CAPÍTULO 21
El Persuasor
Krebs hizo eco a la carcajada de maníaco con una aguda risilla.
—Un golpe maestro, mein Kapitan. Debería haber visto cómo las bobinas cargaban colina abajo. Y la que se reventó… Wunderschön![49] Como el rollo de papel higiénico de un gigante. Debe de haber hecho un bonito paquete con el tipo. Justo en ese momento salía de la curva. La segunda salva fue tan buena como la primera. ¿Vio la cara del conductor? Zum Kotzen![50] ¿Y los de Bowater? Tienen entre manos una buena cacería de papel.
—Lo has hecho bien —respondió Drax brevemente, con la mente en otra parte.
De pronto se detuvo a un lado de la carretera con un chirrido de protesta de los neumáticos.
—Donnerwetter[51] —dijo enfurecido, mientras comenzaba a maniobrar para girar el coche y volver atrás—. No podemos dejar ahí a ese hombre. Tenemos que cogerlo. —El coche ya circulaba en sentido contrario por la carretera—. Revólver —ordenó.
Pasaron junto al camión al llegar a lo alto de la colina. Estaba detenido y no se veía ni rastro del conductor. «Probablemente está llamando a la empresa», pensó Drax, mientras aminoraba la marcha al enfilar la primera curva. En las dos o tres casas del lugar había luces encendidas, y un grupo de personas se encontraba reunido en torno a una de las bobinas de papel que yacía entre los restos de la puerta de su verja. Había más entre los setos del lado derecho de la carretera. A la izquierda, un poste de telégrafo oscilaba como un borracho, partido por la mitad. Luego, en la siguiente curva, había una gran confusión de papel que bajaba por la colina, festoneaba los setos y la carretera como las marcas de un gigantesco traje para baile de disfraces.
El Bentley casi había atravesado las barreras que protegían el lado derecho de la empinada loma. Colgaba en medio de un rompecabezas de puntales de hierro retorcidos, con el morro hacia abajo, con una rueda, aún sujeta al eje trasero partido, ladeada sobre el maletero como una sombrilla surrealista.
Drax aparcó y él y Krebs salieron del coche y se detuvieron a escuchar.
No se oía nada más que el lejano ronroneo de un coche que viajaba a gran velocidad por la carretera de Ashford y la chicharra de un grillo insomne.
Con las armas desenfundadas, se acercaron cautelosamente a los restos del Bentley, mientras sus pies aplastaban los trozos de cristales rotos desparramados por la carretera. En el margen cubierto de hierba se habían abierto profundos surcos, y en el aire flotaba un penetrante olor a gasolina y goma quemada. El metal caliente del coche crujía y crepitaba con suavidad, y aún salía humo del radiador destrozado.
Bond yacía boca abajo en el fondo de la pendiente, a seis metros del vehículo. Krebs lo volvió. Tenía el rostro cubierto de sangre, pero respiraba. Lo registraron minuciosamente y Drax se guardó la esbelta Beretta en un bolsillo. Luego lo transportaron al otro lado de la carretera y lo metieron en el asiento trasero del Mercedes, medio encima de Gala.
Cuando ella se dio cuenta de quién era, profirió un grito de horror.
—Halt’s Maul[52] —gruñó Drax. Se sentó ante el volante y, mientras hacía girar el coche, Krebs se inclinó por encima del asiento y empezó a trabajar con un largo trozo de cable eléctrico—. Hazlo bien —le advirtió Drax—. No quiero ningún error. —Luego se le ocurrió otra cosa—. Y cuando acabes, vuelve al Bentley y quítale las placas de matrícula. Date prisa. Yo vigilaré la carretera.
Krebs echó la manta de viaje sobre los dos cuerpos inmóviles y saltó fuera del vehículo. Usando la navaja como destornillador, pronto estuvo de regreso con las placas, y el coche se puso en marcha justo en el momento en que un grupo de residentes locales aparecía caminando nerviosamente colina abajo, mientras iluminaba con sus linternas la escena de devastación.
Krebs sonrió feliz al pensar en los estúpidos ingleses que tendrían que limpiar aquel desastre. Se retrepó para disfrutar de la parte del viaje que siempre le había gustado más, los bosques primaverales llenos de campanillas azules y celidonias del camino hasta Chilham.
Lo hacían especialmente feliz por la noche. Encendidas entre las antorchas verdes de los árboles jóvenes por los focos delanteros del Mercedes, le recordaban los hermosos bosques de las Ardenas y la devota fuerza juvenil en la que había servido, el viaje que hizo en un todoterreno capturado a los estadounidenses con, al igual que esta noche, su adorado líder al volante. Der Tag[53] había tardado mucho en llegar, pero ya estaba aquí. Con el joven Krebs en vanguardia. Al fin lo aclamarían las multitudes, llegarían las medallas, las mujeres, las flores. Contempló las fugaces huestes de campanillas y se sintió alegre y feliz.
Gala podía sentir en la boca la sangre de Bond. Su rostro estaba junto al suyo en el asiento de cuero y se desplazó para dejarle más espacio. Respiraba trabajosa e irregularmente, y la joven se preguntó hasta qué punto estaría herido de gravedad. Trató de susurrarle al oído. Luego le habló con voz más potente. Él gimió y su respiración se hizo más rápida.
—James —susurró con urgencia—. James…
Él masculló algo y Gala lo empujó con fuerza.
Bond profirió una sarta de obscenidades y su cuerpo se elevó.
Volvió a quedarse inmóvil y Gala casi pudo sentir cómo exploraba sus sensaciones.
—Soy Gala.
Lo sintió tensarse.
—Cristo —dijo él—. Vaya un infierno.
—¿Estás bien? ¿Te has roto algo?
Sintió que tensaba brazos y piernas.
—Parece que no. Tengo una brecha en la cabeza. ¿Hablo con coherencia?
—Por supuesto —le aseguró Gala—. Y ahora escucha.
A toda prisa le contó cuanto sabía, comenzando por la libreta de notas.
El cuerpo de él estaba rígido como una tabla contra el de ella y apenas respiraba, mientras dedicaba toda su atención a la increíble historia.
Poco después entraron en Canterbury. Bond acercó la boca al oído de ella.
—Intentaré arrojarme a la calle por la parte trasera —le susurró—. Llegar a un teléfono. Es la única esperanza.
Comenzó a levantarse para ponerse de rodillas, y su peso aplastó a la muchacha hasta dejarla casi sin aliento.
Se oyó un golpe seco y volvió a caer sobre Gala.
—Si haces un movimiento más, eres hombre muerto —dijo la voz de Krebs, que les llegó suave entre los dos asientos delanteros.
¡Sólo faltaban veinte minutos para llegar a las instalaciones! Gala apretó los dientes y se entregó a la tarea de lograr que Bond volviera a recobrar el conocimiento.
Acababa de conseguirlo cuando el coche se detuvo ante la puerta de la cúpula de lanzamiento y Krebs, revólver en mano, soltó las ligaduras de los tobillos de ambos.
Captaron un atisbo del conocido cemento iluminado por la luna y del semicírculo de guardias que se hallaban a cierta distancia, antes de ser empujados a través de la puerta, y cuando Krebs les hubo quitado los zapatos, hasta la pasarela de hierro del interior de la cúpula.
Allí se alzaba el brillante cohete, hermoso, inocente, como un juguete nuevo para un cíclope.
Pero en el aire flotaba un horrible olor a productos químicos, y para Bond el Moonraker era una gigantesca jeringuilla hipodérmica preparada para clavarse en el corazón del Reino Unido. A pesar del gruñido de Krebs, se detuvo en la escalera y alzó los ojos hacia el destellante morro del cohete. Un millón de muertos. Un millón. Un millón. Un millón.
¿En sus manos? ¡Por el amor de Dios! ¡¿En sus manos?!
Con el revólver de Krebs clavado en las costillas, bajó lentamente la escalera detrás de Gala.
Al girar para trasponer las puertas de la oficina de Drax, se rehízo. De pronto su mente estaba despejada y toda letargia y dolor abandonaron su cuerpo. Había que hacer algo, lo que fuese. De alguna forma hallaría la manera. Todo su cuerpo y su mente se concentraron y aguzaron como una navaja. Sus ojos volvían a estar vivos, y la derrota se desprendió de él como la piel de una serpiente en la muda.
Drax se les había adelantado y estaba sentado ante su escritorio. Empuñaba una Luger. Dirigida hacia algún punto entre Bond y Gala, el arma parecía firme como una roca.
Detrás de sí, Bond oyó el golpe sordo de las puertas dobles al cerrarse.
—Yo era uno de los mejores tiradores de la División Brandenburgo —comentó Drax en tono distendido—. Átala a esa silla, Krebs. Luego, a él.
Gala miró a Bond con expresión desesperada.
—No disparará —dijo Bond—. Teme hacer estallar el combustible —añadió, mientras avanzaba con lentitud hacia el escritorio.
Drax sonrió alegremente y apuntó el arma al estómago de Bond.
—Tiene mala memoria, inglés —respondió con voz átona—. Ya le he dicho que esta sala está aislada del pozo por la puerta doble. Un paso más y se queda sin estómago.
Bond vio que los ojos confiados se entrecerraban y se detuvo.
—Adelante, Krebs.
Cuando ambos estuvieron segura y dolorosamente atados a los posabrazos y las patas de dos sillas de tubo de acero, y separados uno de otro un metro bajo el mapa de vidrio de la pared, Krebs salió de la habitación. Al cabo de un momento regresó con un soplete.
Dejó el feo aparato sobre el escritorio, bombeó aire en su interior con unas enérgicas pulsaciones del émbolo y le acercó una cerilla encendida. Cogió el aparato y avanzó hacia Gala. Se detuvo a poca distancia, a un lado de ella.
—Y ahora —dijo Drax con severidad— acabemos con esto sin hacer aspavientos. El bueno de Krebs es un artista con ese trasto. Solíamos llamarlo Der Zwangsmann, «el Persuasor». Nunca olvidaré el repaso que le dedicó al último espía que capturamos juntos. Al sur del Rin, ¿no es cierto, Krebs?
Bond afinó el oído.
—Sí, mein Kapitan. —Krebs rio entre dientes ante el recuerdo—. Era un cerdo belga.
—Bien, pues —continuó Drax—. Ustedes, simplemente, recuerden que aquí abajo no existe el juego limpio. Nada de deportividad, juego limpio y todo eso. Esto es un asunto serio. A ver, usted —dijo con voz que restalló como un látigo, y miró a Gala Brand—. ¿Para quién trabaja usted?
Gala guardó silencio.
—Donde quiera, Krebs.
Krebs tenía la boca semiabierta. Se pasaba la lengua de un lado a otro por el labio inferior. Parecía tener dificultades para respirar mientras daba un paso hacia la muchacha.
La llamita rugía.
—Alto —dijo Bond con tono frío—. Trabaja para Scotland Yard. Y yo también.
Ahora esos detalles carecían de importancia. A Drax no le eran de ninguna utilidad. En cualquier caso, al día siguiente por la tarde tal vez Scotland Yard no existiera.
—Eso está mejor —asintió Drax—. Y ahora ¿sabe alguien que ustedes están prisioneros? ¿Se detuvo usted a telefonear en alguna parte?
«Si le digo que sí —pensó Bond—, nos liquidará a los dos de un tiro, se librará de los cadáveres y se habrá esfumado la última oportunidad de detener el Moonraker. Y si en Scotland Yard lo supieran, ¿por qué todavía no están aquí? No. Puede que llegue nuestra oportunidad. Podrían encontrar el Bentley. Vallance tal vez se preocupe cuando no tenga noticias mías».
—No —respondió—. Si lo hubiera hecho, a estas alturas ya se habrían presentado.
—Cierto —asintió Drax, reflexivo—. En ese caso, ya no tengo ningún interés en ustedes; y le felicito por haber hecho que esta entrevista sea tan armoniosa. Podría haber resultado más difícil de haber estado usted solo. Una joven siempre resulta útil en estas ocasiones. Deje eso, Krebs. Puede marcharse. Cuénteles a los demás lo que sea oportuno. Se estarán haciendo muchas preguntas. Yo charlaré un rato con nuestros invitados y luego subiré a la casa. Ocúpese de que laven bien el coche. Y que eliminen las marcas del lado derecho de la carrocería. Dígales que cambien todo el panel si fuera necesario. O pueden prenderle fuego al condenado coche. Tampoco volveremos a necesitarlo. —Prorrumpió en una áspera carcajada—. Verstanden?
—Sí, mein Kapitan. —De mala gana, Krebs dejó junto a Drax el soplete, que rugía suavemente—. Por si lo necesita —dijo, dirigiendo sus ojos esperanzados hacia Gala y Bond, tras lo cual se marchó.
Drax dejó la Luger sobre el escritorio, ante sí. Abrió un cajón, sacó un habano y lo encendió con un mechero Ronson de mesa. Se instaló cómodamente. En la habitación reinó el silencio durante unos minutos mientras Drax fumaba con satisfacción. Luego pareció decidirse. Miró a Bond con benevolencia.
—No sabe lo mucho que he deseado contar con un público inglés —dijo, como si se dirigiera a los periodistas presentes en una rueda de prensa—. No sabe cuánto he deseado contar mi historia. De hecho, un informe completo de mis operaciones está ahora en manos de un muy respetable bufete de abogados de Edimburgo. Les pido disculpas… letrados de la corona. Bien a salvo… —Sonrió desde el otro lado del escritorio—. Y esos buenos señores tienen orden de abrir el sobre cuando concluya el primer lanzamiento con éxito del Moonraker. Pero ustedes, afortunados, oirán por anticipado lo que he escrito y luego, cuando mañana por la mañana vean, a través de esas puertas abiertas —hizo un gesto hacia su derecha—, los primeros vapores de las turbinas y sepan que están a punto de asarse vivos en cuestión de medio segundo, tendrán la momentánea satisfacción de saber al servicio de qué se hace todo esto —les dedicó una sonrisa lobuna—, como decimos los ingleses.
—Puede ahorrarse las bromas —le respondió Bond con acritud—. Continúe con su historia, Kraut[54].
Los ojos de Drax se iluminaron momentáneamente.
—Un Kraut. Sí, en efecto, soy un Reichsdeutscher[55]… —asintió, y la boca que había bajo el bigote rojo saboreó la palabra—, e incluso los ingleses reconocerán dentro de poco que los ha vencido un solo alemán. Y tal vez entonces dejarán de llamarnos Krauts… ¡Por orden nuestra!
Las últimas palabras salieron con un chillido, pero en ellas estaba concentrado todo el militarismo prusiano.
Drax le echó a Bond una mirada feroz desde el otro lado del escritorio, mientras los dientes mordían nerviosamente una uña tras otra. Luego, con un esfuerzo, se metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón, como para apartarla de tentaciones, y cogió el habano con la izquierda. Lo chupó un momento y a continuación, con la voz aún tensa, comenzó.