Capítulo XXVI
LA REVOLUCIÓN DE LOS FILÓSOFOS
Lo que efectivamente hizo de Atenas la patria de la filosofía no fue una natural predestinación debida al superior genio de sus hijos, sino solamente su carácter imperial y cosmopolita, que la hacían receptiva a las ideas, más curiosa y tolerante que las otras ciudades griegas. La filosofía, hasta Sócrates, se la trajeron los inmigrados. Pero, mientras Esparta la prohibía no viendo en ella más que «una incitación a las disensiones y a inútiles diatribas», Atenas abrió sus puertas con entusiasmo a sus cultivadores, les acogió en sus casas y en sus salones, proveyó a su sustento y a muchos les honró con el don supremo de la ciudadanía. No sé si esto les ayudó a vivir mejor. Pero les permitió sobrevivir en el recuerdo de los hombres, que en el nombre de Atenas ven reasumido y simbolizado todo el genio de la Grecia antigua.
El vehículo de esta infección filosófica fueron los sofistas, palabra que con el tiempo adquirió un significado casi despreciativo, pero que originariamente quería decir «maestros de sabiduría». La acuñó y se la atribuyó Protágoras, cuando desde su patria, Abdera, llegó a Atenas para fundar una escuela. Dícese que los jóvenes, para ser admitidos en ella, tenían que pagar diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras actuales. Y es probable que un poco de la antipatía que acabó por rodear a los sofistas fuese debida a lo elevado de estos precios. Mas la razón verdadera fue otra, o sea el abuso, en que pronto cayeron los sofistas de la argumentación especiosa, de la cavilación dialéctica, en suma, de lo que precisamente desde entonces se llamó con desprecio «el sofisma».
Protágoras no se deslizó jamás en él. El mismo Platón, que llegó a tiempo de conocerle, que le aborrecía, y que registró sus diálogos con Sócrates, reconoce que Protágoras, de los dos era el que discutía con más objetividad y mesura, y que era Sócrates, si acaso, quien se refugiaba en los sofismas. Diógenes Laercio va más lejos aún. Dice paladinamente que fue él quien inventó el llamado método socrático. Como fuere, no cabe duda de que a él se debe el relativismo filosófico sobre el problema del conocimiento.
Hasta entonces, lo que más había ocupado la mente de los griegos era el problema del origen de las cosas. Es ello tan verdad que casi todos sus libros se titulaban De la naturaleza, y se proponían aclarar cómo se había formado el mundo y qué leyes lo regulaban. Protágoras se propuso, en cambio, indagar con qué medios el hombre podía darse cuenta de la realidad y hasta qué punto podía conocerla. Y llegó a la conclusión de que debía resignarse a lo poco que le permitían percibir los sentidos: la vista, el oído, el tacto, el olfato. Ciertamente, el hombre no podía ir muy lejos en esos imprecisos y variables instrumentos. Pero precisamente por esto debía renunciar al descubrimiento, detrás del cual, en cambio, había corrido Heráclito, de las llamadas «verdades eternas», válidas para todos en todos los tiempos y en cualesquiera circunstancias; y contentarse con lo que valía para él en aquel momento y en aquella particular ocasión, admitiendo implícitamente con esto que podía no valer para otro, ni tampoco para él mismo en un momento y circunstancia diferentes.
Nosotros comprendemos perfectamente que esta lección, mientras suscitaba entusiasmo en los salones intelectuales, había de provocar escándalo y aprensión entre la gente timorata y las jerarquías constituidas.
Era una sacudida a aquellos «principios» sobre los cuales también la sociedad de Atenas, como todas las demás de cada época, se fundaba, y que no pueden ser vueltas a poner en discusión sin provocar un terremoto. El bien, el mal, Dios mismo, ¿no eran, pues, sino verdades contingentes y subjetivas, a las que cada uno estaba autorizado a oponer otra, y totalmente diferente?
En una conferencia ante un público de libres pensadores, entre los que figuraban también el joven Eurípides, que no debía olvidarlo jamás, Protágoras contestó que sí. Y entonces el Gobierno le desterró, confiscó sus libros y los quemó en la plaza pública. El maestro embarcó para Sicilia y parece ser que pereció, durante el viaje, en un naufragio. Pero había dejado un profundo recuerdo en todos quienes lo conocieron personalmente. Sus discípulos habían sido numerosos porque, si es verdad que él pedía seis millones a los ricos, también es verdad que había enseñado gratis a los que, en el templo, le habían jurado ante Dios que eran pobres: curioso proceder para un hombre que decía no creer en Dios. Pero sobre todo él había echado una semilla en la sociedad ateniense: la semilla de la duda.
Ocupó su puesto un diplomático, Gorgias, enviado como embajador a Atenas por la ciudad siciliana de Lentini para solicitar ayuda contra Siracusa. Gorgias había sido alumno de Empédocles, pero su método y su profundo escepticismo, que se resumía en estas tres proposiciones fundamentales, era el de un sofista: nada existe fuera de aquello que el hombre puede percibir con sus sentidos; y aunque otra cosa existiese, nosotros no lograríamos percibirla y aunque lográsemos percibirla, no conseguiríamos comunicarlo a los demás.
Gorgias la pasó bien porque, como buen diplomático, se detuvo ahí, sin meter en la danza a los dioses.
Y en el fondo fue coherente. Porque es justo sufrir sinsabores para afirmar las «verdades eternas», mas no para negarlas. Los sentidos, en los que había depositado tanta confianza, le recompensaron colmándole de todos los goces de los cuales son instrumento, hasta la edad de ciento ocho años. Gorgias viajó por toda Grecia pronunciando conferencias y haciéndose alojar en las villas más señoriales. Frisaba en los ochenta años cuando, en los juegos olímpicos del 408 antes de Jesucristo, obtuvo un inmenso éxito con una gran alocución en la que invitó a los griegos, empeñados ya en luchas fratricidas, a la paz y a la unión contra el resurgido poderío persa. Y antes de morir tuvo la sensatez de comerse su patrimonio.
Sobre las huellas de estos dos grandes pululó toda una afirmación de sofistas menores, entre los cuales los había, como siempre sucede, buenos y malos; pero los malos superaban a los buenos. Estimulaban el espíritu dialéctico, habituaron a los atenienses a razonar mediante esquemas lógicos y contribuyeron notablemente a la formación de una lengua precisa, sometiendo sustantivos y adjetivos a un riguroso examen.
Es con ellos cómo, al lado de la poesía, nace una prosa griega. En tanto que es probable que sin ellos el mismo Sócrates no hubiese sido quien fue, o hubiese exagerado. Pero no hay duda de que ellos, si no la provocaron, apresuraron la desintegración de la sociedad. Hay inconformistas que acaban haciendo más daño que bien, cuando niegan por el solo gusto de negar, haciendo de ello un exhibicionismo. El Club del Diablo, que ciertos intelectuales á la page fundaron en aquellos años para dedicarse a solemnes comilonas los días sacros que el calendario destinaba al ayuno nos molesta hasta a nosotros que jamás hemos creído en los dioses griegos. ¿Hay un modo más necio de desafiar a la tradición y a la superstición? Y esto era sobre todo lo que Sócrates condenaba en los sofistas, pese a que de ellos había aprendido muchas cosas.
Como he dicho, aquellos sofistas, más que descubridores, fueron divulgadores de lo que el pensamiento griego estaba elaborando. En aquellos tiempos no existía Prensa ni academias que asegurasen los contactos y permitiesen los intercambios entre las varias escuelas. Grecia no tenía unidad geográfica.
Su genio estaba desparramado en una miríada de ciudades y de pequeños Estados, desde el Asia Menor a las costas orientales italianas. El mayor servicio que los sofistas prestaron fue precisamente el de libar la miel de todas las flores, de llevarla a Atenas y allí fundirlas en el crisol común. El momento estaba bien elegido, pues precisamente entonces se echaban las bases del gran conflicto filosófico que todavía dura sin posibilidad de solución; el que existe entre el idealismo y el materialismo.
El primero nació en Elea, en las costas italianas, y se encarnó en Parménides. De él se conoce tan solo lo poco que escribió Diógenes Laercio, o sea que fue discípulo de Xenófanes, el fundador de la escuela eleática. Era este un curioso e inquietante personaje que, nacido en Colofón, se pasó su larga vida emigrando, pues adondequiera que fuese no suscitaba más que enemistades con su sarcasmo y su mordacidad. Se las tenía con todos, pero particularmente con su contemporáneo Pitágoras, a quien acusaba de impotencia y de histerismo. No dejaba en paz ni tan siquiera a los muertos. Y de Hesíodo y de Homero decía: «Estos panegiristas del robo, del adulterio y del fraude»; lo cual no es del todo falso. Pero se ve que la maledicencia es un elixir de larga vida, porque Xenófanes llegó a los ciento y pico de años, metiéndose siempre con todos.
Parménides no compartió el odio de su maestro hacia Pitágoras. Lo estudió y aceptó algunas de sus enseñanzas, especialmente en el campo de la astronomía. Pero tenía demasiados intereses en el mundo de los hombres para perderse en el del cosmos. Redactó, por encargo del Gobierno de Elea, un código de leyes. Y solo se entregó a la filosofía como pasatiempo, escribiendo de ella, como entonces estaba al uso, en un poema que, para cambiar, se llamó Sobre la naturaleza y del cual solo nos quedan dos centenares de versos. Refutó las tesis de Heráclito, según la cual «todo transcurre» y la realidad consiste en este transcurrir o transformarse. Según Parménides, en cambio, «todo está», es decir, que la transformación no es más que una ilusión de nuestros sentidos. Nada «comienza», nada «se torna», nada «acaba». El ser es la única realidad. Y es inmóvil, porque para presumir que este se desplace de donde está adonde no está, habría que admitir la existencia de un espacio vacío que, no siendo, no puede existir, por cuanto el ser, por definición, lo llena todo por sí mismo. Lo que se identifica también con el pensamiento, por cuanto no se puede pensar más que lo que es, e, inversamente, no se puede ser más que lo que se piensa.
Todo esto es ya muy difícil para nosotros. Y tal vez habría permanecido del todo incomprensible para los contemporáneos, si Zenón, que fue el alumno más inteligente de Parménides, no lo hubiese vulgarizado en un libro de paradojas, de las cuales han llegado hasta nosotros una decena. He aquí algunas. Una flecha que vuela, en realidad está quieta en el aire, porque a cada instante de su aparente carrera ocupa un punto quieto en el espacio: por tanto, su parábola no es más que un engaño de nuestros sentidos. El corredor más veloz no puede adelantar a la tortuga, porque cada vez que alcanza su posición, ella la ha rebasado ya. De hecho, un cuerpo, para moverse del punto A al punto B, ha de alcanzar la mitad de este trayecto que es el punto C. Para alcanzar el C, tiene que alcanzar antes la mitad de este segundo trayecto que es el ponto D, y así hasta el infinito. Ahora bien, dado que el infinito requiere una serie infinita de movimientos, es imposible recorrerlo en un tiempo definido.
No estamos del todo seguros de que Parménides habría aprobado, de haber podido oírlo, el método de su secuaz para demostrar la validez de sus teorías. Pero hubiese debido convenir en que ello divertía la mar a los atenienses entre los que Zenón, como buen sofista, fue a predicarlo. Sócrates le tenía ojeriza y criticó ásperamente su sofística dialéctica.
Pero la imitó. Tal vez el único que no cayó en las propias trampas fue el mismo Zenón, que de viejo se mofó de los que le habían tomado en serio. Aquel escéptico tuvo un fin de estoico cuando, de regreso a Elea, le detuvieron por razones políticas y le torturaron. Murió bien, sin doblegarse ni lamentarse.
Indirectamente, le tocó a un discípulo suyo dar el primer impulso en ayuda del materialismo contra el idealismo de Parménides. Hacia el año 435, había llegado a Elea procedente de Mileto un tal Leucipo, que debía haber oído algo de Pitágoras, o que tal vez había ido a la escuela de alguno de sus discípulos.
No quedó convencido en absoluto de aquel asunto del omnipresente e inmóvil ser identificado con el Pensamiento. Y, trasladándose a Abdera, donde abrió una escuela por su cuenta, desarrolló, en cambio, el concepto del no ser, o sea el vacío. Según él, lo creado no es, en efecto, más que una combinación de vacío y de átomos, los cuales, girando arremolinadamente por el espacio, se combinan entre sí dando lugar a las formas o cosas. También lo que nosotros llamamos «alma» no es sino una determinada combinación de átomos. Estos son los que constituyen la sustancia de todo, hasta el pensamiento. Todo, pues, no es más que materia.
Mas este concepto materialista se desarrolló aún mejor en su amigo y seguidor Demócrito, que en Abdera frecuentó sus cursos. Pertenecía a una gran familia de la burguesía mercantil, y su padre, al morir, le dejó cien talentos, algo así como cuatrocientos millones de liras. Demócrito los empleó en pagarse un gran viaje que tuvo que durar varios años y que le llevó a Egipto, a Etiopía, a la India, a Persia.
Era un hombre curioso y concienzudo, que quería verlo todo personalmente y que no sufría de ningún chauvinismo ni provincianismo. «La patria de un hombre razonable es el mundo —decía—. Y es más importante conquistar una verdad que un trono». Un pudor aristocrático le impidió propagar sus propias teorías, instituir una escuela e incluso provocar debates, como era de uso en aquellos tiempos. Aun cuando no le quedó ni un céntimo, en vez de aprovechar la cultura que tenía, limitó sus necesidades y en Atenas, donde se había establecido, vivió apartado, sin frecuentar a los demás filósofos ni los salones donde se reunían, dedicado solamente a escribir. Diógenes Laercio dice que compuso tratados de Medicina, de Astronomía, de Matemáticas, de Música, de Psicoterapia, de Física, de Anatomía, etc. Ciertamente, era un enciclopedista, dotado de un estilo terso y mesurado que a los ojos de Francis Bacon le hizo aparecer como el más grande de los pensadores antiguos, superior incluso a Aristóteles y a Platón. Solo una vez se decidió a aparecer en público para leer a sus conciudadanos de Abdera, adonde había regresado viejo ya, un ensayo suyo titulado «El mundo grande», que era un poco el compendio de toda su sapiencia. Y Laercio cuenta que la impresión fue tal, que el Estado decidió restituirle los cien talentos que él había gastado para adquirir sus conocimientos: ejemplo que proponemos sin más a nuestros gobernantes.
Parece ser que Demócrito, practicando los preceptos higiénicos que había predicado, vivió hasta los noventa años, pero hay quien dice que hasta los ciento nueve. Siempre según Laercio, un mal día se dio cuenta de que estaba muriéndose y se lo dijo a su hermana. Mas esta le respondió que no podía hacerlo, precisamente aquellos días, porque siendo las fiestas de Tesmoforias, ella tenía que ir al templo. Demócrito le dijo que fuese de todos modos con ánimo tranquilo. Bastaba con que cada mañana volviese para traerle un poco de miel. Así lo hizo ella y él, aplicándose un poco de aquella miel en las narices y respirando su fragancia, logró sobrevivir hasta que las fiestas hubieron terminado. Entonces dijo: «Bueno, ahora puedo irme». Y se fue, sin sufrimiento alguno, adorado por toda la población, que le acompañó en masa hasta el cementerio.
Demócrito había llegado a sus conclusiones materialistas partiendo de las premisas idealistas de Parménides. También él niega los sentidos como instrumentos del conocimiento, diciendo que estos nos permiten aferrar tan solo las «cualidades secundarias» de las cosas; la forma, el color, el sabor, la temperatura, etcétera.
Todo esto nos proporciona una opinión. Pero la verdad se nos escapa. Esta está constituida por una «necesidad», incomprensible para nosotros, que regala las combinaciones de los átomos, los cuales son la única realidad de lo creado. Son lo que son, eternos: no mueren los viejos, no nacen otros nuevos. Lo que cambia son sus asociaciones, que nosotros solemos atribuir a la casualidad, palabra inventada por nuestra ignorancia que no nos permite comprender la necesidad que las ha dictado. También en el hombre todo está hecho de átomos, aunque los que constituyen la llamada alma sean de material diferente y más noble que los que constituyen el cuerpo.
De esta teoría gnoseológica, o sea sobre el modo de conocer las cosas, Demócrito derivó también una «ética», o sea una regla moral. Dijo que el hombre tenía que contentarse con la modesta felicidad que podía permitirle esa estrecha dependencia de la materia. Los sentidos no le bastan para procurarse una mayor, como tampoco le sirven para contemplar las cosas. El hombre puede solamente buscar la serenidad en una existencia ordenada y moderada, pues el bien y el mal hay que encontrarlos dentro de nosotros, no esperarlos del exterior.
Ahora bien, en esta lucha, que aún dura, entre los que, como Parménides, en nombre del alma y de la idea negaban la materia y los sentidos, y aquellos que, como Demócrito, reducían a materia hasta la idea y el alma, se interpuso, con el pretexto de conciliarles, el que acaso fue el más turbulento y pintoresco de todos los filósofos de todos los tiempos: Empédocles.
Había nacido en Agrigento, de una familia de criadores de caballos de carreras. Su padre debía de ser una especie de Tesio de aquel tiempo, y tal vez preocupado por el carácter indócil, exuberante y temible del chico, le mandó a escuela con los pitagóricos que, siguiendo las huellas de su maestro, habían fundado un poco en todas partes colegios célebres por la severidad de la disciplina. Empédocles se zambulló con su innato ímpetu en la filosofía, se entusiasmó con la teoría de la transmigración de las almas y en seguida descubrió en sí mismo la de un pez porque nadaba magníficamente, la de un pájaro porque corría como una saeta y al fin la de un dios. «¡De qué alturas, de qué gloria he sido arrojado sobre esta miserable tierra para mezclarme con esos bípedos vulgares!», exclamaba indignado. Mas, incapaz de guardarse el desdén en el pecho, reveló todas esas inquietudes suyas fuera del colegio, cosa rigurosamente prohibida por la regla de los pitagóricos, que le expulsaron.
Empédocles no volvió a casa. Convencido ya de su origen divino, diose a recorrer el mundo calzado con sandalias doradas, un manto de púrpura sobre los hombros y la cabeza adornada con guirnaldas de laurel, ofreciéndose como médico y adivino. Decía que era su hermano Apolo quien le sugería las recetas y predicciones. Y tal vez lo creía en serio. Había en él, mezclado, algo de Cagliostro, el mago de Nápoles y de Leonardo da Vinci. Dio lecciones de oratoria a Gorgias, que después demostró haberlas aprovechado brillantemente. Se improvisó ingeniero para el desecamiento de los pantanos de Selino. Organizó una revolución en Agrigento, la condujo al triunfo y, declinando la dictadura, instauró la democracia. A ratos perdidos escribía poesías tan perfectas como para suscitar más tarde la admiración de Aristóteles y de Cicerón. Pero sobre todo se consideraba un filósofo a quien incumbía la misión de conciliar Parménides con Demócrito, el alma con los sentidos, la idea con la materia. Y lo intentó inventando la ley que presidía las combinaciones de los átomos y sus descomposiciones: el odio y el amor.
Según Empédocles, es por amor que los elementos se asocian, y por el odio que se disocian. Es un proceso alterno que va adelante hacia el infinito. Y si los sentidos no nos permiten aferrarlo, nos ponen, sin embargo, en el buen camino para hacerlo. No hay que creer ciegamente en ellos, pero tampoco hay que despreciarlos.
En total, de las cuatro o cinco mil palabras que de Empédocles nos han llegado, creemos poder deducir que él fue acaso más grande como ingeniero, como revolucionario, como poeta y seguramente contó aventurero de altos vuelos que como filósofo. Tal vez fue también culpa de su exuberancia, que no le permitía encuadrarse en una escuela y limitarse a ella.
Una curiosidad devoradora y sus variables humores le indujeron al eclecticismo y no le dieron tiempo para desenvolver desde la «a» a la «z» una teoría orgánica. Mas, mediocre y desordenado pensador, fue en compensación un personaje fuera de lo corriente y siguió siéndolo hasta de viejo, cuando arrojó lejos de sí las sandalias de oro, el quitón de púrpura y la corona de laurel y, descalzo como un franciscano, se convirtió en un sermoneador que invitaba a los hombres a purificarse, antes de la reencarnación que les aguardaba, renunciando al matrimonio y —también él, como Pitágoras— a las habas. ¡Quién sabe por qué se metían tanto con esa legumbre tan casera los griegos de la Antigüedad!
Sobre su fin hay dos versiones. Según la más digna de crédito, Empédocles, cuando los griegos sitiaron Siracusa, corrió a defenderla, con gran despecho de Agrigento, que odiaba a la ciudad rival y que por castigo le desterró a Megara, donde murió. Pero según Diógenes Laercio, que no podía contentarse con un epílogo tan trivial, Empédocles desapareció misteriosamente durante una fiesta convocada para celebrar el milagro que él había obrado resucitando a una muerta. Más tarde, de él se hallaron solamente los calzoncillos al borde del cráter del Etna, donde evidentemente se había arrojado por no dejar rastro de su cuerpo y confirmar así su origen divino.
Desgraciadamente, aquel trivial indumento, devuelto a la superficie por una erupción, le delató: los dioses no usan calzoncillos.