CAPÍTULO 8
El teléfono rojo
A pesar de que se había acostado a las dos de la madrugada, Bond entró puntualmente en el cuartel general a las diez de la mañana siguiente. Se sentía fatal. Además de tener acidez y el hígado dolorido como resultado de haber bebido dos botellas enteras de champagne, experimentaba una pizca de melancolía y desánimo que eran en parte los efectos secundarios de la bencedrina, y en parte la reacción a la dramática situación de la noche anterior.
Cuando subía en el ascensor hacia otro día rutinario, aún sentía el sabor amargo de las horas de medianoche.
Después de que Meyer se hubiese escabullido hacia su casa, agradecido, Bond había sacado las dos barajas de sus bolsillos y las había depositado sobre la mesa ante Basildon y M. Uno era el mazo azul que Drax había cortado para que repartiera Bond, y que él se había guardado para sustituirlo por la baraja preparada que tenía en el bolsillo derecho, maniobra que cubrió con el pañuelo. El otro era el mazo rojo preparado que llevaba en el izquierdo, y que no había necesitado.
Abrió las cartas sobre la mesa y les mostró a M y Basildon que habría producido el mismo gran slam imprevisto con que había derrotado a Drax.
—Es una famosa mano Culbertson[25] —les explicó—. La usó para reírse de sus propias convenciones de baza rápida. Tuve que preparar una baraja azul y otra roja. No podía saber con qué color iba a repartir.
—Bueno, hay que decir que ha salido bien —comentó Basildon, agradecido—. Espero que Drax sume dos más dos y se mantenga apartado del juego, o juegue limpio según su suerte. Ha sido una noche muy costosa para él. No discutamos sobre sus ganancias —añadió—. Esta noche nos ha hecho un gran favor a todos, en particular a Drax. Las cosas habrían podido salir mal. Y entonces hubieran sido sus propios dedos los que se habría pillado. El cheque le llegará el sábado.
Se habían deseado las buenas noches y Bond, de mal humor y un tanto decepcionado, se había ido a casa. Se tomó un somnífero suave para intentar despejarse la mente de los acontecimientos grotescos de la noche y prepararse para la mañana y el trabajo de la oficina. Antes de quedarse dormido reflexionó, como había hecho tan a menudo en otros momentos de triunfo ante la mesa de juego, que las ganancias para el ganador eran siempre inferiores a las pérdidas para el perdedor.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Loelia Ponsonby miró con curiosidad las sombras oscuras que tenía bajo los ojos. Él advirtió la mirada, como ella había pretendido.
Le sonrió.
—En parte trabajo y en parte juego —explicó—. En compañía estrictamente masculina —añadió—. Y muchas gracias por la bencedrina. La verdad es que la necesitaba con desesperación. Espero que no te haya estropeado la velada.
—Por supuesto que no —replicó ella, pensando en la cena y el libro prestado de la biblioteca que había abandonado cuando la telefoneó Bond. Miró su libreta de taquigrafía—. El jefe de Estado Mayor ha llamado hace una media hora, para decir que M quería verte hoy. No ha podido concretar a qué hora. Le he dicho que a las tres tenías combate sin armas, y me ha pedido que lo cancelara. Eso es todo, excepto las carpetas que quedaron pendientes de ayer.
—Gracias al cielo —comentó Bond—. Hoy no podría haber resistido que ese condenado tipo de los comandos me arrojara de un lado para otro. ¿Alguna noticia de 008?
—Sí —respondió ella—. Dicen que está bastante bien. Lo han trasladado al hospital militar de Wahnerheide. Al parecer sólo sufre un shock.
Bond sabía lo que podía significar la palabra «shock» en su profesión.
—Me alegro.
Lo dijo sin convicción. Luego sonrió a Loelia, entró en su oficina y cerró la puerta.
Rodeó con decisión su escritorio hasta la silla, se sentó y atrajo el primer expediente hacia sí. El lunes ya había pasado.
Hoy era martes. Un nuevo día. Cerrando su mente al dolor de cabeza y a los pensamientos sobre la noche pasada, encendió un cigarrillo y abrió la carpeta marrón que tenía estampada la estrella roja de alto secreto. Era un memorando de la oficina del oficial jefe de prevención de la brigada de aduanas de Estados Unidos y se titulaba El inspectoscopio.
Enfocó la vista.
«El inspectoscopio —leyó— es un instrumento que utiliza principios fluoroscópicos para la detección de contrabando. Lo fabrica la Sicular Inspectoscope Company, de San Francisco, y es muy usado en las prisiones estadounidenses para la detección secreta de objetos de metal ocultos entre la ropa o en la persona de los criminales y de los visitantes de las prisiones. También se emplea para la detección de CID (compra ilícita de diamantes) y contrabando de diamantes en los campos de gemas de África y Brasil. El instrumento cuesta siete mil dólares, mide aproximadamente dos metros y medio de largo por dos de alto, y pesa casi tres toneladas. Requiere dos operadores especializados. Se han hecho experimentos con este instrumento en la sala de aduanas del aeropuerto internacional de Idlewild, con los siguientes resultados…».
Bond se saltó dos páginas que contenían los detalles de unos cuantos casos de contrabando insignificante y estudió el «Sumario de conclusiones», del cual dedujo, con cierta irritación, que tendría que pensar en otro sitio que no fuera la sobaquera para llevar la Beretta calibre veinticinco la próxima vez que viajara al extranjero. Tomó nota mental para discutir el problema con la sección de dispositivos técnicos.
Marcó y firmó la hoja de distribución, y automáticamente tendió la mano hacia la carpeta siguiente titulada Filopon. Una droga asesina japonesa.
«Filopon…». Su mente estaba intentando divagar, y la devolvió con brusquedad a las páginas mecanografiadas.
«El filopon es el factor principal del incremento de crímenes en Japón. Según el Ministerio de Bienestar, hay actualmente 1.500.000 adictos en el país, un millón de los cuales tiene menos de veinte años, y la Policía Metropolitana de Tokio atribuye el setenta por ciento de los delitos juveniles a la influencia de esta droga.
»La adicción, como en el caso de la marihuana en Estados Unidos, comienza por un “porro”. El efecto es estimulante y la droga es adictiva. También es barata —alrededor de diez yens (seis peniques) el porro—, y la adicción incrementa con rapidez el consumo hasta llegar a cien por día. En estas cantidades la adicción se vuelve costosa y la víctima recurre automáticamente al delito para pagar la droga. Que el delito incluya a menudo el ataque físico y el asesinato se debe a una propiedad particular de la droga. Provoca un agudo complejo de persecución en el adicto, que es presa de la ilusión de que la gente quiere matarlo y de que siempre lo están siguiendo con intenciones perjudiciales. Atacará con pies y puños, o con una navaja, a un desconocido que pase por la calle, de quien piense que lo ha mirado de manera sospechosa. Los adictos en estado menos avanzado tienden a evitar a un viejo amigo que ha llegado a la dosis de cien porros diarios, y esto, por supuesto, sólo incrementa el sentimiento de persecución del otro.
»De esta manera, el asesinato se convierte en un acto de defensa propia, virtuoso y justificado, con lo que es evidente el arma tan peligrosa en que puede convertirse en el manejo y control del crimen organizado por parte de una “mente directora”.
»Se ha detectado el filopon como fuerza motivadora del famoso caso del asesinato del bar Mecca, desagradable asunto a consecuencia del cual la policía detuvo a más de 5000 proveedores de droga en cuestión de semanas.
De pronto, Bond se rebeló. ¿Qué demonios hacía él leyendo todo aquello? ¿Cuándo iba a necesitar él saber algo acerca de una droga asesina japonesa llamada filopon?
Distraído, pasó el resto de las páginas, escribió su apellido en la hoja de distribución y arrojó la carpeta en la bandeja de salida.
Aún sentía las punzadas del dolor de cabeza sobre el ojo derecho, como si le estuvieran clavando algo. Abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó un frasco de Phensic[26]. Pensó en pedirle a su secretaria un vaso de agua, pero no le gustaba que lo mimaran. Con desagrado, masticó las dos tabletas y se tragó el áspero polvo resultante.
A continuación encendió un cigarrillo, se levantó y fue a situarse junto a la ventana. Miró, sin verlo, el verde panorama que tenía al otro lado, muy abajo, y dejó vagar sus ojos sin objeto por el dentado horizonte de Londres mientras su mente se concentraba en los extraños acontecimientos de la noche anterior.
Y cuanto más pensaba en ello, más extraño le parecía todo.
¿Por qué Drax, un millonario, un héroe público, un hombre con una posición única en el país, por qué aquel hombre prominente tenía que hacer trampas cuando jugaba a las cartas? ¿Qué podía conseguir con eso? ¿Qué podía demostrarse a sí mismo? ¿Acaso pensaba que era toda una ley en sí mismo, que estaba tan por encima del común de los mortales y de sus insignificantes reglas de conducta, que podía escupir a la cara de la opinión pública?
La mente de Bond se detuvo. «Escupir a la cara». Esa frase describía con bastante precisión los modales de aquel hombre en el Blades. La combinación de superioridad y desprecio. Como si estuviera tratando con una escoria humana que estaba tan por debajo del desdén que no había ninguna necesidad de fingir siquiera un comportamiento decente en su compañía.
Presumiblemente, a Drax le gustaba hacer apuestas. Tal vez aliviara sus propias tensiones, las tensiones que se percibían en su voz chillona, sus uñas mordidas, el sudor constante. Pero en modo alguno debía perder. Sería despreciable perder ante esos seres inferiores. Así pues, a costa de cualquier riesgo, debía hacer trampas para lograr la victoria. En cuanto a la posibilidad de que lo descubrieran, creía que podría defenderse con bravatas y salir con bien de cualquier aprieto. Si acaso llegaba a pensar en ello. «Y las personas con obsesiones —reflexionó Bond— son ciegas ante el peligro. Incluso coqueteaban con él de una manera perversa». Los cleptómanos intentaban robar objetos asumiendo cada vez mayores riesgos. Los maníacos sexuales hacían alarde de sus hazañas reprobables como si desearan que los arrestasen. Los pirómanos a menudo no hacían el menor esfuerzo por evitar que los relacionaran con los incendios que provocaban.
Pero ¿cuál era la obsesión que consumía a aquel hombre? ¿Cuál era el origen de aquella conducta compulsiva que estaba empujándolo ladera abajo hacia el mar?
Todos los signos apuntaban a la paranoia. Delirios de grandeza y, detrás de eso, de persecución. El desprecio que se evidenciaba en su rostro. La voz intimidatoria. La expresión de secreto triunfo con que había respondido a la derrota después de un momento de derrumbamiento amargo. El triunfo del maníaco que sabe que, cualesquiera que puedan ser los hechos, él tiene razón. Quienquiera que pueda querer frustrar sus designios, puede superarlo. Para él no hay derrota debido a su poder secreto. El sabe cómo amasar fortunas. Puede volar como un pájaro. Él es todopoderoso…
«Sí —pensó Bond, mirando sin ver hacia Regent’s Park—. Esa es la respuesta. Sir Hugo Drax es un paranoico delirante. Esa es la fuerza que lo ha impulsado, por senderos tortuosos, a ganar sus millones. Ese es el origen del regalo a Inglaterra de ese cohete gigante que aniquilará a nuestros enemigos. Gracias al todopoderoso Drax. Pero ¿quién puede saber lo cerca que está ese hombre del punto de derrumbamiento? ¿Quién ha penetrado detrás de esa fanfarronería, detrás de todo el vello rojo que le cubre la cara, quién ha interpretado los signos como algo más que los efectos de sus humildes orígenes o de susceptibilidad respecto a sus heridas de guerra?».
Al parecer, no lo había hecho nadie. Entonces, ¿estaba él, Bond, en lo cierto al realizar su análisis? ¿En qué se basaba? ¿Era prueba suficiente el atisbo que había tenido del alma de un hombre a través de una ventana con los postigos echados? Tal vez otros habían tenido un atisbo semejante. Tal vez se habían producido otros momentos de tensión suprema en Singapur, Hong Kong, Nigeria, Tánger, y algún comerciante sentado ante Drax había reparado en el sudor y las uñas mordidas y la furiosa mirada rojiza de aquellos ojos en un rostro al que de repente había abandonado por completo la sangre.
«Si hubiera tiempo —reflexionó Bond—, habría que buscar a esas personas, si es que existen, y averiguar de verdad todo lo referente a ese hombre, tal vez encerrarlo antes de que sea demasiado tarde».
¿Demasiado tarde? Bond sonrió para sí. ¿Por qué se estaba poniendo tan dramático? Le había hecho un regalo de quince mil libras. Bond se encogió de hombros. De todas formas, no era asunto suyo. Pero aquella última observación que había hecho… «Me gastaría ese dinero con rapidez, capitán de fragata Bond». ¿Qué había querido decir con eso? Debían de ser esas palabras, se dijo, las que habían permanecido en el fondo de su conciencia y lo habían hecho meditar tan cuidadosamente sobre el problema de Drax.
Se apartó con brusquedad de la ventana. «Al demonio con ello —pensó—. Ahora soy yo el que se está obsesionando. Vamos a ver. Quince mil libras… Un milagroso golpe de suerte inesperado». Pues muy bien, desde luego que gastaría el dinero con rapidez. Se sentó ante su escritorio y empuñó un lápiz. Pensó por unos momentos y luego, en una libreta de memorandos con el membrete «Alto Secreto», escribió:
«1. Rolls-Bentley convertible, unas 5000 libras.
»2. Tres alfileres de corbata con diamante a 250 libras cada uno, 750 libras».
Se detuvo. Eso todavía le dejaba casi diez mil libras. Algo de ropa, pintar el apartamento, un juego de esos nuevos palos de golf marca Henry Cotton, unas cuantas docenas de botellas de champagne Taittinger. Pero eso podía esperar. Aquella misma tarde iría a comprar los alfileres de diamante y se pasaría por la Bentley. Invertiría el resto en oro. Ganaría una fortuna. Luego se retiraría.
En enojada protesta, el teléfono rojo rompió el silencio.
—¿Puedes subir? M quiere verte.
Era el jefe de Estado Mayor, que hablaba con tono apremiante.
—Voy —respondió Bond, repentinamente alerta—. ¿Alguna pista de lo que quiere?
—A mí que me registren —dijo el jefe de Estado Mayor—. Ni siquiera ha tocado sus mensajes, todavía. Ha estado toda la mañana en Scotland Yard y en el Ministerio de Suministros.
Colgó.