Capítulo XXXV

EL PROCESO DE ASPASIA

Formalmente Pericles permaneció strategos autokrator hasta 428 antes de Jesucristo, cuando murió. De hecho, estaba «jubilado» hacía tres años, o sea en 432, cuando se intentó un proceso contra Aspasia, aunque en realidad el objetivo era él. Fue la grande affaire política y mundana del momento, una especie de Capocotta con protagonistas de más alto y noble nivel, pero con aspectos no menos sórdidos y bajos.

La ofensiva fue lanzada por los conservadores, que ya habían intentado dañar a Pericles difamando y acusando a sus amigos más íntimos y colaboradores. Fidias lo fue por indebida apropiación de una cantidad de oro que se le entregó para exornar su gigantesca estatua de Atenas y resultó condenado. Anaxágoras, atacado por herético, huyó para escapar de un proceso de cuyo resultado no estaba nada seguro y que el propio Pericles quería evitar. Hasta que, envalentonados por esos éxitos, los conservadores llevaron al tribunal a Aspasia, bajo la acusación de impiedad.

Fue como destapar un ataúd, tal fue la podredumbre que salió en forma de cartas y de libelos anónimos. Los más descalificados libelistas de la época, capitaneados por Hermipo, compitieron en lanzar las calumnias más infamantes contra la «primera dama de Atenas», representándola como una vulgar celestina, que había hecho de Pericles lo que Deyanira había hecho de Hércules, no ya envolviéndole en una camisa ardiendo, sino debilitándole y prostituyéndole con orgías, cocaína y «misas negras». Gracias a ella, decían, la casa del autokrator se había convertido en un burdel, donde Aspasia atraía a las damas de la buena sociedad y a sus hijas menores de edad, para darlas en pasto a su estragado amante y luego rescatarle.

Nada de esto fue probado al tribunal compuesto de mil quinientos jurados. En defensa de la acusada habló el mismo Pericles, cuya voz se quebraba en sollozos de vez en cuando. Tal vez lo que le inspiraba tal desesperación no eran los peligros que corría la persona que él amaba más que nada en el mundo, sino el espectáculo de la ingratitud, la envidia ruin, los sordos rencores, los complejos de inferioridad que la sociedad ateniense ponía de manifiesto en perjuicio de un hombre a quien debía, si no todo, mucho.

Y tal vez la verdadera razón por la cual él se apartó desde entonces fue que aquella experiencia le había quitado la fe en la democracia, haciéndosela aparecer como la incubadora de los más bajos instintos humanos.

Pero incluso políticamente, además de moralmente, este proceso es instructivo porque nos muestra los límites de lo que erróneamente fue llamada «la dictadura de Pericles» y nos esclarece su esencia. ¿Os imagináis, en pleno fascismo, un proceso contra Claretta Petacci, o en pleno nazismo contra Eva Braun?

Evidentemente, el strategos autokrator no era un duce ni un führer y su régimen no era semejo a ninguno de los modernos totalitarismos policíacos.

Para comprender algo de ello hay que poner siempre mientes en los tres hechos fundamentales que lo condicionan: la restricción de la ciudadanía, que no rebasaba los treinta mil votantes, de los que una mitad, la del campo, como ya hemos dicho, quedaba excluida por las dificultades del viaje; la conciencia, por parte de los ciudadanos, de constituir una minoría privilegiada en una ciudad de más de doscientos mil habitantes; y su honda participación en los asuntos políticos y de Estado, dado el escaso sentido que tenían de los vínculos familiares. Mientras un italiano de hoy es antes que nada un padre, un marido, un hijo, etc., o sea un hombre convencido de tener deberes solo con la familia, en nombre de la cual puede incluso ser un desertor en la guerra y un ladrón en la paz, el ateniense de entonces era, antes que cualquier otra cosa, un ciudadano para el cual prevalecían los deberes sociales. Este los cumplía sobre todo en dos sedes; la del club o «confraternitá» y la del Parlamento o Ecclesia.

En Atenas había tantos clubs casi como hoy día en los países anglosajones. Cada ateniense pertenecía por lo menos a tres o cuatro; pongamos el de los oficiales retirados, el de los que se habían elegido por patrono determinado dios o diosa, el profesional, el de los aficionados a cierto vino o a cierta lechoncita. Y era una manera de conocerse y controlarse uno a otro, de establecer vínculos, de tomar decisiones colegiales de categoría que tenían eco en el Parlamento.

Aquí se reunían cuatro veces al mes todos los ciudadanos, no ya sus diputados. Los atenienses no elegían a nadie para representarles. Dado el número relativamente escaso, iban en persona. Y se reagrupaban, no según los partidos, sino, en todo caso, según los clubs, donde habían llegado ya a un acuerdo sobre la actitud a tomar respecto a los proyectos de ley en discusión. Naturalmente, existía una notoria división entre los oligárquicos con su séquito proletario y los demócratas; mas no existía una «derecha» y una «izquierda» como en la topografía política moderna.

Este Parlamento no disponía de local. Se reunía siempre al aire libre a veces en el teatro, a veces en el ágora y a veces incluso en El Pireo. La sesión se abría al alba, con una ceremonia religiosa que consistía en el sólito sacrificio a Zeus de un ternero o un cerdo. Si llovía, quería decir que Zeus estaba de mal humor y la reunión quedaba aplazada. Luego el presidente, que era elegido cada año, leía los proyectos de ley. En teoría, todos podían hablar en pro y en contra, por orden de edad. En realidad había que estar legalmente casado, no tener antecedentes penales, ser propietario de algún bien inmueble y estar en orden con los impuestos. Y estamos seguros de que en estas condiciones se encontraban a lo más el diez por ciento de los congregados. Pero además había que poseer también el don de la oratoria, pues se trataba de una reunión de entendidos que no gustaba de meterse con el que subía a la tribuna.

Este no podía quitar ojo a la clepsidra de agua que medía el tiempo y cuya institución es lástima que los Parlamentos de hoy día hayan olvidado. Había que decir todo lo que se tenía que decir, bien, clara y rápidamente. No solo esto, sino que quien presentaba una proposición era responsable de la misma, en el sentido de que, al cabo de un año de su adopción, si los resultados habían sido negativos, además de anular el acuerdo, se podía multar al autor de la propuesta. Y también es lástima que se haya perdido esta costumbre. Se votaba por aclamación, salvo en casos particulares en los que se exigía el escrutinio secreto. Y el resultado era definitivo: la proposición se convertía automáticamente en ley. Pero antes de llegar a este resultado final, habitualmente se pedía el parecer de la bulé o Consejo, que era una especie de Tribunal constitucional.

Lo formaban quinientos ciudadanos sacados a suerte de los registros de vecinos, sin fijarse en calificaciones y competencias particulares. Ejercían el cargo durante un año y no podían ser sorteados de nuevo hasta que todos los demás ciudadanos hubiesen cumplido su turno. Por aquel servicio público eran modestamente pagados: cinco óbolos al día. Y se reunían en un edificio exprofeso, el buleuterio, en un ángulo del ágora. Estaban divididos en diez pritanias, o comités, de cincuenta miembros cada uno, según los cometidos que eran de vario y amplio control: la constitucionalidad de las proposiciones de ley, la moralidad de los funcionarios civiles y religiosos, el presupuesto y la administración pública. Estaban reunidos todos los días desde el amanecer hasta el ocaso.

Cada pritania presidía durante treinta y seis días a toda la bulé, sacando a suertes cada día el presidente de entre los propios miembros. De modo que a cada ciudadano le tocaba serlo tarde o temprano, lo que hacía de Atenas una ciudad de expresidentes y ayuda a explicarnos el gran apego de aquel pueblo a su ciudad y a su régimen.

En cuanto al Areópago, ciudadela de los aristócratas conservadores, y en tiempos omnipotente, la democracia, desde Pisístrato en adelante, lo ha ido devorando lentamente. Existe aún en tiempos de Pericles, pero reducido a una especie de Tribunal de casación, competente solo para pronunciarse sobre los delitos que entrañan la pena capital. El poder legislativo es ahora un sólido monopolio de la Ecclesia y de la bulé.

El ejecutivo es ejercido por los nueve arcontes que, de Solón en adelante, componen el ministerio. En teoría, también estos vienen imparcialmente sorteados entre el elenco de los ciudadanos. De hecho, por «casualidad» se guía la mano con mil sagacidades. El sorteado ha de demostrar primero que todos sus ascendientes son, por las dos partes, atenienses, que ha cumplido todos sus deberes de soldado y de contribuyente, el respeto que tiene a los dioses, la ejemplaridad de una vida sobre la cual son admitidas todas las insinuaciones y sobre la cual muy pocos debían de estar dispuestos a aceptar investigaciones. Pero, además, hay que pasar ante la bulé una especie de examen psicotécnico llamado doquimasia, que ponga de manifiesto el nivel intelectual del candidato, y a este respecto es fácil comprender qué clase de pasteleos se podían hacer.

El arconte permanece en el cargo un año, durante el cual ha de pedir lo menos nueve veces el voto de confianza a la Ecclesia. Expirado el término, toda su actividad queda sujeta a investigación por parte de la bulé, cuyo veredicto varía de la condena a muerte a la reelección. Si no hay ni esta ni aquella, el exarconte queda jubilado del Areópago, donde permanece, por decirlo así, como senador vitalicio pero sin poderes.

De los nueve arcontes, el formalmente más importante es el basileo, que literalmente querría decir rey, pero que en cambio correspondería hoy en día a «papa», dado que sus atribuciones son exclusivamente religiosas. En el papel, encarna el más alto cargo del Estado. Pero en realidad los poderes mayores, en esta sospechosa división que tiende a excluirles a todos, están en manos del arconte militar, llamado strategos autokrator, que es el comandante en jefe de las fuerzas armadas. Dado que Atenas no es un Estado militarista con ejército permanente y que el servicio de leva, en vez de en cuarteles, se hace en nomadelfias sin uniforme, donde el recluta, más que a obedecer, aprende a autogobernarse y guarda celosamente el sentido de sus derechos y de su independencia de ciudadano, no hay peligro de que el autokrator pueda hacer de él un instrumento para cualquier pronunciamiento[6] a la sudamericana.

Fue, pues, este cargo en el que en seguida fijó Pericles su atención, haciéndose reelegir año tras año desde el 467 en adelante. Pero por el mismo hecho que cada vez tenía que formar una mayoría en la Ecclesia y luego someterse a una investigación por parte de la bulé, está claro que sus poderes eran más los de un rey constitucional que los de un dictador.

Por su habilidad personal logró ejercerlos en sentido extensivo, atribuyéndose poco a poco los de ministro de Relaciones Exteriores y del Tesoro. Atenas, como gran potencia naval, necesitaba de gran diplomacia y los atenienses, pareciéndoles que Pericles era muy ducho en ella, se la dejaron en contrata. Pero cada decisión que tomaba tenía que someterla a la Ecclesia.

Más recelosos se mostraron en lo tocante a la administración de las finanzas, porque parecía que Péneles tenía las manos rotas. Y, como ejemplo, por el Partenón le hicieron, como hemos dicho, mil historias.

Pero las cifras son las cifras. El presupuesto del Estado, cuando Pericles fue elegido por primera vez, registraba una entrada total de mil quinientos millones de liras al año. Cuando se retiró, pese a lo que había gastado en obras públicas, las entradas habían subido a treinta y cinco mil millones.

En suma, el secreto de Pericles, el que le valió la reelección para autokrator durante casi cuarenta años, era tan solo su éxito, debido a la excelencia de sus cualidades de estadista y de administrador. Tan poco abusó de ella, que tuvo que sufrir, al término de su inmaculada carrera, el proceso de Aspasia, del cual el verdadero encausado era él mismo y tuvo que implorar, llorando, piedad en público, ante mil quinientos jurados.

Si aquel proceso deshonra a alguien, no es a Pericles y ni siquiera a Aspasia, sino a Atenas.