CAPÍTULO 5

Cena en el Blades

Eran las ocho en punto cuando Bond siguió a M a través de las altas puertas que estaban al otro lado del hueco de la escalera respecto a la sala de juego y daban paso al hermoso comedor blanco y dorado, estilo Regencia, del Blades.

M decidió ignorar la llamada de Basildon, quien presidía la gran mesa central donde aún quedaban dos espacios libres. Atravesó la estancia con decisión hacia la última de una hilera de seis mesas más pequeñas, hizo un gesto a Bond para que se sentara en la cómoda silla de brazos encarada hacia la sala, y él ocupó la que quedaba a la izquierda de su invitado, de modo que daba la espalda a los comensales.

El jefe de camareros ya se encontraba detrás de la silla de Bond. Depositó la carta junto a su plato y le entregó otra a M. Había mucha letra impresa debajo de la palabra «Blades», escrita con delicadas letras doradas en la parte superior de la cartulina.

—No se moleste en leer todo eso —le advirtió M—, a menos que no tenga ni idea de lo que quiere. Una de las primeras reglas que se dictaron en el club, y una de las mejores, fue la de que todo miembro podría pedir cualquier plato, barato o caro, pero tendría que pagarlo. Lo mismo vale hoy en día, sólo que existe la posibilidad de que uno no tenga que pagarlo. Simplemente, pida lo que le apetezca. —Miró al jefe de camareros—. ¿Queda todavía caviar de Beluga, Porterfield?

—Sí, señor. Nos sirvieron otro pedido la semana pasada.

—Bueno —dijo M—. A mí tráigame caviar, riñones picantes y una loncha de su excelente panceta. Con guisantes y patatas nuevas. Fresones en aguardiente de cerezas. ¿Qué quiere usted, James?

—Soy un maníaco del salmón ahumado realmente bueno —respondió Bond. Luego señaló la carta—. Chuletas de cordero con las misma guarnición de verduras que usted, dado que estamos en mayo. Los espárragos con salsa bearnesa me parecen maravillosos. Y quizá un trozo de piña —concluyó, tras lo cual se retrepó en la silla y apartó la carta de sí.

—Demos gracias a Dios por los hombres que saben decidirse —comentó M, y alzó la mirada hacia el jefe de camareros—. ¿Tiene todo eso, Porterfield?

—Sí, señor. —El hombre sonrió—. ¿Le apetecería un hueso de tuétano después de los fresones, señor? Hoy nos ha llegado media docena del campo, y he guardado uno especialmente por si venía usted.

—Por supuesto. Ya sabe que no puedo resistirme a eso. Es perjudicial para mí, pero no puede evitarse. A saber lo que estoy celebrando esta noche, pero no lo hago a menudo. Pídale a Grimley que venga por aquí, ¿quiere?

—Ya está aquí, señor —respondió el jefe de camareros al tiempo que cedía el paso al sumiller.

—Ah, Grimley, tráigame un vodka, por favor. —Se volvió a mirar a Bond—. No es el que tomó usted antes en el martini seco. Este es un Wolfschmidt de Riga, de antes de la guerra. ¿Le apetecería una copa con el salmón ahumado?

—Mucho —replicó Bond.

—¿Y luego? —inquirió M—. ¿Champagne? Yo voy a pedir media botella de rosado. El Mouton Rothschild del treinta y cuatro, por favor, Grimley. Pero no se guíe por lo que yo pido, James. Soy un hombre viejo. El champagne no me sienta bien. Tenemos algunos buenos, ¿no es cierto, Grimley? Me temo que no hay de ese del que usted habla siempre, James. No es frecuente en Inglaterra. Se llama Taittinger, ¿no es así?

Bond sonrió ante la buena memoria de M.

—Sí —asintió—, pero no es más que un capricho mío. De hecho, por varias razones, creo que esta noche me apetece beber champagne. Tal vez sea mejor que lo deje en manos de Grimley.

El sumiller sonrió complacido.

—Si me permite la sugerencia, señor, le propongo el Dom Perignon del cuarenta y seis. Tengo entendido que Francia sólo lo vende a cambio de dólares, señor, así que no se encuentra a menudo en Londres. Creo que fue un regalo que nos hizo el club Regency de Nueva York, señor. En este momento tengo algunas botellas en hielo. Es el preferido del presidente del club, y me dijo que lo tuviera a punto cada noche por si lo necesitaba.

Bond asintió con una sonrisa.

—Sea, Grimley —respondió M—. El Dom Perignon. Tráigalo cuanto antes, ¿quiere?

Apareció una camarera que depositó sobre la mesa dos bandejas de tostadas recién hechas, y otra más pequeña, de plata, con mantequilla Jersey. Al inclinarse sobre la mesa, su falda negra rozó un brazo de Bond, quien alzó la mirada hacia dos impertinentes ojos chispeantes coronados por un flequillo de suave cabello. Los ojos le sostuvieron la mirada durante una fracción de segundo, y luego la joven se marchó apresuradamente. Los ojos de Bond siguieron al ancho lazo atado en la cintura y al cuello y los puños almidonados del uniforme mientras ella se alejaba por el largo salón. Sus ojos se entrecerraron. Recordó un local de París, antes de la guerra, donde las muchachas iban vestidas con la misma excitante severidad. Hasta que se volvían y mostraban la espalda.

Sonrió para sí. La ley Marthe Richards había cambiado todo eso.

M dejó de estudiar a los vecinos que se encontraban detrás de él y se volvió de cara a Bond.

—¿Por qué se ha mostrado tan críptico respecto a beber champagne?

—Bueno, si no le importa, señor —explicó Bond—, esta noche debo achisparme un poco. Tengo que parecer muy borracho cuando llegue el momento. No es algo demasiado fácil de representar a menos que uno lo haga con una buena dosis de convicción. Espero que no se preocupe si más tarde doy la impresión de perder la compostura.

M se encogió de hombros.

—Usted tiene el aguante de una roca, James —replicó—. Beba todo lo quiera, si eso le va a ayudar. Ah, aquí tenemos el vodka.

Cuando M le sirvió tres dedos de la garrafa escarchada, Bond cogió una pizca de pimienta negra y la espolvoreó sobre el líquido. La pimienta se posó lentamente en el fondo del vaso, salvo unos pocos granos que quedaron en la superficie; los recogió haciendo que se adhirieran a la punta de su dedo. A continuación se bebió el licor de un trago, hasta el fondo de la garganta, y depositó el vaso, con los restos de la pimienta en el fondo, sobre la mesa.

M le dirigió una mirada irónicamente interrogativa.

—Es un truco que me enseñaron los rusos cuando usted me envió como agregado de la embajada en Moscú —se disculpó Bond—. A menudo hay alcohol amílico en la superficie de este licor, o al menos solía haberlo cuando estaba mal destilado. Es venenoso. En Rusia, donde se vende mucho licor casero hecho en bañeras, es una costumbre espolvorearlo con un poco de pimienta cuando está en el vaso. La pimienta se lleva el alcohol amílico al fondo. El sabor llegó a gustarme y se convirtió en un hábito. Pero, claro, no debería haber insultado al Wolfschmidt del club —añadió con una sonrisa.

M gruñó.

—Mientras no espolvoree con pimienta el champagne favorito de Basildon… —masculló secamente.

Se oyó una áspera carcajada procedente de una mesa del otro extremo del comedor. M echó una ojeada por encima del hombro y luego volvió a su caviar.

—¿Qué piensa de ese hombre, Drax? —preguntó a través de un bocado de tostada con mantequilla.

Bond se sirvió otra loncha de salmón ahumado de la bandeja de plata que había a su lado. Tenía la delicada textura glutinosa que sólo conseguían los curadores de las Highland, muy diferente de los productos resecos de Escandinavia. Enrolló en forma de cilindro una rebanada de pan con mantequilla tan fina como una oblea, y la contempló con aire pensativo.

—Sus modales no pueden gustarle mucho a nadie. Al principio me sorprendió bastante que lo toleraran en este club. —Dirigió una breve mirada a M, el cual se encogió de hombros—. Pero de todas formas eso no es asunto mío, y los clubes serían muy aburridos sin la animación que les confieren los excéntricos. En cualquier caso es un héroe nacional y un millonario, y obviamente es un jugador de cartas correcto. Quiero decir, cuando no contribuye a inclinar las probabilidades a su favor —añadió—. Aunque por lo que he visto, es el tipo de hombre que siempre imaginé que era. Vigoroso, implacable y astuto. Tiene muchas agallas. No me sorprende que haya conseguido llegar donde está. Lo que no comprendo es por qué se arriesga tan alegremente a echarlo todo por la borda. Esas trampas con las cartas… Realmente, resulta algo increíble. ¿Qué está intentando demostrar con eso? ¿Que puede vencer en todo a todo el mundo? Parece enfocar con una enorme pasión las partidas de cartas, como si no fuesen un juego en lo más mínimo, sino algo así como una prueba de fortaleza. Basta con mirarle las uñas. Se las muerde hasta que están en carne viva. Y suda demasiado. En su interior hay muchísima tensión. La libera con esas horribles bromas que hace. Son crueles. No hay en ellas el menor atisbo de delicadeza. Parece como si quisiera aplastar a Basildon como una mosca. Espero ser capaz de controlar mi temperamento. Ese rasgo suyo es bastante irritante. Incluso a su compañero de partida lo trata como si fuera una porquería. No me ha fastidiado especialmente, pero no me importaría darle un buen picotazo esta noche. —Sonrió a M.— Si viene a cuento, claro.

—Ya sé a qué se refiere —respondió M—. Pero es posible que esté siendo un poco duro con ese hombre. A fin de cuentas, hay que pensar que hay un largo camino entre los muelles de Liverpool, o del sitio del que proceda, hasta su posición actual. Y es una de esas personas que nacen groseras. No tiene nada que ver con el esnobismo. Supongo que sus compañeros de Liverpool lo encontraban tan bocazas como los miembros del Blades. Por lo que se refiere a las trampas, es probable que tenga una vena de fullero. Yo diría que usó muchos atajos cuando iba ascendiendo. Alguien dijo que para hacerse muy rico hay que contar con una combinación de circunstancias notables y una racha de suerte sin interrupciones. Ciertamente, las cualidades de las personas no son lo único que las hace ricas. Al menos, según mi experiencia. Al principio, para reunir las primeras diez mil, o las primeras cien mil libras, las cosas tienen que ir condenadamente bien. Y en el negocio de las mercancías, después de la guerra, con tantas regulaciones y restricciones, supongo que a menudo era cuestión de saber deslizar mil libras en el bolsillo correcto. El de los funcionarios. Esos que sólo entienden de sumas, divisiones… y silencio. Son los que resultan útiles.

M guardó silencio mientras les servían el segundo plato. Con él llegó el champagne en un cubo plateado con hielo y el pequeño cesto de mimbre que contenía la media botella de rosado para M.

El sumiller aguardó hasta que hubieron emitido una opinión favorable sobre las bebidas, y se marchó. Cuando se alejaba, un botones se acercó a la mesa.

—¿Capitán de fragata Bond? —inquirió.

Bond cogió el sobre que le tendía y lo abrió. De su interior sacó un paquetito de papel fino y lo desplegó con cuidado debajo de la mesa. Contenía un polvo blanco. Cogió el cuchillo de plata para fruta e introdujo la punta dentro del polvo, de modo que la mitad de su contenido quedó en el cuchillo. Luego lo alargó hacia la copa de champagne y vertió el polvo en ella.

—¿Y ahora, qué? —preguntó M, con un deje de impaciencia en la voz.

En la expresión de Bond no se percibía disculpa ninguna. No era M quien tendría que hacer el trabajo aquella noche, y él sabía muy bien lo que se hacía. Siempre que le aguardaba un trabajo, se tomaba infinitas molestias por anticipado y dejaba la menor cantidad posible de factores al azar o la casualidad. Si luego algo salía mal, se debería a lo imprevisible. Por eso no aceptaba responsabilidad ninguna.

—Bencedrina —explicó—. Antes de la cena he telefoneado a mi secretaria y le he pedido que cogiera un poco de la enfermería del cuartel general. Es lo que necesito si quiero tener todos los sentidos alerta esta noche. Tiende a hacer que uno se sienta un poquitín confiado en exceso, pero eso tiene arreglo. —Removió el champagne con un trozo de tostada, de modo que el polvo se arremolinó entre las burbujas. Luego se bebió la mezcla de un solo trago—. No sabe a nada —dijo—, y el champagne es excelente.

M le dedicó una sonrisa indulgente.

—Es su problema —concluyó—. Y ahora, será mejor que continuemos con la cena. ¿Qué tal estaban las chuletas?

—Soberbias —respondió Bond—. Se podían cortar con el tenedor. La cocina inglesa es la mejor del mundo… sobre todo en esta época del año. Por cierto, ¿con qué apuestas se jugará esta noche? No me importa demasiado. Nosotros deberíamos acabar ganando. Pero me gustaría saber cuánto le va a costar a Drax.

—A él le gusta jugar según lo que él llama «uno y uno» —respondió M, mientras se servía las fresas que acababan de llegar a la mesa—. Es una apuesta que parece modesta si no se sabe lo que significa. De hecho, es a un billete de diez libras los cien puntos, es decir, la vuelta, y a un centenar de libras la partida.

—Ah —dijo Bond con respeto—. Ya veo.

—Pero le da igual jugar por dos y dos o por tres y tres. Asciende según esas cifras. La partida media en el Blades es de alrededor de diez vueltas. Eso significa doscientas libras a uno y uno. Y aquí el bridge da para grandes partidas. No existen convenciones, de modo que hay muchas apuestas y faroles. A veces se parece mucho al poker. Los jugadores son muy dispares. Algunos de ellos son los mejores del país y otros son terriblemente temerarios. Parece no importarles cuánto pierdan. El general Bealey, que está justo detrás de nosotros —especificó, mientras hacía un gesto con una mano—, no diferencia las rojas de las negras. Casi siempre pierde unos cuantos centenares al final de la semana. No parece importarle. Tiene problemas de corazón. Nadie depende de él. Ganó verdaderas fortunas con el yute. En cambio, Duff Sutherland, el hombrecillo de aspecto desaliñado que está al lado del presidente, es un depredador absoluto. Saca regularmente diez mil al año del club. Es un tipo agradable. Tiene unos maravillosos modales de jugador. Antes jugaba al ajedrez como representante de Inglaterra.

M se vio interrumpido por la llegada de su hueso de tuétano. Estaba colocado verticalmente sobre una inmaculada servilleta de puntilla sobre una bandeja de plata. A su lado había una paleta especial para el caso.

Después de los espárragos, a Bond le quedaba poco apetito para las finas rodajas de piña. Vació lo que quedaba de la botella de champagne helado dentro de su copa. Se sentía de maravilla. Los efectos de la bencedrina y el champagne habían debilitado con creces el esplendor de la comida. Apartó por primera vez sus pensamientos de la cena y de la conversación con M, y recorrió el comedor con los ojos.

Era una escena deslumbrante. Había quizá unos cincuenta hombres en la sala, la mayoría con esmoquin, todos cómodos con ellos mismos y su entorno, todos estimulados por la comida y la bebida excelentes, todos animados por un interés común: la perspectiva de las apuestas altas, del gran slam, del mejor bote, de que salieran los dados clave en una partida de 64 en el backgammon. Puede que hubiera tramposos o posibles tramposos entre ellos, hombres que maltrataran a su esposa, hombres con instintos perversos, hombres codiciosos, hombres cobardes, hombres mentirosos; pero la elegancia de la sala los investía a todos con una especie de aristocracia.

En el otro extremo, por encima de la mesa del bufet frío repleta de langostas, pasteles, carnes y delicias de gelatina salada, el retrato inacabado por Romney de la señora Fitzherbert, de tamaño natural, miraba con ojos provocativos hacia el Jeu de Cartes, de Fragonard, el gran cuadro de género que cubría la mitad de la pared opuesta, sobre la chimenea Adam. A lo largo de las paredes laterales, en el centro de cada panel de madera con bordes dorados, había uno de los raros grabados del club Hell-Fire, en los cuales cada figura representada esboza un gesto de significado escatológico o mágico. En lo alto, uniendo las paredes con el techo, había un friso de escayola de urnas y festones de flores tallados en relieve, interrumpido a intervalos por los capiteles de las pilastras estriadas que enmarcaban las ventanas y las altas puertas dobles, estas últimas delicadamente talladas con un diseño que presentaba la rosa de los Tudor entretejida con una cinta.

La araña de luces central, una cascada de lágrimas de cristal rematadas por anchas cestas de cuentas de cuarzo, destellaba cálidamente sobre los manteles de damasco y los servicios de plata estilo Jorge IV. Abajo, en el centro de cada mesa, los candelabros de tres brazos difundían la dorada luz de sus velas, cada una de ellas protegida por una pantalla de seda roja, de modo que los rostros de los comensales brillaban con una calidez jovial que disimulaba la ocasional mirada gélida de unos ojos o el mohín cruel de una boca.

Mientras Bond absorbía la cálida elegancia de la escena, algunos grupos comenzaron a separarse. Se produjo un movimiento hacia las puertas, acompañado del intercambio de retos, apuestas adicionales y exhortaciones a que los rezagados se apresuraran y pusieran manos a la obra. Sir Hugo Drax, con su velludo rostro arrebolado brillante de expectación, se encaminó hacia ellos, seguido de Meyer.

—Bueno, caballeros —dijo con tono jovial al llegar a la mesa—, ¿están los corderos preparados para la matanza y los gansos listos para el desplume? —Sonrió y, con gesto muy gráfico, se pasó un dedo por la garganta—. Nos adelantaremos para colocar el hacha en la cesta. ¿Ya han hecho testamento?

—Estaremos con ustedes dentro de un momento —respondió M con evidente irritación—. Vayan pasando y empiecen a marcar las cartas.

Drax se echó a reír.

—No necesitaremos ninguna ayuda artificial —declaró—. No tarden mucho.

Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Meyer les dedicó una sonrisa incierta y lo siguió.

M profirió un gruñido.

—Tomaremos el café y el coñac en la sala de juego —le dijo a Bond—. Aquí no se puede fumar. Bueno, ¿algún plan de última hora?

—Tengo que engordarlo para la matanza, así que, por favor, no se preocupe si parece que me estoy emborrachando —le advirtió Bond—. Sólo tendremos que limitarnos a jugar normalmente hasta que llegue el momento. Cuando le toque repartir a él, deberemos tener cuidado. Por supuesto, no puede alterar las cartas, y no existe ninguna razón para que no pueda darnos una buena mano, pero será inevitable que consiga algunos golpes notables. ¿Le importa que me siente a la izquierda de Drax?

—No —replicó M—. ¿Algo más?

Bond pensó por un momento.

—Sólo una cosa, señor —respondió—. Cuando llegue el momento, me sacaré un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta. Eso significará que usted está a punto de recibir una mano en la que no hay ninguna carta superior a nueve. ¿Querrá dejar entonces la declaración de esa mano a mi cargo?