CAPÍTULO 18
Debajo de la piedra
El Mercedes era un coche hermoso. Bond detuvo su baqueteado Bentley gris junto al automóvil y lo inspeccionó.
Era un 300 S, el modelo deportivo descapotable con la capota que estaba en vías de desaparición, uno de los únicos seis que había en toda Inglaterra, reflexionó. Tenía el volante a la izquierda. Probablemente comprado en Alemania. Bond había visto unos cuantos en ese país. El año anterior, uno de ellos le había pasado zumbando por la Autobahn de Munich, cuando él circulaba a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora con el Bentley. La carrocería, demasiado corta y pesada para ser grácil, estaba pintada de blanco, y el tapizado era de cuero rojo. Era llamativo para Inglaterra. Supuso que Drax lo había elegido blanco en honor a los famosos colores de competición de Mercedes-Benz, que ya había vuelto a ganar todos los premios posibles en Le Mans y Nurburgring, después de la guerra.
Lo de comprar un Mercedes era típico de Drax. Había algo implacable y majestuoso en esos coches, decidió, recordando los años entre 1934 y 1939, cuando dominaron por completo la escena del automovilismo mundial hijos del famoso Blitzen Benz, que en 1911 ya había pulverizado la plusmarca mundial de velocidad al correr a 228 kilómetros por hora. Bond recordó a algunos de sus famosos pilotos: Caracciola, Lang, Seaman, Brauchitsch, y la época en que los había visto tomar las cerradas curvas de Trípoli a 305 kilómetros por hora, o los había visto pasar como rayos por la recta de tres carriles de Berna, seguidos de cerca por los bólidos de Auto Union.
Y sin embargo (Bond contempló su Bentley sobrealimentado, que tenía veinticinco años más que el coche de Walter y aún era capaz de alcanzar los ciento sesenta kilómetros por hora), cuando los Bentley aún corrían antes de que la Rolls los domesticara hasta convertirlos en carruajes de cuatro ruedas, derrotaban a los desaparecidos SS-K casi a discreción.
En otra época, Bond había rozado el mundo de las carreras de automóviles, y ahora estaba perdido en sus recuerdos (volvía a oír el atronador rugido del monstruo que conducía Rudolf Caracciola cuando este pasaba volando ante las tribunas de Le Mans), en el momento en que Drax salió de la casa seguido por Gala Brand y Krebs.
—Un coche rápido —comentó Drax, complacido ante la expresión admirada de Bond. Señaló con un gesto el Bentley—. Eran muy buenos en los viejos tiempos —añadió, con un toque de paternalismo—. Ahora sólo los hacen para ir al teatro. Demasiado bien educados. Incluso el Continental. A ver, usted va en la parte trasera.
Krebs, obediente, se instaló en el estrecho asiento detrás del conductor. Se sentó ladeado, con el cuello de la gabardina subido hasta las orejas y los ojos enigmáticamente fijos en Bond.
Gala Brand, muy elegante, con un traje de chaqueta gris oscuro confeccionado a medida y una boina negra, con un impermeable fino de color negro al brazo y unos guantes en la mano, se sentó en la mitad derecha del asiento delantero. La ancha portezuela se cerró con el sonoro doble chasquido de un estuche Fabergé.
No se intercambió señal alguna entre Bond y Gala. Habían hecho sus planes en una secreta conversación susurrada que mantuvieron en la habitación de él antes del almuerzo: cenarían en Londres a las siete y media y luego regresarían a la casa en el coche de Bond. Ella mantuvo un aire solemne, con las manos sobre el regazo y los ojos fijos ante sí, mientras Drax subía al vehículo, pulsaba el botón de arranque y tiraba hacia atrás de la reluciente palanca que había en el volante para meter la primera marcha. El coche se alejó con rapidez mientras el tubo de escape emitía apenas un ronroneo, y Bond lo observó mientras desaparecía entre los árboles antes de regresar a su Bentley y salir pausadamente tras el otro automóvil.
En el Mercedes que corría por la carretera, Gala se dedicó a pensar. La noche había transcurrido sin incidentes, y la mañana se dedicaría a despejar el pozo de lanzamiento de cuanto pudiera quemarse con la ignición del Moonraker. Drax no había hecho ninguna referencia a los acontecimientos del día anterior, y nada había cambiado en su comportamiento habitual. Ella había preparado el último plan de lanzamiento (sería el propio Drax quien lo hiciera al día siguiente) y, como siempre, la había hecho llamar a Walter y, a través del agujerito de la pared, Gala había visto cómo se anotaban las cifras en la libreta negra de Drax.
El día era caluroso y soleado, y Drax conducía en mangas de camisa. Ella bajó los ojos para mirar el borde de la pequeña libreta que sobresalía del bolsillo trasero izquierdo del pantalón del hombre. Aquel viaje podría ser su última oportunidad. Desde la noche anterior se había sentido como una persona diferente. Tal vez Bond había despertado su espíritu de lucha, quizá era una reacción ante el hecho de desempeñar el papel de secretaria durante demasiado tiempo, tal vez fuese la conmoción provocada por el derrumbamiento del acantilado y la emoción de darse cuenta, después de tantos meses tranquilos, de que participaba en un juego peligroso… Fuera lo que fuese, sentía que había llegado el momento de correr riesgos. Descubrir el plan de vuelo del Moonraker era una cuestión de rutina y le proporcionaría la satisfacción personal de desvelar el secreto de la libreta negra. Sería fácil.
Como con descuido, dejó su impermeable doblado en el espacio que mediaba entre ella y Drax. Al mismo tiempo hizo como si se acomodara mejor en el asiento, y aprovechó la maniobra para aproximarse un poco más a Drax y posar la mano sobre los pliegues del impermeable. Luego se dedicó a esperar.
Su oportunidad se presentó, como había pensado que podría suceder, al incorporarse al congestionado tráfico de Maidstone. Drax, concentrado, intentaba llegar al semáforo del cruce de Kings Street y Gabriel’s Hill antes de que cambiara a rojo, pero la cola de coches era demasiado lenta y tuvo que detenerse detrás de un traqueteante coche familiar. Gala se dio cuenta de que, en cuanto cambiaran las luces, estaba decidido a adelantar al viejo trasto, ponerse delante de él y darle una lección. Era un conductor excelente, pero vengativo e impaciente, siempre ansioso de dejarle algo que recordar a cualquiera que lo retrasara.
Cuando el semáforo cambió a verde, hizo sonar su triple claxon, se desvió a la derecha al llegar a la intersección, aceleró con brutalidad y adelantó, mientras movía la cabeza con reprobación y miraba al conductor del coche familiar al pasar junto a él.
En medio de esta brusca maniobra, resultó natural que Gala fuera lanzada hacia él. Al mismo tiempo, su mano se metió debajo del impermeable y sus dedos tocaron, palparon y extrajeron la libreta con movimientos fluidos. Luego la mano volvió a posarse sobre los pliegues del impermeable. Drax, con todas las sensaciones concentradas en los pies y las manos, no veía sino el tráfico que tenía por delante, en tanto evaluaba las probabilidades que tenía de atravesar el paso de cebra que había delante del Royal Star sin atropellar a dos mujeres y un niño que estaban casi a medio camino del mismo.
Ahora era cuestión de enfrentarse con el gruñido de furia de Drax cuando, con voz recatada pero urgente, le preguntara si podrían detenerse un momento para que pudiera «empolvarse la nariz».
Una gasolinera sería peligrosa, porque a él podría ocurrírsele llenar el depósito, y tal vez llevase también el dinero en el bolsillo trasero del pantalón. Pero ¿no había un hotel por allí? Sí. Recordó que el Thomas Wyatt estaba justo al salir de Maidstone. Y no tenía surtidores de gasolina. Comenzó a removerse un poco. Volvió a colocar el impermeable sobre el regazo. Se aclaró la garganta.
—Ay, disculpe, sir Hugo —dijo con voz estrangulada.
—Sí, ¿qué pasa?
—Lo lamento muchísimo, sir Hugo, pero ¿podría parar sólo un momento? Quiero… es decir… lo lamento muchísimo, pero me gustaría empolvarme la nariz. Es terriblemente estúpido por mi parte. Lo siento de veras.
—¡Cristo! —exclamó Drax—. ¿Por qué demonios no…? Ah, sí. Bueno, de acuerdo. ¿Dónde? —gruñó más que preguntó bajo el bigote, pero aminoró a poco más de ochenta kilómetros por hora.
—Hay un hotel justo después de esa curva —dijo Gala, nerviosa—. Muchísimas gracias, sir Hugo. Ha sido una estupidez por mi parte. No tardaré ni un minuto. Sí, ahí está.
El coche se desvió con brusquedad hacia la fachada del hotel y se detuvo con una sacudida.
—Dése prisa, dése prisa —la instó Drax.
Sin cerrar la portezuela del coche, Gala corrió obedientemente por la grava mientras sujetaba con fuerza ante sí el impermeable con su precioso secreto.
Cerró con pestillo la puerta del lavabo y abrió a toda prisa la libreta.
Allí estaban, justo como pensaba. En cada página, debajo de la fecha, las ordenadas columnas de cifras, la presión atmosférica, la velocidad del viento, la temperatura, exactamente como ella las había anotado según las cifras del Ministerio del Aire. Y al pie de cada página, las calibraciones estimadas para los giróscopos.
Gala frunció el entrecejo. Sólo con mirarlas, podía ver que eran por completo diferentes de las calculadas por ella. Las cifras de Drax no guardaban la menor relación con las suyas.
Pasó las páginas hasta la última, que contenía los cálculos para ese mismo día. Desde luego, ella no se había equivocado casi en noventa grados en el curso estimado. Si el cohete se lanzaba según aquel plan de vuelo, caería en algún punto de París. Con los ojos desorbitados, se miró en el espejo que había sobre el lavamanos. Si había estado cometiendo unos errores tan monstruosos, ¿por qué Drax no se lo había dicho? Algo terrible. Volvió a repasar la libreta con rapidez. Cada día se había desviado noventa grados, lanzando el cohete en ángulo recto respecto a su curso real. No, desde luego, simplemente, no había podido incurrir en semejante error. ¿Estaba informado el ministerio de estos cálculos secretos? ¿Y por qué tenían que ser secretos?
De pronto, su perplejidad se transformó en miedo. Tenía que conseguir llegar a Londres a salvo, discretamente, y contárselo a alguien. A pesar de que pudieran llamarla estúpida y entrometida.
Con total frialdad, pasó las páginas de la libreta, se sacó la lima de uñas del bolso y, tan pulcramente como pudo, cortó una página de muestra, la convirtió en una apretada bola y la metió en la punta de uno de los dedos de sus guantes.
Se miró la cara en el espejo. Estaba pálida, y se frotó con rapidez las mejillas para devolverles el color. Luego reasumió la expresión de una secretaria avergonzada, salió corriendo del lavabo y atravesó la grava hasta el coche, con la libreta de notas apretada entre los pliegues del impermeable.
El motor del Mercedes giraba al ralentí. Drax le lanzó una feroz mirada de impaciencia, y ella volvió a sentarse en su asiento.
—Vamos, vamos.
Mientras la apremiaba, metió primera y levantó el pie del pedal de embrague con tal brusquedad que la joven casi se pilló el pie con la pesada portezuela. Los neumáticos hicieron crujir la grava cuando él aceleró para salir de la zona de aparcamiento y derrapar en seco al entrar en la carretera de Londres. Gala salió despedida contra el asiento, pero se acordó de dejar que el impermeable, con la mano culpable entre los pliegues, cayera en el espacio que mediaba entre ella y Drax.
Y ahora había que devolver la libreta al bolsillo trasero del pantalón de él.
Observó que la aguja del cuentakilómetros oscilaba en torno a los ciento diez por hora, mientras Drax lanzaba el pesado vehículo por el centro de la carretera.
Intentó recordar sus lecciones. Ejercer en otra zona del cuerpo una presión que distrajera. Distraer la atención. Distraer. La víctima no debía estar relajada. Sus sentidos debían concentrarse en algo externo. No tenía que darse cuenta del roce contra su cuerpo. Debía estar anestesiada por otro estímulo.
Como ahora, por ejemplo. Drax, inclinado sobre el volante, se concentraba en encontrar una oportunidad para adelantar a un tráiler de la RAF, de dieciocho metros de longitud, pero el tráfico que venía en sentido contrario no le dejaba espacio para hacerlo. Se abrió una brecha y Drax redujo bruscamente a tercera y la aprovechó, mientras hacía sonar imperiosamente el claxon.
La mano de Gala se tendió a la izquierda por debajo del impermeable.
Pero una segunda mano salió disparada como una serpiente.
—La he pillado.
Krebs se inclinaba, doblado por la mitad, sobre el respaldo del asiento delantero. Su mano apretaba la de ella contra la resbaladiza cubierta de la libreta, debajo de los pliegues del impermeable.
Gala se inmovilizó. Luchó con todas sus fuerzas para liberar la mano, pero no sirvió de nada. Ahora Krebs descargaba sobre ella todo su peso.
Drax había adelantado al tráiler y la carretera estaba libre.
—Por favor, detenga el coche, mein Kapitan —dijo Krebs con tono apremiante—. La señorita Brand es una espía.
Drax lanzó una mirada de sobresalto hacia su derecha. Con lo que vio, tuvo suficiente. Se llevó rápidamente la mano en el bolsillo trasero y luego, con gesto muy lento a propósito, la devolvió al volante. El desvío de Merewoth se aproximaba por su izquierda.
—Sujétela —ordenó Drax.
Frenó de tal forma que los neumáticos chirriaron, cambió a una marcha más corta y desvió el coche por la carretera lateral, donde se detuvo.
Drax miró en una y otra dirección de la carretera. Estaba desierta. Tendió una mano enguantada y volvió con brusquedad el rostro de Gala hacia sí.
—¿Qué es esto?
—Puedo explicárselo, sir Hugo. —Gala intentaba un farol, a pesar del horror y la desesperación que sabía que se evidenciaba en su rostro—. Es una equivocación. Yo no tenía intención de…
Se encogió de hombros con aparente enojo y su mano derecha se desplazó con sigilo detrás de su cuerpo y encajó los culpables guantes detrás del cuero acolchado.
—Sehen sie her, mein Kapitan[40]. La he visto acercarse a usted. Me ha parecido extraño y…
Con la otra mano, Krebs apartó bruscamente el impermeable y dejó a la vista los doblados dedos blancos de su mano derecha aplastados contra la cubierta de la libreta que aún se encontraba a unos treinta centímetros del bolsillo trasero de Drax.
—Vaya…
La palabra era mortalmente fría y contenía una determinación estremecedora.
Drax le soltó el mentón, pero los horrorizados ojos de la joven permanecieron clavados en los de él.
Una especie de frialdad gélida comenzaba a traslucirse a través de la fachada alegre de piel roja y patillas. Era un hombre diferente. El hombre que se ocultaba tras la máscara. La criatura que acechaba debajo de la piedra plana que Gala había levantado.
Drax volvió a mirar en una y otra dirección de la carretera desierta.
Luego, mirando con atención los ojos azules repentinamente vigilantes, se descalzó el guante de cuero de la mano izquierda y golpeó con él a la muchacha en la cara con toda la fuerza de su mano derecha.
Sólo un corto grito salió de la garganta contraída de Gala, pero lágrimas de dolor rodaron por sus mejillas. De repente comenzó a defenderse como una mujer enloquecida.
Con todas sus fuerzas, se contorsionó y luchó contra los dos brazos de hierro que la sujetaban. Con la mano derecha libre intentó llegar al rostro que se inclinaba sobre el respaldo del asiento y arañarle los ojos. Pero Krebs apartó la cabeza con facilidad fuera de su alcance, y tranquilamente aumentó la presión del brazo con que le rodeaba el cuello; siseó con tono asesino para sí cuando las uñas de Gala le arrancaron tiras de piel del dorso de las manos, pero advirtió con ojos de científico que la resistencia de ella se iba debilitando.
Drax observaba con atención, con un ojo en la carretera, mientras Krebs inmovilizaba a la joven; luego volvió a poner el coche en marcha y avanzó con cautela por la pista arbolada. Gruñó con satisfacción al llegar a un camino de carro que se adentraba en el bosque, y giró por él para detenerse sólo cuando quedó fuera de la vista de la calzada.
Gala acababa de darse cuenta de que no se percibía ningún sonido del motor cuando oyó que Drax decía:
—Aquí.
Un dedo le tocó la cabeza en un punto situado detrás de la oreja izquierda. El brazo de Krebs la soltó y cayó hacia delante, agradecida, jadeando en busca de aire. Entonces algo se estrelló contra la parte posterior de su cabeza donde la había tocado el dedo, y hubo un estallido de maravilloso dolor liberador y luego la oscuridad.
Una hora más tarde, los transeúntes vieron que un Mercedes blanco se detenía en el exterior de una casa pequeña situada en el extremo de Ebury Road más cercano a Buckingham Palace y que dos caballeros ayudaban a una muchacha indispuesta a descender del vehículo y entrar por la puerta principal. Los que se encontraban cerca pudieron ver que la pobre muchacha tenía el semblante pálido y los ojos cerrados, y que los amables caballeros casi la llevaban en volandas al subir los peldaños. Se oyó con absoluta claridad que el caballero corpulento de cara y patillas rojas le decía al otro que la pobre Mildred había prometido no salir hasta que volviera a encontrarse del todo bien. Muy triste.
Gala recobró el sentido en una amplia habitación de la planta superior que parecía estar llena de maquinaria. Se encontraba muy bien atada a una silla y, además del punzante dolor de cabeza, sentía que tenía los labios y las mejillas magullados e hinchados.
Había pesadas cortinas echadas sobre las ventanas, y en la habitación se percibía un olor a humedad, como si se usara muy raras veces. Los pocos muebles convencionales estaban cubiertos de polvo, y sólo las esferas de cromo y ebonita de las máquinas parecían limpias y nuevas. Pensó que tal vez se hallaba en el hospital. Cerró los ojos y pensó. No tardó mucho en recordar. Dedicó algunos minutos a recuperar el control y luego volvió a abrir los ojos.
Drax, de espaldas a ella, observaba las esferas de una máquina que se parecía mucho a un aparato de radio. Había otras tres máquinas similares en su campo de visión, y de una de ellas partía una fina antena de acero que salía por un agujero tosco practicado en la escayola del techo con ese propósito. La habitación estaba brillantemente iluminada por seis lámparas corrientes, cada una de ellas con una bombilla de alta potencia.
Desde la izquierda le llegaban sonidos metálicos; giró en las órbitas los ojos semicerrados, lo cual empeoraba su dolor de cabeza, y pudo ver la silueta de Krebs inclinada sobre un generador eléctrico colocado en el suelo. A su lado había un pequeño motor de gasolina, que estaba dando problemas. De vez en cuando, Krebs aferraba la manivela de arranque, la hacía girar bruscamente, y el motor emitía un débil estertor mecánico antes de que él volviera a hurgar en sus entrañas.
—Condenado estúpido —masculló Drax en alemán—, date prisa. Tengo que ir a ver a esos malditos zoquetes del ministerio.
—En seguida, mein Kapitan —respondió Krebs, respetuoso.
Giró de nuevo la manivela. Esta vez, después de toser dos o tres veces, el motor arrancó y comenzó a ronronear.
—¿No hará demasiado ruido? —quiso saber Drax.
—No, mein Kapitan. La habitación ha sido insonorizada —respondió Krebs—. El doctor Walter me aseguró que no se oirá nada desde el exterior.
Gala cerró los ojos y decidió que su única esperanza era fingirse inconsciente durante tanto tiempo como fuera posible. ¿Tenían intención de matarla? ¿En aquella habitación? ¿Y qué eran todos aquellos aparatos? Parecían radiorreceptores, o tal vez radares. Aquella pantalla curva de vidrio que había sobre la cabeza de Drax y que oscilaba de vez en cuando mientras él movía los botones de las esferas…
Con lentitud, su mente volvió a ponerse en funcionamiento. ¿Por qué, por ejemplo, Drax hablaba de repente un alemán perfecto? ¿Y por qué Krebs se dirigía a él como mein Kapitan? ¿Y las cifras de la libreta negra? ¿Por qué habían estado a punto de matarla por haberlas visto? ¿Qué significaban?
Noventa grados, noventa grados.
Noventa grados de diferencia. Suponiendo que sus cálculos hubieran sido correctos en todo momento para el blanco situado a ciento treinta kilómetros de distancia en el mar del Norte… Sólo suponiendo que ella no se hubiera equivocado… Entonces no habría dirigido el cohete al centro de Francia. ¿Noventa grados a la izquierda del objetivo calculado por ella en el mar del Norte? Algún punto de Inglaterra, presumiblemente. A ciento treinta kilómetros de Dover… Sí, por supuesto. Eso era. Los cálculos de Drax… El plan de lanzamiento de la libreta negra… El Moonraker caería más o menos en el centro de Londres.
Pero ¡sobre Londres! ¡¡Sobre Londres!!
Así que es cierto que el corazón se le sube realmente a la garganta a uno. ¡Qué extraordinario! Una perogrullada semejante y sin embargo sucede de verdad y lo deja a uno casi sin respiración.
«Y ahora, vamos a ver… Así que este es un dispositivo de guía por radar. Qué ingenioso. Lo mismo que habrá en la balsa situada en el mar del Norte. Esto hará caer el cohete a unos cien metros de Buckingham Palace. Pero ¿qué importancia tendrá eso si la cabeza explosiva está llena de instrumentos?».
Probablemente fue la crueldad del guantazo que Drax le dio en la cara lo que determinó su siguiente pensamiento: pronto tuvo la certeza de que, de alguna forma, se trataría de una cabeza explosiva de verdad, de una cabeza atómica, y que Drax era un enemigo de Inglaterra y que al día siguiente a mediodía iba a destruir Londres.
Gala realizó un último esfuerzo por comprender.
A través de este techo, a través de esta silla, a través del suelo. La fina aguja del cohete. Cayendo tan rápido como el rayo desde el cielo despejado. Las multitudes en las calles. El palacio. Las niñeras en el parque. Los pájaros en los árboles. La gran flor de fuego de un kilómetro y medio de diámetro. Y luego la nube del hongo atómico. Y no quedaría nada. Nada. Nada. Nada.
«¡No! ¡Ay, no!».
Pero el grito resonó sólo dentro de su mente. Gala, con el cuerpo convertido en una crujiente patata negra entre un millón de otras, ya se había desmayado.