CAPÍTULO 17
Conjeturas descabelladas
Cuando acabó el paroxismo, sintió una mano de Gala en sus cabellos. Volvió la cabeza y vio que ella hacía una mueca al ver su rostro. La joven le tironeó del pelo y señaló hacia lo alto del acantilado. Al hacerlo, una lluvia de pequeños trozos de creta repiqueteó junto a ellos.
Débilmente, él se puso de rodillas y luego de pie, y juntos gatearon y se deslizaron por el montículo de creta, alejándose del agujero abierto contra la pared del acantilado, por el que habían salido.
La gruesa arena bajo sus pies era como terciopelo. Ambos se desplomaron y quedaron tendidos aferrando puñados de ella con sus horribles manos blancas, como si su áspero oro pudiera lavarles aquel blanco sucio del cuerpo. Entonces fue Gala quien vomitó penosamente, y Bond se arrastró para alejarse un poco y dejarla tranquila. Se incorporó con gran dificultad contra un fragmento de creta del tamaño de un coche pequeño, y al fin sus ojos captaron el infierno que había estado a punto de tragárselos.
Hasta el comienzo mismo de las rocas que ahora lamía la marea creciente, había restos de la pared del acantilado, una avalancha de bloques de creta. El polvo blanco del derrumbamiento cubría unos cuatro mil metros cuadrados. En lo alto había aparecido una grieta dentada, y en el borde del acantilado, antes casi recto, se había abierto una cuña por la que se veía el cielo.
Ya no se veían aves marinas en las proximidades, y Bond supuso que el olor a desastre las mantendría alejadas de allí durante varios días.
Hallarse tan cerca de la pared del acantilado había sido su salvación, eso y la ligera protección de la concavidad que el mar había abierto en ella. Habían sido sepultados por el diluvio de fragmentos más pequeños. Los trozos más pesados, cualquiera de los cuales los habría aplastado, habían caído hacia fuera, y el más cercano de ellos no los había alcanzado por poco menos de un metro. Y la proximidad del acantilado fue la razón por la que el brazo derecho de Bond había quedado comparativamente libre y le permitió cavar para salir de dentro del montículo antes de que ambos se asfixiaran. Bond se daba cuenta de que si un reflejo instintivo no lo hubiese lanzado sobre Gala en el momento de la avalancha, ahora estarían los dos muertos.
Sintió la mano de ella sobre su hombro. Sin mirarla, le rodeó la cintura con un brazo y bajaron juntos hasta el bendito mar donde sus cuerpos cayeron, débiles, agradecidos, en los bajíos.
Diez minutos más tarde fueron dos seres humanos, comparativamente hablando, los que salieron del agua y avanzaron por la arena hasta las rocas donde se encontraban sus ropas, a pocos metros de distancia del desprendimiento del acantilado. Ambos estaban desnudos. Los jirones de su ropa interior yacían en alguna parte debajo de la pila de polvo de creta, arrancados en la lucha por escapar. Pero, como en el caso de los supervivientes de un naufragio, su desnudez carecía de significado. Limpios de la pegajosa creta molida y con los cabellos y la boca enjuagados por el agua salobre, se sentían débiles y maltrechos; pero para cuando se hubieron vestido y compartido el peine de Gala, quedaban pocos indicios que delataran la aventura por la que habían pasado.
Se sentaron con la espalda apoyada contra una roca, y Bond encendió el primer cigarrillo delicioso, aspiró el humo hasta lo hondo de los pulmones y lo expulsó luego con lentitud por la nariz. Cuando Gala hubo hecho todo lo posible con los polvos faciales y el lápiz de labios, Bond encendió un cigarrillo para ella y, cuando se lo daba, se miraron por primera vez a los ojos y sonrieron. Luego permanecieron sentados mirando en silencio hacia el mar, al panorama que continuaba siendo el mismo y sin embargo había cambiado por completo.
Bond rompió el silencio.
—Bueno, por Dios —dijo— que ha faltado poco.
—Todavía no sé qué sucedió —le aseguró Gala—. Excepto que me has salvado la vida —agregó, mientras posaba la mano sobre una mano de Bond, para retirarla a poco.
—Si tú no hubieses estado allí, yo estaría muerto —dijo Bond—. Si me hubiera quedado donde estaba… —Se encogió de hombros y volvió la cabeza para mirarla—. Supongo que te das cuenta —comentó sin más— de que alguien nos ha echado encima el acantilado. —Ella le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos—. Si buscáramos entre todo eso —hizo un gesto hacia la avalancha de creta—, encontraríamos las marcas de dos o tres perforaciones y rastros de dinamita. Yo vi el humo y oí el estampido de la explosión una fracción de segundo antes de que se derrumbara el acantilado. Y lo mismo les sucedió a las gaviotas —añadió—. Y lo que es más —continuó después de una pausa—, no puede haberlo hecho Krebs solo. Fue algo efectuado a plena vista de las instalaciones. Y lo hicieron varias personas bien organizadas, que tenían espías siguiéndonos desde el momento en que bajamos a la playa por el sendero del acantilado.
En los ojos de Gala apareció la comprensión y un destello de miedo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó con ansiedad—. ¿De qué va todo esto?
—Nos quieren liquidar —respondió Bond con calma—. Así que debemos mantenernos con vida. Por lo que respecta al por qué, simplemente habrá que descubrirlo.
»Verás —prosiguió—, me temo que ni siquiera Vallance nos será de mucha ayuda. Cuando decidieron que estábamos bien enterrados, habrán tenido que alejarse del borde del acantilado lo antes posible. Saben que, aun en el caso de que alguien haya visto u oído el derrumbamiento, no se pondrá muy nervioso. Estos acantilados tienen treinta y dos kilómetros de longitud, y poca gente viene por aquí antes del verano. Si los guardacostas lo oyeron, puede que lo hayan anotado en el cuaderno de bitácora. Pero supongo que se producen muchos desprendimientos de este tipo durante la primavera. El hielo del invierno se funde dentro de grietas que podrían tener cientos de años de antigüedad. Así que nuestros amigos esperarán hasta que no aparezcamos esta noche, y entonces nos harán buscar por la policía y la guardia costera. Aguardarán hasta que la marea alta haya convertido en pasta una buena parte de esto. —Hizo un gesto hacia los trozos de creta—. La totalidad del plan es admirable. Y aun en el caso de que Vallance nos creyera, no hay pruebas concluyentes para hacer que el primer ministro intervenga en el proyecto Moonraker. Esa condenada cosa es infernalmente importante. El mundo entero está esperando para ver si funcionará o no. Y, en todo caso, ¿cuál es nuestra historia? ¿De qué diablos se trata? Algunos de esos malditos alemanes de ahí arriba parecen querer que no lleguemos al viernes. Pero ¿por qué? —Guardó un instante de silencio—. Depende de nosotros, Gala. Es un mal asunto, y sencillamente, tendremos que resolverlo nosotros solos. —La miró a los ojos—. ¿Qué me dices?
Gala soltó una risa seca.
—No seas ridículo —dijo—. Para eso nos pagan. Por supuesto que nos encargaremos de ellos. Y estoy de acuerdo en que no llegaremos a ninguna parte con Londres. Pareceremos absolutamente ridículos si telefoneamos para informar de acantilados que se nos caen encima. Y por otra parte, ¿qué estábamos haciendo aquí abajo, haraganeando sin ropa en lugar de ocuparnos de nuestro deber?
Bond sonrió.
—Sólo nos tendimos durante diez minutos para secarnos —protestó con tono suave—. ¿Cómo crees tú que deberíamos haber pasado la tarde? ¿Tomando las huellas dactilares de todo el mundo otra vez? En eso es casi en lo único que piensa la policía. —Se sonrojó cuando vio que ella se tensaba. Alzó una mano—. No lo decía en serio —le aseguró—. Pero ¿no te das cuenta de lo que hemos hecho esta tarde? Justo lo que había que hacer. Hemos conseguido que el enemigo enseñe las cartas. Ahora tenemos que dar el paso siguiente y averiguar quién es el enemigo y por qué quiere quitarnos de en medio. Y entonces, si tenemos las pruebas suficientes de que alguien pretende sabotear el Moonraker, haremos que pongan este sitio patas arriba y aplacen el lanzamiento de prueba, y al diablo con los políticos.
Ella se levantó de un salto.
—Bueno, claro que tienes razón —reconoció con tono de impaciencia—. Pero yo quiero hacer algo al respecto lo antes posible. —Miró por un instante hacia el mar, apartando los ojos de Bond—. Tú acabas de llegar. Yo he estado viviendo con ese cohete durante más de un año, y no puedo soportar la idea de que le suceda algo malo. Parece que tantas cosas dependen de él… Para todos nosotros. Quiero volver pronto y descubrir quién ha querido matarnos. Puede que no tenga nada que ver con el Moonraker, pero quiero asegurarme.
Bond se puso de pie sin evidenciar ni una pizca del dolor que le causaban las heridas y magulladuras de la espalda y las piernas.
—Vamos —dijo—, son casi las seis. La marea está subiendo con rapidez, pero podremos llegar a St. Magaret’s antes de que nos pille. Nos asearemos allí, en el Granville, tomaremos una copa y comeremos algo, y regresaremos a la casa cuando estén a media cena. Me interesa ver qué clase de recibimiento nos ofrecen. Después de eso, tendremos que concentrarnos en conservar la vida y ver qué podemos averiguar. ¿Podrás llegar hasta St. Margaret’s?
—No seas tonto —respondió Gala—. Las mujeres policía no estamos hechas de mantequilla.
—Por supuesto que no —asintió Bond con respetuosa ironía, y ella le respondió con una sonrisa forzada.
Se volvieron hacia la distante torre del faro de South Foreland y echaron a andar sobre los guijarros.
A las ocho y media, el taxi de St. Magaret’s los dejó en la segunda puerta de guardia, donde mostraron sus pases y avanzaron en silencio entre los árboles hasta la pista de cemento. Ambos se sentían entusiasmados y animosos. Al baño caliente y la hora de descanso en la cómoda posada Granville habían seguido dos copas de coñac con soda para Gala y tres para Bond, antes de los deliciosos lenguados fritos y las tostadas con queso y embutidos, y el café. Y ahora, mientras se aproximaban a la casa con paso decidido, habría hecho falta echarles una segunda mirada para advertir que ambos estaban muertos de cansancio, que no llevaban ropa interior y que estaban llenos de magulladuras.
Entraron en silencio por la puerta principal y se detuvieron durante un momento en el vestíbulo iluminado. Desde el comedor les llegaba un alegre murmullo de voces. Se produjo un corto silencio al que siguió un estallido de risa dominado por las ásperas carcajadas de sir Hugo Drax.
En la boca de Bond había una mueca torcida mientras abría la marcha a través del vestíbulo en dirección a la puerta del comedor. Entonces la sustituyó por una alegre sonrisa y abrió la puerta para dejar pasar delante a Gala.
Drax se encontraba sentado a la cabecera de la mesa, con aspecto festivo, ataviado con la bata color ciruela. Un tenedor con comida, a medio camino de su boca, se quedó suspendido en el aire cuando aparecieron en la puerta. Olvidada, la comida se deslizó del tenedor y cayó con un audible «plop» suave sobre el borde de la mesa.
Krebs había sido sorprendido en el acto de beber una copa de vino tinto y de esta, inmovilizada contra su boca, se deslizó un hilillo de vino por su barbilla, desde la que cayó a su corbata de satén marrón y su camisa amarilla.
El doctor Walter estaba de espaldas a la puerta, pero cuando observó el comportamiento insólito de los otros, sus ojos abiertos de asombro, las bocas abiertas y la palidez de sus rostros, volvió bruscamente la cabeza hacia la puerta. O era de reacciones más lentas que los otros, o bien sus nervios eran más firmes, pensó Bond.
—Ach so —dijo con voz queda—. Die Engländer[38].
Drax ya estaba de pie.
—Mi querido muchacho —lo saludó con voz pastosa—. Mi querido muchacho. Estábamos realmente muy preocupados. Precisamente nos estábamos preguntando hacia dónde enviar un grupo de búsqueda. Hace unos minutos ha entrado un guardia para informar de que, al parecer, se ha producido un desprendimiento en la pared del acantilado.
Rodeó la mesa y fue hacia ellos con la servilleta en una mano y el tenedor en la otra.
Con el movimiento, la sangre volvió a fluir a su rostro, en el que primero aparecieron manchas y luego quedó de su color arrebolado habitual.
—La verdad es que podría haberme avisado —le dijo a la muchacha, con cierto enojo en la voz—. ¡Qué comportamiento tan insólito!
—Ha sido culpa mía —intervino Bond al tiempo que avanzaba hasta el interior de la habitación para tenerlos a todos a la vista—. El paseo fue más largo de lo que esperaba. Pensé que podría pillarnos la marea, así que continuamos hasta St. Margaret’s, comimos algo allí y tomamos un taxi de regreso. La señorita Brand quería llamar por teléfono, pero yo creí que estaríamos de regreso antes de las ocho. Debe culparme a mí. Pero, por favor, continúen con su cena. Me uniré a ustedes para los postres y el café. Supongo que la señorita Brand preferirá marcharse a su habitación. Debe de estar cansada después de un paseo tan largo.
Bond rodeó la mesa con deliberada lentitud y ocupó la silla que estaba junto a Krebs. Aquellos pálidos ojos, advirtió, después de la primera conmoción se habían fijado con firmeza en el plato que tenían delante. Cuando Bond pasó por detrás de él, se sintió encantado de ver el montículo de gasas que le cubría la coronilla.
—Sí, márchese a la cama, señorita Brand. Hablaré con usted por la mañana —dijo Drax, malhumorado.
Obediente, Gala abandonó la habitación, y Drax regresó a su silla y se sentó pesadamente.
—Son de lo más impresionante, esos acantilados —comentó Bond con jovialidad—. Resulta aterrador caminar junto a ellos, preguntándose si van a elegir precisamente ese momento para derrumbarse sobre uno. Me recordaron la ruleta rusa. Y sin embargo, nunca se lee en la prensa nada acerca de personas que hayan muerto porque les ha caído encima un acantilado. Las probabilidades de que suceda algo así deben de ser ínfimas. —Hizo una pausa—. Por cierto, ¿qué era eso que ha dicho ahora mismo de que se ha derrumbado un acantilado?
Se oyó un suave gemido seguido de un estrépito de cristal y porcelana cuando la cabeza de Krebs cayó hacia delante sobre la mesa.
Bond lo miró con cortés curiosidad.
—Walter —dijo Drax con brusquedad—, ¿no se da cuenta de que Krebs se encuentra mal? Llévese a ese hombre y métalo en la cama. Y no sea demasiado delicado con él. Bebe demasiado. Dése prisa.
Walter, con el rostro contraído y enojado, rodeó la mesa a grandes zancadas y levantó de un tirón la cabeza de Krebs de los desechos. Lo cogió por el cuello de la chaqueta, tiró de él para incorporarlo y lo apartó de la silla.
—Du Scheisskerl, —le siseó Walter al rostro manchado y de expresión vacua—. Marsch![39]
Lo hizo girar sobre sí mismo, lo empujó hacia las puertas batientes que daban a la despensa y lo arrojó contra ellas. Se oyó un amortiguado sonido de traspiés y maldiciones, y a continuación la puerta volvió a cerrarse y reinó el silencio.
—Tiene que haber pasado un día agotador —comentó Bond mirando a Drax.
El corpulento hombre sudaba en abundancia. Se enjugó la cara con un movimiento circular del pañuelo.
—Tonterías —replicó bruscamente—. Bebe demasiado.
El mayordomo, impertérrito ante la aparición de Krebs y Walter en la despensa, llegó con el café. Bond se sirvió un poco y bebió un sorbo. Esperó hasta que la puerta de la despensa volviera a cerrarse. «Otro alemán —pensó—. Ya habrá hecho llegar la noticia a los barracones». Aunque tal vez no estaba involucrado todo el equipo. Quizá había un equipo dentro del equipo. Y en ese caso, ¿estaba Drax al corriente de ello? Su reacción en el memento en que la pareja traspuso la puerta no había sido concluyente. ¿Acaso una parte de su asombro había sido dignidad ofendida, la conmoción de un hombre vano cuyo programa se había visto alterado por una mujercilla que trabajaba como su secretaria? Sin duda había disimulado bien. Y había pasado toda la tarde metido en el pozo supervisando la carga de combustible. Bond decidió sondearlo un poco.
—¿Qué tal ha ido la carga de combustible? —preguntó, con los ojos fijos en su interlocutor.
Drax estaba encendiendo un largo cigarro. Lo miró a través del humo y la llama de la cerilla.
—Perfectamente. —Dio varias chupadas al cigarro para encenderlo bien—. Ahora todo está a punto. Los guardias están por los alrededores. Una hora o dos para limpiar ahí abajo por la mañana, y luego se cerrará el pozo. Por cierto —añadió—, mañana por la tarde me llevaré a la señorita Brand a Londres, en coche. Necesitaré una secretaria, además de a Krebs. ¿Tiene algún plan?
—También yo tengo que ir a Londres —respondió Bond, por impulso—. Debo presentar mi informe definitivo ante el ministerio.
—¿Su informe? —repitió Drax con indiferencia—. ¿Sobre qué? Pensaba que estaba satisfecho con las disposiciones.
—Sí —respondió Bond, evasivo.
—En ese caso, está todo bien —concluyó Drax con tono jovial—. Y ahora, si no le importa —dijo mientras se levantaba de la mesa—, tengo algunos papeles esperándome en el estudio, así que le daré las buenas noches.
—Buenas noches —se despidió Bond de la espalda que ya se alejaba.
Apuró su café, salió al vestíbulo y subió a su habitación. Era obvio que habían vuelto a registrarla. Se encogió de hombros. Sólo estaba el maletín de cuero. Su contenido no demostraría nada más que el hecho de que había ido allí equipado con las herramientas de su oficio.
La Beretta, metida en la funda sobaquera, continuaba en el lugar donde la había ocultado, en el estuche de cuero vacío que pertenecía a los binoculares de Tallon. Sacó el arma y la metió debajo de la almohada.
Se dio un baño caliente y empleó medio frasco de yodo para cubrirse las heridas y los hematomas a que podía llegar. A continuación se metió en la cama y apagó la luz. Le dolía todo el cuerpo y estaba exhausto.
Durante un momento, pensó en Gala. Le había dicho que tomara un somnífero y cerrara la puerta con llave, pero que aparte de eso no se preocupara por nada hasta la mañana.
Antes de despejar su mente para dormir, meditó con inquietud acerca del viaje que ella haría con Drax a Londres, al día siguiente.
Con inquietud, pero no con desesperación. A su debido tiempo habría que responder a muchas preguntas y sondear muchos misterios, pero los hechos básicos parecían sólidos e irrebatibles. Aquel extraordinario millonario había construido un arma grandiosa. El Ministerio de Suministros estaba complacido con ella y también el Parlamento. El cohete debía ser lanzado dentro de menos de treinta y seis horas bajo una cuidadosa supervisión, y las medidas de seguridad eran tan estrictas como podían serlo. Alguien, probablemente varias personas, querían quitarlos de en medio a él y a la muchacha. Los nervios estaban a flor de piel en aquel lugar. La tensión del ambiente era enorme. Tal vez había celos. Quizá algunas personas sospechaban de verdad que ellos dos eran saboteadores. Pero ¿qué importancia tendría eso siempre y cuando él y Gala mantuvieran los ojos bien abiertos? Quedaba poco más de un día por delante. Allí se encontraban en campo abierto, en el mes de mayo, en Inglaterra, en tiempos de paz. Era una locura preocuparse por unos cuantos lunáticos, siempre y cuando el Moonraker estuviese fuera de peligro.
Y por lo que respectaba al día siguiente, pensó mientras lo invadía el sueño, acordaría encontrarse con Gala en Londres y traerla él mismo de regreso. O incluso la joven podría pernoctar en Londres. En cualquiera de los dos casos, cuidaría de ella hasta que el Moonraker estuviese en el aire a salvo; y antes de que comenzaran los trabajos en el segundo cohete, habría que hacer una limpieza a fondo.
Pero estos eran pensamientos traidoramente reconfortantes. Había peligro en el ambiente y Bond lo sabía.
Por último se deslizó hacia el mundo de los sueños con una pequeña escena firmemente inmovilizada ante sus ojos.
En la mesa del comedor de la planta baja, había observado algo muy inquietante: la habían puesto sólo para tres comensales.