CAPÍTULO 6

Cartas con un extraño

Drax y Meyer estaban esperándolos. Se encontraban retrepados en las sillas fumando cigarros Cabinet Havana.

En las pequeñas mesas que tenían junto a sí, había café y grandes copas balón de coñac. Cuando M y Bond se acercaron, Drax estaba rompiendo el envoltorio de papel de una baraja nueva. La otra estaba abierta en abanico sobre el tapete verde, ante él.

—Ah, aquí están —dijo Drax.

Se inclinó, hizo un corte y mostró la carta. Los demás lo imitaron. Drax ganó por corte y eligió quedarse donde estaba y jugar con la baraja roja.

Bond se sentó a la izquierda de Drax.

M llamó a un camarero que pasaba.

—Café y el coñac del club —pidió.

Luego sacó un cigarro fino y le ofreció otro a Bond, que aceptó. A continuación cogió la baraja roja y comenzó a mezclarla.

—¿Apuestas? —preguntó Drax, mirando a M—. ¿Uno y uno? ¿O más? No me importa acomodarme a sus deseos hasta cinco y cinco.

—Uno y uno será suficiente para mí —respondió M—. ¿James?…

Drax intervino.

—Supongo que su invitado sabe dónde va a meterse, ¿no? —preguntó con mordacidad.

Bond respondió por M.

—Sí —fue su breve réplica. Le sonrió a Drax—. Y esta noche me siento bastante generoso. ¿Cuánto le gustaría ganarme?

—Hasta el último penique que tenga —anunció Drax con tono alegre—. ¿Cuánto puede permitirse?

—Ya le avisaré cuando se acabe —le aseguró Bond. De pronto, decidió ser implacable—. Dice usted que su límite es cinco y cinco. Bien, apostemos eso.

Casi antes de que las palabras salieran de su boca, se arrepintió de pronunciarlas. ¡Cincuenta libras los cien puntos! ¡Quinientas libras de apuestas adicionales! Cuatro partidas malas supondrían perder el doble de sus ingresos anuales. Si algo salía mal, quedaría como un estúpido consumado. Tendría que pedirle prestado a M, y este no era un hombre particularmente rico. De pronto se dio cuenta de que aquel ridículo juego podía acabar convirtiéndose en un lío muy feo. Percibió el cosquilleo del sudor en la frente. La condenada bencedrina. ¡Y que precisamente él hubiera picado ante un bastardo bocazas vocinglero como Drax! Y ni siquiera estaba trabajando. Toda la velada era algo así como una pantomima social que para él significaba menos que nada. Incluso M se había visto metido en aquello por casualidad. Y de repente, él se dejaba arrastrar a un duelo con aquel multimillonario, a apostar literalmente todo su peculio, por la sencilla razón de que el tipo tenía unos modales que daban asco y quería darle una lección. ¿Y suponiendo que la lección no saliera bien? Se maldijo por aquel impulso que habría parecido impensable en un momento anterior del día. ¡El champagne y la bencedrina! Nunca más.

Drax lo contemplaba con sarcástica incredulidad. Se volvió a mirar a M, que continuaba barajando con despreocupación.

—Supongo que su invitado mantiene sus compromisos —comentó. Aquello era imperdonable.

Bond vio cómo la sangre ascendía por el cuello hasta el rostro de M. Este dejó de mezclar por un instante. Cuando volvió a moverse, Bond advirtió que tenía las manos muy firmes. M alzó la vista y se quitó el cigarro con gesto muy deliberado de entre los dientes. Habló con una voz completamente controlada.

—Si lo que pregunta es si «yo mantengo los compromisos de mis invitados» —replicó con calma—, la respuesta es sí.

Cortó la baraja para Drax con la mano izquierda y con la derecha le dio unos golpecitos al cigarro para desprenderle la ceniza, que cayó en el cenicero de cobre que había en un extremo de la mesa. Bond oyó el débil siseo de la ceniza caliente al tocar el agua.

Drax miró a M de reojo. Cogió las cartas.

—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a intervenir—. No quería decir… —Dejó la frase sin acabar y se volvió hacia Bond—. Muy bien, pues —declaró, mirándolo con bastante curiosidad—. Que sean cinco y cinco.

»Meyer —dijo al tiempo que miraba a su compañero—, ¿cuánto quieres apostar tú? Puedes superar con seis y seis.

—Uno y uno es suficiente para mí, Hugger —replicó Meyer con tono de disculpa—. A menos que tú quieras que apueste algo más —añadió, mirando a su compañero con ansiedad.

—Por supuesto que no —replicó Drax—. A mi me gusta jugar fuerte. Generalmente nunca tengo suficiente. Muy bien —anunció mientras comenzaba a repartir—, allá vamos.

Y de repente, a Bond no le importó haber apostado tanto. De pronto, lo único que quería era darle a aquel peludo simio la lección de su vida, causarle una conmoción que le hiciera recordar esta noche durante el resto de sus días, recordar a Bond, recordar a M, recordar la última ocasión que tendría de hacer trampas en el Blades, recordar la hora que era, el tiempo que hacía afuera, lo que había tomado para cenar.

A pesar de toda su importancia, Bond había olvidado el Moonraker. Aquello era un asunto personal entre dos hombres.

Mientras observaba la mirada de Drax hacia la pitillera que estaba entre sus manos y sentía cómo la fría memoria retenía los valores de las cartas a medida que pasaban por encima de la plateada superficie, Bond despejó su mente de cualquier pesar, se absolvió a sí mismo de toda culpa por lo que pudiera suceder y centró la atención en el juego. Se sentó más cómodamente en la silla y descansó las manos en los posabrazos acolchados. Luego se quitó el fino cigarro de entre los dientes, lo dejó en el bruñido borde del cenicero de cobre que tenía al lado y cogió la taza de café. Era muy fuerte. Vació la taza y cogió la copa balón con su generosa ración de pálido coñac. Mientras lo probaba, y luego paladeaba un sorbo mayor, miró a M por encima del borde de la copa. M posó sus ojos en los de él y sonrió ligeramente.

—Espero que le guste —comentó—. Procede de una de las haciendas que tiene la familia Rothschild en Cognac. Hace unos cien años, un miembro de la familia nos legó un barril anual en perpetuidad. Durante la guerra, escondieron cada año el barril que nos estaba asignado, y en 1945 nos enviaron todo el lote. Desde entonces, hemos estado bebiendo copas dobles. Bueno —agregó, mientras recogía sus cartas—, ahora tendremos que concentrarnos.

Bond recogió las suyas. Era una mano promedio. Apenas dos bazas y media rápidas, con los palos distribuidos equitativamente. Cogió su cigarro, lo chupó por última vez y luego lo apagó en el cenicero.

—Tres tréboles —dijo Drax.

Bond pasó.

Cuatro tréboles de Meyer.

M pasó.

«Hum —se dijo Bond—, esta vez no le han tocado del todo las cartas para un anuncio a nivel de manga. Anuncio obstructivo: sabe que su compañero lleva juego para darle un apoyo simple. Puede que M tenga un anuncio bueno. Podríamos tener todos los corazones entre los dos, por ejemplo. Pero M no conseguirá anunciar. Presumiblemente harán cuatro tréboles».

Y los hicieron, con la ayuda de una finess a Bond. Resultó que M no tenía ningún corazón, pero sí palo largo de diamantes, del que faltaba sólo el rey, que estaba en la mano de Meyer y habría sido capturado. Drax no tenía ni con mucho un palo lo bastante largo para una declaración de tres. Meyer llevaba el resto de los tréboles.

«De todas formas —pensó mientras repartía la mano siguiente—, hemos tenido suerte de escapar sin un anuncio a nivel de manga».

Su buena suerte continuó. Bond abrió con uno sin triunfo, que M aumentó hasta tres, y lo consiguieron con una baza de más. Cuando repartió Meyer, bajaron a cinco diamantes, pero a la mano siguiente M abrió con cuatro picas, y los tres triunfos bajos de Bond y un rey y una reina de la defensa fue todo lo que M necesitó para cumplir el contrato.

La primera partida a favor de M y Bond. Drax parecía molesto. Había perdido novecientas libras en la partida y las cartas parecían estar contra él.

—¿Continuamos sin más? —preguntó—. No tiene sentido cortar para decidir quién reparte.

Le sonrió a Bond. En la mente de uno y otro había el mismo pensamiento. Así que Drax no quería perder el turno de dar cartas. Bond se encogió de hombros.

—No tengo objeción —accedió M—. Estas posiciones parecen irnos de maravilla a nosotros.

—Hasta ahora —precisó Drax, con aspecto algo más alegre.

Y con razón. En la mano siguiente, él y Meyer cerraron el contrato e hicieron un pequeño slam de picas que requirió dos espeluznantes finesses, ambas realizadas a la perfección por Drax, después de una buena cantidad de pantomimas, tosecillas y carraspeos, además de sonoros comentarios acerca de su buena suerte.

—¡Hugger, eres maravilloso! —declaró Meyer, servil—. ¿Cómo demonios lo haces?

Bond creyó que ya era hora de sembrar una semillita.

—Memoria —dijo.

Drax se volvió bruscamente a mirarlo.

—¿Qué quiere decir con eso de memoria? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver eso con tomar una finess?

—Iba a añadir: «y sentido de las cartas» —replicó Bond, afable—. Son las dos cualidades de los grandes jugadores de cartas.

—Ah —dijo Drax con lentitud—. Sí, ya veo.

Cortó las cartas para Bond, y mientras este repartía podía sentir los ojos del otro hombre que lo examinaban con atención.

La partida continuó sin interrupciones. Las cartas se negaban a ponerse emocionantes, y nadie parecía decidirse a correr riesgos. M dobló a Meyer en una incauta oferta de cuatro picas, y lo pilló vulnerable en dos bazas de menos, pero a la mano siguiente Drax acabó con un contrato de tres sin triunfo. Bond perdió todas las ganancias de la primera partida, y un poco más.

—¿Alguien quiere una copa? —preguntó M mientras cortaba las cartas para que repartiera Drax al comenzar la tercera partida—. ¿Un poco más de champagne, James? La segunda botella siempre sabe mejor.

—Sí, me encantaría —respondió Bond.

Llegó el camarero. Los demás pidieron whisky con soda.

Drax se volvió a mirar a Bond.

—Esta partida necesita un poco de animación. Le apuesto cien a que ganamos esta mano.

Había acabado de repartir y las cartas se apilaban en montones perfectos sobre la mesa.

Bond lo miró. El ojo lesionado lo contemplaba con roja ferocidad. El otro era frío, duro y desdeñoso. Había gotas de sudor a ambos lados de la nariz, grande y ganchuda.

Bond se preguntó si le estaba lanzando un anzuelo para ver si sospechaba del que había repartido las cartas. Decidió dejar al hombre con la duda. Eran cien libras tiradas a la basura, pero eso le daría una excusa para subir las apuestas más tarde.

—¿Habiendo dado usted? —preguntó con una sonrisa—. Bueno… —Sopesó unas probabilidades imaginarias—. Sí. De acuerdo. —Pareció ocurrírsele una idea—. Y lo mismo para la mano siguiente, si quiere —añadió.

—De acuerdo, de acuerdo —respondió Drax con impaciencia—. Si quiere echar la soga tras el caldero…

—Parece estar muy seguro respecto a esta mano —comentó Bond con indiferencia.

Recogió sus cartas. Eran muy malas, y no tuvo respuesta para la apertura uno sin triunfo de Drax, excepto doblarla. El farol no surtió efecto en el compañero de Drax. Meyer dijo:

—Dos sin triunfo.

Y Bond se sintió aliviado cuando M, que no tenía ningún palo largo, dijo:

—Paso.

Drax lo dejó en dos sin triunfo y cumplió el contrato.

—Gracias —dijo con regodeo, y anotó cuidadosamente los puntos—. Ahora veamos si puede recuperarlas.

Para su irritación, Bond no pudo hacerlo. Las cartas continuaban a favor de Meyer y Drax, quienes hicieron tres corazones y ganaron la partida.

Drax se sentía satisfecho de sí mismo. Bebió un largo sorbo de su whisky con soda y se enjugó la cara con el pañuelo de hierbas.

—Dios está del lado de los grandes batallones —declaró con jovialidad—. No basta con tener cartas, además hay que jugarlas. ¿Quiere más o ya ha tenido suficiente?

El champagne de Bond ya había llegado y se encontraba en el cubo plateado, junto al cual, sobre la mesita accesoria, había una copa casi llena. Bond la cogió y la vació de un trago, como si quisiera infundirse coraje con el alcohol. Luego volvió a llenarla.

—De acuerdo —declaró con voz pastosa—, cien en las dos manos siguientes.

Y puntualmente las perdió las dos y la partida.

De pronto, Bond se dio cuenta de que ya había perdido mil quinientas libras. Bebió otra copa de champagne.

—Nos ahorraremos problemas si doblamos las apuestas en la partida siguiente —declaró con bastante imprudencia—. ¿Le parece bien?

Drax había repartido y estaba mirando sus cartas. Tenía los labios húmedos de expectación. Miró a Bond, que parecía tener dificultades para encender un cigarrillo.

—Hecho —dijo con presteza—. Cien libras los cien puntos y mil libras la partida. —Entonces pensó que podía permitirse un toque de deportividad, ya que, de todos modos, Bond difícilmente podría cancelar la apuesta—. Pero le advierto que tengo una buena mano —añadió—. ¿Quiere continuar adelante?

—Por supuesto, por supuesto —replicó Bond mientras recogía las cartas con torpeza—. He hecho la apuesta, ¿verdad?

—De acuerdo —respondió Drax con satisfacción—. Tres sin triunfo por este lado.

Hizo cuatro.

Luego, para alivio de Bond, las cartas cambiaron. Bond declaró e hizo un pequeño slam en corazones, y a la mano siguiente M acabó con tres sin triunfo.

Bond le dedicó una alegre sonrisa al sudoroso rostro. Drax se mordía las uñas con enojo.

—Los grandes batallones… —comentó Bond, frotándoselo por las narices.

Drax gruñó algo y se dedicó a anotar las puntuaciones.

Bond miró a M, quien, con evidente satisfacción por la marcha del juego, estaba acercando una cerilla al segundo cigarro de la noche, lo que suponía un auténtico desenfreno en él.

—Me temo que esta tendrá que ser mi última partida —comentó Bond—. Tengo que levantarme temprano. Espero que me disculpen.

M miró su reloj.

—Ya es más de medianoche —dijo—. ¿Qué me dice usted, Meyer?

Meyer, que había sido un comensal silencioso durante casi toda la noche, y que tenía el aspecto de un hombre atrapado en una jaula con dos tigres, pareció aliviado de que le ofrecieran la oportunidad de escapar. Aprovechó al vuelo la idea de regresar a su tranquilo apartamento de Albany y a la tranquilizadora compañía de su colección de cajas de rapé de Battersea.

—A mí me parece muy bien, almirante —se apresuró a decir—. ¿Y tú qué dices, Hugger? ¿Tienes sueño?

Drax hizo caso omiso de él. Alzó los ojos de la hoja de puntuación para mirar a Bond. Advirtió los signos de borrachera. La frente húmeda, el mechón de pelo negro que colgaba al desgaire sobre la ceja derecha, el brillo del alcohol en los ojos azul grisáceos.

—El balance es bastante mísero de momento —comentó—. Calculo que van ganando ustedes por un par de cientos más o menos. Por supuesto, si quiere huir de la partida, puede hacerlo. Pero ¿qué le parecerían algunos fuegos artificiales para acabar? ¿Triplicamos las apuestas en la última partida? ¿Quince y quince? Partida histórica. ¿Lo acepta?

Bond lo miró. Esperó un poco antes de responder. Quería que Drax recordara cada detalle de esta última partida, cada palabra que se dijera, cada gesto que se hiciese.

—Bueno —insistió Drax con impaciencia—, ¿qué me dice?

Bond miró al frío ojo izquierdo rodeado por el rostro arrebolado. Le habló sólo a él.

—Ciento cincuenta libras los cien puntos y mil quinientas la partida —asintió con claridad—. Acepto.