CAPÍTULO 12
El «Moonraker»
Era como hallarse dentro del pulido cañón de un arma de fuego. Desde el suelo, doce metros más abajo, se alzaban paredes circulares de metal pulido, cerca de cuya parte superior se aferraban él y Drax como dos moscas. En el centro del pozo, que tendría unos nueve metros de diámetro, se erguía un lápiz de reluciente cromo cuya punta, que se ahusaba hasta una antena afilada como una aguja, parecía rozar el techo que estaba a seis metros por encima de sus cabezas.
El resplandeciente proyectil descansaba sobre un cono truncado de reja de acero que se alzaba del suelo entre las puntas de tres aletas negras en forma de delta altamente inclinadas, que parecían tan afiladas como escalpelos de cirujano. Pero, por lo demás, nada estropeaba el sedoso lustre de los quince metros de pulido acero de cromo, excepto los finísimos dedos de dos grúas de brazo que se extendían desde la pared y sujetaban la cintura del cohete entre gruesos acolchados de caucho alveolar.
En los puntos en que contactaban con el cohete, había abiertas pequeñas puertas de acceso en el fuselaje de acero; mientras Bond observaba, un hombre salió a gatas por una puerta hasta la plataforma de la grúa, y la cerró tras de sí con una mano enguantada. Avanzó con pies de plomo por el estrecho puente hasta la pared, e hizo girar una manivela. Se produjo un repentino sonido de maquinaria y la grúa apartó su acolchada mano del cohete y la dejó suspendida en el aire como la pata delantera de una mantis religiosa. El sonido cambió a un tono bajo y la grúa se retrajo lentamente y se plegó sobre sí misma. Luego volvió a estirarse y sujetó el cohete por un punto situado tres metros más abajo. El operario avanzó con tiento a lo largo del brazo y abrió otra pequeña puerta de acceso, por la que desapareció.
—Probablemente está comprobando la alimentación de combustible de los tanques posteriores —comentó Drax—. Alimentación por gravedad. Es un diseño bastante delicado. ¿Qué le parece? —preguntó, mientras miraba con placer la expresión arrobada de Bond.
—Es una de las cosas más hermosas que he visto en toda mi vida.
Resultaba fácil conversar. Apenas se oía un sonido en el gran pozo de acero, y las voces de los hombres reunidos en el fondo, bajo la cola del cohete, no eran sino un murmullo.
Drax señaló hacia lo alto.
—La cabeza explosiva —explicó—. La que tiene ahora es la experimental. Está llena de instrumentos. Telémetros y demás. Siguen los giróscopos que están aquí, justo frente a nosotros. Luego casi todo son tanques de combustible conforme se avanza hacia abajo, hasta que se llega a las turbinas, cerca de la cola. Son movidas por vapor sobrecalentado que se consigue mediante la descomposición de peróxido de hidrógeno. El combustible, flúor e hidrógeno… —dirigió una penetrante mirada a Bond—, eso, por cierto, es alto secreto… cae por los tubos de alimentación y se enciende en cuando es inyectado en el motor. Se produce una especie de explosión controlada que lanza el cohete al aire. El piso de acero que hay debajo del cohete se desliza hacia los lados y desaparece. Debajo hay un gran túnel de exhaustación que tiene la salida en la base del acantilado. Mañana lo verá. Parece una caverna enorme. Cuando el otro día hicimos una prueba estática, la creta se derritió y cayó al mar como si fuera agua. Espero que no se derritan los famosos acantilados blancos cuando llegue el momento del verdadero lanzamiento. ¿Le gustaría echar una mirada a las obras?
Bond lo siguió en silencio mientras Drax abría la marcha bajando por la empinada escalerilla de hierro que descendía en línea curva contra la pared de acero. Experimentaba una sensación de admiración, casi de reverencia, por aquel hombre y su majestuoso logro. ¿Cómo era posible que hubiese llegado a ofenderse por el comportamiento infantil de Drax en la mesa de juego? Incluso los más grandes hombres tenían sus debilidades. Drax necesitaba una válvula de escape para la tensión creada por la fantástica responsabilidad que llevaba sobre las espaldas. Por la conversación mantenida durante la cena, estaba claro que no podía descansar mucho peso sobre los hombros de su nervioso hombre clave. Sólo de él debían manar la vitalidad y la seguridad que mantuviera a flote a todo el equipo. Incluso en algo tan insignificante como ganar una partida de cartas, para él debía de ser importante reafirmarse continuamente, buscar constantes presagios de fortuna y éxito, incluso hasta el punto de crear él mismo esos presagios. ¿Quién, se preguntó, no se mordería las uñas y sudaría cuando se había arriesgado a tanto, cuando había tantas cosas en juego?
Mientras descendían por la larga curva de la escalera, y sus figuras se reflejaban grotescamente en el espejo del pulido fuselaje del cohete, Bond casi experimentó el afecto del hombre de la calle por aquel hombre al que apenas unas horas antes había estado analizando minuciosamente sin piedad, casi con repugnancia.
Cuando llegaron al piso de plancha de acero del pozo, Drax se detuvo y alzó la mirada. Bond siguió la dirección de sus ojos. Visto desde aquel ángulo parecía que estaban mirando arriba por un recto pozo estrecho de luz hacia el deslumbrante cielo de los focos de arco, un pozo de luz que no era de un blanco puro sino de tornasolado satén madreperla. Había reflejos rojos de los tanques carmesí de un gigantesco extintor de espuma que se encontraba cerca de ellos, cuya boca mantenía apuntada hacia la base del cohete un hombre vestido con traje de amianto. Había una lista de violeta cuyo origen era una bombilla de dicho color que brillaba en el tablero del panel de instrumentos de la pared y que controlaba la cubierta de acero del túnel de exhaustación. Y había también un matiz verde esmeralda aportado por la pantalla de la luz colocada sobre una sencilla mesa de tablones de pino ante la que se encontraba un hombre que anotaba las cifras que le dictaban los integrantes del grupo reunido debajo de la cola del Moonraker.
Al contemplar aquella columna de tono apastelado, tan increíblemente delgada y grácil, parecía impensable que algo tan delicado pudiera resistir la presión que debería soportar el viernes: la aullante corriente de la explosión controlada más potente que jamás se hubiera intentado; el impacto de la barrera del sonido; la desconocida presión de la atmósfera a veinticuatro mil kilómetros por hora; el choque terrible cuando se precipitara desde una altura de mil seiscientos kilómetros de altura y atravesara la atmósfera que envuelve el planeta.
Drax pareció leerle el pensamiento. Se volvió a mirarlo.
—Será como cometer un asesinato —dijo. Luego, sorprendentemente, estalló en una áspera carcajada—. Venga por aquí. Walter —llamó, dirigiéndose al grupo de hombres—, acérquese. —El interpelado se separó de los otros y se acercó—. Walter, estaba diciéndole a nuestro amigo el capitán de fragata que cuando disparemos el Moonraker será como cometer un asesinato.
Bond no se sorprendió al ver que una expresión de perpleja incredulidad se reflejaba en el rostro del doctor.
—Será como un infanticidio —insistió Drax con irritación—. El asesinato de nuestra criatura —aclaró al tiempo que hacía un gesto hacia el cohete—. Despierte, despierte. ¿Qué le pasa?
El rostro de Walter mostró atención. Le dirigió a su interlocutor lo que él pensaba que era una sonrisa.
—Asesinato. Sí, muy bueno… ¡Ja, ja! Y ahora, sir Hugo, dígame, con respecto a las láminas de grafito que hay en el orificio de exhaustación, ¿está conforme el ministerio con su punto de fusión? No les parece que…
Mientras continuaba hablando, Walter condujo a Drax bajo la cola del cohete. Bond los siguió.
Los rostros de los otros diez hombres se encontraban vueltos hacia ellos mientras se acercaban. Drax lo presentó con un gesto de la mano.
—El capitán de fragata Bond, nuestro nuevo oficial de seguridad —dijo brevemente.
El grupo observó a Bond en silencio. Nadie hizo movimiento alguno para saludarlo, y los diez pares de ojos no manifestaron ninguna curiosidad.
—Vamos a ver, ¿qué es toda esa alharaca sobre el grafito?…
El grupo se cerró en torno a Drax y Walter. Bond quedó aislado.
No le sorprendió la frialdad de aquella recepción. Él habría considerado la intromisión de un extraño en los secretos de su departamento con una indiferencia mezclada con resentimiento muy similar. Y simpatizaba con aquellos técnicos elegidos con esmero que habían vivido durante meses entre los más complejos terrenos de la astronáutica, y ahora se hallaban en el umbral de la realización. Y sin embargo, se recordó a sí mismo, los inocentes que había entre ellos tenían que saber que él debía cumplir con su cometido, con su propio papel vital dentro del proyecto. Supongamos que uno de esos pares de ojos poco comunicativos ocultaba un hombre dentro de otro, un enemigo que tal vez en este preciso momento se regocijaba al saber que ese grafito del que Walter parecía desconfiar era, en efecto, demasiado débil. Cierto que tenían el aspecto de un grupo bien compenetrado, casi como una hermandad, rodeando a Drax y Walter, pendientes de sus palabras, los ojos atentos a las bocas de ambos hombres. Pero ¿había algún cerebro moviéndose en la intimidad de alguna órbita secreta, haciendo sus cálculos ocultos como el sigiloso mecanismo de algún aparato infernal?
Bond se desplazó distraídamente arriba y abajo del triángulo formado por los extremos de las tres aletas que descansaban en cavidades del piso de acero, cubiertas de goma; se interesó por todo cuanto veían sus ojos, pero miraba de vez en cuando al grupo de hombres desde ángulos diferentes.
Con la excepción de Drax, todos llevaban los mismos monos ajustados de nilón con cremalleras de plástico en los puños, los tobillos y la espalda. En ninguno se veía ni rastro de metal y ninguno usaba gafas. Como en el caso de Walter y Krebs, tenían la cabeza bien afeitada, tal vez, se dijo Bond, para evitar que los cabellos que pudieran perder cayesen dentro del mecanismo. Y sin embargo, aquel detalle le pareció la característica más grotesca del equipo, cada uno de cuyos miembros lucía un poblado bigote a cuyo cuidado era obvio que había dedicado gran atención. Los había de todas las formas y matices: desde el rubio al castaño o el negro; de largas guías como el manillar de una bicicleta, de morsa, estilo Kaiser, estilo Hitler… cada uno llevaba su insignia pilosa, entre las cuales el lozano vello facial rojizo de Drax resplandecía como el sello oficial de jefe máximo de todos ellos.
«¿Por qué —se preguntó Bond— todos los hombres de estas instalaciones llevan bigote?». Nunca le habían gustado, pero, al combinarlos con aquellas cabezas afeitadas, la colección de excrecencias pilosas adquiría una calidad positivamente obscena. El conjunto habría resultado apenas tolerable de haber estado todos cortados en la misma forma, pero aquella variedad de modas individuales, aquel tumulto de bigotes personalizados, tenía algo particularmente horrible sobre el telón de fondo de las desnudas cabezas redondas.
No había nada más que destacar; los hombres eran de estatura media y todos tiraban a delgados, con su peso controlado más o menos a la medida, supuso Bond, de los requerimientos de su trabajo. Se necesitaría tener agilidad para moverse por las grúas y ser menudo de físico para trasponer las puertas de acceso y recorrer los diminutos compartimientos del cohete. Sus manos parecían relajadas y estaban inmaculadamente limpias, y los pies, embutidos en las zapatillas de fieltro, permanecían inmóviles a causa de la concentración. Ni una sola vez sorprendió a uno mirando hacia donde él estaba y, con respecto a penetrar en sus mentes o sopesar sus lealtades, reconoció para sí que la tarea de desenmascarar los pensamientos de cincuenta de estos alemanes que parecían robots, en un plazo de tres días, no tenía muchas esperanzas de éxito. Entonces recordó que ya no eran cincuenta. Sólo cuarenta y nueve. Uno de aquellos robots se había volado la tapa de los sesos («Nunca mejor aplicada la expresión», reflexionó Bond). Y con eso, ¿qué se había descubierto acerca de los pensamientos secretos de Bartsch? Lascivia por una mujer y un Heil. ¿Sería un error tan notorio, se preguntó, concluir que, dejando a un lado el Moonraker, esos eran también los pensamientos dominantes que albergaban las otras cuarenta y nueve cabezas?
—¡Doctor Walter! Es una orden. —La voz de Drax, que reflejaba un enojo controlado, interrumpió los pensamientos de Bond mientras este acariciaba el afilado borde de ataque de la cola de una de las aletas de columbita—. Vuelva a su trabajo. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Los hombres se dispersaron con presteza para continuar con sus tareas, y Drax fue hacia donde estaba Bond y dejó a Walter dando vueltas con indecisión bajo el orificio de exhaustación del cohete.
La expresión de Drax era colérica.
—Condenado estúpido. Siempre está viendo problemas —murmuró. Y luego, abruptamente, como si quisiera apartar de su mente al hombre clave del proyecto, añadió—: Venga a mi oficina. Le enseñaré el plan de vuelo. Y luego, a dormir.
Bond lo siguió. Atravesaron el pozo, Drax hizo girar un pequeño pestillo que estaba al ras con la pared y se abrió una estrecha puerta con un suave siseo. Un metro más adentro había otra puerta de acero, y Bond advirtió que ambas estaban ribeteadas de goma. Compartimiento hermético. Antes de cerrar la puerta exterior, Drax se detuvo en el umbral y señaló diferentes puntos de la pared circular donde había similares pestillos discretos en la pared.
—Talleres —dijo—. De los electricistas, generadores, control de aprovisionamiento de combustible, lavabos, almacenes…
Cerró la puerta exterior antes de abrir la siguiente y entrar en su oficina, y cerró luego esta segunda después de que pasara Bond.
Se trataba de una habitación austera pintada de gris claro que contenía un amplio escritorio y varias sillas de tubo metálico y lona azul oscuro. El suelo estaba cubierto con una moqueta gris. Había dos archivadores verdes y un equipo grande de radio. Una puerta entreabierta mostraba un cuarto de baño revestido de azulejos. El escritorio estaba encarado con una ancha pared desnuda que parecía hecha de vidrio opaco. Drax se encaminó hacia esa pared y accionó dos interruptores instalados en el extremo izquierdo de la misma. La pared se iluminó y Bond se halló ante dos mapas cuadrados de aproximadamente un metro de lado, trazados en la parte posterior del vidrio.
El mapa de la izquierda presentaba el cuarto este de Inglaterra, desde Portsmouth hasta Kingston Upon Hull, y las aguas adyacentes desde la latitud 50 a la 55. A partir del punto rojo que había cerca de Dover, que señalaba el emplazamiento del Moonraker, se habían trazado arcos que mostraban el alcance del cohete en intervalos de dieciséis kilómetros. En un punto situado a ciento treinta kilómetros de dicho emplazamiento, entre las islas Frisias y Kingston Upon Hull, había un diamante rojo en medio del océano.
Drax señaló con un gesto las densas tablas matemáticas y columnas de lecturas de brújula que llenaban la zona situada a la derecha del mapa.
—Velocidad de los vientos, presión atmosférica, tabla de cálculo instantáneo para la calibración de los giróscopos —explicó—. Todo está calculado usando la velocidad y el alcance del cohete como constantes. Cada día recibimos los informes meteorológicos que nos envía el Ministerio del Aire, e informes de las capas más altas de la atmósfera cada vez que el reactor de la RAF logra llegar ahí arriba. Cuando está a la altitud máxima, suelta globos de helio que pueden ascender todavía más. La atmósfera de la Tierra llega hasta aproximadamente ochenta kilómetros de altitud. Por encima de los treinta apenas hay densidad que pueda afectar al Moonraker. Ascenderá casi en el vacío. El problema es atravesar los primeros treinta kilómetros. La gravedad es otra fuente de inquietud. Walter puede explicarle todas esas cosas, si le interesa. Durante las últimas horas antes del lanzamiento del viernes, recibiremos informes meteorológicos constantes. Y calibraremos los giróscopos justo antes del despegue. Por el momento, la señorita Brand reúne los datos cada mañana y lleva una tabla de calibración de los giróscopos para el caso de que sea necesaria.
Drax señaló el segundo de los mapas de la pared. Se trataba de un diagrama de la elipse de vuelo del cohete entre el punto de lanzamiento y el objetivo. Había más columnas de números.
—La velocidad de la Tierra y su efecto sobre la trayectoria del cohete —explicó—. La Tierra orbitará hacia el este mientras el cohete se encuentre en vuelo. Ese factor tiene que unirse a los cálculos del otro mapa. Se trata de un tema complicado. Por fortuna, usted no tiene por qué entenderlo. Déjelo en manos de la señorita Brand. Veamos —prosiguió mientras apagaba las luces y la pared quedaba en blanco—, ¿alguna pregunta concreta sobre su trabajo? No crea que tendrá que hacer mucho. Como puede ver, este lugar rebosa de medidas de seguridad. El ministerio insistió en eso desde el principio.
—Todo parece estar bien —asintió Bond. Examinó el rostro de Drax. El ojo sano le dirigía una mirada penetrante. Guardó un momentáneo silencio—. ¿Cree usted que había algo entre su secretaria y el comandante Tallon? —inquirió, ya que se trataba de una pregunta obvia y era mejor que la formulase ahora.
—Cabe esa posibilidad —replicó Drax con naturalidad—. Es una muchacha atractiva. Aquí abajo se encontraron con que tenían que pasar muchas horas juntos. En cualquier caso, parece que había calado hondo en Bartsch.
—Me han dicho que Bartsch alzó el brazo y gritó «Heil» antes de meterse el arma en la boca —comentó Bond.
—Eso dicen —repuso Drax, sereno—. ¿Y qué pasa si fue así?
—¿Por qué llevan bigote todos los hombres? —inquirió Bond, haciendo caso omiso de la pregunta de Drax.
Una vez más, tuvo la sensación de que la pregunta que acababa de formular irritaba al otro hombre.
Drax profirió una de sus carcajadas como ladridos.
—Fue idea mía —respondió—. Con esos trajes blancos y las cabezas afeitadas, son difíciles de reconocer. Así que les dije a todos que se dejaran bigote. La cosa se ha convertido en un fetiche. Como en la RAF durante la guerra. ¿Ve algo malo en eso?
—Por supuesto que no —dijo Bond—. Resulta bastante sorprendente a primera vista. Yo habría pensado que grandes números estampados en los trajes, con un color diferente para cada turno, era algo más eficaz.
—Bueno —respondió Drax al tiempo que se volvía hacia la puerta como para dar la conversación por terminada—, pues yo me decidí por los bigotes.