiere la misma impresión.

No era ciertamente guapo, al menos en el sentido griego de la palabra. La gruesa y larga nariz, los labios carnosos, la frente pesada, la mandíbula maciza nos hacen pensar en ascendencias campesinas.

Alcibíades, el descarado, le decía riendo: «No puedes negar, Sócrates, que tu facha semeja la de un sátiro». «Llevas razón, y además tengo también la panza. Tendré que ponerme a danzar para reducir sus proporciones».

Es muy posible que el padre de Aristóseno hubiese inducido la gandulería de Sócrates de su aspecto chabacano y del desaliño de su persona. Iba siempre vestido, en invierno como en verano, con el mismo quitón manchado y remendado. Empinaba el codo a menudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer, decía que no se lavaba.

Esta Xantipa ha pasado luego a la posteridad como la personificación de la esposa quejicosa y murmuradora, exigente y asfixiante. Y es natural que así sea, pues la biografía, es más, las biografías de Sócrates las escribieron sus amigos y discípulos, que la detestaban, y a quienes ella detestaba porque se le llevaban al marido. Efectivamente, Sócrates no se preocupaba mucho de la familia. No entregaba un real porque no lo ganaba, y estaba ausente de casa días y noches. La pobre mujer llegó a tal extremo de exasperación, que presentó una denuncia contra él por negligencia en sus deberes y le arrastró ante el tribunal. Sócrates, en vez de defenderse a sí mismo, la defendió a ella. Y no solo delante de los jueces, sino también delante de sus indignados discípulos. Dijo que, como esposa, tenía perfecta razón, y que era una buena mujer, que hubiera merecido un marido mejor que él. Pero, una vez absuelto, reanudó sus hábitos extradomésticos y no siempre inocentes del todo. Pues no se limitaba a frecuentar el salón intelectual de Aspasia, sino también la casa de Teodata, que era la más célebre prostituta de Atenas.

Todos le apreciaban porque siempre estaba de buen humor, no se ofendía por nada, y decía las cosas más abstrusas con las palabras más sencillas. Tenderos y comerciantes le saludaban familiarmente cuando pasaba por la calle, seguido por el cortejo de sus discípulos. Se paraba ante los escaparates y decía, maravillado: «¡Fíjate cuántas cosas necesita hoy día la Humanidad!». Hasta en las casas más empingorotadas donde le invitaban a comer, estaban habituados a sus pies descalzos, pues entre las cosas que él no necesitaba figuraban también los zapatos.

No se sabe qué escuelas había frecuentado: tal vez ninguna. Y si se llegase a descubrir que ni siquiera aprendió a leer, no me asombraría. Puesto que, siendo de naturaleza sedentaria, no había siquiera viajado, y su cultura debió de ser exclusivamente el fruto de meditaciones y de conversaciones con los intelectuales de su tiempo. Platón ha descrito sus encuentros con Hipias, con Parménides, con Protágoras y con muchos otros filósofos de aquella época. Probablemente no tuvieron jamás lugar. Parece ser que, personalmente, Sócrates solamente conoció a Zenón, en cuya dialéctica se apoyó algo. En cuanto a Anaxágoras, que con seguridad le influyó, tuvo contactos indirectos con él a través de Arquelao de Mileto, que fue discípulo de Anaxágoras y maestro de Sócrates.

Por lo demás, el método que Sócrates siguió excluye la consulta libresca. Él se había propuesto dos problemas fundamentales que ninguna biblioteca ayuda a resolver: ¿Qué es el bien? ¿Y cuál es el régimen político más adecuado para alcanzarlo? La fascinación de su enseñanza consistía en esto: que, en vez de subir a la cátedra para comunicar a los demás sus ideas, declaraba no tenerlas y rogaba a todos que le ayudasen a buscarlas. «Yo —decía— me considero el más sabio de los hombres porque sé que no sé nada». Y de esta premisa, que era a la par modesta e inmodesta, partía todos los días a la conquista de alguna verdad, haciendo preguntas en vez de dar respuestas. Escuchaba pacientemente las de sus alumnos y luego comenzaba a poner objeciones: «Tú, Critón, que hablas de virtud, ¿qué entiendes por esta palabra?». Sócrates no se cansaba nunca de exigir conceptos precisos, formulaciones claras. «¿Qué es esto?», era su pregunta preferida, se hablase de lo que fuere. Y cada definición la pasaba por la criba de su ironía para mostrar su falacia o que no era adecuada. Era propiamente un incorregible «tábano», nacido para sacudir todas las certidumbres de sus auditores que a menudo montaban en cólera y se le rebelaban. «¡Por los dioses! —gritaba Hipias—. Es muy fácil ironizar sobre las respuestas ajenas sin dar las propias. ¡Yo me niego a decirte lo que entiendo por justicia, si no me dices antes qué entiendes tú!». Aristófanes, más tarde, satirizó en una comedia, «Las nubes», lo que él llamaba «la tienda del pensamiento», donde, según él, se aprendía tan solo el arte de la paradoja, presentando a un discípulo de Sócrates que pega a su padre y después sostiene la legitimidad de su acto diciendo que lo ha realizado para pagar la deuda contraída cuando su padre le había pegado a él. «Deudas son deudas. Hay que devolver todo lo que se ha recibido».

Platón cuenta que Sócrates resolvió, un día, invertir los papeles y ser él quien respondiera, en vez de interrogar. Mas luego desistió, diciendo: «Tenéis razón al acusarme de suscitar dudas en vez de ofrecer certezas. Pero ¿qué queréis hacerle? Soy hijo de una comadrona: habituado a hacer parir, no a procrear».

Contaremos más adelante cómo y por qué le condenaron a muerte. Dícese que, en parte, el responsable fue Aristófanes por aquella comedia satírica suya.

Nos parece difícil porque la condena fue dictada veinticuatro años después de la primera representación.

Sin embargo, los motivos aducidos en el veredicto fueron los que habían inspirado la comedia a Aristófanes. Sócrates, para inventar la Filosofía, de la cual ha sido el verdadero padre, tuvo necesidad de afirmar el derecho a la duda, o sea de sacudir toda clase de fe. No creemos en absoluto que hubiese tenido como finalidad únicamente o, sobre todo, la democracia. Creemos que también sometió la democracia a la crítica que le era habitual. De su «tienda» salió de todo: un idealista como Platón, un lógico como Aristóteles, un escéptico como Euclides, un epicúreo anticipado como Arístipo, un aventurero de la política como Alcibíades, y hasta un general y profesor de historia como Jenofonte. Es natural que en un laboratorio tan vasto se hubieran producido venenos contra el régimen democrático que hizo posible su creación y su funcionamiento.

Sócrates, reconociendo en trance de morir que la democracia tenía razón al darle muerte, pronunció un acto de fe democrático. Mas por ahora dejémosle vivir, pasear y hablar por las calles y en la plaza de su Atenas.