CAPÍTULO 13

Marcación mortal

El miércoles por la mañana, Bond despertó temprano en la cama del hombre muerto.

Había dormido poco. Drax no había dicho una sola palabra mientras regresaban a la casa y lo había despedido con un breve «buenas noches» al pie de la escalera. Bond había recorrido el pasillo enmoquetado hasta donde brillaba una luz a través de una puerta abierta; sus cosas estaban pulcramente colocadas en una habitación cómoda.

El dormitorio estaba amueblado con el mismo gusto caro que la planta baja, y había galletitas y una botella de Vichy (no una botella de Vichy rellenada con agua del grifo, según pudo determinar Bond), junto a la cama.

Del ocupante anterior no había ningún rastro, excepto un estuche de cuero sobre la cómoda, que contenía unos binoculares, y un archivador metálico cerrado con llave. Conocía bien los archivadores. Lo inclinó hacia la pared, metió la mano por debajo y encontró el extremo inferior de la barra de cierre que sobresale cuando se ha echado la llave de la sección superior. Una presión ascendente abrió los cajones uno a uno, y él volvió a bajar con suavidad el borde frontal del archivador hasta depositarlo en el suelo, con la cruel reflexión de que el comandante Tallon no habría sobrevivido mucho tiempo en el Servicio Secreto.

El cajón superior contenía mapas a escala de las instalaciones y los edificios que las componían, y la carta náutica del Almirantazgo No. 1895 del estrecho de Dover. Extendió ambos mapas sobre la cama y los examinó con minuciosidad. Había restos de ceniza de cigarrillo en los pliegues de la carta marina.

Fue a buscar su caja de instrumentos, un maletín de cuero que se encontraba en el suelo, junto a la cómoda. Examinó los números de las ruedas de combinación y, una vez hubo comprobado satisfactoriamente que nadie las había manipulado, las giró hasta formar el número clave. Dentro del maletín se apiñaban ordenadamente numerosos instrumentos bien encajados. Seleccionó un atomizador de polvo de dactiloscopia y una lupa grande. Roció cada centímetro de la carta con el polvo grisáceo. Apareció una multitud de huellas dactilares.

Revisándolas con la lupa, estableció que estas pertenecían a dos personas. Aisló dos de los conjuntos mejores, del maletín de cuero sacó una cámara Leica con un flash acoplado y las fotografió. Luego examinó cuidadosamente con la lupa los dos surcos diminutos trazados sobre el papel y que el polvo había hecho visibles.

Al parecer, se trataba de dos líneas trazadas desde la costa para formar una marcación cruzada en un punto del mar. Era una marcación muy precisa, y ambas líneas parecían originarse en la casa donde estaba Bond. De hecho, pensó, podrían indicar diferentes observaciones de algún objeto que había en el mar, realizadas desde cada una de las alas de la casa.

Las dos líneas no estaban trazadas con lápiz sino, presumiblemente para evitar que fueran detectadas, con un punzón que apenas había dejado un surco en el papel.

En el punto en que ambas se unían, se advertía el rastro de un signo de interrogación; y este signo de interrogación estaba en la línea isobárica de doce brazas de profundidad que se encontraba a unos cincuenta metros del acantilado en la marcación directa entre la casa y el barco faro de South Goodwin.

Por la carta no podía inferirse nada más. Consultó el reloj. Era la una menos veinte. Oyó pasos distantes en el vestíbulo, el chasquido de un interruptor que apagaba una luz, y luego silencio. Podía imaginar el rostro grande y peludo vuelto hacia el corredor, mirando, escuchando. Luego oyó un leve chirrido y el sonido de una puerta que se abría suavemente y se cerraba con igual suavidad. Bond aguardó, imaginó los movimientos del hombre mientras se preparaba para meterse en la cama. Se oyó el ruido amortiguado de una ventana que se abría y, a lo lejos, el sonido característico de alguien que se sonaba la nariz. A continuación reinó la quietud.

Bond le dio a Drax otros cinco minutos y después se encaminó hacia el archivador y abrió con suavidad los otros cajones. En el tercero y el cuarto no había nada, pero el inferior estaba lleno de carpetas en orden alfabético. Eran los expedientes de todos los hombres que trabajaban en las instalaciones. Bond sacó la sección «A», regresó a la cama y comenzó a leer.

En cada caso, la fórmula era la misma: nombre completo, dirección, fecha de nacimiento, descripción, señas particulares, profesión u oficio después de la guerra, historial de guerra, antecedentes políticos y simpatías actuales, antecedentes penales, salud, parientes más próximos. Algunos de los hombres tenían esposa e hijos cuyos datos estaban anotados, y en cada expediente había fotografías de frente y perfil, y las huellas dactilares de ambas manos.

Dos horas y diez cigarrillos más tarde había examinado los expedientes de todos los hombres y descubierto dos puntos de interés general. El primero era que cada uno de los cincuenta hombres parecía haber llevado una vida intachable, sin nada irregular en el campo político o penal. Esto parecía tan improbable que decidió enviar, a la primera oportunidad que tuviera, cada uno de los expedientes al puesto que tenía el Servicio Secreto en Alemania para que hicieran una nueva comprobación completa.

El segundo punto era que ninguno de los rostros que había en el expediente llevaba bigote. A pesar de las explicaciones de Drax, este hecho abrió otro pequeño interrogante en la mente de Bond.

Se levantó de la cama, lo archivó todo y cerró con llave, aunque guardó la carta náutica y uno de los expedientes en su maletín de cuero. Hizo girar las ruedecillas de la combinación y metió el maletín bajo la cama, bien al fondo, de modo que quedara justo debajo de la almohada en el ángulo interior de la pared. Luego, sin ruido, se lavó y cepilló los dientes en el cuarto de baño contiguo, y abrió la ventana de par en par.

La luna aún brillaba en el cielo: como debía de brillar, pensó Bond, cuando, despertado quizá por algún ruido poco habitual, Tallon había subido al tejado, tal vez hacía sólo un par de noches; y había visto, en el mar, lo que hubiera visto. Habría llevado los binoculares consigo; al pensar en ello, se apartó de la ventana y los cogió. Eran muy potentes, de fabricación alemana, tal vez botín de guerra, y el 7 x 50 que había en las placas superiores le indicó que se trataba de un dispositivo de visión nocturna. Y a continuación, el sigiloso Tallon —¿o tal vez no lo suficientemente sigiloso?— debió de avanzar hasta el otro extremo del tejado para mirar otra vez por los binoculares, calculando la distancia que había desde el borde del acantilado hasta el objeto del mar, y desde este hasta el barco-faro de Goodwin. Luego debió de haber vuelto por donde había llegado, para entrar en la habitación procurando no hacer ruido.

Bond vio a Tallon cerrar cuidadosamente la puerta con llave, quizá por primera vez desde que estaba en aquella casa, avanzar hasta el archivador, sacar la carta náutica que apenas había mirado hasta aquel momento y, a continuación, marcar suavemente las líneas de su marcación aproximada. Tal vez la contempló durante largo rato antes de trazar el interrogante junto a ella.

¿Y qué era aquel objeto desconocido? Imposible saberlo. ¿Una embarcación? ¿Una luz? ¿Un ruido?

Con independencia de lo que fuera, se suponía que Tallon no debía verlo. Y alguien lo había oído. Alguien conjeturó que lo había visto, y aguardó hasta que Tallon salió de su habitación a la mañana siguiente. Entonces, ese alguien había entrado en el dormitorio y lo había registrado. Era probable que no hubiese visto nada en la carta, pero los binoculares estaban junto a la ventana.

Con eso había bastado. Y aquella noche Tallon murió.

Bond se detuvo. Estaba corriendo demasiado aprisa, construyendo todo un caso con la más débil de las pruebas. A Tallon lo había matado Bartsch, y Bartsch no era quien había oído el ruido, era el hombre que había dejado huellas dactilares en la carta, el hombre cuyo expediente había guardado Bond en el maletín de cuero.

Ese hombre había sido el obsequioso ayudante de campo de Drax, Krebs, el hombre que tenía un cuello como una babosa blanca. Las huellas de la carta eran de él. Durante media hora.

Bond había comparado las huellas de la carta con las que había en el expediente de Krebs. Pero ¿quién decía que Krebs había oído el ruido o hecho algo al respecto, en caso de que lo oyera? Bueno, para empezar, parecía un fisgón nato. Tenía los ojos de un ladronzuelo insignificante. Y esas huellas dactilares habían sido hechas, sin duda alguna, después de que Tallon había estudiado la carta náutica. Sus huellas estaban sobre las de Tallon en varios sitios.

Pero ¿cómo podría estar implicado Krebs en todo aquello, cuando Drax no le quitaba nunca los ojos de encima? Era su ayudante confidencial. Sin embargo, ¿y el caso de «Cicerón», el criado de confianza del embajador británico en Ankara durante la guerra? La mano en el bolsillo de los pantalones que acababa de quitarse su jefe, y que colgaban sobre el respaldo de la silla. Las llaves del embajador. La caja de seguridad. Los secretos. Este cuadro se parecía mucho a aquel.

Bond se estremeció. De pronto se dio cuenta de que había permanecido durante largo rato de pie ante la ventana abierta y que era hora de dormir un poco.

Antes de meterse en la cama, cogió la sobaquera de la silla donde colgaba junto con la ropa que acababa de quitarse, desenfundó la Beretta con la culata de esqueleto y la metió debajo de la almohada. ¿Como defensa contra quién? No lo sabía, pero su instinto le decía, de modo bastante terminante, que había peligro en las proximidades. Desprendía un aroma persistente aunque impreciso y se movía sólo en el umbral de su conciencia. De hecho, sabía que esa sensación se basaba en los numerosos pequeños interrogantes que habían surgido a lo largo de las veinticuatro horas anteriores: el enigma de Drax; el «Heil» de Bartsch; los grotescos bigotes; los cincuenta alemanes beneméritos; la carta náutica; los binoculares de visión nocturna; Krebs.

Primero tendría que comunicarle sus sospechas a Vallance. A continuación, explorar las posibilidades de Krebs. Luego, examinar las defensas del Moonraker… del lado del mar, por ejemplo. Y por último, reunirse con Brand y acordar con ella un plan para los próximos dos días. No había mucho tiempo que perder.

Mientras obligaba al sueño a entrar en el hervidero que era su mente, visualizó el número siete de la esfera del despertador y confió en que las células ocultas de su memoria lo despertaran. Quería salir lo antes posible de la casa para telefonear a Vallance. Si sus actos despertaban sospechas, no se dejaría turbar. Uno de sus objetivos era atraer a su propia órbita las mismas fuerzas que se habían encargado de Tallon, porque si de una cosa estaba razonablemente seguro era de que el comandante Tallon no había muerto porque amara a Gala Brand.

Su despertador extrasensorial no le falló. A las siete en punto, con la boca seca a causa del exceso de cigarrillos fumados la víspera, se obligó a salir de la cama y darse una ducha fría. Se había afeitado, hecho gárgaras con un fuerte colutorio y ahora, con un gastado traje de color blanco y azul, una camisa azul oscuro de algodón Sea Island y una corbata negra de punto de seda, avanzaba en silencio, aunque no subrepticiamente, por el corredor hasta la parte superior de la escalera, con el maletín cuadrado de cuero en la mano izquierda.

Encontró el garaje en la parte posterior de la casa, y el poderoso motor del Bentley respondió a la primera presión del botón de arranque. Avanzó lentamente por la pista de cemento, bajo la mirada indiferente de las ventanas de la casa cubiertas por cortinas, y se detuvo, con el motor en punto muerto, en la linde del bosque. Sus ojos se desplazaron de vuelta hacia la casa, y confirmó sus cálculos de que un hombre de pie sobre el tejado podría mirar por encima del muro blindado y ver el borde del acantilado y el mar que se extendía más allá.

No había señales de vida en torno a la cúpula que albergaba el Moonraker, y el cemento, que ya comenzaba a resplandecer con las primeras luces del sol, se extendía, desierto, en dirección a Deal. Parecía la pista de un aeródromo recién construido o, pensó, con las tres «cosas» de cemento, la cúpula de colmena, el liso muro blindado y el distante cubo del puesto de lanzamiento, más bien parecía un paisaje desierto de Dalí en el que tres objets trouvés[32] reposaran según un calculado azar.

En el mar, entre la temprana calina de un día que prometía ser caluroso, el barco-faro de South Goodwin se veía apenas, una barca roja indistinta anclada para siempre en el mismo punto y condenada, como un barco de decorado del teatro Drury Lañe, a contemplar el diorama de las olas y nubes que pasaban continuamente en todas direcciones mientras ella, sin identidad ni pasajeros ni carga, permanecía anclada por siempre en el punto de partida, que era también el de su destino.

A intervalos de treinta segundos dejaba sonar su triste queja en la calina, un largo trompetazo doble de desfalleciente cadencia. «Un canto de sirena —reflexionó Bond— para repeler en lugar de atraer». Se preguntó cómo soportaban el ruido los siete tripulantes mientras masticaban su carne de cerdo con judías. ¿Acaso daban un respingo cuando puntuaba al Housewife’s Choice que emitía la radio a todo volumen en el estrecho comedor? Pero era una vida segura[33], aunque anclada a las puertas de un camposanto.

Bond tomó nota mental de averiguar si aquellos siete hombres habían visto u oído lo que Tallon marcó en la carta náutica, y luego aceleró para pasar a buena velocidad por los puestos de guardia.

En Dover, aparcó ante el Café Royal, un modesto restaurante pequeño, con una cocina modesta pero capaz, según sabía desde hacía tiempo, de preparar un pescado y unos huevos revueltos excelentes. La madre e hijo italosuizos que lo regentaban lo saludaron como a un viejo amigo; pidió que le tuvieran preparado en media hora un plato de huevos revueltos con tocino, así como mucho café. Luego continuó hasta la comisaría de policía y puso una conferencia con Vallance a través de la centralita de Scotland Yard. Vallance estaba desayunando en su casa. Escuchó sin comentarios las cautelosas palabras de Bond, pero manifestó sorpresa cuando este le dijo que no había tenido oportunidad de hablar con Gala Brand.

—Es una muchacha muy inteligente —dijo—. Si el señor K. anda en algo, sin duda tendrá alguna idea de qué es. Y si T. oyó un ruido el domingo por la noche, es probable que ella también lo haya oído. Aunque debo admitir que no ha dicho nada al respecto.

Bond no mencionó la recepción que le había dispensado la agente de Vallance.

—Voy a hablar con ella esta mañana —comentó—, y le enviaré la carta y la película de la Leica para que les eche un vistazo. Se las daré al inspector. Tal vez alguien de la patrulla de carreteras pueda pasar a dejárselas. Por cierto, ¿desde dónde llamó T. cuando telefoneó a su jefe el lunes?

—Haré localizar la llamada y se lo diré —respondió Vallance—. Y haré que Trinity House[34] les pregunte a los tripulantes del barco-faro y de la guardia costera si pueden ayudarnos. ¿Algo más?

—No, eso es todo.

Colgó. La línea pasaba por demasiadas centralitas. Tal vez si se hubiera tratado de M, le habría insinuado más cosas. Le parecía ridículo hablar con Vallance acerca de bigotes y de la sensación de peligro que había experimentado la noche anterior y que la luz diurna había disipado. Estos policías querían hechos sólidos. Eran mejores, decidió, para resolver crímenes que para preverlos.

Después del excelente desayuno, se sintió más alegre. Leyó el Express y The Times, y encontró un simple informe de investigación judicial del caso Tallon. El Express había hecho mucho ruido con la fotografía de la muchacha, y a Bond le divirtió ver el parecido neutro que Vallance había logrado. Decidió que debía intentar trabajar con ella. Le daría una confianza total tanto si se mostraba receptiva como si no. Tal vez también ella tenía sospechas e intuiciones tan vagas que se las guardaba para sí.

Bond condujo el coche de vuelta a la casa. Acababan de dar las nueve cuando salió de los árboles a la pista de cemento; en ese momento se oyó el alarido de una sirena, y desde los bosques que había detrás de la casa apareció una doble fila de doce hombres que corrían al unísono hacia la cúpula de lanzamiento. Marcaron el paso en el sitio mientras uno de ellos pulsaba el timbre, y al abrirse la puerta penetraron en el interior y desaparecieron de la vista.

«Rasca la superficie de un alemán y encontrarás precisión», pensó Bond.