Capítulo XLVII
ARISTÓTELES
Entre los alumnos de la Academia, el que más lloró la muerte del Maestro fue Aristóteles que, no bastándole con llevar luto, elevó un altar en su honor.
Mas, ¿le fue esto sugerido por el afecto o por un poco de mala conciencia?
Había venido a Atenas de Estagira, pequeña colonia griega en el corazón de Tracia. Pertenecía también a una buena familia burguesa; su padre había sido, en Pella, el doctor de confianza de Amintas, padre de Filipo y abuelo de Alejandro. Y por él había sido iniciado en los estudios de medicina y de anatomía. Pero, al conocer a Platón, le ocurrió lo que a este al conocer a Sócrates; su vocación cambió de rumbo, sin que, empero, su temperamento lo siguiera.
Aristóteles siguió siendo discípulo de Platón durante veinte años, siendo probable que los primeros los hubiese pasado bajo la fascinación del Maestro, el cual tenía lo que a él le faltaba: la poesía. Platón no seguía un riguroso sistema científico ni como método de enseñanza ni como doctrina. Era, más que un pensador, un artista que, pese a su manía de encuadrar las ideas en un orden geométrico y en una jerarquía determinada, no llegó jamás a dominar su propio carácter pasional, que le llevaba invariablemente a las contradicciones. Amaba las Matemáticas precisamente porque en ellas buscaba el rigor del que carecía. Mas el que quiera estudiar sus teorías debe filtrarlas, como las pepitas de oro en el fango, de su prosa cenagosa y elaborada, llena de divagaciones literarias y de ilustraciones poéticas. Él mismo reconocía ser incapaz de escribir un «tratado». Prefería los «diálogos» porque se prestaban más a la improvisación y a las digresiones. Hasta como cronista no se fija mucho en la sutileza. El retrato que nos ha dejado de Sócrates es ciertamente «verdad», pero es una verdad obtenida por medio de anécdotas que el mismo retratado reconoce como inventadas de raíz. Platón es un escritor, y como tal describe sus personajes con un vivacísimo sentido dramático que, claro, se da de bofetadas con la realidad.
Es imposible, dada su vastedad, resumir la doctrina de Platón. Pero resulta bastante claro qué clase de hombre fue. Nietzsche le llamó «un precristiano» por algunas de sus anticipaciones teológicas y morales.
Tuvo, naturalmente, una religiosidad peculiar, pero muy confusa, en la cual el concepto del pecado y de la purificación se mezclan a extrañas creencias pitagóricas y orientales sobre la transmigración de las almas. En el terreno moral, es un acérrimo puritano.
Y en política un totalitario que, de vivir hoy, recibiría el «premio Stalin». Propugna la censura en la Prensa, el control del Estado sobre los matrimonios y la educación, proclama la disciplina como más importante que la verdad. Sus últimos Diálogos son descorazonadores: el heredero de la gran cultura ateniense entona himnos a Esparta y aprueba el apartamiento a que esta había sometido la poesía, el arte y la propia filosofía. Como coherencia, por parte del antiguo discípulo de Sócrates, no estaba mal.
Nadie tal vez ha tenido nunca más que Aristóteles, el sentido exacto de las confusiones y de las contradicciones en que incurría Platón cuando, con los años, aprendió a mirarle con ojos desapasionados y críticos. No es que le hubiese faltado jamás al respeto. Antes bien, por lo que cuenta Diógenes Laercio, se hizo notar por el Maestro no solo como el más inteligente, sino también el más diligente de los discípulos. Pero bajo aquella aparente docilidad, estaba preparando ya sus refutaciones.
Muerto Platón, Aristóteles emigró a la Corte de Hermias, un tiranuelo del Asia Menor, con cuya hija Pitia se casó. Y se disponía a fundar allí una escuela propia bajo los auspicios del dictador, que había estudiado con él en la Academia, cuando los persas lo mataron y se anexaron el Estado. Aristóteles logró huir a Lesbos, donde Pitea murió después de haberle dado una hija. El viudo volvió a casarse más tarde, o al menos convivió, con Erpilis, célebre hetaira de aquel tiempo. Pero el recuerdo de Pitia le atormentó siempre, y al morir pidió ser sepultado a su lado: patético detalle que contrasta un poco con su leyenda de hombre seco y frío, todo cerebro razonador, incapaz de pasiones y de sentimientos.
En 343, Filipo, que probablemente le conocía como hijo del médico de su padre, le llamó a Pella para confiarle la educación de Alejandro. Y si esto fue, para el filósofo, un gran honor, fue también el comienzo de sus desdichas. Alejandro sintió mucha veneración por su maestro. Durante las vacaciones le escribía cartas devotas, casi apasionadas, jurándole que, una vez hubiese heredado el poder, lo ejercería solo en beneficio de la cultura. No sabemos si Aristóteles, por su lado, soñaba hacer de Alejandro lo que Platón había soñado hacer de Dionisio II: el instrumento de su filosofía. Pero creemos que no: era un hombre demasiado desencantado para entregarse a semejantes ilusiones. Sin embargo, desempeñó su cometido de tal modo que Filipo, como premio, le hizo gobernador de Estagira, donde su obra fue tan apreciada que a partir de entonces la fecha de su onomástica fue celebrada como un aniversario festivo.
Terminada su misión, volvió a Atenas, donde fundó, en competencia con la Academia, el famoso Liceo que, a diferencia de aquella, notoriamente aristocrática, reclutó sus alumnos entre la clase media. Pero el contraste no se limitaba ahí; afectaba también a la sustancia y los métodos de enseñanza. Aristóteles apuntó sobre todo a la ciencia y modeló sus criterios sobre las exigencias de los estudios científicos.
Con un sentido muy claro de la división del trabajo, reunió a sus alumnos en grupos, a cada uno de los cuales confió un concreto cometido escolástico.
Unos tenían que recoger y catalogar los órganos y las costumbres de los animales, otros los caracteres y la clasificación de las plantas, otros más compilar una historia del pensamiento científico. El hijo del médico había heredado de su padre y de sus primeros estudios de Anatomía en Pella el gusto por la noción exacta sobre lo particular concreto. Su pensamiento no procedía, como el de Platón, por líricas ilustraciones y adivinaciones poéticas, sino por inducciones razonadas sobre hechos experimentales. Su Organon, que quiere decir «instrumento», es un documento de apiñamientos. Antes de formular una teoría. Aristóteles quiere que se haya aclarado también el sentido de las palabras con las cuales se dispone a enunciarla. Nos explica qué son las «definiciones», las «categorías», etc. Es, en suma, el verdadero «profesor».
Es muy probable que no suscitase ni entre sus alumnos ni entre sus amigos —si es que los tuvo— el afecto y la simpatía que inspiraba Platón. Era hombre reservado, casi impenetrable, un trabajador metódico, sujeto al horario como un burócrata. De sus jornadas, todas iguales, dedicaba la mañana a las lecciones para los estudiantes regulares. Pero no las daba desde la cátedra, sino paseando con ellos a lo largo de los peripatoi, o sea los pórticos que circundaban el colegio y que precisamente dieron el nombre a la escuela peripatética, o sea «paseante». Por la tarde abría también las puertas al público profano, a quien daba conferencias sobre problemas más elementales.
Pero el máximo empeño lo ponía en el cuidado de la biblioteca, del parque zoológico y del museo natural.
Para organizarlos, había tenido, naturalmente, ayuda financiera de Alejandro, quien ordenó además a todos sus cazadores, pescadores y exploradores que mandasen todo cuanto de interés científico encontraran.
En realidad, Aristóteles era más bien un científico que llegó a la Filosofía inductivamente, especialmente por la Biología. Fue el primero en intentar una clasificación de las especies animales dividiéndolas en «vertebrados» e «invertebrados», en esbozar la teoría de la generación, y en intuir los caracteres hereditarios. Llegó a los problemas biológicos del alma pasando a través de los anatómicos del cuerpo, y los afrontó con el mismo escrúpulo de exactitud y de observación.
Solamente sobre una cosecha impresionante de datos y de experiencias, a las que dedicó su vida propia y la de una generación entera de estudiosos, construyó su sistema filosófico, destinado a permanecer como un insuperable ejemplo de «planificación».
Escribía mal. Su prosa es fría, sin palpitación, sin la dramática vivacidad de la de Platón. Se repite y se contradice.
Este maestro del razonamiento a menudo razona a despropósito. Especialmente cuando se enfrenta con la Historia cae en errores garrafales, porque, creyéndola fruto de la Lógica, no recoge en ella los motivos pasionales, que son en cambio los que la determinan. Mas eso no es óbice para que su obra permanezca acaso la más grande y rica construcción de la mente humana.
No se sabe casi nada de su vida privada, tal vez porque fuera de la escuela no la tuvo. Se conoce tan solo una flaqueza suya: la de los anillos, de los que se llenaba los dedos hasta ocultarlos todos. De política no se ocupó más que en un plano teórico, propugnando una timocracia, es decir, una combinación de aristocracia y de democracia, que garantice las competencias y reprima los abusos de la libertad sin caer en la tiranía. Era, como se ve, mucho menos radical que Platón y, por tanto, se nos hace difícil atribuir a esas doctrinas la causa de su desgracia.
El hecho es que Aristóteles no era popular en Atenas, un poco por su carácter austero y huraño, pero sobre todo por sus vínculos con el amo macedonio.
Y, encima, existía la rivalidad entre el Liceo y la Academia, que le creaba antipatías.
Cuando Alejandro murió, Aristóteles fue acusado de «impiedad». Era la acostumbrada excusa a la que se recurrió en el caso de Sócrates. De sus libros fueron entresacadas algunas frases que, tomadas aisladamente, podían sonar a irreverentes; método que, desde entonces, no ha caído jamás en desuso. Entre otras cosas, le echaron en cara también los honores que él había tributado siempre a la memoria de su suegro Herméiades, no tanto porque este se había vuelto un rano, cuanto porque había nacido esclavo.
Aristóteles comprendió que era inútil defenderse y a escondidas abandonó la ciudad. «No quiero —dijo— que Atenas se manche con otro delito contra la filosofía». El tribunal le condenó a muerte por contumacia y tal vez pidió su extradición al Gobierno de Cálcida, donde se retiró en casa de sus parientes maternos. Sea como fuere, no hubo incidente diplomático, pues Aristóteles murió repentinamente, no se sabe si de una dolencia de estómago o, como Sócrates, por ingerir cicuta.
Su cuerpo se sumió en la fosa casi al mismo tiempo que el de su ex alumno Alejandro.