Capítulo XXXVI

LA GUERRA DEL PELOPONESO

De prestar oídos a las malas lenguas de la época, Pericles llevó Atenas a la ruina buscando camorra en Megara, porque algunos megarenses habían ofendido una vez a Aspasia secuestrando un par de chicas de su casa de tolerancia. También entonces la gente se divertía explicando la historia con la nariz de Cleopatra.

En realidad, el asunto de Megara, que fue el comienzo de la catástrofe no tan solo para Atenas sino para toda Grecia, tiene orígenes mucho más complejos y lejanos y no dependió en absoluto de la voluntad de un hombre, ni siquiera de un Gobierno o de un régimen. Pericles no hizo una política exterior diferente a la que otro cualquiera, en su lugar, habría hecho. Para Atenas no había alternativas: o ser un imperio o no ser nada. Encerrada por la parte del continente, con pocos kilómetros cuadrados de tierra pedregosa y árida, el día en que no hubiese podido importar trigo y otras materias primas se habría muerto de hambre. Para importarlas necesitaba seguir siendo la dueña del mar. Y para seguir siendo dueña del mar, tenía que dominar con su flota todos aquellos pequeños Estados anfibios que los griegos habían fundado en las costas de su península, del Asia Menor y en las islas, grandes y pequeñas, que recortan el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo.

El Imperio de Atenas se llamaba Confederación, como el inglés se llama Commonwealth. Pero la realidad que se ocultaba en este nombre hipócritamente democrático e igualatorio, era el control comercial y político de Atenas sobre las ciudades que formaban parte de la Confederación. Metona, cuando fue azotada por la sequía y la carestía, hubo de penar no poco por obtener de Atenas el permiso de importar con sus naves un poco de trigo. Atenas pretendía ser ella quien distribuyese las materias primas, primeramente para garantizar el monopolio de los fletes a sus armadores y, después, para disponer de un arma con que reducir por el hambre aquellos pequeños Estados si hubiesen tenido veleidades autonomistas.

Pese a todo el liberalismo, Pericles no aflojó jamás ese control. Como buen diplomático, defendía el derecho a la supremacía marítima ateniense en nombre de la paz. Decía que su flota aseguraba el orden, y en cierto sentido era verdad. Pero se trataba de un orden estrictamente ateniense. Él, por ejemplo, rehusó regularmente, como sus predecesores, dar una explicación sobre el uso que se había hecho de los fondos aportados por las varias ciudades para financiar las campañas contra Persia: en realidad los había empleado para reconstruir Atenas desde los cimientos y hacer de ella la gran metrópoli en que se convirtió bajo él. En 432 recogió de los Estados confederados la bonita suma de quinientos talentos, equivalente a algo así como ciento setenta mil millones de liras de hoy. Por la «causa común», se comprende, y por la flota que garantizaba la paz. Pero esta flota era solo ateniense y la paz le acomodaba a Atenas para mantener su supremacía. Los ciudadanos de la Confederación no tenían los mismos derechos. Cuando surgían líos judiciales en los que se viese envuelto un ateniense, tan solo eran competentes los magistrados de Atenas, según el régimen que hoy se llama «de capitulación» que siempre ha caracterizado al colonialismo.

En suma, la democracia de Pericles tenía límites.

Dentro de la ciudad era monopolio de la pequeña minoría de ciudadanos, con exclusión de los metecos y los esclavos. Y en las relaciones con los Estados confederados no asomaba ni de lejos. En 459 Atenas había empleado la flota para intentar una expedición en Egipto y expulsar a los persas que se habían instalado allí. Aunque batidos, todavía constituían un peligro y Egipto, además de poseer bases navales de primer orden, era el gran granero de aquel tiempo. La Confederación no tenía mucho interés en anexionárselo: además, el trigo, Atenas se lo habría quitado después. Pero tuvo que financiar igualmente la empresa, que fracasó.

El mal humor contra el prepotente amo, que ya incubaba hacía tiempo, estalló en Egina, luego en Eubea y por fin en Samos. Y la flota, que debía servir a la «causa común», o sea también a la de estos tres Estados que se desangraban por financiarla, sirvió en cambio para aplastarlos bajo una violenta represión.

Las represiones no son nunca un signo de fuerza, sino de debilidad. Y como a tales fueron interpretadas las de Atenas por Esparta que, encerrada en sus montañas, no se había convertido en una gran ciudad cosmopolita, no tenía literatura, no tenía salones, no tenía Universidad, pero en compensación tenía muchos cuarteles donde había seguido instruyendo soldados con la disciplina y la mentalidad de los kamikaze, como en los tiempos de Licurgo. Un poco por su posición geográfica en el interior del Peloponeso, un poco por la composición racial de sus ciudadanos, todos de tronco dorio y por ende guerrero, que jamás se habían fusionado con los indígenas, que permanecían en la condición de siervos y apartados de toda participación, hacían de ella la ciudadela del conservadurismo aristocrático y rural. Sus hombres políticos no tenían la brillantez de los atenienses, pero poseían el cálculo paciente de los campesinos y el sentido realista de las situaciones. Cuando fueron solicitados por los emisarios de los Estados vasallos de Atenas y de los que temían serlo, para encabezar una guerra de liberación de la poderosa rival, oficialmente declinaron, pero bajo mano se dedicaron a urdir la trama de una coalición.

Esto no pasó inadvertido a Pericles, quien probablemente se preguntó si no sería cuestión de recuperar las simpatías perdidas, implantando las relaciones confederales sobre bases más equitativas y democráticas. Pero fuere que terminó concluyendo para sus adentros que era imposible hacerlo sin renunciar a la supremacía naval, o que previese perder el «puesto» presentando una propuesta semejante a la Asamblea, el hecho es que prefirió afrontar los riesgos de una tirantez. Su plan era sencillo: retirar, en caso de guerra, toda la población del Ática y todo el Ejército dentro de los muros de Atenas y limitarse a defender la ciudad y su puerto; la supremacía marítima le permitiría una resistencia indefinida. Trató, sin embargo, evitar el conflicto convocando lo que hoy se llamaría una conferencia panhelénica «en la cumbre», en la que deberían participar los representantes de todos los Estados griegos para encontrar una pacífica solución a los problemas pendientes.

Esparta consideró que el adherirse a ella equivaldría a reconocer la supremacía ateniense y declinó.

Fue como si hoy América convocase una conferencia mundial y Rusia rehusase o viceversa. Su ejemplo animó a otros muchos Estados, que la imitaron.

Y aquel fiasco fue otro paso adelante hacia un conflicto del cual estaban ya puestas las premisas. Se trataba de saber quién, entre Atenas y Esparta, poseía la fuerza de unificar a Grecia.

Atenas era un pueblo jónico y mediterránea era la democracia, la burguesía, el comercio, la industria, el arte y la cultura. Esparta era una aristocracia dórica y septentrional, agraria, conservadora, totalitaria y tosca. A estos motivos de guerra Tucídides añadió otro: el aburrimiento que la paz, que ya había durado demasiado, inspiraba especialmente a las nuevas generaciones inexpertas y turbulentas. Y tampoco esta tesis suya hay que echarla en saco roto.

El primer pretexto lo proporcionó en 435 antes de Jesucristo, Corcira con una insurrección contra Corinto, de la que era colonia. Esta solicitó incorporarse a la Confederación ateniense, es decir, que con pobres palabras pidió la ayuda de su flota, que fue enviada en seguida y tuvo un encuentro con la de Corinto, acudida a su vez para restablecer el statu quo. El éxito fue dudoso y no resolvió nada. Tres años después, Potidea hizo lo contrario; colonia de Atenas, se rebeló y pidió ayuda a Corinto. Pericles mandó en su contra un ejército que la sitió durante dos años y no logró expugnarla. Estos dos fracasos constituyeron un grave golpe para el prestigio de Atenas, pues cuando se quiere mandar, hay que demostrar ante todo que se tiene la fuerza de hacerlo. La rebelde Megara se sintió alentada y se alineó al lado de Corinto, que a su vez llamó a Esparta. Atenas impuso el bloqueo a Megara, sitiándola por hambre. Esparta protestó.

Atenas replicó que estaba dispuesta a retirar las sanciones si Esparta aceptaba un tratado comercial con la Confederación, lo que significaba entrar a formar parte de la Commonwealth. Era una propuesta provocativa, ante la que Esparta reaccionó con una contraproposición otro tanto provocativa: dijo que estaba dispuesta a aceptar si Atenas a su vez aceptaba la plena independencia de los Estados griegos, esto es, si renunciaba a su primacía imperial. Pericles no vaciló en rehusar, aun a sabiendas de que aquel «no» era la guerra.

La alineación de las fuerzas estaba ya clara: de una parte Atenas con sus infinitos confederados del Jónico, el Egeo y del Asia Menor, mantenidos unidos por la flota; de la otra, Esparta con todo el Peloponeso (salvo la neutralista Argos), Corinto, Beocia, Megara, mantenidos unidos por el Ejército. Pericles puso inmediatamente en práctica su plan. Reunió las tropas dentro de los muros de Atenas, abandonando el Ática al enemigo, que la saqueó, y mandó las naves a sembrar la confusión en las costas del Peloponeso.

El mar era suyo y, por tanto, los aprovisionamientos estaban asegurados: se trataba de esperar a que el frente enemigo se desintegrase.

Tal vez eso hubiese ocurrido si el hacinamiento en Atenas no hubiera provocado una epidemia de tifus petequial, que diezmó soldados y población. Como siempre sucede en estos casos, los atenienses, en vez de buscar el microbio, buscaron al responsable, y naturalmente lo identificaron en Pericles. Este, debilitado ya por el proceso de Aspasia, había visto multiplicarse, por causa de la guerra, a sus enemigos tanto de derechas como de izquierdas. De izquierdas, el más encarnizado era Cleón, un curtidor de pieles, tosco, demagogo y valeroso. Acusó a Pericles de malversaciones. Y dado que Pericles no pudo efectivamente rendir cuentas de los «fondos secretos» que había empleado para intentar corromper a los estadistas espartanos, fue derrocado y multado, precisamente cuando la epidemia le mataba a su hermana y sus dos hijos legítimos. Es verdad que, arrepentidos en seguida después, los atenienses le llamaron de nuevo al poder, y es más, haciendo una excepción a la ley impuesta por él mismo, confirieron la ciudadanía al hijo que había tenido con Aspasia. Pero el hombre estaba ya moralmente acabado y pocos meses después lo estuvo también físicamente. Triste fin de una carrera gloriosa.

Le sustituyó Cleón, su antítesis humana. Aristóteles dice de él que subía a la tribuna en mangas de camisa y que arengaba a los atenienses con un lenguaje de pillastre, vulgar y pintoresco. Pero fue un buen general. Derrotó a los espartanos en Esfacteria, rechazó sus proposiciones de paz, dominó con inaudita violencia las revueltas de los confederados y al final murió batiéndose como un león contra el héroe espartano Brásidas.

La guerra, que arreciaba hacía casi diez años, había sembrado la ruina en toda Grecia, sin arribar a ninguna solución. Amenazada por una revuelta de esclavos, Esparta propuso la paz. Atenas aceptó, siguiendo por fin el parecer de los aristócratas conservadores, uno de los cuales, Nicias, firmó el tratado en 421 y le dio su nombre. Este preveía no solo una paz por cincuenta años, sino también una colaboración entre ambos Estados en caso de que en alguno de los dos los esclavos se sublevaran. Los grandes enemigos vuelven a encontrar la concordia para mantener las injusticias sociales.