CAPÍTULO 16
Un día dorado
Era una maravillosa tarde azul, verde y dorada. Cuando abandonaron la pista de cemento a través de la verja de guardia que había cerca del puesto de lanzamiento, se detuvieron por un momento al borde del gran acantilado de creta y contemplaron el rincón de Inglaterra donde Julio César había desembarcado dos mil años antes.
A su izquierda, la alfombra de hierba verde, que brillaba con los colores de pequeñas flores silvestres, descendía con suavidad hasta las largas playas de Walmer y Deal, cubiertas de cantos rodados, que describían una curva hacia Sandwich y la bahía. Más allá, los blancos acantilados de Margate, que destacaban a través de la lejana calina que ocultaba la North Foreland, protegían la cicatriz gris del aeródromo de Manston, sobre el cual los reactores estadounidenses trazaban sus líneas blancas en el cielo. Luego venía el islote de Thanet y, ya fuera de la vista, la desembocadura del Támesis.
La marea estaba baja y las barcas-faro se veían doradas y delicadas en el chispeante azul del estrecho, y sólo las salpicaduras de sus mástiles y berlingas explicaban la verdadera historia. Las letras blancas de la South Goodwin Lightship se leían sin dificultad, e incluso el nombre de su gemela, más al norte, destacaba blanco sobre el casco rojo.
Entre las arenas de la costa, a lo largo del canal de doce brazas de las Inner Leads, había media docena de barcos que agitaban las aguas de los Downs, el martilleo sordo de cuyos motores llegaba con total claridad a través del mar, y entre las perversas arenas y la nítida línea de la costa francesa había barcos de todas las banderas dedicados a sus asuntos: transatlánticos, mercantes, desgarbados cargueros alemanes, e incluso una esbelta corbeta que navegaba velozmente hacia el sur, tal vez en dirección a Portsmouth. Hasta donde alcanzaba la vista, los accesos orientales de Inglaterra estaban salpicados de tráfico que se dirigía a horizontes cercanos o distantes, hacia puertos propios o hacia el otro extremo del mundo. Era un panorama lleno de colorido, emoción y romanticismo, y las dos personas que se hallaban al borde del acantilado permanecieron en silencio durante un rato y lo contemplaron todo.
La paz fue interrumpida por dos alaridos de la sirena procedentes de la casa, y ambos se volvieron a mirar al feo mundo de cemento que había quedado borrado de sus mentes hasta ese instante. Mientras observaban, una bandera roja apareció en lo alto de la cúpula del pozo de lanzamiento y dos ambulancias de la RAF, con cruces rojas pintadas en los laterales, salieron de entre los árboles hasta el borde del muro blindado y aparcaron.
—Van a comenzar a cargar el combustible —dijo Bond—. Continuemos con nuestro paseo. No habrá nada que ver, y en caso de accidente, es probable que no sobreviviéramos a esta distancia.
Ella le sonrió.
—Sí —asintió—. Y estoy enferma de ver todo este cemento.
Descendieron por la suave pendiente y pronto quedaron fuera de la vista del punto de lanzamiento y de la alta cerca de alambre.
El hielo de las reservas de Gala se derritió con rapidez al calor del sol.
La exótica alegría de sus ropas, una camisa de algodón a rayas blancas y negras sujeta por un cinturón de cuero negro cosido a mano, sobre una falda larga hasta la rodilla de un rosa escandaloso, parecía haberla contagiado, y a Bond le resultaba imposible reconocer a la gélida mujer de la noche anterior en la muchacha que ahora caminaba a su lado y reía feliz ante su ignorancia de los nombres de las flores silvestres, el hinojo marino, la lengua de buey y la fumaria, que le rodeaban los pies.
Triunfante, ella encontró una flor de la abeja y la arrancó.
—No haría eso si supiera que las flores gritan cuando las arrancan —dijo Bond.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, sospechando que era una broma.
—¿No lo sabía? —Sonrió ante su reacción—. Hay un indio llamado profesor Bhose que ha escrito un tratado sobre el sistema nervioso de las flores. Midió sus reacciones al dolor. Incluso grabó el grito de una rosa que estaba siendo arrancada. Debe de ser uno de los sonidos más desgarradores del mundo. Yo he oído algo parecido cuando ha arrancado esa flor.
—No le creo —dijo ella, contemplando con suspicacia la flor arrancada—. De todas formas —continuó con tono malicioso—, no pensaba que fuera usted una persona que pudiese ponerse sentimental. ¿No es la gente de su sección del servicio la que hace una profesión del asesinato? Y no precisamente de flores, sino de personas.
—Las flores no pueden devolverte un tiro —respondió Bond.
Ella miró la flor.
—Ahora me ha hecho sentir como una asesina. Es muy poco bondadoso por su parte. Pero —admitió a regañadientes— tendré que investigar acerca de ese indio, y si es cierto lo que me ha dicho, no volveré a arrancar una flor en mi vida. ¿Qué voy a hacer ahora con esta? Me da la impresión de que me está sangrando sobre la mano.
—Démela a mí —sugirió Bond—. Según usted, mis manos ya chorrean sangre. Un poco más no les hará ningún daño.
Ella se la entregó y sus manos se rozaron.
—Puede meterla en el cañón de su revólver —dijo ella para ocultar el rubor provocado por el contacto.
Bond se echó a reír.
—Así que esos ojos no son sólo decorativos —comentó—. De todas formas, es una pistola automática y la he dejado en mi habitación. —Enhebró el tallo de la flor en uno de los ojales de su camisa de algodón azul—. Pensé que una funda sobaquera llamaría un poco la atención sin una chaqueta que la cubriera. Y no creo que esta tarde a nadie se le ocurra registrar mi dormitorio.
Por acuerdo tácito, ambos se apartaron con sigilo de aquel momento de calidez. Bond le habló de cómo había descubierto a Krebs y de la escena que se había producido en la habitación.
—Le está bien empleado —dijo ella—. Nunca me he fiado de él. Pero ¿qué dice sir Hugo?
—He hablado con él antes del almuerzo —explicó Bond—. Le entregué la navaja de Krebs y las llaves como prueba. Se ha enfurecido y ha ido directamente a ver al hombre, mascullando de furia. Al regresar, ha dicho que Krebs parecía estar bastante maltrecho y ha querido saber si me sentía satisfecho, si pensaba que había recibido suficiente castigo. Toda esa cuestión de no querer trastornar al equipo en el último momento y demás, ya sabe. Así que he estado de acuerdo en que se lo envíe de vuelta a Alemania la semana que viene, y que mientras tanto se considere bajo arresto domiciliario y que sólo se le permita salir de su habitación con vigilancia.
Bajaron por el empinado sendero del acantilado hasta la playa y giraron a la derecha junto al abandonado campo de tiro de armas cortas de la guarnición de la Armada en Deal. Siguieron caminando en silencio hasta llegar a la playa de tres kilómetros de guijarros que, con la marea baja, corre por la base de los enormes acantilados hasta la bahía de St. Margaret.
Mientras avanzaban lenta y trabajosamente por la gruesa capa de pulidos cantos rodados, Bond expuso a la joven todo lo que se le había ocurrido desde el día anterior. No se guardó nada, le presentó cada una de las falsas liebres que se habían levantado y finalmente habían vuelto a caer en tierra, sin dejarse en el tintero nada más que un leve tufillo de sospechas mal fundamentadas y una confusión de pistas, todo lo cual acababa en los mismos interrogantes: ¿cuál era la pauta? ¿Dónde había un plan en el que encajaran las pistas? Y siempre encontraba la misma respuesta: que nada de lo que sabía o sospechaba parecía tener la menor relación imaginable con las medidas de seguridad destinadas a evitar el sabotaje del Moonraker. Y que eso, cuando todo estaba dicho y hecho, era la única cuestión que les concernía a ellos dos. Ni la muerte de Tallon ni la de Bartsch, ni el egregio Krebs, sino sólo la protección del proyecto Moonraker ante sus posibles enemigos.
—¿No es así? —concluyó Bond.
Gala se detuvo y permaneció por unos momentos contemplando las brillantes olas del mar por encima de las rocas caídas y las algas. Estaba acalorada y jadeaba a causa de la dura caminata por la playa de guijarros, y pensaba en lo maravilloso que sería tomar un baño, regresar por un momento a aquellos días de la infancia junto al mar antes de que se viese involucrada en esta extraña profesión fría, con sus tensiones y sus emociones falsas. Volvió los ojos hacia el implacable rostro moreno del hombre que estaba a su lado. ¿Acaso vivía él momentos en los que anhelaba las cosas sencillas y plácidas de la vida? Por supuesto que no. A él le gustaban París, Berlín y Nueva York, los trenes, los aviones y las comidas caras y, sí, sin lugar a dudas, las mujeres caras.
—¿Y bien? —dijo Bond, preguntándose si ella iba a aportarle alguna prueba que él había pasado por alto—. ¿Qué le parece?
—Lo siento —respondió Gala—. Estaba soñando despierta. No —continuó, en respuesta a la pregunta—, creo que tiene razón. Yo he estado aquí desde el principio, y aunque de vez en cuando han sucedido cosas raras, y por supuesto las dos muertes, no ha pasado absolutamente nada malo. Todos los miembros del equipo, desde sir Hugo para abajo, están dedicados en cuerpo y alma al cohete. Es lo más importante de sus vidas y ha sido maravilloso ver crecer el Moonraker. Los alemanes son unos trabajadores tremendos (y yo estoy bastante convencida de que Bartsch se quebró bajo la tensión) y les encanta ser dirigidos por sir Hugo, y a él le encanta dirigirlos a ellos. Lo veneran. Y por lo que respecta a la seguridad, el lugar está plagado de medidas y tengo la seguridad de que cualquiera que intentara acercarse al Moonraker acabaría hecho pedazos. Estoy de acuerdo con usted en lo referente a Krebs y en que probablemente actúa por órdenes de Drax. Porque yo creí lo mismo, no me molesté en informarle cuando estuvo fisgando entre mis cosas. Allí no podía encontrar nada, por supuesto. Sólo cartas personales y cosas así. Eso de asegurarse al máximo sería algo típico de sir Hugo. Y debo decir —añadió con franqueza— que lo admiro por eso. Es un hombre implacable con unos modales deplorables y un rostro poco agradable debajo de todo ese pelo rojo, pero me encanta trabajar para él y estoy deseando que el Moonraker tenga éxito. Vivir con el cohete durante tanto tiempo me ha hecho sentir por él lo mismo que sienten esos hombres.
Alzó la vista hacia él para ver cuál era su reacción.
Bond asintió.
—Después de tan sólo un día, puedo entenderlo —le aseguró—. Y supongo que estoy de acuerdo con usted. No tenemos nada en lo que basarnos excepto mi intuición, que debería ocuparse de sí misma. Lo principal es que el Moonraker parece estar tan seguro como las joyas de la corona, y probablemente más. —Se encogió de hombros con impaciencia, insatisfecho consigo mismo por renegar de la intuición que formaba una parte tan importante de su profesión—. Vamos —dijo, casi con brusquedad—. Estamos perdiendo el tiempo.
Ella, que lo comprendía, sonrió para sí y lo siguió.
Al rodear el siguiente recodo del acantilado, se encontraron con la base del montacargas, incrustada de algas marinas y percebes. Cincuenta metros más allá llegaron al embarcadero, una sólida estructura de tubos de hierro pavimentados con tiras de enrejado que corrían sobre las rocas y sobresalían de ellas.
Entre los dos, y a unos seis metros de alto en la pared del acantilado, se abría la ancha boca negra del túnel de exhaustación, el cual ascendía en pendiente por dentro del acantilado hasta el piso de acero que había bajo la cola del cohete. Del borde inferior de la cueva, la creta fundida como lava y vuelta a solidificar les sacaba la lengua, y había salpicaduras del mismo material por todas partes sobre los guijarros y las rocas de abajo. Bond podía imaginar la ardiente columna blanca de llamas que salía aullando de la cara del acantilado, y podía oír cómo el mar siseaba y borboteaba al caer la creta líquida en las aguas.
Alzó los ojos hacia la estrecha franja de la cúpula de lanzamiento que asomaba por encima del borde del acantilado, de sesenta metros de alto, e imaginó a los cuatro hombres con máscara antigás y traje de amianto que observaban los indicadores mientras el terrible explosivo líquido era bombeado a través del tubo de goma negro al interior de las entrañas del cohete. De pronto se dio cuenta de que estaban dentro del radio de alcance si algo salía mal con la carga de combustible.
—Alejémonos de aquí —le dijo a la muchacha.
Cuando ya había unos cien metros de distancia entre ellos y la cueva, Bond se detuvo y volvió la vista atrás. Se imaginó a sí mismo al frente de seis hombres duros y todos los pertrechos adecuados, y pensó qué haría para atacar la instalación desde el mar. Llegaría al embarcadero con kayacs durante la marea baja; ¿una escalerilla para subir hasta la cueva? Y luego, ¿qué? Era imposible trepar por la pulida pared de acero del túnel de exhaustación. Sería cuestión de disparar un proyectil contracarro que atravesara el piso de acero en el que descansaba el cohete, para lanzar luego unas cuantas granadas incendiarias con la esperanza de que algo pudiera prenderse fuego. Un asunto algo chapucero, pero podría dar resultado. Escapar luego sería difícil. Se convertirían en blancos inmóviles para las armas disparadas desde lo alto del acantilado. Pero eso no preocuparía a un escuadrón suicida ruso. Todo parecía bastante factible.
Gala había permanecido de pie a su lado, observando los ojos que medían el terreno y especulaban.
—No es tan fácil como podría pensarse —comentó ella al ver el rostro ceñudo de su acompañante—. Incluso cuando hay marea alta y mar picada, hay guardias que vigilan por la noche desde lo alto del acantilado. Y disponen de focos de seguimiento, ametralladoras ligeras Bren y granadas. Tienen orden de disparar primero y preguntar después. Por supuesto, sería mejor iluminar el acantilado por la noche, pero sólo se lograría llamar la atención sobre las instalaciones. Creo realmente que han pensado en todo.
Bond continuaba con el entrecejo fruncido.
—Con cobertura desde un submarino o una lancha rápida, un buen equipo podría lograrlo a pesar de todo eso —dijo—. No será muy agradable, pero voy a nadar un poco. La carta náutica del Almirantazgo dice que ahí fuera hay un canal de doce brazas, pero me gustaría echarle un vistazo. Al final del embarcadero tiene que haber una buena profundidad, pero me quedaré más tranquilo cuando lo haya visto con mis propios ojos. —Le sonrió—. ¿Por qué no se baña usted también? El agua estará condenadamente fría, pero le sentará bien después de cocerse durante toda la mañana dentro de esa cúpula de cemento.
Los ojos de Gala se iluminaron.
—¿Cree que podría? —preguntó, dubitativa—. Estoy muerta de calor, pero ¿qué voy a ponerme? —se dijo, y luego se sonrojó al pensar en sus breves y casi transparentes bragas y sujetador de nilón.
—Al demonio con eso —replicó él con desenvoltura—. Usted debe llevar algo de ropa interior, y yo llevo calzoncillos. Seremos perfectamente respetables, no hay nadie que pueda vernos, y yo prometo no mirar —mintió alegremente mientras abría la marcha para rodear el siguiente recodo del acantilado—. Usted desvístase detrás de esa roca y yo lo haré detrás de esta —dijo—. Vamos. No sea tonta. Lo hacemos todo en el cumplimiento del deber.
—Bueno…
Aliviada porque le hubieran quitado la decisión de las manos, se ocultó detrás de la roca y se desabotonó la falda con lentitud.
Cuando se asomó a mirar con nerviosismo, Bond ya estaba a medio camino de la franja de gruesa arena parda que se adentraba, entre charcos, hasta donde la marea se arremolinaba a través de las morrenas negras y verdes de las rocas. Tenía un cuerpo esbelto y bronceado. Los calzoncillos azules resultaban tranquilizadores.
Lo siguió caminando con sumo cuidado, y de pronto se encontró dentro del agua. De inmediato dejó de importarle cualquier otra cosa que no fuera el frío terciopelo del agua y la belleza de las pequeñas zonas de arena, entre la ondulante cabellera de las algas que vio en la transparente profundidad verde que tenía debajo de sí, al meter la cabeza bajo el agua y nadar en línea paralela a la orilla con rápidas brazadas.
Cuando llegó a la altura del embarcadero se detuvo un momento para recobrar el aliento. No había ni rastro de Bond, al que había visto por última vez mientras avanzaba con rapidez unos cien metros por delante de ella. Pataleó en el agua con fuerza para mantener la circulación y luego volvió a nadar, pensando en él a regañadientes: evocaba el atlético cuerpo moreno que debía de estar cerca de ella en alguna parte, entre las rocas, tal vez, o buceando hacia la arena para calibrar la profundidad de las aguas con las que podría contar un enemigo.
Se volvió para buscarlo otra vez, y fue entonces cuando él salió a la superficie desde las aguas que ella tenía debajo. Sintió la rápida presa fuerte de sus brazos en torno de sí, y el veloz, duro impacto de sus labios sobre los de ella.
—Maldito sea —masculló, furiosa.
Pero Bond ya se había sumergido de nuevo, y para cuando ella hubo escupido un sorbo de agua marina y recobró la orientación, él nadaba alegremente a veinte metros de distancia.
Gala, altiva, se volvió y comenzó a nadar mar adentro; se sentía un poco ridícula, pero estaba decidida a desairarlo. Era exactamente como ella había pensado. La gente del Servicio Secreto siempre parecía tener tiempo para el sexo, por importante que pudiera ser su misión.
Pero su cuerpo se obstinaba en estremecerse a causa de la conmoción del beso, y el dorado día parecía haber adquirido una belleza nueva. Al avanzar un poco más mar adentro y volverse a mirar los gruñentes dientes de Inglaterra que llegaban hasta el distante brazo de Dover, y el confeti negro y blanco formado por los cuervos y las gaviotas que volaban contra el vivido telón de fondo de los campos verdes, decidió que cualquier cosa era permisible en un día como aquel y que, sólo por esta vez, lo perdonaría.
Media hora más tarde estaban tendidos, en espera de que el sol los secara, separados por un respetable metro de arena al pie del acantilado.
No se había mencionado el beso, pero los esfuerzos de Gala destinados a mantener una atmósfera de altivez se derrumbaron ante la emoción de observar la langosta que Bond se había sumergido a buscar y había capturado con sus propias manos. De mala gana, la soltaron en uno de los charcos que había entre las rocas y observaron cómo se escabullía retrocediendo para ponerse a cobijo debajo de las algas. Y ahora yacían, cansados y vigorizados por el ejercicio en las heladas aguas, y rezaban para que el sol no se deslizara por detrás del borde del acantilado que se alzaba detrás de ellos, antes de que se hubieran calentado y secado lo bastante para vestirse otra vez.
Pero aquellos no eran los únicos pensamientos de Bond. El modelado cuerpo de la muchacha que tenía a su lado, increíblemente erótico al realzarlo el sujetador y las bragas adheridos a la piel debido al agua, se interponía entre él y sus preocupaciones por el Moonraker. Y, en cualquier caso, hasta dentro de una hora no podría hacer nada por el Moonraker. Aún no eran las cinco de la tarde, y la carga de combustible no concluiría hasta después de las seis. Sólo entonces podría ver a Drax y asegurarse de que, durante las dos noches siguientes, los guardias reforzaran la vigilancia del acantilado y contaran con las armas adecuadas. Porque había visto por sí mismo que había profundidad de sobra, incluso con la marea baja, para que entrara un submarino.
Así que disponían de al menos quince minutos de ocio antes de tener que iniciar el camino de regreso.
Y entre tanto, la muchacha. El cuerpo medio desnudo que se encontraba flotando en la superficie cuando él ascendía desde el fondo; el rápido beso duro-suave con los brazos en torno a ella; los montículos en punta de sus pechos, tan pegados a él, y el vientre suave y liso que descendía hasta el misterio de sus muslos fuertemente apretados.
«Al demonio».
Apartó su mente de la fiebre que lo poseía y alzó la mirada en línea recta hacia el infinito cielo azul, obligándose a observar la belleza de los gaviones que se elevaban muy arriba para planear sin esfuerzo entre las corrientes de aire que ascendían desde la parte superior del acantilado que tenían encima. Pero la suave curva de los vientres blancos de las aves devolvía sus pensamientos a la muchacha y no le daba tregua.
—¿Por qué se llama Gala? —preguntó para interrumpir sus ardientes pensamientos ocultos.
Ella se echó a reír.
—Me tomaron el pelo por eso durante toda la vida escolar —dijo, y Bond sintió impaciencia ante la voz relajada, nítida—, y luego cuando estuve al servicio de la Armada real, y la mitad del cuerpo policial de Londres me ha hecho bromas al respecto. Pero mi verdadero nombre es todavía peor. Me llamo Galatea. Era un crucero en el que estaba sirviendo mi padre cuando yo nací. Supongo que Gala no está demasiado mal. Casi he olvidado cómo me llamo. Ahora que estoy en la brigada especial, tengo que cambiar de nombre cada dos por tres.
«En la brigada especial».
«En la brigada especial».
«En la…».
Cuando cae una bomba, cuando el piloto calcula mal y el avión se estrella a poca distancia de la pista de aterrizaje, cuando la sangre abandona el corazón y la conciencia desaparece, hay pensamientos en la mente, o palabras, o tal vez un fragmento de música, que se repite durante unos segundos antes de la muerte, como el agonizante tañido de una campana.
Bond no acabó muerto, pero las palabras aún resonaban en su mente varios segundos más tarde, después de que todo hubiese sucedido.
Desde que se habían tumbado en la arena contra el acantilado, mientras sus pensamientos se concentraban en Gala, sus ojos habían estado observando descuidadamente a las gaviotas que jugaban en torno al manojo de pajas que eran el borde de su nido, hecho en un pequeño reborde que quedaba a unos tres metros por debajo de la parte superior del acantilado. Estiraban el cuello y se hacían reverencias durante su juego amoroso, con sólo las cabezas visibles contra el deslumbrante blanco de la creta, y luego el macho echaba a volar hacia lo alto, se alejaba y regresaba al nido para continuar haciéndole el amor a la hembra.
Bond los observaba soñadoramente mientras escuchaba a la joven, cuando de pronto las dos gaviotas huyeron del reborde volando a gran velocidad al tiempo que proferían un agudo grito de miedo. En ese mismo momento apareció una nube de humo negro, se oyó un suave estampido procedente de lo alto del acantilado, y una gran zona de creta blanca que había justo encima de Bond y Gala pareció inclinarse hacia fuera mientras unas grietas en zigzag se abrían en su cara.
De lo primero que Bond fue consciente después de eso era de que se encontraba tendido encima de Gala con el rostro pegado a una mejilla de la muchacha, que un tronar colmaba el aire, que estaba sofocado y que el sol se había extinguido. Tenía la espalda entumecida y dolorida bajo un tremendo peso, y en su oído izquierdo, además del eco del trueno, resonaba el final de un grito ahogado.
Apenas estaba consciente, y tuvo que esperar a recobrar a medias los sentidos.
La brigada especial. ¿Qué había dicho ella acerca de la brigada especial?
Realizó un desesperado esfuerzo por moverse. Sólo su brazo derecho, el que tenía más cerca del acantilado, podía moverse un poco, pero cuando subió el hombro con fuerza el brazo quedó algo más suelto hasta que al fin, empujando al límite de sus fuerzas con la espalda, la luz y el aire llegó hasta ellos. Sufriendo náuseas en la niebla de polvo de creta, ensanchó el agujero hasta que la cabeza pudo levantar su aplastante peso de encima de Gala. Percibió el débil movimiento cuando el rostro de la joven se volvió de lado, hacia la luz y el aire. Una creciente precipitación de polvo y piedras que cayó dentro del agujero que había abierto hizo que volviera a cavar frenéticamente. Poco a poco amplió el espacio hasta que consiguió apoyar el codo derecho y luego, tosiendo tanto que creyó que iban a estallarle los pulmones, empujó con el hombro derecho hacia arriba hasta que, de modo repentino, este y su cabeza quedaron completamente libres.
Lo primero que pensó fue que se había producido una explosión en el Moonraker. Alzó los ojos hacia lo alto del acantilado y luego los desvió para recorrer la orilla. No. Se encontraban a cien metros del emplazamiento del cohete. Y sólo de la línea que tenían justo encima se había desprendido un enorme trozo del acantilado.
Entonces pensó en el peligro inmediato que corrían. Gala gimió y él pudo sentir el frenético latir del corazón de la joven contra su pecho, pero la cadavérica máscara de su rostro estaba ahora expuesta al aire, y Bond contorsionó el cuerpo de un lado a otro sobre ella para intentar aliviar la presión que ejercía sobre sus pulmones y estómago. Con lentitud, centímetro a centímetro, con los músculos fallándole a causa del esfuerzo, se abrió camino fuera de la pila de polvo y escombros del lado de la pared del acantilado, donde sabía que el peso sería menor.
Y al fin su pecho quedó libre y él pudo culebrear hasta arrodillarse junto a ella. Sangraba por unos cortes que tenía en los brazos y la espalda, y la sangre se mezclaba con el polvo de creta que caía de modo constante por los lados del agujero que había cavado, pero podía sentir que no se había roto ningún hueso, y en el furor del trabajo de rescate no experimentaba dolor ninguno.
Gruñendo, tosiendo y sin hacer una sola pausa para recobrar aliento, tiró de la muchacha hasta sentarla, y con una mano ensangrentada le quitó algo del polvo que le cubría la cara. Luego, librando sus propias piernas de la tumba de creta, consiguió de alguna forma sacarla a pulso por el agujero y acomodarla sobre el montículo de piedras con la espalda contra el acantilado.
Se arrodilló y la miró, miró el espantajo blanco que apenas minutos antes había sido una de las jóvenes más hermosas que había visto en su vida, y mientras la contemplaba a ella y los regueros de su propia sangre que le había dejado en la cara al quitarle el polvo, rogó para que aquellos ojos se abrieran.
Cuando lo hicieron segundos después, el alivio fue tan enorme que Bond se volvió de espaldas y empezó a vomitar violentamente.