Capítulo XII
SAFO
Mitilene, en la pequeña isla de Lesbos, de la cual convirtióse en capital, era famosa por sus comercios, por sus vinos y por sus terremotos.
También ella comenzó, como todos los demás Estado helénicos, por una monarquía que después se convirtió en oligarquía aristocrática, hasta que una coalición de burgueses y propietarios la derribó instaurando la democracia a través de acostumbrado dictador. Este fue Pitaco, que después tuvo el honor de verse alineado al lado de Solón en la lista de los Siete Sabios. Era un hombre tosco, valeroso, honesto y animado de las mejores intenciones, pero sin demasiados escrúpulos en la elección de los sistemas para realizarlas. No se limitó a echar a los patricios del poder; les echó del país, mandando muchos de ellos al destierro. Y entre estos, también a dos poetas uno varón, Alceo; y otro hembra, Safo.
Por lo que respecta a Alceo, no vacilamos en creer que subsistiesen buenos motivos políticos. Era un joven aristócrata, turbulento y fanfarrón, con cierto talento para el libelo y la calumnia, una especie de «escuadrista» a lo Malaparte. Caminaba abombando el pecho y no perdía ocasión para impresionar a la gente. Pero, como siempre ocurre a los petulantes, cuando se trató de combatir de veras y de arriesgar el pellejo, tiró el escudo, echó a correr y no volvió a encontrar su valor más que para componer una poesía loando sus propias gestas y presentándolas como manifestación de sensatez y de modestia.
El exilio le favoreció porque, haciéndole evaporar de la cabeza sus ambiciones políticas, le dio su verdadera dimensión, obligándole a aceptar su propia naturaleza: que no era la de un hombre de Estado, legislador o guerrero, sino la de un archiliterato más construido para exaltar las empresas ajenas que para llevar a cabo las propias. Era un virtuoso de la poesía e inventó una métrica personal, que más tarde fue precisamente llamada «alcaica» por su nombre.
Y probablemente habría pasado a la posteridad como el más grande poeta de su tiempo —el tercero después de Homero y de Hesíodo—, si no hubiese tenido la desventura de ser contemporáneo de su compañera por parte de política y de exilio: Safo.
De esta curiosa y fascinante mujer que se asomó a la celebridad como una especie de Françoise Sagan de hace dos mil quinientos años, Platón escribió: «Dicen que hay nueve Musas. ¡Los desmemoriados! Han olvidado la décima: Safo de Lesbos». Y Solón, que había conservado la nostalgia de la poesía porque era la única cosa qué no había conseguido hacer, cuando su sobrino Esecéstides le hubo leído una de aquella, exclamó; «¡Ahora puedo incluso morir!». Ella era la «poetisa» por antonomasia, como Homero era por antonomasia «el poeta».
Había nacido a fines del siglo VII antes de Jesucristo, al parecer en 612, en Ereso, una pequeña ciudad cercana a la capital. Pero sus padres, que eran nobles y acomodados, la llevaron de pequeña a Mitilene, precisamente en el momento en que Pitaco iniciaba allí su afortunada carrera. ¿Estuvo ella verdaderamente implicada en la conjura para derrocar al dictador? Nos parecería un poco extraño. Por bien que perteneciese a un ambiente noble donde las mujeres contaban algo y no tenía que ocuparse tan solo en la lana que tejer y en los platos que aderezar —como sucedía en la burguesía y más aún en el proletariado—, ello no nos sugiere la idea de una intrigante política. Sus ambiciones debían de ser muy otras y de carácter más femenil.
No parece que fuese muy bella. Frágil y menuda de cuerpo, semejaba un carboncillo encendido por mor de la piel, el pelo y los negrísimos ojos. Mas, como todos los carboncillos encendidos, ardía ante cualquiera que se le acercase. Tenía, en suma, aquello que hoy se llama sex-appeal y aquella falta de cerebro y de sensatez que en las mujeres y los niños constituye una fascinación irresistible. Ella misma se proclamaba «una cabecita casquivana» y reconocía tener «un corazón infantil». Y aun esto no nos permite verla como una Aspasia o una Cornelia.
Más que la política fue sin duda la moralidad lo que aconsejó a Pitaco determinarse a confinarla en la vecina ciudad de Pirra. El dictador era, como todos los dictadores, austero, y Safo debía de haber cometido algún estropicio, no obstante la digna y vagamente retórica respuesta que había dado a Alceo, quien le escribió una carta galante, lamentando que el pudor le impidiese decirle lo que quería decirle. «Si tus deseos, Alceo, fuesen puros y nobles y tu lengua adecuada para expresarlos, ningún recato te impediría hacerlo». Pero se trataba de literatura, entre dos que sabían que sus escritos llegarían a la posteridad.
Pues Alceo, en realidad, de recato tenía poco. Y Safo, ninguno. Él compuso aún algunos versos más en honor de ella, que no le contestó. Y todo acabó ahí. Por lo demás, los poetas no suelen casarse entre sí. Se limitan a odiarse de lejos.
Apenas había regresado del exilio en Pirra, cuando Pitaco la echó, de nuevo, esta vez a Sicilia. Pero aquí casó con un industrial rico, como sucede a las «divas» de todos los tiempos, que eligen por marido a un caballero millonario. Y tuvo una niña; «que no cambiaría —escribió— por toda la Lidia y ni siquiera por la adorable Lesbos». El industrial, después de habérsela dado, cumplió también con el postrero de sus deberes de buen marido: la dejó viuda y dueña de toda su hacienda. «Necesito del lujo como del sol», reconoció ella lealmente. Y volvió a gozar de uno y otro en Lesbos, adonde después de cinco años de confinamiento pudo regresar rica y sin compromisos conyugales.
Disfrutó de ello ampliamente a lo que parece. Primeramente; además de la hijita, dedicóse con maternal afecto al hermanito Carasso. Mas este la decepcionó enamorándose de una cortesana egipcia. Safo, emotiva y mujer que era, tuvo un ataque de celos, le arañó y no quiso volver a verle. Después instituyó un colegio para muchachas en el que se inscribieron desde el principio todas las de la mejor sociedad de Mitilene. Ella las llamaba «hetairas», o sea, «compañeras», les enseñaba música, poesía y danza, y fue, según parece, una maestra incomparable. Pero luego comenzaron a cundir extraños rumores sobre, las costumbres que ella introdujo en aquella escuela. Y un día los padres de una hetaira llamada Atti acudieron, con el rostro ensombrecido a llevarse a su hijita, que era justamente la preferida de la maestra.
Esta desdicha de Safo fue, para la poesía, una gran suerte, pues el dolor de la separación inspiró a la poetisa algunos de los mejores versos de la lírica de todos los tiempos. «El Adiós a Atti» sigue siendo un modelo por la sinceridad de la inspiración y la sobriedad de la forma, y demuestra que —desgraciadamente— para la buena poesía no son necesarios en absoluto los buenos sentimientos. En su «agridulce tormento», como ella lo llamó, cada cual puede reconocer los propios.
Como sucede con frecuencia a las pecadoras, Safo tuvo una vejez muy decorosa y casi edificante. Según una leyenda, creída y recogida hasta por Ovidio, ella recomenzó a amar a los hombres, perdió la cabeza por el marino Faón y, no correspondida por este, se mató precipitándose desde un peñón de Léucade.
Pero parece ser que la heroína de esta tragedia fue otra Safo, una cortesana. Un fragmento de sus prosas, descubierto en Egipto, nos la presenta en cambio muy diferente y serenamente resignada. Es su respuesta a una petición de matrimonio: «Si mi pecho pudiese aún dar jugo y mi regazo frutos, me encaminaría sin temblar hacia un nuevo tálamo. Pero el amor ha grabado ya demasiadas arrugas en mi piel y el amor ya no me acosa más con la fusta de sus exquisitas penas». Y en otra frase, difundida a los siglos; «Irremediablemente, como la noche estrellada sigue al rosado ocaso, la muerte sigue a toda cosa viviente, y al final la arrebata».
Por razones morales la posteridad fue severa para con Safo. Hace novecientos años, la Iglesia condenó a la hoguera su obra, reunida en nueve volúmenes. Fue por casualidad, a fines del siglo pasado, que dos arqueólogos ingleses descubrieron en Oxicorrinco algunos sarcófagos envueltos en tiras de pergamino, en una de las cuales eran aún legibles seiscientos versos de Safo.
Es todo lo que nos queda de ella, pero basta para catalogarla entre los más grandes poetas, acaso el más grande, del siglo VI, como por los demás la consideraron unánimemente sus contemporáneos y, lo que es más extraño, hasta sus rivales. Entre estos últimos los había de buena calidad, como Mimnermo. Pero acaso el único que puede parangonársele fue Anacreonte, excelente artesano de la rima, pero carente del apasionamiento y del ímpetu lírico que constituyen el hechizo de Safo. Anacreonte era un poeta de la Corte, a quien le agradaba estar entre señores y hacerse mantener. Nació en Teo y cuidó sobre todo de vivir bien.
Lo consiguió, pues vivió hasta los ochenta y cinco años, y seguramente hubiese llegado a los cien si un gajo de uvas no se le hubiese atragantado, ahogándole. Para evitarse disgustos no se comprometió jamás en nada: ni en política, ni en amor. Pero precisamente esto impide a su poesía meterse dentro de la piel de sus lectores. Está magníficamente construida desde el punto de vista métrico. Y ha constituido un modelo: precisamente el de las odas «anacreónticas». Mas a diferencia de Safo, que pagó con exceso toda inspiración con goces y tormentos extenuadores, para Anacreonte la poesía fue sobre todo, si no únicamente, un oficio. Como Vincenzo Monti, escribía con facilidad, comía con apetito, bebía en abundancia y no tenía problemas sentimentales ni casos de conciencia.
Dícese que de viejo se enamoró en serio y que aprendió a conocer el sufrimiento de los celos. Pero era ya demasiado tarde para renovar en él su musa ligera, cuyo egoísmo le había impedido el calar hondo en los sentimientos humanos.