Capítulo XXV
FIDIAS EN EL PARTENÓN
Una de las grandes batallas que hubo de afrontar Pericles en el Parlamento fue, como hemos dicho, la reconstrucción de la acrópolis, centro y ciudadela de la ciudad desde la época micénica. Los persas la habían destruido también, reduciendo sus palacios y templos a un montón de ruinas.
El primero que, después de Salamina, volvió a ocuparse de ella fue Temístocles, con su habitual grandiosidad. Pero, tras su caída, los trabajos, que apenas se habían iniciado, se vieron abandonados por dos motivos: primero, porque eran demasiado costosos y, después, porque preveían la erección de un enorme templo a la diosa Atenea, protectora de la ciudad, que antes del saqueo se alzaba en otro sitio. El partido oligárquico, tradicionalista y beato, decía que Atenea, si se la cambiaba de casa, se pondría rabiosa. Y los atenienses que, con todas sus ideas progresistas, tenían lo suyo de supersticiosos, así lo creían.
Pericles no se dio por enterado. Y en un memorable debate en el Parlamento superó ambas objeciones, dando el visto bueno para los trabajos a los arquitectos Ictino y Calícatres bajo la supervisión de Fidias.
Fidias había ido a Atenas precisamente aquel año, llamado por el autokrator. Hijo de pintor, había sido pintor a su vez, trabajando en el taller de Polignoto de Tasos, el gran maestro de principios de siglo, del que había aprendido a ver en grande. Polignoto no pintaba cuadros, sino paredes, y sus frescos estaban llenos de personajes. «Ulises en los infiernos», «El saqueo de Troya», «Las mujeres troyanas», eran verdaderos filmes que ponían en evidencia a Grecia. Los distribuyó, sin cobrar, a los Gobiernos de las distintas ciudades, contentándose con que aquellos le mantuviesen suntuosamente.
Fidias, que en muchas cosas se le parecía, tras haber aprendido de él dibujo y perspectiva, trocó el pincel por el cincel, que le pareció un instrumento más idóneo para realizar sus grandiosas concepciones. En aquel tiempo había cuatro escuelas que se disputaban la primacía en la escultura; la de Reggio, la de Argos, la de Egina y la de Atenas, cada una con sus campeones, entre los que se producían competiciones.
Fidias las visitó todas, tratando de captar lo mejor de cada una. Los que más le impresionaron fueron Geladas y Policleto de Argos, que habían inventado una especie de «geometría de las formas», o sea que habían descubierto la relación de dimensiones que existe entre la cabeza, el torso, las piernas y hasta con las uñas de una figura.
Otro maestro de Fidias fue ciertamente Mirón, discípulo de Geladas como Policleto y fundador de la escuela ática. Es el autor del famoso Discóbolo que, sin embargo, los contemporáneos no consideran su obra maestra, prefiriéndole el Atenea y Marsias, del que hay una copia en el Lateranense. Mirón fue seguramente quien mejor tradujo al bronce y al mármol las recomendaciones de Sócrates, representando sus figuras en movimiento. Prefería, como Policleto, los atletas y los animales, y su Ternera era tan verdadera que un admirador le gritó: «¡Muge!». Pero Fidias no le perdonaba que viese las cosas en pequeño y preferir la armonía a la grandiosidad.
De Fidias hombre sabemos poco. Pero parece que estaba ya cargado de años y de decepciones cuando puso manos al Partenón, pues en un friso se representó a sí mismo más bien viejo, calvo y melancólico.
Todo permite creer que era justo lo contrario que Zeuxis, Parrasio y Policleto: es decir, un artista eternamente descontento de su propia obra. El encargo que había aceptado le obligaba solamente a dibujar el plano de la inmensa obra y a controlar su realización. Pero quiso esculpir asimismo tres estatuas de la diosa, dos de las cuales por lo menos eran de proporciones colosales, y una precisamente de marfil y oro, cuajada de gemas. Nos es imposible dar una opinión de ellas porque no queda ninguna, pero sus contemporáneos apreciaron la más pequeña, Atenea de Lemnos, lo que nos hace pensar que lo que traicionó a Fidias fue siempre aquella su manía de lo grande.
Debía de ser un hombre solitario y malhumorado, pues es el único personaje célebre de Atenas de quien no se encuentra rastro en los cronistas y la libelística de la época. La única noticia segura es la de su condena por la desaparición del oro y del marfil que le habían entregado para su estatua. Seguramente el golpe iba dirigido más contra Pericles que contra él; pero el hecho es que Fidias no supo justificar la falta y fue condenado. Su fama era entonces tal, que la sentencia promovió un escándalo, y el Gobierno de Olimpia ofreció abonar las pérdidas al de Atenas con tal de que dejasen en libertad al escultor, al que encargó la estatua de Zeus en el homónimo inmenso templo.
Fidias, además de la libertad, halló por fin el espacio que buscaba. Pese a representar al rey de los dioses sentado en un trono, la estatua tenía más de veinte metros, y de nuevo recurrió al oro y al marfil. Cuando lo vieron, el día de la inauguración, los de Olimpia dijeron; «¡Esperemos que no se levante; si no, adiós techo!», pero la obra —de la que desgraciadamente no queda nada, salvo algunos fragmentos de pedestal— fue unánimemente considerada como una de las siete maravillas, como ya se decía en aquellos tiempos. Fidias, satisfecho por primera vez, pidió a Zeus un signo de agradecimiento. Y Zeus, cuentan, descargó un rayo sobre el templo, que era un modo diríamos un poco bufo de congratularse. Pero Emilio Paolo y Dion Crisóstomo, que llegaron a tiempo para verlo, atestiguan que se trataba de una obra maestra.
Fidias acabó mal. Alguien ha dicho que volvió, después de lo de Olimpia, a Atenas, donde le metieron otra vez en la cárcel hasta que se murió. Algún otro afirma que emigró a Elida, donde le condenaron no se sabe por qué, a la pena capital. Algo, en su carácter, debía enemistarle con los hombres, visto que ninguno le quería. Y, no obstante, fue no solamente un gran escultor, sino incluso un notabilísimo maestro que, además de haber creado un estilo, hizo de este una escuela, transmitiendo las reglas a discípulos como Agorácrito y Alcamenes, continuadores del «clásico».
Mas aquí hemos anticipado un poco los tiempos y conviene volver a aquellos en que Pericles, todavía en el candelero, cada día, antes de volver a casa de su Aspasia subía a la acrópolis a ver los trabajos que progresaban bajo la dirección de Fidias. Se había comenzado por la ladera sudoccidental de la colina, donde Calícatres había puesto manos a la obra en el Odeion, una especie de teatro para conciertos de atrevidísima modernidad por su forma cónica. Los atenienses vieron en seguida su semejanza con la cabeza de Pericles, que tenía también forma de pera, y las malas lenguas de la oposición la rebautizaron odeion.
Pero, además de esto, estaban ya en buen punto las escaleras de mármol, flanqueadas por dos hileras de estatuas en tanto que, en la cima, Mnesicles levantaba las columnas dóricas que después habrían de llamarse propileos, o antepuertas.
No queremos hacer aquí la descripción del monumento: esta pertenece a la Arqueología y a la Historia del Arte. Se llama, como todos saben, Partenón, de Ton parthenon, que quiere decir «de las vírgenes».
Pero entonces este nombre solo correspondía a la pequeña estancia de las sacerdotisas de la diosa, edificada en un rinconcito del ala occidental, y no se comprende cómo, con el tiempo, terminó dando el nombre a todo el majestuoso y complejo conjunto.
Seguramente con Pericles subían a visitarlo sus amigos personales, algunos de los cuales eran sus enemigos políticos: Sócrates con su cortejo de discípulos, entre ellos Alcibíades y Platón, su exmaestro Anaxágoras, quien tal vez desde allí arriba, en lugar de mirar las estatuas y los capiteles, inspeccionaba el cielo buscando las relaciones de espacio entre las estrellas y los planetas, Parménides con su pupilo Zenón, eterno bastión contrario, Sófocles, Eurípides, Aristófanes; todos ellos personajes destinados a dejar huella en la historia de la Humanidad y de los cuales, en la Atenas de Pericles, se encontraba un ejemplar a la vuelta de cada esquina. Poquísimos de ellos habían nacido en la ciudad. Pero el hecho de que se viesen obligados a acudir a ella para hallar un terreno favorable a sus obras y a sus ideas, nos proporciona la medida de la importancia de Atenas y el grado de su desarrollo.
En el mismo momento que sobre la acrópolis maduraba la obra maestra más completa del genio artístico griego, el Partenón, en todo el resto de aquella pequeña ciudad de doscientos mil habitantes y de treinta o cuarenta mil ciudadanos, se echaban las bases de todas las escuelas filosóficas y se preparaban los temas del futuro conflicto entre la fe y la razón.
El secreto del extraordinario florecimiento intelectual de Atenas en aquel su siglo de oro reside precisamente ahí: en la intimidad de contactos entre sus protagonistas recogidos en el angosto espacio de las murallas ciudadanas y agrupados en el ágora y en los salones de las hetairas; en la intensa participación de todos, en la vida pública y en su adiestramiento para hacerse eco prontamente de los más importantes motivos políticos y culturales; y en la libertad que la democracia de Pericles supo garantizar a la circulación de las ideas. Un pensamiento de Empédocles, un sofisma de Pitágoras, un bon tuot de Gorgias, una insolencia de Hermipo daban inmediatamente, de boca en boca, la vuelta a la ciudad, se hacían eco en el Parlamento y alcanzaban a Sófocles influyendo en la redacción de un drama suyo.
Quién sabe si los atenienses se dieron cuenta del inmenso privilegio que les tocó por haber nacido en Atenas en aquel momento. Acaso no. Los hombres no saben apreciar y medir más que la fortuna de los demás. La propia, nunca.